domingo, 17 de abril de 2022

TRAUMA Y DISOCIACIÓN


Comentario sobre el libro de Elizabeth Howell (2020). Trauma and Dissociation Informed Psychotherapy. Relational Healing and the Therapeutic Connection. New York: Norton.

Rodríguez Sutil, C. (2022). Reseña de la obra de E. Howell: “Trauma y disociación”. Clínica e Investigación Relacional, 16 (1): 286-296. [ISSN 1988-2939] 

La obra de Elisabeth Howell, miembro del Instituto Psicoanalítico de Manhattan, que hoy comento, es lo bastante amplia, completa y precisa, y se refiere a un campo de investigación – el de la disociación, el trauma y la psicoterapia – de tal importancia para el psicoanálisis contemporáneo, como para convertirse con facilidad en obra de referencia destacada en breve tiempo. Howell es una autora que lleva más de veinte años investigando y publicando trabajos sobre disociación y trastornos graves de la personalidad. Entre sus obras me permito recomendar un libro editado en 2016 junto con Sheldon Itzkowitz, The Dissociative Mind in Psychoanalysis, donde se recoge una estupenda selección de trabajos de los autores más destacados en relación con el trauma y el psicoanálisis relacional – Wilma Bucci, Philip Bromberg y Onno van der Hart, entre otros -.
Trauma y Disociación comprende nueve capítulos, y conclusiones, que recoge todos los aspectos pertinentes al asunto, desde el abandono de la teoría traumática por parte de Freud, la íntima relación entre el trauma y la disociación como mecanismo de defensa y su lugar central para la comprensión no solo de toda patología, sino todo funcionamiento del ser humano. El trauma y la disociación afectan tanto a la mente como al cuerpo (la influencia del trauma en el mayor riesgo de padecer diferentes enfermedades físicas es recogida con amplitud en el libro; Cf. p. 51 y ss.). Howell nos pone en guardia: el trauma y la disociación se producen igualmente en el fondo de la díada terapéutica. 
Se estudia la disociación en su conexión con el apego y con otros mecanismos de defensa, como la represión, que da forma a los diferentes tipos de funcionamiento alterado. Se termina, como era de esperar, con las implicaciones para la terapia de la perspectiva del trauma y la disociación. Además de recuperar la figura de Pierre Janet, trascendente en la contraposición del marco relacional frente a la ortodoxia freudiana, se recurre al ya cada vez más incorporado Sándor Ferenczi. Durante muchos años la obra de Freud sepultó casi todo lo anterior sobre trauma y disociación. Podría llamar la atención la relevancia que se concede aquí a Ronald Fairbairn, a mi entender completamente justa, pero infrecuente. 
La idea de la que parte el texto es que la mente humana tiene una naturaleza disociativa (Bromberg) o bien, igualmente se podría decir que en todos nosotros hay un fondo de escisión esquizoide (Fairbairn). La existencia del trauma y la disociación es ubicua. Se necesita ser muy audaz, como advertía Fairbairn (1952) para defender que se tiene un yo perfectamente integrado y sin asomo de fisuras . 
Hasta 1980 se consideraba que el trauma era algo infrecuente, así como el trastorno disociativo de la identidad (DID). La idea cambió con el regreso de los veteranos de Vietnam y la nueva visión sobre el TPEP, tanto en supervivientes de la guerra – combatientes y no combatientes – así como en personas maltratadas, que hubo de ser admitido como un fenómeno en absoluto infrecuente, aunque se diagnostique menos de lo que se debería. Se subraya la extensión, tanto del trauma infantil como de la disociación (escisión). Bromberg y Fairbairn, entre otros, han destacado la estructura disociada de la mente, ya sean los estados disociados del self, que sugiere el primero. (2011), como la estructura endopsíquica propuesta por el segundo (1952), con un ego escindido en dos partes – libidinal y antilibidinal – conectadas con sus objetos parciales correspondientes. Sullivan (1953) igualmente teorizaba sobre un psiquismo escindido con su introducción del concepto “no-yo”  (y los de “buen yo” y “mal yo”).
