martes, 20 de diciembre de 2011

SOBRE EL CONDUCTISMO



Skinner escribió su texto filosófico, Sobre el Conductismo, avisando desde el primer momento que lo que ahí exponía no era un resultado empírico, contrastable y refutable, sino una filosofía y, por tanto, irrefutable. Skinner propone un sistema de representación - que pertenece a la "gramática", en el sentido wittgensteiniano - para explicar la realidad, sistema que tiene ventajas e inconvenientes pero que no es, en sí mismo, falso. La verdad o falsedad es algo que sólo puede atribuirse de forma estricta a las proposiciones empíricas. En un segundo momento, las evidencias empíricas nos aconsejan un sistema de representación u otro. Tomar las teorías como simples formas de representación, no como verdades en sí, es una práctica propia del pragmatismo. Para James las teorías no son respuestas a enigmas sino instrumentos con que nos enfrentamos al mundo. Si no puede trazarse cualquier dife­rencia práctica, entonces las alternativas significan prácticamente lo mismo y toda disputa es vana. Voy a criticar con todo respeto el conductismo skinneriano pero no para defender, en abstracto, el cognitivismo, la entronización de lo "cognitivo", hasta casi identificarlo con lo psicológico, puede conducir a numerosas confusiones por ignorar la parte no cognitiva, empírica, del comportamiento humano. La crítica al dualismo sólo puede ser realizada desde una concepción de las cosas, una representación del mundo, que tenga en cuenta las motivaciones del conductismo. Skinner (1977), de hecho, realiza un análisis de los conceptos disposicionales correcto en esencia, pero fracasa al no comprender la función distintiva del lenguaje, pierde el sentido de la conducta. Por eso el "conductismo" que propongo está emparentado con el de Georg Mead.
Como decía Aristóteles, sólo pueden existir fuera de la sociedad las fieras y los dioses, y lo más caracte­rístico del ser humano es la palabra, lo que diferencia su sociedad de las abejas y otros animales gregarios. Poner al individuo delante de la sociedad es lo que ha "logrado", al cabo de los siglos, nuestra cultura occidental, con un sistema de representación que, para abreviar, atribuimos a Descartes porque, en su genialidad, acaso fue quien con mayor nitidez lo expuso. El alma, o la mente, es la existencia más inmediatamente cognoscible para cada persona. La mente del otro, en cambio, no se conoce directamente, aunque se puede inferir, de alguna manera es fosforescente. La sede de esta vida interior, del pensa­miento, es la cabeza o, más en concreto, el cerebro. Esta doctrina oficial (G. Ryle) forma parte de la psicología popular occidental, está integrada en la gramática de nuestro lenguaje y nuestra forma de vida. Como cuando Bertrand Russell afirmaba:
Pienso que el orden de espacio-tiempo del mundo físico lleva implícita esta causalidad dirigida. Y es sobre esta idea donde apoyo una opinión que todos los demás filósofos encuentran chocante: que los pensamientos de las personas están en sus cabezas. La luz de una estrella viaja por el espacio intermedio y causa una perturbación en el nervio óptico que termina en un suceso en el cerebro.

Basta con hojear algún texto de psicología cognitiva, para encontrar expresiones del tipo 'Lo que ocurre en la cabeza de Fulano', 'Lo que ocurre en la cabeza de Mengano', es la misma cosa. Pero esta separación metafísi­ca fracasa, en los intersticios de la razón, aparece la irracionalidad. Desde que se supone que el espacio interior es de más fácil acceso y de más seguro conocimiento que el mundo circundante, se da por supuesto que el bebé llega al mundo con un lenguaje innato -puesto que conoce los conceptos de las cosas- y lo único que tiene que hacer es "traducir" dichos conceptos al lenguaje materno. El gran filósofo pragmatista Hilary Putnam argumentó que dicha concepción nos obligaría a disponer en ese "almacén" de nociones como “carburador”, “burócrata”, “potencial cuántico”, etc. No obstante, esa versión del aprendizaje del lenguaje está presente en una inmensa cantidad de publicaciones actuales en lingüística y en psicología cognitiva. Según Fodor los lenguajes natura­les no pueden ser el medio del pensamiento, pues, afirma, existen organismos no verbales que piensan, ya que no se puede negar que los animales son capaces de resolver problemas, por ejemplo, hallar la salida de un laberinto. Pero, podríamos aducir que el verbo "pensar" puede tener, por lo menos, dos sentidos. El primero es externo: tomo un lápiz y resuelvo un problema de aritmética. El segundo interno: me quedo en un rincón reflexionando (hablando conmigo mismo). Los defensores del innatismo toman la segunda acepción como la primitiva y causante de la primera. Puesto que los animales resuelven problemas, su mente es representacional, como la nuestra. Se postula, por tanto, como algo dado, primitivo, la existencia de mecanismos representacionales internos. Según la concepción ordinaria, compartida con ciertas modifica­ciones por la psicología cognitiva -y que Skinner también denuncia- la imagen se lleva encima, igual que podemos utilizar un retal de tela para confrontar. Si el proceso fuera así de simple sería, en realidad, algo muy complicado. Para comprobar que la imagen que nuestra memoria nos propor­ciona de 'rojo' es la correc­ta deberíamos disponer de un tercer término de comparación, y así indefi­ni­damente. Lo esencial no son los sistemas repre­sentacionales, sino la comunicación interpersonal. La imagen interna es subsidiaria de la imagen externa, la auténtica, y, en último extremo, del lenguaje.
Ahora bien, considero verosímil que tanto el ser humano como el animal piensan, pero, desde luego, sus sistema de pensamiento tiene muchos factores de diferenciación, implicados en el uso del lenguaje, y, por otra parte, ese pensamiento no precisa necesariamente estar apoyado en representaciones internas, que sólo “conocemos” por inferencia. El mono en los experimentos clásicos de Köhler se para y parece reflexionar sobre algo. Primero salta e intenta alcanzar la banana en vano. Pero, ¿por qué el hecho de que coja un bastón para alcanzar el fruto tiene que ser algo que alcance interiormente? Pensar quiere decir habitualmente "hablar consigo mismo", algo que no se aprende rápido y sin esfuerzo. Sea lo que sea la base innata de nuestro comportamiento nunca la podremos considerar "pensamiento" en ese sentido, y sospecho que ese es el error en el que incurre el inna­tismo mentalis­ta (aun cuando ese hablar consigo mismo sea incons­cien­te).
Mi existencia actual "incluye" el teclado del ordenador, la pantalla, la música de Dire Straits, el sol que entra por mi ventana, la gente que veo pasar por la calle. Todo esto me incluye y se me va desvelando. Lo verdadero es el descubrimiento de la realidad. Según Wittgenstein, el lenguaje es una actividad gobernada por reglas públicas. Verdadero y falso es lo que los hombres dicen pero los hombres están de acuerdo en el lenguaje que utili­zan, concordancia que no es de opiniones sino de forma de vida, cualquier confirmación y refutación de una hipóte­sis, ya tiene lugar en el seno de un sistema, y hay proposiciones del sistema que no admiten prueba, es un trasfon­do que nos viene dado y sirve para que las demás proposiciones se articu­len. Están fuera de duda, son como los goznes que tienen que estar bien sujetos para que la puerta gire, es decir, son gramatica­les. Para eliminarlas habría que cambiar todo el sistema, el modo de represen­tación y hay por lo menos tantos modos de representación como formas de vida. De la misma forma que sólo es posible la duda cuando ya existe la certeza podemos decir que sólo es posible la mentira cuando ya existe la verdad. Si los seres humanos no manifestaran su dolor no se le podría enseñar a un niño la expresión 'dolor de muelas', pero cuando damos un nombre al dolor presupo­nemos la gramática - entendida como sistema de representación- de la palabra "dolor". Para dudar de si alguien tiene dolor lo que necesi­tamos no es dolor, sino el concepto de "dolor". Pero afirmar que un lenguaje sobre las sensaciones es imposible a menos que sea compartido por una comunidad no difiere de afirmar que un lenguaje sobre los objetos físicos es imposible salvo que sea compartido por una comuni­dad. Yo no puedo denominar a este animal 'perro' si no recibo esa palabra dentro del lenguaje de la comunidad, en contextos concretos. La confusión de ambos juegos es la que conduce a numero­sos errores conceptuales en Filosofía y en Psicología. ¿Qué es entonces lo que comunicamos al decir que tenemos tal o cual sensación? En nuestra opinión lo que hacemos es manifestar una parte de un proceso más complejo, en el que no sólo está implicado nuestra idea, sino nuestra persona como totalidad.
Los términos de un juego de lenguaje no se aprenden aislados sino en redes, en el seno de una gramática. Desde la psicología evolutiva se ha afirmado que los conceptos se aprenden en redes, no indivi­dualmente, y que el niño debe 'saltar' dentro de una red caracterizada por cierto tamaño y cierta estructura lógica, sin atravesar estados intermedios en los que la red fuera menor. Se trata de una explicación contraria al asociacionismo conductista y cognitivo. Son los "juegos de lenguaje", como los que se usan para enseñar a los niños la lengua mater­na, que son completos, ya desde el principio, y se aprenden dentro de un contexto pragmático interpersonal.
El entorno se compone de objetos cuyo significado procede de su significado social. Ese significado se transmite a través del lenguaje, en la interacción con los otros, en un contexto pragmático, lo que supone también ser capaz de ver los objetos desde la perspectiva del otro, no como simple etiquetado. El individuo no se encuentra aislado sino que toma conciencia de sí mismo en la interacción social, esto es, es la sociedad la que le permite constituirse como individuo, es decir, con autoconciencia. Un bebé abandonado en una zona no habitada por seres humanos, si lograra la proeza de sobrevivir, no desarrollaría una conciencia de sí mismo, pero nunca se ha encontrado un niño criado en aislamiento que hablara con corrección de sí mismo y de su entorno -al estilo de Mowgly- ni que haya sido capaz de aprenderlo. Los defensores del desarrollo innato del lenguaje siempre pueden argumentar que han carecido del efecto desencadenante del entorno humano.
Escuchamos el razonamiento: Alguien que posee la capacidad de conocer el alfabeto debe tener un aparato mental, algunos de cuyos estados son el fundamento causal de la capacidad, y explican de esa forma sus manifes­taciones. Esta, desde luego, es una manera de pensar que se halla muy arraigada en nuestras costumbres.

