Freud comenzó proponiendo una explicación biologicista de la motivación humana, la libido, encuadrada en lo que a veces se ha denominado “teoría energética” o “económica”, inspirada en el esquema de inquietud-amamantamiento-disminución de la inquietud, observable en el bebé. Según la teoría clásica, al principio el organismo busca la descarga inmediata de las tensiones, es decir, es guiado por el principio del placer. Pero poco a poco va madurando, aprendiendo y descubriendo que es preciso demorar la descarga y buscar modos aceptables que se hallen de acuerdo con el principio de la realidad. Estos principios, junto con la teoría energética (económica) de la libido, el concepto de pulsión, y otros, forman la metapsicología, el conjunto de enunciados teóricos más abstractos que organizan el pensamiento psicoanalítico clásico como una biología de la mente, sin duda su faceta más dependiente del reduccionismo fisicalista de la época. Como consecuencia, la mayoría de los textos freudianos y de algún autor posterior – por ejemplo, Hartmann - incluyen un nivel de explicación económico, con complejos desarrollos sobre cargas y contracargas energéticas que poco tienen que ver con la práctica.
La pulsión es definida como la representación mental de las necesidades biológicas, y como un “concepto límite entre lo anímico y lo somático”, cuyos componentes son: presión, fin, objeto y fuente. El “objeto” es el desencadenante de la acción específica, mientras que por “fin” hay que entender la serie de reacciones encadenadas que culminan en una descarga duradera de la tensión. Ahora bien, es importante destacar que el objeto desempeña un papel relativamente secundario, pues para Freud las pulsiones no tienen noticia de los objetos externos hasta que, al ser gratificadas, se produce la asociación entre unas y otros. Esto podría sugerir que la elección de objeto está más determinada por la historia de cada individuo que por factores constitucionales. Pero M. Klein da otra vuelta de tuerca en el innatismo al afirmar que las pulsiones poseen imágenes a priori del mundo exterior.
Pienso que el problema no está en que la pulsión sea algo biológico, sino en que se la considere una “representación mental”, cuando debería entenderse que es una tendencia de comportamiento. Cuando alguien actúa no tenemos por qué buscar el origen de su impulso en una representación interna, sino en el sentido de su acción que es, por principio, público. No niego que en ocasiones estemos motivados por una urgencia por sexo, alimento u otro motivo, pero estas “pulsiones” son insuficientes cuando se intenta explicar la complejidad del comportamiento. Salvo casos extremos, siempre deseamos satisfacer nuestros deseos de determinada manera. Pronto se vio que la teoría pulsional encajaba mal con la conducta exploratoria o con el juego, pero asimismo resulta insuficiente para explicar secuencias comportamentales, por ejemplo, de entrar al garaje, coger el coche y conducir hasta el trabajo. El conjunto de mecanismos músculo-esqueléticos requieren una energía, por decir así, mecánica, y los procesos cerebrales que acompañan mis acciones también requieren una energía neuronal. Pero la toma de decisiones de cada acción particular no depende de ninguna energía física, sino que está dotada de un sentido, como puede ser el de llevar un estilo de vida acorde con lo que se espera de mi, un buen padre un trabajador fiable, etc., así como una remuneración final, que también sirve para cumplir expectativas y recibir reconocimiento. Si mi deseo de permanecer sentado viendo televisión prevaleciera, no se me ocurre hablar de que han vencido determinadas cargas y contracargas energéticas sino, más bien, de significados y formas de vida. Se puede decir que una palabra malsonante está cargada negativamente, pero se trata de una metáfora que normalmente no intentamos llevar más lejos. Sabemos, no obstante, que una persona que es insultada puede deprimirse y sufrir daños orgánicos importantes.
Una teoría del sentido común es que el deseo es un suceso mental, concomitante a una incomodidad, que desencadena un ciclo de conductas dirigidas a un propósito: el cese de la incomodidad y el reposo. Numerosas teorías psicológicas, incluyendo la de Freud, no son ajenas a este esquema. Pero el deseo, o la expectativa no se conectan con su satisfacción de la misma manera que el hambre. Si yo quiero comer una pera – comenta Wittgenstein - y me dan una manzana, habrán satisfecho mi hambre pero no mi deseo. Una necesidad como el hambre se satisface con determinadas cosas, los alimentos, pero este saber es hipotético, es decir, empírico. Podemos considerar, por ejemplo, que una sustancia es nutritiva hasta que descubrimos, mediante análisis químico, que su poder alimenticio es nulo: no quita el hambre. Intentemos, sin embargo, cuando alguien dice "quiero una manzana", contestarle ¿estás seguro de que es una manzana realmente lo que quieres? La insatisfacción de los símbolos, que puede ser vivida con urgencia, no se cubre con algo real, equivalente a cómo los alimentos satisfacen el hambre. Por mucho que algunos digan "un deseo está insatisfecho porque es un deseo de algo", el deseo no es el deseo de algo real, el deseo es deseo de nada. ¡Pero la inmensa mayoría de nuestras acciones están guiadas por nuestros deseos! Casi siempre bajo la forma del deseo de complacer el deseo de otros, por el deseo más básico aún de que nos quieran y nos reconozcan. El deseo, según Lacan, es el “deseo del otro”, no sólo que el otro es el que tiene el deseo, sino que yo deseo al otro.
Sin embargo, argumentar sobre el concepto de “pulsión” como algo imprescindible es dar por supuesto que el individuo, en cuanto individuo, es el auténtico objeto de estudio; se hace surgir al individuo como una entidad solitaria que se ve impulsado a buscar al otro para satisfacer una necesidad puramente interna. El apego, en cambio, no es un impulso del individuo aislado, sino una tendencia hacia el grupo. Fue el trabajo con niños maltratados el que llevó a Fairbairn a modificar la teoría sobre la libido pues, sorprendentemente, estos mantenían – y siguen manteniendo hoy en día - lealtad a los mismos padres que los maltrataban, lo que es contrario a la concepción clásica sobre la pulsión, según la cual deberíamos esperar que los objetos libidinales fueran más fácilmente sustituibles. Pero abandonar los vínculos ya establecidos es vivido como un riesgo del aislamiento total, algo de por sí angustioso para el sujeto.
Spinoza, en su Ética, proponía un concepto análogo, el conato: asalto, ataque, ímpetu, impulso. Del latín conatus, y en griego hormé, que para Aristóteles era el obrar correspondiente a un impulso natural. Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser. Cuando el conato implica al alma se llama “voluntad” y si afecta al alma y al cuerpo, se denomina “apetito”. La libido como buscadora de objetos - de Fairbairn - y la conducta instintiva de los etólogos, el imprinting, se ubican en este orden lógico, aunque quien seguramente mejor lo teorizó fue Bowlby con la teoría del apego. El apego no se deriva de las necesidades biológicas sino que es una necesidad biológica fundamental, la necesidad de ser social, podríamos decir, luego cada sociedad producirá sus formas peculiares de ser social. La búsqueda del otro adoptará apariencias múltiples que deberán ser interpretadas por su sentido que, para el ser humano, solo es comprensible desde la articulación lingüística.Dicho lo anterior, no tengo inconveniente en reconocer que – fuera de la exploración y el juego - agresividad y emparejamiento son los dos motivos fundamentales que explican gran parte del comportamiento humano. Pero, aunque se pueda indagar su origen en el fondo biológico de la especie, afirmar que en la práctica actúan como cargas energéticas parece un intento excesivo por forzar la realidad para ajustarla a un esquema teórico angosto.
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