Paracelso en el 1500 ya habló del inconsciente y utilizó la hipnosis, ideas que fueron continuadas por Mesmer en el siglo XVIII. En la literatura que se elaboró en la línea de este último, no era infrecuente hablar de la amnesia y de los estados cambiantes de conciencia. El término “histeria” incluía muchos trastornos que ahora se nombrarían con los términos: trastornos somatomorfos, límite, por estrés postraumático, trauma crónico y complejo, disociativo, incluyendo los estados de ánimo volátil, y los cambios de identidad.
Como es sabido, cuando Freud visitó París para estudiar con Charcot los efectos de la hipnosis en pacientes histéricos, coincidió con Pierre Janet, discípulo de este. Janet destacaba la importancia del trauma olvidado y del determinismo “subconsciente”, así como la naturaleza de la cura psicológica consistente en integrar las experiencias traumáticas disociadas con el resto de la vida personal. La premisa central de la teoría de Janet sobre el trauma y la disociación es la base – sugiere Howell - de la teoría actual sobre el trauma: “cuando la persona se siente abrumada por lo que él llamó emociones vehementes, a menudo terroríficas, estas emociones no pueden ser asimiladas, o la experiencia conectada con el resto de su historia personal” (p. 7). Estas memorias traumáticas constituían lo que Janet llamaba “ideas fijas subconscientes”, como fragmentos del pasado disociados. Los casos que describió demostraban cómo las memorias traumáticas, que contienen componentes sensomotores y afectivos, son codificadas y almacenadas en el cuerpo. Tales pacientes, decía Janet, intentan continuar las acciones que comenzaron cuando se produjo el hecho, y se agotan en reinicios permanentes. Quedan, así estancados en un estado psicobiológico de sumisión, agotamiento y colapso. Se nos informa de algunos intentos terapéuticos recientes de ayudar al paciente traumatizado a completar la acción, recuperando el sentido de efectividad, y además integrar el trauma en la memoria autobiográfica.  La disociación, no obstante, al dejar fuera parte de la experiencia permite mantener la cordura y da un sentido de continuidad en el tiempo.
La necesidad de situar a Janet en el lugar de honor que le corresponde dentro de la historia del pensamiento psicoanalítico, y no sólo como un antecedente menor, es reconocida por Howell también en sus citas de uno de los autores que más aportaron en esa labor, como fue Henri Ellenberger (1970)  en una presentación extensa.
Cuando Freud, junto con Joseph Breuer, intentó explicar los síntomas de la histeria también recurrió a una conciencia secundaria y a la disociación para elaborar su teoría sobre el trauma y fundamentar la terapia . Para Breuer y Freud (1895) los síntomas histéricos corresponden a recuerdos traumáticos que devienen patológicos por haber sido cortados del resto de la conciencia, y no pueden, por tanto, ser reproducidos ni entrar en abreacción; estos eran entonces los dos factores de la terapia: recuerdo y abreacción. Howell (p. 10) sopesa la posibilidad de que Anna O padeciera un trastorno disociativo de la identidad, con estados diferentes del self que manejaban idiomas diferentes (inglés, francés, alemán), y subraya que el tratamiento que Breuer le ofreció fue altamente exitoso, frente a lo que se ha podido insinuar en fuentes del psicoanálisis oficial, y aportó, además, dos conceptos esenciales del psicoanálisis desarrollado después por Freud: la mente inconsciente y la expresión simbólica de los conflictos psicológicos. 