Skinner:
La práctica habitual de buscar dentro del organismo una explicación de la conducta ha tendido a oscurecer las variables de que disponemos para un análisis científico. Estas variables están fuera del organismo, en su ambiente inmediato y en su historia ambiental. Tienen un estatus físico para el que están adaptadas las técnicas usuales de la ciencia, y hacen posible explicar la conducta al igual que, en ciencia, se explican otras materias. Estas variables independientes son de muchas clases y sus relaciones con la conducta son a menudo sutiles y complejas pero no podemos pretender dar una adecuada explicación de la conducta sin analizarlas.

Si los rasgos y otras características de la personalidad son sólo inferencias del observador, todo son inferencias del observador (el psicólogo) y nos veríamos obligados -tal vez afortunadamente- a no hacer teoría, pero de ese "delito" no se ha visto libre, a nuestro entender, ni tan siquiera Skinner. Los comportamientos y la categorización de los mismos son indistinguibles. La crítica conductual se dirige a la cualidad internalista de los conceptos disposicionales. Pero ¿es que la forma de responder a un cuestionario no es también conducta? Podría afirmarse, en consecuencia, que las teorías disposicionales de los rasgos no son rechazables, por cuanto recogen un aspecto de la conducta de las personas, como es su conducta verbal en el proceso de responder a los cuestionarios. La oferta de Skinner, en el párrafo citado, resulta chocante, las variables ambientales tienen un "estatus físico", para el que son aplicables los métodos científicos. Es como si para jugar al ajedrez lo importante fuera la materia de la que están hechas las piezas.
Tomar los rasgos como términos que resumen las regularidades del comportamiento parece una solución adecuada desde nuestra posición externalista, y desde el interaccionismo simbólico. Lo único que habría que evitar es la imagen de interioridad que normalmente se les asocia. De forma paralela habría que relativizar el poder explicativo que se les atribuye. Para entender a esta persona concreta, a la que examina el clínico su comportamiento en el aquí y ahora y el tipo de vínculo que ofrece y lo que en nosotros provoca, es una “muestra” de su comportamiento en otros contextos, que juzgamos a partir de lo que nos cuenta en su coherencia. Sólo nuestra tendencia esencialista nos lleva a creer que debe haber un único constructo subyacente que dé cuenta de todos ellos, e interior, desde luego. El niño aprende la expresión "estás ansioso" en situaciones en las que, por ejemplo, no se concentra, dice que quiere salir al patio, se mueve agitadamente,etc., y aprende que el término "ansioso" se puede utilizar en contextos similares. Pero el sistema del lenguaje también le permite decir que alguien está ansioso, cuando reclama con enfado el pago de una deuda, o en muchos sentidos metafóricos: por ejemplo, "ansiedad de justicia". El término "ansiedad" es polisémico y, entendido como concepto, no se corresponde regularmente con una única manifestación fisiológica. La información que el sujeto suministra verbalmente, de forma directa o indirecta, será una parte del cuadro pero no el conjunto.
Entre 1931 y 1932, Alexander Luria llevó a cabo un estudio de campo entre poblaciones de Uzbekistán, república caucásica entonces anexionada a la URSS, antes preliterarias y en proceso de aculturación. En líneas generales encontró, en tareas cognitivas, la existencia de un pensamiento concretista en los casos en que el sujeto carecía de formación escolar. Los sujetos no escolarizados rechazaban responder a preguntas abstractas, alejadas de su experiencia directa y local o, simplemente, no sabían qué decir. Esa tendencia se mostraba también cuando se planteaban cuestiones sobre aspectos relacionados habitualmente con la Personalidad, como "¿qué defectos cree que tiene usted ", provocando respuestas del estilo de : "Sólo tengo un vestido y dos batas, estos son todos mis defectos", o "Pregúnteselo a los demás, yo no puedo decir nada de mí mismo". Cuando nombraban alguna cualidad siempre iba acompañada de algún ejemplo concreto. Este tipo de investigaciones, de corte antropológico, debía estar más presente, en nuestra opinión, en las obras actuales sobre personalidad.
Wittgenstein presenta las nociones de “criterio” y de “síntoma”: los "procesos privados" requieren "criterios externos". El descenso del barómetro es un "síntoma" de lluvia, el asomarnos por la ventana y ver caer gotas es un "criterio". El significado del término "lluvia" no se enseña señalando un barómetro. Los síntomas, en cambio, son acontecimientos que ocurren en relación temporal con cierto fenómeno, pero que no sirven de criterio. Pues el que algo sea criterio de X no es cuestión de experiencia sino de definición. Un proceso en el cerebro de un hombre o en su laringe puede ser un síntoma de que está viendo algo rojo, pero el criterio es lo que dice y hace. El criterio de que yo recuerdo el ejemplar correcto de la sensación de 'dolor' sólo puede ser externo, y está integrado en el aprendi­zaje social que me ha permitido identificar mi comportamiento (primi­tivo) con una palabra y, en algún caso, susti­tuirlo, no sólo gritar y removerme con gesto de incomodidad, sino decir 'me duele'. Yo no me quejo porque tenga una sensa­ción de dolor, ni siquiera porque siento dolor, sino porque me duele. La sensación no es más que un término de un juego de lengua­je, el de las sensaciones; una forma de representación que podría ser sustitui­da por otra.
Supongamos que alguien se encuentra en el estado mental de "estar deprimi­do", este estado abarca una serie de aspectos, unos "externos": enlenteci­miento de movimientos, expresiones de tristeza, llantos, incapacitación laboral, etc., y otros "internos": pensamientos de autodevalua­ción, culpa, ideas de suicidio, etc. Cuando hablamos de "estado mental de depresión" deberíamos referirnos a las dos catego­rías de entidades, frente a la tendencia a identificar el estado con los aspectos internos. Supongamos ahora que esa persona no quiere que el psiquiatra que la atiende recomiende un ingreso. En conse­cuencia, cumple con los mínimos laborales, habla del tiempo y se cuida de llorar delante de nadie, aunque sigue manteniendo, exclusivamente para sí misma, pensamientos de autodeva­luación e ideas suicidas. El clínico dudaría de que aquí se tratara de una "auténtica" depresión, pues no cumple los criterios. De tratarse de una depresión que se muestra en síntomas ligeros, diremos que es una depresión "leve", y si no se muestra de ninguna manera, no hay depresión. Por otra parte, si tenemos alguna noción de los pensamien­tos autodevaluatorios y de las ideas de suicidio es, evidentemente, porque muchos enfermos depresivos los relatan. Si se consigue que un enfermo depresivo vaya a trabajar, al cine, se mueva más y no hable de cosas tristes, las sensaciones subjetivas de tristeza desaparecen. De hecho, normalmente, en eso consiste la curación. El que algo sea criterio de X no es cuestión de experiencia, sino de definición. Yo no induzco la existencia de lluvia a partir de mi observación de que caen gotas del cielo nublado, sino que es a eso mismo a lo que llamo "lluvia".
No es que los términos mentales sean traduci­bles a términos conductuales, sino que o son términos conduc­tuales o no son nada. Es cierto que el psicólogo observa los fenómenos de la vida mental y "fenómeno" es algo que puede ser observado, luego el psicó­logo sólo observa la conducta. Pero una conducta definida en términos muy diferentes a los del conductismo, pues sólo acepta definicio­nes de los términos psicológicos que sean articuladas, frente a las definiciones operativas de los reduccionis­mos conductista y fisiológico.
El defensor más conspicuo del operacionalismo en psicología fue, sin duda, Skinner, quien lo considera bueno en todas las ciencias y especialmente en psicología: "debido a la presencia en éste campo de un amplio vocabu­lario de origen antiguo y no científico". Dicho vocabu­lario abarcaría a los términos mentalistas, privados. Rechaza cual­quier postulado o variable que se encuentre más allá de los datos observables del ambiente y de la conducta de los organismos. El rechazo de las variables internas se justifica por razones operativas. La deprivación de alimento, por ejemplo, puede ser medida y es, por tanto, un término operativo; cosa que no ocurre con la pulsión de anteriores teorías del aprendizaje. El conductismo radical, que niega la existencia de entidades subjetivas, es considerado por Skinner como la postura más adecuada. Sin embargo, el rechazo del dualismo casi indefectiblemente lleva al reduccionismo: idealista o fisicista (biológico, conductual, computacional, etc.). La gran paradoja del conductismo skinneriano, que descubre su aceptación indeseada del dualismo, consiste en que al negar la mente, identi­ficándola exclusivamente con las entidades internas, niega un aspecto fundamental de la realidad que, como no podía ser menos, expulsado por la puerta retorna por la ventana. Al responder Skinner a la pregunta de cómo aprendemos los términos verbales sobre nuestras intencio­nes dice que, primero, se enseña a la persona a utilizar estas palabras cuando exhibe la conducta pública adecuada, comienzo que no puedo por menos que aprobar. Pero a partir de entonces, sigue diciendo, los estímulos privados son asocia­dos con las manifestaciones públicas (de los demás) y, desde entonces, la persona responde a los estímulos privados cuando ocurren sin manifestaciones públicas. 'Estaba a punto de irme a casa' (I was on the point of going home) debe ser conside­rado, según Skinner, como el equivalente de 'Observé acontecimientos en mí mismo que preceden, o acompañan, de forma característica mi marchar a casa'. Pero, se le puede objetar, nadie toma una decisión porque observe que se produ­cen en sí mismo cambios corporales. El método para encontrar el significado de las expresio­nes psicológicas no es mirar dentro del yo, sino examinar la función que juegan esas palabras y conceptos en nuestro lenguaje.
Los conductistas rechazan la introspección como método porque sus resultados no son públicamente verificables. Wittgenstein, en cambio, rechaza la introspección porque no es ningún método privile­giado de acceso a nuestros procesos subjetivos: "Puedo saber lo que el otro piensa, no lo que yo pienso”. Lo que yo pienso ni lo sé ni lo dejo de saber, y si hablamos de pensamiento inconsciente en realidad estamos realizando un cambio conceptual, en el modo de representación, como hizo el psicoanálisis. Introspeccionismo y conductismo parten del supuesto cartesiano de que los procesos mentales sólo son directamente accesibles al sujeto que los experimenta. Pero en la medida en que las experien­cias subjeti­vas pueden ser expresa­das de forma inteligible, existen criterios convencionales para identifi­carlas. Si existen criterios convencionales esas experiencias son tan accesibles al psicólogo como al propio sujeto. Si no son expresables son, por definición, inefables y caen en el ámbito de lo místico, aquello de lo que no podemos hablar.
Los reduccionismos, al negar el dualismo y la interioridad rechazan una parte fundamental de la Psicología que es el significado interpersonal. Pero caen en la propia trampa de lo que supuestamente han superado, convir­tién­dose, según la expresión de Vygotsky, en un "idealismo vuelto del revés".
Entre nosotros hace ya bastantes años que Castilla del Pino defendió concepciones dialécticas del comportamiento, superadoras del dualismo:



El hombre está en la realidad porque es de la realidad. El hombre no es un objeto aparte que está aquí, frente a la restante realidad que está allí. El hombre no es un compartimento estanco dentro de la realidad. Al ser constitutivo de la realidad, toda consideración aislada, solipsista, de él, es parcial y, por tanto, falsa.

Fenómeno y sentido no son dos realidades que se muestren por separado, sino que son abstraccio­nes a partir de una misma presencia, dentro de un contexto social, es decir, lingüístico. Podría pensarse que, de alguna manera, la conciencia se convierte en un subproducto, como han planteado los conductistas, y podría pensarse que el estudio del individuo se torna una pérdida de tiempo. Sin embargo, hay que considerar que el individuo es un registro vivo de su mundo. Al igual que nos representamos mejor las formas de vida de sociedades antiguas cuando se conserva registro escrito (el paso de la prehistoria a la historia), conocemos el sistema humano estudiando a las personas una por una en la díada analítica.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Libro de Abello y Liberman sobre WInnicott

El pasado día 11 de ete mes de noviembre tuve el placer de asistir a la presentación del magnífico libro que han dedicado Augusto Abello y Ariel Liberman al estudio de Donald Winnicott (Madrid, Ágora Editorial), sin duda uno de los nombres mayores en la historia del psicoanálisis y del psicoanálisis relacional. De la reseña de Roberto Longhi [Clínica e Investigación Relacional, 5 (3): 561-574. [ISSN 1988-2939] ] a esta obre me gustaría extraer el siguiente pensamiento:
Creo que lo más importante que hace a lo liberador de la obra de Winnicott, y que tan bien nos transmite este libro, que nos tranquiliza, es que nos estimula al ejercicio de un arte más que de una técnica y que nos aclara que abordar un proceso psicoterapéuticopsicoanalítico no implica una concepción hermenéutica sino que se entiende como un proceso en que cada paciente tiene sus propios ritmos y necesidades yoicas y elloicas.
















lunes, 31 de octubre de 2011

LOS SISTEMAS MOTIVACIONALES





Rodríguez Sutil, C. (2011). Reseña de la obra de J.L. Lichtenberg, F.M. Lachmann y J.L. Fosshage: “Psychoanalysis and Motivational Systems: A new look. Clínica e Investigación Relacional, 5 (3): 575-580. [ISSN 1988-2939]




Lichtenberg y colaboradores presentan una nueva versión de su teoría general de la motivación humana, cosa que no se ha llegado a completar nunca desde el psicoanálisis ortodoxo, y se ven quizá obligados a utilizar la “lengua franca” de la psicología actual, es decir, el lenguaje cognitivista. Algo que me viene ocurriendo desde hace un tiempo a esta parte es que cuando me encuentro con una obra psicoanalítica de alto rango teórico, como es la aquí citada, me resulta casi imposible comentarla sin más evitando entrar en debate con ella. La siguientes páginas, en consecuencia, no deben ser tomadas como un resumen o exposición sin más de las ideas expresadas por Lichtenberg en esta obra sino como una argumentación provocada por su lectura. Espero no obstante haber resumido en esencia las ideas centrales del libro de forma que el lector pueda hacerse una idea de cuáles son sus contenidos.


Como se advierte desde el prólogo, a los sistemas motivacionales previamente descritos (regulación fisiológica, apego, exploración/afirmación, respuestas aversivas, y goce sensual y excitación sexual) se añaden ahora afiliación y crianza (caregiving). En trabajos anteriores la “afiliación” se incluía con el “apego”. La teoría de los sistemas motivacionales intenta descubrir los componentes de los estados mentales y de los procesos de los que se derivan afectos, intenciones y objetivos. La motivación implica un proceso intersubjetivo complejo. Los motivos surgen en el individuo pero son construidos y cocreados en la red de relaciones con otros individuos. Al final de la introducción se afirma que desde hace 20 años – cuando Lichtenberg publicó su primer libro sobre el tema - los numerosos debates les han desplazado desde un enfoque más intrapsíquico a uno más bien intersubjetivo, basado en los sistemas dinámicos no lineales o en la teoría de la complejidad.


La teoría matemática de los fractales sirve para explicar, entre otras cosas, el mantenimiento del sentido de identidad a través de la continua fluctuación de los estados mentales y de las épocas de la vida. Como se sabe, un fractal es un objeto geométrico cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite a diferentes escalas, se compone de copias más pequeñas de la misma figura. Las copias son similares al todo: misma forma pero diferente tamaño.


Los sistemas dinámicos, una vez establecidos, se mantienen en tensión dialéctica interna y con el conjunto de sistemas, incluyendo los ámbitos ineraccionales o intersubjetivos. La tensión dialéctica se caracteriza por la complejidad y supone la sucesión de estados de desestabilización y reestabilización, con crisis, puntos de inflexión y saltos evolutivos. Los cambios oscilan entre dos polos nunca totalmente alcanzados, como son el caos total y la estabilidad plena. Para que el individuo se adapte a las condiciones cambiantes del entorno, los sistemas deben estar dotados de la capacidad para reconocer, almacenar, acceder y transmitir la información.


La razón para diferenciar un sistema de afiliación independiente, antes incluido sin más en el de apego, se deriva de las investigaciones recientes que han mostrado cómo el bebé intenta incluir al progenitor que no se halla en su interacción inmediata de apego. Por otra parte, la diferenciación entre el grupo familiar como seguro frente a la no seguridad del grupo racial o étnico depende de las bases de afiliación del grupo parental, no sólo del apego (p. 19). También existen presiones evolutivas para la cooperación intragrupo y la competición no intragrupo. La crianza (caregiving) como sistema independiente también recibe apoyo desde la teoría evolutiva y del apego. Los niños con riesgo genético reciben respuestas de crianza más negativas de sus madres adoptivas de lo que ocurre con otros niños, debido a que su conducta evoca reacciones diferentes. El sistema de crianza, por tanto, es cocreado en su modo de expresión (p. 20).


Los autores recurren a cinco áreas para organizar una descripción adecuada de los acontecimientos psíquicos (p. 4):




  • Qué influencias tienen relación con el surgimiento de este evento.


  • Cuáles son los motivos e intenciones dominantes o ausentes.


  • Qué inferencias extrae el individuo de similares acontecimientos, actuales o pasados, y qué sistemas de creencias, conscientes o inconscientes, se han derivado de dichas inferencias y qué expectativas guían percepciones y suposiciones futuras.


  • Cuáles son los modos de comunicación – gestuales, faciales, verbales, relacionales y conductuales, ya sean implícitos o explícitos – que dan información a los individuos sobre sí mismos y los demás.


  • Cuáles son los medios y los efectos de la regulación de los afectos, percepciones, cogniciones y conductas.



Verónica, una paciente de Lichtenberg, que padecía ansiedad e insomnio y consumía alcohol y tabaco, se presentó muy enfadada ante el terapeuta desde el primer momento (Cf. cap. 1). Una sesión, después de una serie de observaciones sarcásticas sobre la ineficacia del terapeuta, éste le respondió bastante irritado: ¡De acuerdo, si lo que quieres es pelear, yo también puedo pelear! Este enactment – palabra que los autores no utilizan aquí y a la que se refieren más adelante – dio paso a una fase de trabajo muy productiva en la que se pudieron investigar las influencias: del pasado en el presente, en relación con las figuras parentales en este caso, las influencias generales y las creadas por ambos participantes en el pasado inmediato. Entre las influencias generales hay que considerar la cultura y el origen socioeconómico junto con aspectos tales como las diferencias de género, la religión, etc. que desempeñan un papel importante en muchas díadas terapéuticas. La actitud anterior del terapeuta de aceptación paciente de las descalificaciones, en el pasado inmediato co-creado era una invitación ante el abuso de la paciente. Su cambio de actitud era una respuesta evolutivamente necesaria que permitió el progreso terapéutico. El desafío para el cuidador (y para el terapeuta) está en reconocer las necesidades del otro en sus continuas variaciones. Inicialmente, el sistema motivacional predominante de este terapeuta era el exploratorio, mientras que el de la paciente era el aversivo-antagonista. El sistema aversivo pasó a dominar el campo, ocupando el terapeuta el papel de víctima, y abandonando ambos cualquier motivación exploratoria y reflexiva. El terapeuta abandonó de manera abrupta el papel de víctima y pasó al de antagonista. Deseaba pelear, pero la paciente también deseaba que él adoptara tal actitud.