Poco después de la publicación de los Estudios sobre la Histeria, de 1895, Freud presenta su hipótesis de la etiología sexual de la histeria, conocida como “teoría de la seducción”, que ahora consideraríamos en esencia como un trauma producido por abuso sexual en la infancia. Sin embargo, esa teoría es luego abandonada por el padre del psicoanálisis en beneficio del conflicto edípico, como dinámica deseante intrapsíquica. Howell se detiene brevemente en las motivaciones y justificaciones del creador del psicoanálisis para este cambio, que considera un inconveniente notable para la justa valoración de los factores traumáticos en la etiología de los trastornos psíquicos, pero no por la etiología sexual en exclusividad:

Freud estaba equivocado al decir que el abuso sexual es la fuente de la histeria porque el decir esto distraía la atención de otras experiencias traumáticas graves, tales como un apego traumático, el trauma evolutivo y otras formas de trauma relacional, los desastres naturales, la guerra, el hambre y otros, así como por las combinaciones de todas ellas. Desgraciadamente, el argumento muy cargado sobre la primacía del abuso sexual como la causa única de los síntomas histéricos creó una polarización tal que el trauma y la disociación como causa efectiva y fundamental de dichos síntomas fueron pasados por alto. (p. 15)

Esta magnificación del Edipo provocó, años después, el conmovedor fenómeno de que muchos analistas inmigrantes, supervivientes del Holocausto, utilizaron la ortodoxia como armadura para cerrar el recuerdo y reconocimiento de las terribles cosas que habían pasado, tanto ellos como sus posibles pacientes. Estaban convencidos de que lo importante no era reconocer y reparar las espantosas experiencias traumáticas, sino concentrarse en el análisis del complejo edípico.  La escasísima atención hacia el trauma exógeno provocó en el conocimiento de la mente el mismo efecto que el trauma produce en la mente de la persona: dejó un espacio vacío rodeado de fragmentos incomprensibles e incoherentes de conocimientos y vivencias (p. 17). Debemos estar alerta ante los muy probables efectos yatrogénicos de una teoría que pone la sospecha sobre la experiencia infantil. Recordemos que en este punto es donde Donna Orange – no muy citada por Howell– pone en valor la hermenéutica de la confianza frente a la hermenéutica de la sospecha clásica. El niño conserva el apego, lo que permite cierto equilibrio mental y la supervivencia, acusándose del abuso y disociando las partes del self emocionalmente implicadas con el mismo y la explicación psicoanalítica, centrada en el individuo favorece la idea, sugerida por Jones, de que es el menor el que crea sus propios recuerdos del abuso (pp. 19-20).
Al abandonar Freud el modelo de la doble conciencia disociada, defendido hasta los Estudios Sobre La Histeria, y proponer el inconsciente único reprimido, que tomó forma con el complejo de Edipo, desperdició la oportunidad de desarrollar un modelo más amplio que incluyera tanto la represión como la disociación (p.20, p. 93). Ciertamente, como he señalado hace no mucho , la teoría y la práctica psicoanalítica a partir de entonces se centraron en las neurosis clásicas, aunque desde los años veinte del pasado siglo, Freud le prestó una atención especial a la escisión (Spaltung) como mecanismo en muchos sentidos análogo a la disociación, pero desde una perspectiva intrapsíquica. Los fenómenos de la clínica parecen requerir que tengamos en cuenta, en principio, dos tipos de inconsciente, el reprimido y el disociado (p. 94 y ss.). El primero puede ser inferido mirando desde el exterior hacia el interior, la persona puede no tener conciencia de su conducta o del significado de esta. En el inconsciente disociado se tiene en cuenta la dinámica de la persona desde el interior hacia el exterior, con la presentación sucesiva de aspectos del self. Se trata de un inconsciente análogo al bien conocido inconsciente procedimental o procedural. En este ámbito se recoge lo inconsciente no reprimido que se manifiesta a través de sensaciones y manifestaciones corporales, cuando se logra percibir.
La evolución histórica, tal como la recoge Howell, puso de actualidad las neurosis de guerra, con el nombre de Trastorno por Estrés Postraumático (TEP), que brindaron la ocasión para subrayar que los soldados combatientes no eran las únicas víctimas del trauma, sino que también mujeres y niños sufrían los abusos de la guerra y quedaban marcados en consecuencia. Ya había planteado Janet que el trauma era codificado en el cuerpo. El TEP permitió observar los efectos físicos del trauma. Se cita al gran neurocientífico Allan Shore para recoger la idea de que la memoria del trauma permanece encapsulada en modalidades sensomotoras, fuera de la memoria narrativa. En varios lugares también destaca Howell la importancia que tiene la observación y el trabajo con el cuerpo en la terapia centrada en el trauma y la disociación. En clases sesiones clínicas conviene insistir, por tanto, que el cuerpo almacena el trauma y lo muestra en su configuración y modo de presentación ante el entorno.
Es momento de que busquemos una definición precisa de lo que es disociación, tal como se ofrece en el segundo capítulo (p. 26). Parafraseando su argumento, “disociar” significa des-asociar (dis-associating) separando cosas que normalmente están conectadas. Se trata tanto de un proceso, como cuando nos quedamos absortos en la lectura de un libro, hipnotizados, en un trance, o emocionalmente bloqueados en una circunstancia estresante y abrumadora, como de una estructura, cuando las experiencias – así como la emoción, el pensamiento o la memoria – quedan aisladas unas de otras y del resto del self.  Los estados del self – las partes disociadas del mismo – pueden actuar como fuerzas ocultas y poderosas sobre la conducta o el pensamiento, de forma inexplicable para la conciencia. Ya Sándor Ferenczi, en su famoso artículo sobre la confusión de lengua, señaló - recuerda Howell - cómo las víctimas de abuso infantil entran en trance y actúan como autómatas o robots. El trauma produce un espacio vacío en la memoria y las emociones y en la capacidad para regularlas, llevándonos a un profundo reconocimiento de nosotros mismos. Como los agujeros que deja una polilla en nuestro jersey. 
En el capítulo 6 se vuelven a tratar cuestiones de definición – represión, disociación, inconsciente – desde una perspectiva histórica. A menudo se habla de recuerdos reprimidos o dsociados, pero esto es un error, pues lo más adecuado es referirse a recuerdos o experiencias disociados, disociados porque son excesivamente abrumadores. Al principio de su carrera, Freud utilizaba los términos “represión” y “disociación de manera intercambiable y semejante a las explicaciones de Janet sobre la disociación. Sin embargo, se trata de procesos radicalmente diferentes:
En la represión, recuerdos específicos que una vez fueron conocidos y formulados han sido expulsados de la mente. En cambio, la disociación se refiere a aspectos de la experiencia cargada afectivamente que han sido puestos aparte, como centros subconscientes de experiencia y estados del self disociados, más que como la exclusión de contenidos específicos. (p. 78)

Los contenidos reprimidos fueron una vez familiares, procesados psicológicamente, codificados y olvidados. En cambio, lo disociado es una experiencia no formulada. Es la diferencia que existe entre lo desagradable y lo que no ha podido ser asimilado, un proceso más abarcativo de la personalidad. Howell recoge después la metáfora de Kohut (1971) sobre dos tipos de escisión: horizontal (represión) y vertical (disociación). Por ejemplo:
(en la escisión vertical) el sweater rojo de un vecino puede traer a la memoria el sweater rojo de un abusador, y la persona puede experimentar la intromisión de un intenso temor. En cambio, la escisión horizontal está en concordancia con la frecuentemente citada metáfora del iceberg, del que solo vemos la punta (consciente) aunque la parte mayor está debajo y no se ve (el inconsciente). (p. 81)

La represión freudiana nos ofrece una versión del determinismo psíquico grande y poderoso, mientras que la traumatización implica una indefensión absoluta ante fuerzas que están fuera de nosotros (p. 83). Esto me hace pensar en la atribución a la represión de un papel activo, frente a la disociación como mecanismo pasivo. Sin embargo, no pienso que la tarea de la disociación suponga una mera pasividad del psiquismo, sino todo lo contrario: un tremendo esfuerzo por alejar de la conciencia vivencias inasumibles. Así, cuando poco después añade Howell (p. 83) que la parte del yo que reprime debe reimprimir también la idea de que está reprimiendo, me surge la objeción de que lo mismo habría de argumentarse con la disociación. Por lo que no puedo asumir que solo en la represión haya una parte del mecanismo que sea consciente. Así se puede entender que la diferencia esté, más bien, como se dice después (p. 85), en el tipo de material expulsado. Mientras en la represión se olvidan recuerdos concretos, en la disociación son fragmentos de experiencia vivida. Así, la idea de “mi madre es una persona maravillosa”, creída firmemente por un estado del self, choca con los recuerdos que otro estado del self tiene de haber sufrido años de abuso. Este es el mecanismo, según el psicoanálisis clásico – y que Howell no nombra – de la “renegación” (Verleugnung, en alemán, en inglés se dice disavowal).