Las inferencias no solo se extraen siguiendo la lógica simbólica, sino que inicialmente se forman a partir de claves afectivas gestuales que guían la lógica observacional procedural propia de la época preverbal, lógica que nunca se abandona y convive con la adulta. La inferencia inicial del terapeuta de Verónica procede de ese nivel. Esta información que promueve el cambio también es trasmitida de forma simultánea e imbricada, mediante la comunicación verbal y no verbal:


Así, desde el principio la comunicación es inherentemente relacional. Dicha interconexión entre comunicación y relación es confirmada a través de los hallazgos de las investigaciones sobre el apego de que las estrategias de apego en el período preverbal (seguro, ambivalente y evitativo) son una parte integral de las formas del lenguaje (coherente y cooperativo, preocupado o desdeñoso) que utilizan los niños mayores y los adultos usan al responder cuestiones sobre sus vínculos afectivos. (p. 9)



Todo lo referente al caso de Verónica se podría explicar de forma quizá más rápida recurriendo a los conceptos clásicos de transferencia, contratransferencia, enactment, u otros, pero los autores consideran que su enfoque es más amplio y flexible, y más propicio para la innovación. Yo considero que utilizar el término enactment u otros semejantes no tienen por qué limitar el campo.


Emmanuel Ghent utiliza el término “necesidad” (need) como sinónimo de los “sistemas motivacionales” y argumenta que los sistemas motivacionales se desarrollan en respuesta a las necesidades básicas, análogas a las pulsiones del psicoanálisis freudiano. Pero en opinión de Lichtenberg y colaboradores (pp. 16-18), los sistemas motivacionales no se derivan de las necesidades ni de las pulsiones sino que son sistemas auto-organizados y auto-estabilizados. Existen en tensión dialéctica con otros sistemas y cuando se acercan al caos, los puntos de inflexión permiten que se reorganicen los sistemas. Me imagino un psicoanalista ortodoxo mostrando su insatisfacción ante este planteamiento y preguntando con insistencia cuál es el origen de los sistemas motivacionales. El psicoanálisis se caracteriza por preguntar por el origen. Sin embargo, como he argumentado en algún lugar, la teoría pulsional es una teoría explicativa que no explica nada, aunque alivie la inquietud de algunos decir cosas del estilo de: este individuo es agresivo porque su pulsión destructiva es muy potente.


Ante el riesgo de que se tome su planteamiento como otra forma de psicología individual, la de los sistemas motivacionales auto-organizados, argumentan que según su teoría la persona expresa su agencia activa y sentido de autonomía al desarrollar sistemas motivacionales en interacción constante entre ellos y con los sistemas motivacionales de otras personas. Están plenamente de acuerdo con Stern y el Grupo de Boston cuando proponen las intenciones como la unidad básica, dentro de los sistemas motivacionales, del significado psicológico. Aunque su duración abarque entre 1 y 10 segundos, las intenciones se hallan insertas en una narrativa emocional que se puede captar de forma intuitiva mientras se produce. Describen una experiencia en dos fases para la formación de intenciones, una primera inferencia afectiva, rápida y no consciente seguida por otra, simbólica y conscientemente organizada. La activación o desactivación de los sistemas motivacionales procede de la valoración cognitiva y afectiva. Defienden, por tanto, la hipótesis de la inferencia o valoración (appraisal) propia de las teorías cognitivas de las emociones, aún las primitivas, aunque estén también manejando los nuevos descubrimientos sobre las neuronas espejo, que suponen un mecanismo de reacción emocional automático no inferencial o , si se quiere, no cognitivo. Considero, no obstante, que esta es una confusión menor que no anula la propuesta de Lichtenberg y colaboradores sobre los sistemas motivacionales pero les lleva a conceder un lugar explicativo preponderante a las diferenciaciones de la neurociencia, por ejemplo, de Damasio, entre conciencia central y conciencia extendida o ampliada (p. 24 y ss.). Me explico, de la misma forma que no podemos hablar de conciencia mientras no hay procesos inconscientes reprimidos, no podemos hablar de conciencia primitiva frente a conciencia adulta. De hecho, el concepto de “conciencia” es uno de los que reclaman con mayor urgencia una revisión profunda en el psicoanálisis y la psicología actual pues su uso es engañoso. Atribuimos al bebé y al niño pequeño la existencia de conciencia o falta de la misma desde nuestra habilidad adulta para utilizar un lenguaje interior, curiosamente no nos solemos plantear si posee conciencia (o inconsciente) el individuo autista o el deficiente intelectual. El inconsciente que juega con los significantes es fruto de un lenguaje sofisticado.


Los afectos y emociones ocupan un lugar esencial en la teoría de los sistemas motivacionales, son la “piedra de Rosetta” para identificar el sistema motivacional dominante a través de los rápidos cambios de estado, son su lenguaje no simbólico (p. 22). Citan a Bucci con aprobación cuando afirma que las emociones son las principales estructuras organizativas del sistema no verbal y, con ello, recurren a otro de los conceptos engañosos de la psicología cognitiva moderna, que es el de “representación interna”(p. 26). Los esquemas emocionales incluyen imágenes del objeto de la emoción, esquemas que constituyen expectativas o creencias sobre las formas en que la persona actuará con nosotros o de cómo debemos actuar hacia ella. Ahora bien, si estamos hablando de esquemas de acción no es imprescindible que exista una imagen interna almacenada de ninguna manera, sino que podríamos estar hablando de aprendizaje, adquirido en la acción y que en la acción se muestra. Esto es algo que se interpreta al paciente, en el sentido de que se le narra o refleja, pero que no está reprimido ni de lo que posiblemente él o ella ha sido nunca consciente aunque le sea de gran ayuda, cuando la interpretación es acertada, para reconocer automatismos que han estado ahí desde el origen. Dicho esto, es evidente que emociones y afectos ocupan un lugar central en el funcionamiento del ser humano y el uso de un lenguaje metafórico, como el de la imagen del objeto, es una aproximación útil en el trabajo clínico.


Hay autores que sugieren que conceptos como el de unidad del self o igualdad del self son ilusiones necesarias para contrarrestar la conciencia de discontinuidad, potencialmente turbadora. Lichtenberg y colaboradores, en cambio, consideran que ese sentido de continuidad se deriva del habitualmente suave cambio de un sistema motivacional a otro, y recurren al concepto de “fractal”, antes aludido. Los principios de la auto-semejanza repetida y la invarianza, a pesar de la escala y el tiempo, pueden ser aplicados a muchos objetos multidimensionales. Se puede ver en cada momento actual como el mundo en un grano de arena, según la bella imagen propuesta por Stern. La autosemejanza de cualidades esenciales, como pueden ser grupos concretos de afectos u objetivos y su repetición frecuente identifican la naturaleza fractal de cada sistema motivacional y del sistema en su conjunto. El hecho de que varios sistemas motivacionales compartan ciertos rasgos contribuye al sentido de continuidad durante los cambios de estado mental. Por ejemplo, la frustración que es la muestra de la activación en el sistema aversivo, puede surgir en cualquiera de los otros sistemas y ser resuelta en ellos sin necesidad de un deslizamiento hacia el sistema aversivo. También el placer sensual, central en el sistema sensual/sexual, es esencial en los sistemas de apego y de crianza y un rasgo habitual en las actividades de afiliación y en las fisiológicas (comer, dormir, orinar, etc.).


Las inferencias se realizan en dos niveles, uno intuitivo, rápido y no consciente y otro deliberado y reflexivo. En la clínica (analítica) realizamos nuestras inferencias en un clima de empatía, colocándonos en el contexto del otro, buscando en nuestro interior experiencias análogas, siguiendo el ejemplo de Kohut. Las teorías y las expectativas derivadas de nuestra experiencia, no obstante, son mediadoras en ese proceso inferencial, a veces de forma inconsciente. Las nuevas experiencias relacionales cocreadas, como la que se produce dentro de la relación analítica, crean nuevas estructuras de expectativas e inferencias que pueden desplazar, lentamente, las imágenes negativas de sí mismo y de los otros. Entre las expectativas e inferencias hay que contar, de manera relevante, y posiblemente innata, con la tendencia a comprender los motivos del otro. Según la explicación que se deriva de los recientes descubrimientos sobre las neuronas espejo – a las que estos autores también aluden – estas complejas inferencias en parte se realizan de manera automática, mediante una “simulación incorporada” imitando los movimientos observados en la otra persona y no recolectando y comparando los datos observados con un patrón interno, basado en teorías implícitas o explícitas (p. 65).


El libro dedica un capítulo, el sexto, a analizar el amor desde a perspectiva de los sistemas motivacionales, comenzando por la interacción entre el sistema de crianza parental y los sistemas de apego y sensualidad, del bebé. En las diferentes fases de la vida infancia, adolescencia y etapa adulta - se distinguen cuatro tipos de amor: apego amoroso, amor romántico, amor erótico y erotismo sin amor. Sin embargo, mientras que las conductas de apego en la infancia se han estudiado con bastante frecuencia, normalmente a partir de la situación extraña tal como la plantearon Ainsworth y colaboradores, no parece fácil estudiar el amor como tal, aunque en esos mismos experimentos se mostraría en las conductas de jugueteo entre la madre y el bebé. Una experiencia básica de seguridad facilita el amor, aunque no puede identificarse con él, pero es evidente que se dificulta con una experiencia de apego inseguro. Los niños de apego ambivalente pueden ser implicados en un intercambio amoroso, pero coloreado por la ansiedad y el enfado. Aunque parece inevitable que toda cultura imponga algún tipo de restricciones y tensiones al amor romántico y al erotismo, un apego seguro con ambos padres durante la infancia no tiene por qué desarrollar una rivalidad posesiva hacia ninguno de sus progenitores. Los niños con apego ambivalente, por su parte, suelen ser tímidos y desarrollar una dependencia adhesiva. Se ha demostrado que la interpretación que hacen los niños del acto sexual entre los padres no es indefectiblemente sádica, frente a la doctrina clásica, aunque sí se producen conflictos en el intento por comprender los misterios del acto sexual, el embarazo y el parto. La envidia y los celos también surgen de forma inevitable, pero en un ambiente propicio, donde el sistema aversivo haya sido regulado adecuadamente, se mantendrán en unos niveles aceptables e incluso ser un aderezo para la relación triangular, sin llegar a los extremos de un Othello. Un sistema aversivo moderado, de prohibiciones y limitaciones, puede añadir un acicate en el sentido de transgresión para el amor romántico y erótico, mientras que un sistema excesivo provocará la división entre apego y sexualidad, con el surgimiento de tendencias adictivas o explotadoras.