Vemos la diferencia entre trauma temprano y trauma posterior, también entre trauma acumulativo, relacional y evolutivo. Igualmente se habla de trauma con “T” mayúscula y con “t” minúscula y de trauma masivo y de trauma cotidiano. El trauma, en cualquier caso, representa la experiencia de ser convertido en un objeto, la víctima de la ira de alguien, de la indiferencia de la naturaleza, o de nuestras propias limitaciones físicas o psicológicas, que se acompaña de un sentido de indefensión al percibir que la propia voluntad es irrelevante frente al curso de los acontecimientos y da por resultado un sentido de self dañado o fragmentado. Independientemente de la potencia objetiva del evento, el trauma es aquello que resulta abrumador para el individuo o que vence sus defensas y no permite ser procesado. El trauma es aquello que causa disociación (p. 30) que es un vacío (blank spot) o fisura en la experiencia, disminuyendo la capacidad para la regulación afectiva y dar un sentido a las cosas. Esta falta de sentido provoca el aislamiento de ideas, afectos y reacciones somáticas. Howell se refiere a este evento aislado del resto de la experiencia, equivalente al concepto de idea fija de Janet. La disociación, no obstante, no requiere del trauma, sino que abarca procesos adaptativos, como el quedarse absorto y la hipnosis. La presencia de otros, como subraya la autora, favorece la resiliencia en la medida en que permite compartir el peso del conocimiento. Para hacernos una idea de la importancia del trauma temprano comenta que, como se observa con frecuencia, una violación en el adulto provoca una alteración destacada y duradera en su funcionamiento cotidiano, qué trastorno no puede provocar cuando es repetida durante mucho tiempo en la infancia (pp. 87-88). Una de las causas posibles de la disociación reside en el apego desorganizado, una de las formas más tempranas de trauma evolutivo (p. 97 y ss.). Según la teoría del apego de Bowlby, los modelos de trabajo interno (IWM en inglés), que implican representaciones mentales del self, de la figura de apego y de la expectativa del niño sobre la disponibilidad de dicha figura de apego. Mediante estos modelos se organizan los sentimientos, experiencias y expectativas sobre las relaciones de apego. Dicho de forma genérica, la experiencia de apego pasada predice y regula la conducta del infante con las figuras de apego. El apego desorganizado, por su parte, es el precursor probable de los trastornos límite de la personalidad y de los disociativos, incluyendo el trastorno disociativo de la identidad (DID en inglés) (p. 101).
La memoria traumática, al permanecer aislada, es básicamente estática y extraña al yo. Se manifiesta de manera procedural y somatosensorial, más que como memoria declarativa o narrativa. La memoria procedural, o implícita, es la que se corresponde con las habilidades motoras, los hábitos, las respuestas emocionalmente condicionadas y los conocimientos prácticos, sobre el cómo hacer (how to), como puede ser el conducir una bicicleta, por ejemplo (p. 32). Los eventos traumáticos quedan también en el nivel procedimental, no son elaborados, narrativizados, porque la excesiva activación emocional provoca un procesamiento inadecuado por parte del hipocampo, estructura cerebral responsable de esa elaboración. La experiencia traumática vive en los estados del self disociados (p. 33). El caso de Janice, que expone Howell (pp- 34-35), sirve para ilustrar cómo la disociación de la memoria traumática en cierta fase de la historia personal sirvió para la supervivencia, pero en la etapa adulta supone una importante disfuncionalidad y su reintegración a la conciencia, si bien dolorosa, permite un funcionamiento más satisfactorio de la persona ante su entorno humano. En tiempos de gran adversidad, por tanto, la disociación es una capacidad evolutiva al servicio de la supervivencia, por ejemplo, enlenteciendo el metabolismo, y llegando incluso a un estado de trance. Ejemplos de esto último se han documentado en el comportamiento de muchas personas durante los atentados del 11 de septiembre de 2001:
Si se dispone de otro de confianza que ayude a la persona a procesar el terror y a tomar conciencia de que ha pasado y que el presente es seguro (si ese es el caso) es mucho menos probable que el shock del trauma y el proceso disociativo lleven a resultados disociativos continuados. (p. 37)

La despersonalización y La desrealización es frecuente en las personas traumatizadas, pero el clínico normalmente no tiene noticia de ellas salvo que pregunte directamente al paciente, por ejemplo: ¿ha tenido con frecuencia el sentimiento de estar separado de su cuerpo o de sus pensamientos, del entrono o bien de que el mundo fuera irreal? (p.38). También es frecuente la aparición del trastorno disociativo de identidad (DID) en las personas que han sufrido trauma psicológico en la infancia, cuando es alta la capacidad de autohipnosis (p. 90). La disociación de aquellas partes de la mente que incluyen las experiencias del abuso y el abandono protegen la capacidad del infante para mantener el apego y, en la medida de lo posible, crecer (p. 106). Como dice Bromberg, la salud es la capacidad para mantenerse en los espacios entre diferentes realidades sin perder ninguna de ellas (id.).