El libro incluye unas adecuadas ilustraciones de ejemplos tomados de la clínica - de hecho, el capítulo 3 está dedicado exclusivamente a este objeto – de utilidad para comprobar la aplicabilidad del modelo.

miércoles, 26 de octubre de 2011

MOTIVACIÓN Y CONCEPTOS

El apego, la sexualidad, el reconocimiento, la agresividad, son conceptos, conceptos con los que intentamos comprender al ser humano. Pero conviene no olvidar que ni el animal ni el ser humano recién nacido se mueve por conceptos sino por reflejos y tendencias espontáneas. Por eso los conceptos son engañosos aunque imprescindibles (como la empatía y la intuición), pues los tomamos por objetos reales. Aún así, parece que hay tendencias más básicas e innegables, como aquellas a las que se alude con el concepto de "apego", y otras, posiblemente emparentadas con él, derivadas y tamizadas por el lenguaje, como es el reconocimiento, el deseo de dominio, etc. Me parece que la destructividad no es una motivación básica aunque pueda ser una consecuencia de la conducta espontánea, en cambio está claro que es una respuesta más o menos voluntaria a la frustración o una defensa ante el ataque.

miércoles, 19 de octubre de 2011

CLASIFICACIÓN Y EMPATÍA




La clasificación supone un riesgo de cosificación, de tratar al otro como un objeto, que siempre debemos tener presente. Por eso yo prefiero pensar en prototipos, es decir, pautas generales de comportamiento que habitualmente se asocian, prototipos a los que el individuo particular - al que hay que comprender en su persona y su contexto - se puede asemejar más o menos. Cuando se trabaja en atención pública, con la posibilidad de encontrar personas que padecen trastornos graves y requieren decisiones urgentes, la adopción de una actitud diagnóstica se vuelve perentoria. Pero eso no quiere decir que en la práctica privada no sea importante conocer las categorías diagnósticas y aprender a identificar con cierta facilidad los trastornos graves pues el bienestar de nuestros pacientes/clientes también lo puede requerir. La clasificación del trastorno o estilo que padece o caracteriza al paciente no debe estar reñida con la empatía, ni viceversa.
Brandchaft y Stolorow, en los años ochenta, sugerían que un paciente que presenta una organización primitiva – y hablar de “organización primitiva” ya es una forma de diagnóstico - tratado según las recomendaciones de Kernberg, desplegará con rapidez todas las características que este autor adscribe a las personalidades de organización límite. Mientras que si se le trata siguiendo los consejos de Kohut, pronto manifestará las características que éste atribuye al trastorno narcisista de la personalidad. Ante la confusión diagnóstica que reina a menudo en la práctica clínica, no debe sorprender que las recomendaciones técnicas para situarse frente al paciente narcisista, varíen de forma amplia. Kohut propone una buena sintonización empática, y Kernberg sugiere que hay que confrontar al paciente con sus defensas y reacciones emocionales de envidia y odio.
Cada vez me parece más evidente, dándole la razón a Kohut, que el mejor modo de aproximarse al encuentro terapéutico es en cualquier caso la sintonización empática, y no exclusivamente con pacientes narcisistas y límites. Mi experiencia igualmente me sugiere que, una vez logrado un clima favorable, la confrontación con las defensas, con la consiguiente "desestructuración" que provoca, así como el uso de la interpretación, estará más presente en el trabajo con las personalidades de tipo neurótico. Los pacientes que funcionan desde una organización límite, se presentan ya de por sí más o menos desestructurados y con intensa ansiedad, requiriendo un uso más constante de la empatía, junto con clarificación y confrontación. En conclusión, los estados límite se construyen en un contexto intersubjetivo, como intersubjetiva es la misma relación terapeuta-paciente. No me parece que el trabajo con pacientes de corte más neurótico se presente más sencillo. Por ejemplo, cuando sentimos urgencia por dar una solución rápida al problema planteado por el paciente o la paciente, puede que hayamos caído de forma desapercibida en las redes seductoras de la personalidad histriónica. La actitud terapéutica ante el histérico es especialmente complicada, pues se requiere una acogida afable pero un mantenimiento firme de la distancia, es decir, de la neutralidad. A menudo el enfado (rencor) hacia terceras personas que se han comportado de manera incorrecta o injusta con el sujeto puede indicar la presencia de una personalidad obsesiva.

viernes, 7 de octubre de 2011

Los problemas del diagnóstico

Dicen Stolorow y Atwood que, con pacientes que sufrieron abusos infantiles, atribuir el caos afectivo o el retraimiento esquizoide a “fantasías” o a “organización de personalidad borderline” equivale a culpar a la víctima y, por ello, a reproducir en parte el proceso del trauma original. Sin embargo, bueno será que aprendamos a identificar esos estados que se atribuye a los pacientes, a veces como etiquetas diagnósticas cosificadoras, para intentar evitar la retrumatización en el caso concreto del paciente que tenemos en ese momento delante, dado que, por otra parte, la tendencia a clasificar es una tendencia inevitable en el ser humanos y, sigo pensando, de cierta utilidad en el clínico. El argumento para examinar los fundamentos metafísicos de nuestra práctica sería el mismo. Puesto que no hay observación de la realidad sin marco teórico (en definitiva, metafísico), intentemos hacerlo lo más explícito posible y meditar sus pros y contras.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Pequeño pensamiento del día (2)

La única “pulsión” es la tendencia al apego, cuya expresión más elemental son los reflejos (como el de prensión y el de succión). Destructividad y sexualidad (agresividad y erotismo) son tendencias de comportamiento biológicas (de la especie) cuyas formas concretas de expresión se hallan en el contexto social, no es preciso buscarlas en un supuesto reservorio individual e interno de pulsiones. Somos biológicamente sociales, como las termitas, aunque nuestras sociedades presenten diferencias evidentes.

Si la primera necesidad es el contacto humano, el concepto “biológico” al que deberemos recurrir es “la forma de vida” como totalidad narrativa del ser humano en su contexto. Este método psicoanalítico-hermenéutico tendrá por principio la integración de las vivencias en su conjunto.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

PSICOANÁLISIS Y RELIGIÓN 2

Si buscamos la época en que se generalizó el dualismo ontológico (alma-cuerpo) en Occidente, es probable que debamos situarla a finales del siglo IV. San Agustín de Hipona introdujo el dogma del “pecado original”, idea que no se encuentra en la Biblia. El alma se exila del mundo de las formas o del cielo para ser ensuciada, corrompida, en su contacto con el cuerpo. Sería fecundo conectar conceptualmente esta idea con otra aportación del santo - antecedente del cogito cartesiano – contenida en sus Confesiones, como es la de que el alma llega ya formada al mundo, contando con sus capacidades intelectuales. Hasta finales del siglo III y principios del IV no se estableció el ayuno como práctica religiosa: el cristiano se unía a Cristo, mantenía la regla de abstinencia que Adán había violado. En cambio, hoy en día los ayunos y abstinencias por causa religiosa han sido prácticamente abandonados, y son motivaciones "estéticas" las que guían a nuestros enfermos de anorexia nerviosa. Sin embargo, no hay una estética que carezca de un fondo ético y, en este caso, percibimos el mismo rechazo cristiano del cuerpo ya citado. La confesión de nuestros pecados necesita un espacio interior cerrado donde estén ocultos, la conciencia en las dos acepciones de la palabra – “conciencia” y “consciencia”. El alma viene de arriba y se queda exilada de su auténtica patria, superior, por lo que la verdadera vida comienza después de la muerte: Porque los pensamientos de la carne son la muerte; los pensamientos del espíritu son la vida y la paz (Epístola a los Romanos, de San Pablo, 8, 5-13). Como decía Heidegger, en un seminario con psiquiatras suizos que tuvo lugar en los años cincuenta, según la concepción cristiana el cuerpo es el mal y la sensualidad, del que el alma debe ser salvada. En lugar de concebirse como la forma de estar vivo del ser humano, el alma , el psiquismo, se convirtió en un objeto, en una sustancia, cuando surgió la idea de la eternidad.

Esto tiene consecuencias que se muestran también en la práctica clínica incluso en personas que han abandonado o nunca han mantenido ninguna práctica religiosa. Considero que una de las fuentes de malestar principales contra las que tenemos que luchar como terapeutas es el rechazo del cuerpo, subyacente tanto en la angustia como en la culpa, así como en muchas patologías del siglo XXI. Intento no herir sensibilidades ajenas, pero también me siento obligado a plantear mis conclusiones razonadas y vividas. Si tuviera que elaborar un libro de autoayuda – que siempre he mirado con distancia crítica - una guía práctica para intentar ser felices en este mundo, o por lo menos, menos desgraciados, estos serían los tres principios que ahí incluiría:

1. No confíes en una vida eterna ni en un más allá o, cuando menos, no olvides que tu vida es ésta y que probablemente nunca conocerás otra.

2. Disfruta de tu cuerpo o, para ser más exactos, deja a tu cuerpo disfrutar. Si disfrutas de tu cuerpo no necesitarás estoicismo y el ascetismo sólo es concebible como medio para estar mejor preparado en situaciones de privación.

3. Si cometes un error intenta enmendarlo en el futuro, pero no te sientas culpable (si puedes). La culpabilidad es un invento del ser humano débil para mantenerse en el error.

Si vives de acuerdo con estos principios disfrutarás de la vida y conseguirás que los que te rodean sean más felices. Tu vida será larga pues gozarás de cada instante, ya que el tiempo sólo pasa rápido – o desesperadamente lento - cuando está vacío.

Como siempre, estoy abierto a todos los comentarios y correcciones.

martes, 6 de septiembre de 2011

COMENTARIOS SOBRE PSICOANÁLISIS Y RELIGIÓN


Es de sobra conocida la posición del creador del psicoanálisis en materia de religión. Probablemente no habría rechazado que se le denominara “materialista y ateo”, añadiendo, además, su inclinación por la ciencia positiva y el fisicalismo. El pensamiento de Freud, no obstante, no se puede reducir en absoluto a lo que esta postura podría anunciar, pero ese será tema para otro momento. En mis tiempos jóvenes me habría alineado sin dudarlo con el maestro, pero los años y la profesión me han hecho llegar a la conclusión de que no es posible vivir sin creencias religiosas, ya que el propio “materialismo dialéctico” - que me dominó en su momento- ha terminado pareciéndome otra forma de creencia religiosa, por no hablar del positivismo fisicalista de antaño y del cientifismo de hogaño. Erich Fromm acertó con la idea al afirmar que no se puede decir “religión sí o religión no”, sino que lo que nos debemos plantear es qué tipo de religión es el más adecuado para el desarrollo y bienestar del hombre (y cuando digo “hombre” me refiero a la mujer también). Desde hace tiempo vengo declarándome firmemente panteísta, aunque a menudo no se me tomen en serio cuando lo digo. Y es que la explicación spinozista, que consiste en identificar a Dios con el universo o con la naturaleza, me resulta la más razonable y coherente, y no se halla, bien mirado, muy alejada de la visión de Santa Teresa; “Dios está en todas partes”, también en los pucheros. Pero rechazando – Spinoza y un servidor - la concepción de un dios personal que decide, hace y deshace. Todo es dios, o todo son dioses, incluyendo nuestra minúscula partícula humana. Y si esa naturaleza posee una “voluntad”, su posible lógica no está a nuestro alcance, el método de su locura es inalcanzable. De las religiones existentes, como sistema organizado de creencias, prácticas y ritos, las únicas que me resultan soportables son el budismo y el taoismo, pero mi conocimiento de ellas es muy superficial y no siento una especial urgencia por ampliarlo. Como psicoterapeuta y como persona intento respetar todos los pensamientos religiosos y creo que lo consigo en gran medida, pues siempre intento que mis ideas no sean vividas como una imposición o proselitismo sobre mis pacientes, y espero no responder con una sonrisa condescendiente si alguien se me presenta como “pastafari” o feligrés de la Iglesia Maradoniana. Sin embargo, meditar sobre psicoanálisis y religión es algo que todos los psicoterapeutas debemos hacer dado que la forma que adopte nuestra práctica clínica también depende de ello. Entre otras cosas, considero que es sano y necesario declarar nuestras creencias siempre que la persona nos cuestiones sobre ellas, antes incluso de indagar sobre el motivo de dicha pregunta o de responder con una interpretación. El paciente debe tener derecho también a decidir si nuestra postura religiosa le parece satisfactoria o aceptable. Por otra parte, aun dentro del respeto yo no dudo en manifestarme en contra de aquellas posturas pretendidamente religiosas que plantean de pensamiento o de facto un rechazo del cuerpo. Opino que nuestro cuerpo es por completo digno de cuidado, aprecio y satisfacción, tanto como nuestro espíritu, pero mientras del segundo sólo podemos alcanzar inferencias, en ocasiones precipitadas, de la existencia del primero poseemos una evidencia directa. Retomaré en breve estas reflexiones.

miércoles, 6 de julio de 2011

POST-CONFERENCIA 2011 IARPP EN MADRID














Acabamos de vivir la impresionante experiencia de la Conferencia de IARPP en Madrid, con cerca de 500 asistentes, procedentes de 25 países. Quienes hemos asistido podemos transmitir nuestra impresión sobre la calidad de los trabajos presentados, y del magnífico clima humano vivido. Todo ello ha sido posible gracias a la implicación de muchos de nosotros, empezando por los co-presidentes Alejandro Ávila y Ramon Riera y por todos los que han colaborado ya sea directamente en la organización, como voluntarios, ayudando con las traducciones, o simplemente como asistentes interesados en el enfoque relacional de la psicoterapia y participando en los debates.
Hemos conseguido tener unas 40 ponencias con traducción simultánea, y otros 43 trabajos traducidos en numerosos ‘panels’.
A un nivel más local, pero no por eso menos ambicioso, pasamos ya el testigo a Sevilla 2012, para la organización de las II Jornadas de Psicoanálisis Relacional (III Reunión anual de IARPP España), organizadas conjuntamente por el Instituto de Psicoterapia Relacional e IARPP-España, bajo la coordinación de nuestro compañero D. Juan José Martínez Ibáñez. Estas Jornadas, que probablemente tendrán lugar en Mayo 2012, admitirán la presentación un número limitado de trabajos en forma de comunicación, y sin límite en el formato de poster. Esperamos que en Septiembre se pueda lanzar el primer anuncio de las mismas.


En la parte inferior incluyo dos imágenes de la presentación de libros en español que se realizó durante el congreso.

lunes, 27 de junio de 2011

FIN DE CURSO CON NEIL ALTMAN




Este año hemos terminado el curso con la presencia de Neil Altman (de pie, quinto empezando por la izquierda). Altman, de Nueva York, es un experto reconocido en la aplicación del psicoanálisis en la investigación de las diferencias culturales y en el tratamiento de trastornos culturalmente específicos. Fue un gran disfrute escuchar sus casos clínicos y experiencias interculturales sobre todo en la India.

viernes, 24 de junio de 2011

Pequeño pensamiento del día

Cuando dos personas no se entienden creemos que el pensamiento de una (o de las dos) está en ese momento oculto a la captación de la otra, y que por eso discuten. Sin embargo, la falta de entendimiento es también una forma de estar, un modo de comunicar al otro el disgusto y la necesidad de seguir discutiendo. Discutir es otra forma de entenderse y no necesita de nada oculto.


Una vez una paciente me dijo que no la entendía (de hecho me ha ocurrido varias veces) y yo le respondí que mi trabajo consistía también en no entenderla siempre.

martes, 21 de junio de 2011

Joan Coderch (2011) Psiquiatría Dinámica. Barcelona: Herder



Comentario que acaba de aparecer en

Clínica e Investigación Relacional VOL.5 Nº 3 pp. 379-383 (2011)

La obra que comento hoy es la segunda edición con ligeras modificaciones de un texto aparecido hace 36 años y considerado con justicia como uno de los libros clásicos de la disciplina, obra de referencia durante todo este tiempo para la mayoría de los clínicos de orientación analítica, cuya quinta edición se publicó en 1991. Quede por tanto sentada mi actitud de admiración por un trabajo al que dedicaré observaciones en algún momento críticas pero siempre respetuosas. Al ocuparme de un tratado o manual, una obra de consulta, que incluye la exposición minuciosa de una información abundante y precisa, no voy a realizar una exposición pormenorizada de cada apartado y epígrafe, pues sería una labor engorrosa y poco constructiva.

La psiquiatría y el psicoanálisis se ocupan de los trastornos psíquicos y, aunque no deben confundirse, mantienen muchos puntos en común. Sin embargo, advierte Joan Coderch en 1975, la comunicación entre ambas disciplinas era y es todavía escasa.

Coderch ha decidido conservar el núcleo central de la obra, de inspiración kleiniana, aunque las diversas orientaciones psicoanalíticas han cambiado mucho pero también el pensamiento del autor. De haber realizado las modificaciones correspondientes a estos cambios se trataría a todas luces de un libro completamente diferente en aspectos centrales, por lo que esta decisión no es reprensible más aún teniendo en cuenta otras relevantes aportaciones del autor. Esto no impide que algunos echemos en falta una psicopatología desde la perspectiva del psicoanálisis relacional.

La obra aparece remozada en algunos aspectos, no obstante, como son algunas actualizaciones terminológicas, la ampliación del capítulo sobre la neurosis histérica, información sobre los trastornos alimentarios y las adicciones y un nuevo capítulo sobre las influencias sociológicas de la posmodernidad en los trastornos individuales.

El primer capítulo trata una cuestión prioritaria, como es mostrar la aportación que el enfoque psicodinámico reporta a la comprensión del paciente en salud mental, para dotar de estructura la indagación y la práctica clínica, permitiendo distinguir lo fundamental de lo accesorio. Con ese fin se centra en una exposición de la psicopatología general, con todos sus conceptos y secciones, los trastornos del pensamiento, de la memoria, la conciencia y el estado de vigilancia, la percepción, los afectos y la psicomotricidad. A parte de señalar que se trata de una adecuada introducción a la materia, no veo nada que merezca un comentario a parte.

El segundo capítulo enfrenta la difícil tarea conceptual de intentar definir los criterios de normalidad-anormalidad psíquica, objeto de la psicopatología pero, como bien se nos recuerda, aspecto en el que cada profesional actúa normalmente guiado por su propia intuición personal, más emocional que lógica, siguiendo un criterio más bien popular y precientífico. Pero hasta ahora no se ha encontrado un modo incontrovertible de definir la normalidad psíquica. De hecho las sociedades civilizadas han relegado tradicionalmente la psiquiatría al último lugar en el campo de las atenciones sanitarias, mostrando desdén y, a menudo, repugnancia y miedo ante el enfermo mental. El llamado “movimiento antipsiquiátrico” de los años sesenta del pasado siglo, leemos poco después, contribuyeron en parte al descrédito cuando presentaron al enfermo mental exclusivamente como víctima de las actitudes patológicas de los que conviven con él, y al psiquiatra como un cómplice de estos, que institucionaliza al supuesto enfermo y lo encierra “en un círculo diabólico” (p. 65). En estos momentos me parece difícil no estar de acuerdo con Coderch en que este movimiento, que partía de algunas observaciones correctas y juicios acertados sobre las carencias de la atención psiquiátrica, idealizó la enfermedad y generalizó en exceso unas conclusiones extraídas de unos pocos casos concretos. Añadiré, por mi parte, que el preconizado viaje a la locura no dio como resultado un regreso a la realidad superior y más clarividente, sino que no se consiguió que la inmensa mayoría de esos pacientes regresaran.