Howell muestra su desacuerdo con aquellas terapias de exposición en las que el paciente es sometido a una inundación que llevan a reexperimentar el material traumático disociado (p. 40). Este método, que se mostró eficaz con veteranos de guerra en los años ochenta y noventa, ha producido crisis y hospitalizaciones en pacientes con TEPT y trastornos disociativos, produciendo lo que se puede considerar una retraumatización, es decir, en aquellos que habían sufrido traumatización en su infancia. A menudo es necesario un modelo de tratamiento que sigua unas fases orientadas según estableció Janet: 1) estabilización y reducción de síntomas, 2) tratamiento de las memorias traumáticas, y 3) integración de la personalidad y rehabilitación (p.41). También es aconsejable, siguiendo a Richard Kluft, la “regla de los tercios”, que consiste en que el trabajo más intensamente emocional, o de levantamiento, se realice durante los dos primeros tercios de la sesión, dedicando el último tercio a reestablecer el equilibrio. No recuerdo de donde tomé el consejo de que esto mismo es aplicable en cualquier forma de terapia, es decir, evitar sacar a la luz un tema especialmente conflictivo cuando quedan pocos minutos para acabar la sesión. Se incluyen otros consejos al final de este capítulo segundo, en los que no me voy a detener, pero sí en la idea tomada de Bromberg (2011) de que el terapeuta puede funcionar como un puente relacional con los estados mentales disociados del cliente.
Se diferencian las terapias “top-down” de las terapias “bottom-up” (p. 49 y ss.), que podríamos traducir “de arriba hacia abajo” y “de abajo hacia arriba”, lo que implica un trabajo más de tipo deductivo, en las primeras, y más inductivo, en las segundas. Las terapias top-down se ocupan más de interpretaciones cognitivas o verbales de la experiencia mientras que en el enfoque bottom-up cobra relevancia el procesamiento de reacciones sensomotoras, sensaciones, afectos y estados corporales. Este tipo de terapias son más afines al enfoque centrado en el trauma, en la medida en que el trabajo con el cuerpo conecta las partes racionales del cerebro con las emocionales. Se da una explicación a partir del funcionamiento del sistema nervioso vagal. También se recomiendan métodos corporales, entre otras cosas, como la respiración profunda, explicando la efectividad de la terapia por desensibilización y reprocesamiento de los movimientos oculares (EMDR), subrayando, no obstante, el riesgo de que este método produzca la aparición de una afectividad no controlable.