Se examinan a continuación los principales criterios que se han utilizado en la historia reciente para definir la enfermedad mental, con sus ventajas e inconvenientes, como es la definición de normalidad como ausencia de patología o, dicho de otra manera, como un estado de adecuado funcionamiento del cuerpo y del psiquismo. Esta definición, aunque correcta es insuficiente. Los dos siguientes criterios son la normalidad estadística y el criterio social de normalidad. Si bien pueden tener cierta utilidad, los riesgos que implican son tan graves y evidentes que no me extenderé en su revisión. Pensemos simplemente que la norma estadística deja fuera no sólo al que no alcanza cierto valor dentro de una escala sino también al que obtiene puntuaciones superiores y, respecto al criterio social, que lleva a considerar anormal un comportamiento o rasgo que en otro momento histórico o en otro lugar geográfico puede ser aceptado con total naturalidad. A continuación se recoge la normalidad normativa – también conocida como “norma ideal” – que debería ser la preferente pues: “…concibe la normalidad como el armonioso y óptimo funcionamiento de los diversos elementos del aparato psíquico, que da lugar al máximo desarrollo y esplendor de las capacidades de que goza el ser humano” (p. 71). Sin detenerme en la, a mi entender, poco afortunada expresión “aparato psíquico” del psicoanálisis clásico – consideración con la que tal vez el autor esté de acuerdo - es prácticamente imposible alcanzar en la práctica una definición de norma ideal con la que todos estuviéramos de acuerdo. Coderch recomienda utilizar con prudencia todos los criterios y termina incluyendo el criterio psicodinámico que consiste en la capacidad del individuo para acceder en la mejor medida a sus fantasías inconscientes, lo que permita una relación armónica del yo con el resto de las instancias y con la realidad.

Antes de pasar a la descripción de los cuadros clínicos, un capítulo de indudable atractivo es el tercero, consagrado a indagar en la etiología de los trastornos psíquicos. Aporta la distinción entre varios términos que a menudo se confunden en la literatura especializada y en la práctica clínica: condición, factor y causa como elementos que producen un fenómeno, en este caso de la psicopatología. Para afirmar:

En psiquiatría no podemos hablar casi nunca de causa, y, en los raros casos en que ello es posible (se trata, en realidad de afecciones neurológicas o generales con repercusión psíquica), siempre hemos de tener en cuenta los rasgos personales que influyen en el matiz, forma y dirección de la perturbación. Generalmente, hemos de limitarnos a hablar de factores hereditarios, constitucionales, relacionales, ambientales, etc., que se unen y potencian entre sí, formando una constelación etiológica. (p. 76)

Se diferencian factores esenciales en la producción de perturbaciones psíquicas, de los factores generales que son predisponentes o coadyuvantes. En esta época Coderch concedía valor a conceptos como “pulsión” y “pulsión de muerte” a la hora de explicar la génesis de los trastornos mentales. No obstante incluye una serie de estudios donde se muestra la relación entre las características de los progenitores, su presencia o ausencia, la forma de relacionarse con los hijos, como factores de primer grado predisponentes en la aparición de determinados trastornos. Habla también de factores como las reacciones de duelo, los problemas laborales, el aislamiento, etc. Recomiendo por su originalidad el apartado sobre la problemática de la maternidad y su repercusión psicosomática (p. 93 y ss.), algo de lo que tal vez aún no se ha hablado lo suficientes.

El capítulo IV inaugura el estudio sobre las neurosis que termina con el capítulo IX, trastornos que se supone no dependen de ninguna alteración física. Habla principalmente de la neurosis de ansiedad, de la histérica, de la fóbica y de la obsesiva. Aporta una definición, una extensa descripción clínica y recoge las causas conocidas o intuidas resaltando las aportaciones desde el psicoanálisis, freudiano y kleiniano sobre todo. Me parece destacable su observación en el capítulo VI de que la sintomatología que presenta la histeria es proteiforme, más aparentes que esenciales. Considero que esto debería llevarnos a insistir que el diagnóstico dinámico – como recoge el sistema de diagnóstico del PDM, entre otros – debe otorgar una especial relevancia a la organización de la personalidad, sobre la que se asentarán los síntomas con cierta variabilidad o flexibilidad. Coderch no llega a adoptar plenamente esta postura, pero sí ofrece una exposición correcta de las personalidades acompañantes a la neurosis histérica y a la neurosis obsesiva. A pesar de que con aguda percepción detecta dos rasgos centrales de la personalidad fóbica (el estado de alerta y la actitud de huida) no le atribuye carta de naturaleza, cubriéndola con la denominación global de histeria de angustia, como se ha venido haciendo desde Freud y un ejemplo reciente es Kernberg. En otros lugares he argumentado a favor de la consistencia de este prototipo de la personalidad – la fóbica - y no me extenderé aquí. Fue incluida por José Rafael Paz en su manual del año 71 y se ha mantenido en los trabajos de la psicopatología vincular. Una de las razones está en que consideramos la existencia de una posición intermedia, la confusional, entre las dos típicas de Klein, esquizo-paranoide y depresiva, caracterizada por la oscilación fobia-contrafobia, el mecanismo de desplazamiento, la idealización del objeto y el predominio de la vergüenza frente a la culpa. En algún lugar leí que Klein consideró durante un tiempo la posibilidad de una posición maníaca. Baste con esto.

Los trastornos de carácter tienen un tratamiento extenso, entre los capítulos IX y XII. Considera que el concepto de “carácter” se identifica en gran medida con el de “yo”, y lo define como la manera habitual y repetida en que el yo se enfrenta a los impulsos instintivos, los objetos internos y la realidad externa. En cuanto a los rasgos de carácter los agrupa en tres niveles: de tipo sublimatorio, defensivo y aquellos en los que el yo ha fracasado y los impulsos se manifiestan de manera directa o casi directa. Recoge varios tipos de carácter, entre ellos la personalidad histérica y obsesiva, ya tratadas, otros habituales en otros sistemas de clasificación, como las personalidades esquizotípica, dependiente, la agresiva y la paranoide, y otros un tanto en desuso, como la personalidad ciclotímica. No obstante, en el capítulo X expone las personalidades psicopáticas, sin precisar si tienen relación – como yo opino – o se diferencian de la personalidad agresiva que ya enunció. Más peculiar y discutible será la inclusión de las patologías de la sexualidad (XI) y de las toxicomanías (XII) dentro de los trastornos del carácter, si bien la información que se incluye bajo dichos epígrafes serán estudiadas con provecho por el profesional y el estudiante. Los trastornos de la sexualidad y las toxicomanías no son trastornos de carácter sino trastornos que aparecen o se desarrollan en individuos con un carácter concreto, más o menos definido. Las toxicomanías, no obstante, pueden diluir o enmascarar con frecuencia la forma de ser previa de la persona. Un tratado correcto de psiquiatría dinámica está en la obligación de incluir estos trastornos, pero como ocurre con toda clasificación, a veces lleva a decisiones arbitrarias o forzadas.

Los dos siguientes capítulos (XIII y XIV) proponen una aproximación bastante acertada a las psicosis según Melanie Klein y su escuela. Se examinan las psicosis funcionales puesto que las orgánicas corresponden más a los manuales de psiquiatría general. Agrupa Coderch las psicosis en dos secciones, incluyendo las esquizofrenias y la paranoia en la primera y la psicosis maníaco-depresiva, con sus variantes, en la segunda. Me resulta agradable volver a leer las denominaciones tradicionales de estos trastornos – por ejemplo la palabra “hebefrenia” – frente al vocabulario estandarizado y menos expresivo del DSM. Una muestra de previsión es el apartado sobre los trastornos fronterizos (p. 314 y ss.) que tanta literatura han provocado con posterioridad.

El capítulo XV se ocupa de los trastornos de la alimentación y recoge la explicación psicoanalítica de la anorexia como la expresión de un rechazo de la sexualidad: “La falta de alimentación detiene la aparición de los caracteres sexuales secundarios, o los hace desaparecer si ya se han presentado” (p. 348). No es simplemente que la paciente haya sexualizado la ingesta de alimentos sino que, como explicación alternativa o complementaria, se rechaza a sí misma como sujeto de satisfacción y como objeto de atracción sexual.

Este manual termina volando a gran altura en el último capítulo en el que analiza de manera ensayística el efecto que los cambios de la cultura postmoderna están produciendo en las costumbres de la población y en los modos de manifestarse la psicopatología. Coderch cita a Jane Flax, a Horkheimer y Adorno, a Lyotard, a Zigmut Bauman, para mostrar que el mundo actual que nos rodea es cambiante, sin valores estables, el amor es líquido y los objetivos que se persiguen son los que refuerzan el propio narcisismo. El self del individuo del siglo XXI sufre amenazas de fragmentación ante una realidad social que ha perdido sus referentes estables, en la que la verdad no es firme y trascendente.

miércoles, 8 de junio de 2011

PULSIÓN DE MUERTE, DESEO DE MUERTE, DESEO DE NADA

Vuelvo al asunto de la pulsión que ya traté de forma específica el 24 de noviembre de 2009.