Desde la perspectiva que compartimos, el modelo de las dos personas, la díada terapéutica supera la idea de la terapia como una manera de tratamiento o influencia unidireccional entre un médico o experto y un paciente desconocedor de sus motivaciones profundas. Este libro lo expresa con la idea de la díada clínica como una díada dañada, en la que el terapeuta debe hacerse cargo de sus puntos ciegos y partes disociadas, que los pacientes también perciben en nosotros. Esa semejanza en el daño nos obliga a cuestionar nuestro rol de autoridad, lo que en otros lugares se ha podido llamar “simetría-asimetría” de roles terapeuta-paciente. El terapeuta que asume el rol clásico de autoridad se ha mostrado a menudo capaz de violar los límites de forma más o menos grave. Se entiende igualmente el uso de la interpretación como una derivación de ese rol de autoridad, pues incluso si la interpretación es acertada puede separar al cliente (nunca dice “paciente”) de su propia experiencia. Los insights del terapeuta deben ser comunicados con extremada delicadeza, en un contexto de conexión, y no desde la arrogancia del “yo sé” (p. 63). La interpretación puede tener un efecto de vergüenza en el cliente, por ello es mejor conducirlo a través de preguntas, en una exploración conjunta. Muchas veces la respuesta del terapeuta debe ser entendida como dictada por un “contratrauma”, propuesto por Richard Gartner (2014), diferente de la contratransferencia, que consiste en que no experimentamos los traumas del cliente sino nuestros propios traumas no resueltos. Las experiencias de nuestros clientes – se dice poco después – pueden disparar nuestras propias memorias traumáticas, no resueltas. Si no somos capaces de distinguir unas de otras tiene lugar el enactment. Los clientes también pueden experimentar “transferencias traumáticas” (p. 68), que consisten en el temor inconsciente de que el terapeuta, a pesar de su actitud acogedora, explotará al cliente para su propia gratificación narcisista. Howell (p. 68) prefiere diferenciar entre “reenactment”, como la repetición en una sola persona de experiencias previas, y el “enactment” propiamente dicho, que surge de la interacción mutua entre cliente y terapeuta. El enactment puede ser una ocasión para que uno o los dos participantes sean capaces de ver en sus zonas ciegas.
No voy a exponer la información incluida en el capítulo 7 sobre los elementos biológicos y neurológicos que sustentan lo tratado en el conjunto del libro sobre el trauma evolutivo y la disociación pues entiendo que, a parte de que se trata de un fundamento plausible y bien desarrollado, no incluye nada a lo que ya se dice en otras secciones sobre la dinámica evolutiva del trauma y la disociación, la descripción de los mecanismos que los producen y su comprensión a partir de la teoría del apego, por ejemplo, y sus repercusiones psicopatológicas. Sí me parece, en cambio, de gran relevancia lo que se dice sobre la dinámica de indefensión, la autonegación y las diversas formas de identificación con el agresor que acompañan los procesos traumáticos de abandono y abuso por parte de los cuidadores. Howell recurre ahí a autores destacados como Ferenczi, Bowlby, Fairbairn, Lyons-Ruth, y otros.
En las páginas finales de su interesante y bien documentada obra, Howell concluye que ya no nos sirve la metáfora freudiana del Edipo, con la idea de un ser humano motivado biológicamente a anhelar eróticamente a su madre y a asesinar a su padre. En su lugar propone el mito egipcio de Osiris, es decir, el complejo de Osiris, que encaja mejor con el daño producido por el trauma y también parece más apropiado para aliviar la disociación. Osiris, Dios del Nilo, procuraba el renacimiento de las cosechas con la fuente de vida del agua cuando el Nilo se desbordaba cada primavera. Pero Osiris fue alcanzado por su hermano, el malvado dios Set, que repartió las partes de su cuerpo por todo Egipto. La doliente hermana-esposa de Osiris, Isis, recuperó las piezas, las cosió y resucitó a su esposo con las lágrimas de su duelo. Esta historia es adecuada para los clientes traumatizados y disociados, pues ayuda a reunir las partes separadas. Para lograr esta simpatía entre las partes previamente disociada se recurre a diferentes formas de terapia, que ya he enumerado en parte: somática, EMDR, trabajo con los sueños y otras. Los sueños, por ejemplo, son sanadores porque nos presentan los elementos de nuestra vida que deben ser conectados o integrados (p. 182).


REFERENCIAS


Bromberg, P.M. (2011). The shadow of the tsunami: and the growth of the relational mind. New York: Routledge. (Traducción castellana: La sombra del tsunami y el desarrollo de la mente relacional. Madrid: Ágora Relacional, 2017).
Fairbairn, W.R.D. (1952). Estudio Psicoanalítico de la Personalidad. Buenos Aires: Hormé, 1978. (Psychoanalytical Studies of the Personality. London: Tavistock Press, de 1952, reimpresión en 1994). 
Gartner, R.B. (2014). Trauma and countertrauma, resilience and counterresilience. Contemporary Psychoanalysis, 50, 4, 609-626.
Sullivan, H.S. (1953). La Teoría  Interpersonal de la Psiquiatría. Buenos Aires: Psique, 1964. (The interpersonal theory of psychiatry. Nueva York: Norton).



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