Con la pulsión de muerte nos encontramos en psicoanálisis con una curiosa situación. Son innumerables las voces dentro y fuera que rechazan este postulado freudiano como excesivamente especulativo y carente de base empírica. Lo que no impide que haya sido aceptado y mantenido por dos de las corrientes principales – lacanianos y kleinianos – y solo lo rechazan los miembros de la orientación prioritaria en Estados Unidos, la psicología del yo a partir de Hartmann. Los partidarios del psicoanálisis relacional e intersubjetivo, así como Kohut, no es que rechacemos la pulsión de muerte sino que ponemos en cuestión todo el modelo energético y pulsional freudiano. La patología y el sufrimiento son consecuencia de las circunstancias vividas, no de condiciones pulsionales innatas. Opino, no obstante, que desde una perspectiva teórica no podemos despachar este concepto por el procedimiento de urgencia, aunque sólo sea por su importancia histórica, por lo que le voy a dedicar unas líneas a continuación.
Freud a partir de 1920 recurre al mecanismo de la compulsión a la repetición para explicar la adherencia neurótica a una experiencia dolorosa. La compulsión a la repetición es una tendencia básica del inconsciente que lleva al individuo a repetir acciones, a veces las más destructivas o dolorosas. Considera que inicialmente es un intento por integrar experiencias indeseables. Es por tanto una defensa, un mecanismo no incompatible con el principio del placer pero que va más allá: un atributo universal de la vida orgánica que se modifica de manera transitoria por efecto de los factores externos, para adaptarse a las condiciones vitales. Pero el objetivo último de toda forma de vida, proclama, es la muerte. Divide las pulsiones en dos tipos. Las pulsiones eróticas buscan combinar la sustancia viva para formar unidades mayores; las pulsiones de muerte van en contra de estas tendencias y buscan el retorno a un estado inorgánico primitivo. La compulsión a la repetición se convierte así en una expresión de las pulsiones destructivas, asociada con el masoquismo primario, en el que el sujeto dirige la destrucción hacia su interior y repite patrones dañinos.
Una teoría del sentido común es que el deseo es un suceso mental, concomitante a una incomodidad, que desencadena un ciclo de conductas dirigidas a un propósito: el cese de la incomodi­dad y el reposo. El primer modelo entrópico o económico de Freud, junto con el principio de constancia, no es ajeno a este planteamiento. Pero el deseo, o la expectativa, argumenta Wittgenstein, no se relacionan con su satisfacción de la misma manera que el hambre se relaciona con la suya. Si queremos comer una pera y nos dan una manzana habrán satisfecho nuestra hambre pero no nuestro deseo. La necesidad, el hambre, sabemos que se satisface con determinadas cosas, los alimentos, pero este saber es hipotético, es decir, empírico. Podemos considerar, por ejemplo, que una sustancia es nutritiva hasta que descubrimos, mediante análi­sis químico, que su poder alimenticio es nulo: no quita el hambre, aunque la entretenga. Intentemos, sin embargo, cuando alguien dice "quiero una manzana", contestarle ¿estás seguro de que es una manzana realmente lo que quieres? La expre­sión de una expectativa, deseo o intención parecen contener ya una descripción del evento futuro que les dará satisfacción y, para una proposición, lo que la hará verdadera.
Los símbolos parecen estar por naturaleza insatisfechos, pero su insatisfacción no se colma con algo real, equivalente a cómo los alimentos satisfacen el hambre. El empirista puede decir "un deseo está insatisfecho porque es un deseo de algo". Pero, en verdad, el deseo no es el deseo de algo real, el deseo es deseo de nada. Cuando alguien tiene una idea de lo que no es, dice Platón, entonces tiene una idea de nada. Si expresamos el deseo de que x sea el caso es porque x no es el caso y, por tanto, estamos hablando de algo en ese momento inexisten­te, e incluso el que busquemos o esperemos algo no quiere decir que exista. ¡Pero la inmensa mayoría de nuestras acciones están guiadas por nuestros deseos! Dicho en lenguaje lacaniano, el gozo se presenta no como la satisfacción de una necesidad sino como la satisfacción de una pulsión (nuestro gozo en un pozo). Estoy de acuerdo con Lacan en que la pulsión tiene una cualidad histórica, exige la memorización, pero una vez que entendemos la pulsión como la búsqueda del objeto, el apego, ya no necesitamos seguir hablando de pulsiones.
Ciertamente no es el objeto x lo que satisface la expectativa sino su llegada, su aparición. El error se encuentra profundamente arraigado en nuestro lenguaje, pues decimos indistintamente "lo espero" y "espero su llegada". Pues, ¿qué quiere decir haber realizado su deseo? Más que haberlo realizado al final. Al final. Aquí la muerte entra en escena de forma subrepticia. Lo enunciaré al modo de los cuentos de hadas: “Y se casaron, y vivieron felices muchos años... “¿y?, evidentemente se murieron.
Advertía Freud que nuestra propia muerte no nos es representable, no existe en el inconsciente o, dicho de otra forma, no posee representación (representación-cosa) inconsciente, no puede ser deseada en el período de la sexualidad infantil y tampoco puede ser reprimida; el temor a la muerte debe ser entendido según él como una elaboración del temor a la castración, a la pérdida de una parte apreciada de nosotros mismos. Considera en cambio que la pulsión de muerte sí existe, es la expresión de la tendencia de toda materia viva a volver a lo inorgánico. La pulsión de muerte es conservadora, como toda pulsión, tiende al retorno a un estado anterior, por tanto, la pulsión de muerte designaría, en principio, lo que hay en toda pulsión. La necesidad teórica de la pulsión de muerte se le impone por diferentes fenómenos presentes en la clínica y en la vida real: los fenómenos de transferencia, la compulsión a la repetición del neurótico, los sueños de repetición en las neurosis traumáticas, los juegos repetitivos del infante (el fort-da) y la tendencia a seguir un “destino” prefijado, de algunos sujetos. La compulsión a la repetición del neurótico se produce como una tendencia demoníaca, por encima del principio del placer.
Fairbairn proclama a pesar de todo que uno de los mayores logros de Freud fue el descubrimiento de que la conducta humana está gobernada esencialmente por dos factores dinámicos internos: 1) un factor libidinal, y 2) un factor antilibidinal. El valor de la obra de Freud no se pierde – añade - por abandonar la teoría instintivista. Fairbairn sugiere que consideremos los diferentes modos de la conducta instintiva, meramente como manifestaciones características de una estructura del Yo dinámica en relación con los objetos exteriores. "No obstante, añade, el concepto de "instintos de muerte" no carece de cierta justificación, pues está en completa conformidad con la observación de que hasta el paciente más cooperativo ofrece una resistencia pertinaz ante el proceso psicoterapéutico."
Opino que la pulsión de muerte es una de las intuiciones más geniales de Freud y conviene ser recuperada de alguna manera. Tal vez el error reside en pretender darle un fundamento biológico, necesidad teórica que le afectó con gran intensidad en toda su labor intelectual. Yo no rechazo la pulsión de muerte, como hacen muchos, por ir en contra de la evidencia biológica y neuropsicológica sino, bien al contrario, a pesar de (o gracias a) esta incompatibilidad. El creador del psicoanálisis se veía obligado a reivindicar la pulsión de muerte aunque se contradijera con alguna evidencia biológica, por ejemplo, como él mismo cita, la de que los protozoarios son potencialmente inmortales. Yo me siento impulsado a su aceptación precisamente por ello mismo, y porque las evidencias nos parecen abrumadoras. ¿Qué evidencias? Pienso, por ejemplo, en la capacidad del ser humano, desconocida entre los animales, de practicar una violencia intraespecífica sin ningún objetivo o beneficio, individual o de grupo, salvo el mero divertimento. La cualidad cultural de esta violencia es equiparada por Georges Bataille con el erotismo, como creación exclusivamente humana. La tendencia hacia la muerte también se asoma en las conductas autodestructivas como son los hábitos insalubres, la drogadicción, los deportes de riesgo, etc. Parecería que la persona para sentirse viva necesita poner su vida en juego.
La misma consideración de que la propia muerte no es representable en el inconsciente, nos lleva a concluir que su consideración consciente se logra con la adquisición plena de la simbolización. Parece contradictorio asegurar que la muerte no es representable cuando es la fuente principal de donde mana la angustia. La pulsión de muerte pertenece al proceso secundario. Por otra parte, la naturaleza repetitiva de las pautas comportamentales nos traen a la memoria la compulsión a la repetición y el parentesco evidente de las neurosis de carácter con las llamadas “neurosis de destino”. En éstas la repetición afecta a un ciclo aislable de acontecimientos en el ambiente cercano a la persona. Se trata de un deseo inconsciente que vuelve al sujeto desde el exterior, mientras que, en la neurosis de carácter, lo que subyace es la repetición compulsiva de los mismos mecanismos de defensa y pautas de actuación. Estas pautas básicas no están en principio verbalizadas ni son verbalizables, sino que pertenecen a la memoria procedimental, tomando el ejemplo de la psicología cognitiva actual. Asimismo, la neurosis de destino supone una elaboración verbal del deseo, mientras que en la de carácter intervienen estructuras más primitivas. Fuera de eso no descubro una diferencia esencial entre una y otra: los cambios en el ambiente son provocados, inconscientemente, por el propio sujeto, sutilmente causados por sus mecanismos defensivos y pautas de actuación.
Lo que nos diferencia de los animales, aparte del lenguaje – y sin duda relacionado con él – es nuestro conocimiento de la muerte y el sentido de temporalidad; el animal vive al día y es, en cierto sentido, inmortal. Para Heidegger todo nuevo ser humano se convierte, en un ser-para-la-muerte, lo que le dota su sentido temporal y también moral, dos cuestiones sin duda acogidas en el proceso secundario. El “ante que” de la angustia, dice, es el ser en el mundo en cuanto tal, no ningún ente intramundano, como ocurre con el miedo. Visto lo anterior, la posición que sugiero, y que a alguno tal vez le suene paradójica, es, usando el vocabulario freudiano, que: la pulsión de muerte es una pulsión del yo.

La vivencia del esquizoide según Pietro Citati

 No he encontrado tan bien descrita la vivencia esquizoide en los libros de psicopatología. Leemos en el libro de Pietro Citati. La Luz de l...