jueves, 3 de diciembre de 2009

¿QUÉ QUIERE EL PACIENTE? (2) PERSONALIDAD Y RECONOCIMIENTO



En la anterior entrada con este mismo título expresaba mi opinión de que una de las funciones del analista consistía en indagar con el paciente sobre posibles culpas inconscientes, a partir del hecho de que muchas personas acuden acuciadas por un sentimiento de culpabilidad, más o menos mezclado con el concepto de ser poco valiosa o despreciable. Además de las técnicas tradicionales (interpretación, confrontación, señalamiento, etc.) nuestra empatía y atención continuada suelen aliviar estos sentimientos y permitir que el paciente se sienta aceptado. Igualmente recordaba la propuesta de Fairbairn de que lo que el paciente está buscando no es tanto el perdón como la “salvación” pues - de acuerdo con su teoría - necesita salvarse de sus objetos internos malos, del odio y la culpa. Para entender esta teoría desde la práctica terapéutica, yo suelo utilizar la imagen de que parece como si lleváramos a nuestra familia de origen siempre puesta, con su aprecio y su desprecio, aunque nos vayamos lejos o haga ya mucho tiempo que fallecieron. Dicho de otra forma, en el “aquí y ahora” desplegamos los vínculos que aprendimos en el “allá y entonces”, si hay suerte con cierta flexibilidad y variedad, a condición de que hayamos estado abiertos a la adquisición de vínculos posteriores. En consecuencia, muchos pacientes lo que buscan es un contacto humano que compense carencias históricas y actuales, por lo que voy a dedicar hoy algún espacio a desarrollar este planteamiento con el concurso de dos conceptos actuales del psicoanálisis relacional: reconocimiento y mutualidad.

La mayoría de los pacientes que acuden en la actualidad a consulta en salud mental reportan muy pocos síntomas y sí se quejan, en cambio, de problemas de relación. Atrás quedaron las neurosis floridas de la Viena – capital del Imperio Austro-Húngaro - o del París de Charcot y Janet, que Freud visitó poco antes de cumplir la treintena. Aquellas histerias con multitud de síntomas de conversión, capaces de reproducir en casi todos sus detalles un ataque epiléptico. Según mi experiencia, entre los síntomas aislados, motivo de consulta, predominan los estados de ánimo triste y diferentes formas de ansiedad. Más grave y de peor pronóstico suele ser la sensación de futilidad de algunos pacientes.

Pero cada vez más se acude por problemas vitales, dificultades de adaptación, de pareja, tensiones y temores en los que se descubre una implicación total de la persona, de su manera peculiar de ser y estar en el mundo, es decir, de su personalidad o carácter. No hay que incurrir en el error de creer que “la personalidad” sea un diagnóstico más, como sugieren los sistemas clasificatorios al uso, diagnóstico no siempre aplicable. Todos tenemos una personalidad, más o menos normal o alterada, y sólo una, aunque no encaje de manera estricta en ninguno de los prototipos establecidos. Por lo demás, como ya sugirió Winnicott, es dudoso que exista algún análisis que no sea “análisis de carácter”, que los trastornos de carácter no constituyen una unidad nosológica, es decir, son muy variados, y que ante un trastorno del carácter, se ve a sí mismo examinando a una persona total, con algún grado de integración, lo que ya es un signo de salud mental.

Desde la perspectiva externalista que propone el psicoanálisis relacional se comprende que el entorno desempeña un importante papel en la conformación de la experiencia humana. El carácter de los padres y la configuración de la familia poseen un impacto destacado en la formación de la personalidad y en la psicopatología del individuo, manteniendo su influencia hasta el presente. Harry S. Sullivan, el gran psiquiatra norteamericano, definía la personalidad de manera plenamente externalista, como las acciones de las personas, una con otra y con los demás más o menos personificados. Para Stephen Mitchell la personalidad no es algo que uno posee sino algo que uno hace. Constantemente desarrollamos esquemas relacionales, pero esquemas que no reflejan algo “interior”, sino que son los modos y estilos de relacionarnos con el entorno.

Una teoría en la que el sujeto individual ya no reina de forma absoluta ha de afrontar la dificultad que cada sujeto tiene para reconocer al otro como centro de experiencia semejante a él. Resulta obvio que el terapeuta también es una influencia actual en la dinámica del individuo y participa en los acontecimientos que le proporcionan la información (al terapeuta), es decir, su metodología es la de la observación participativa. De aquí la importancia que cobran los conceptos de “mutualidad” y “reconocimiento”. El psicoanálisis ya no es simplemente el trabajo del analista que interpreta el “producto” del paciente, la manifestación de su interioridad a través del síntoma, el lapsus y la transferencia, sino que la sesión analítica es un campo que se construye en interacción, donde parte de la tarea del terapeuta consiste en descubrir su propia implicación emocional, activa, en la relación. Deberemos admitir que tal vez se producen fenómenos en la terapia compatibles con el concepto de una compulsión a la repetición, pero el terapeuta tiene que dirimir en qué medida puede estar propiciando con su actitud dichos fenómenos.

El concepto de reconocimiento es inseparable de una lucha que se establece, no a partir de intereses biológicos para la conservación de sí mismo sino como proceso de formación de la propia identidad mediante los intentos por obtener el reconocimiento de otro significativo. Es un acto de confirmación itersubjetiva por parte del otro, de las propias capacidades y cualidades morales. La lucha por el reconocimiento, tanto de individuos como de grupos, intenta reestablecer la identidad moral herida.

Entre los psicoanalistas actuales cabe destacar la obra de Jessica Benjamín, para comprender los procesos de reconocimiento niño-madre en el desarrollo de la identidad, así como las relaciones sado-masoquistas. La dominación comienza con el intento de negar la dependencia, el niño no sólo necesita lograr la independencia, sino que debe ser reconocido como independiente por las mismas personas de las cuales él ha sido más dependiente. Su primer intento de volverse independiente es desde la omnipotencia, sin reconocer a la otra persona: “Seguiré creyendo que mi madre es mi servidora, un genio que realiza mis deseos y hace lo que yo ordeno, una extensión de mi voluntad”. Otra alternativa es seguir viendo a la madre como todopoderosa y a sí mismo como desvalido: “Soy bueno y poderoso porque soy exactamente como quiere que sea mi madre poderosa y buena”, que equivale a aceptar el papel de siervo.

El reconocimiento mutuo (la mutualidad) es el punto más vulnerable del proceso de construcción de la propia identidad. Para existir para uno mismo es preciso existir para otro, pero si destruyo al otro, no habrá nadie que me reconozca. Si no le permito ninguna conciencia independiente quedo enredado con un ser muerto, no consciente. Y Benjamín afirma que la verdadera independencia supone mantener la tensión esencial de estos impulsos contradictorios, es decir, tanto afirmar al sí-mismo como reconocer al otro. La pérdida del dominio sobre el otro se compensa por el placer de compartir, por la mutualidad.

Finalmente vamos a recordar el concepto de uso de un objeto tal como lo introdujo Winnicott por su gran proximidad con esta dialéctica del amo y el siervo y con el moderno concepto de "mutualidad". La noción “relación de objeto” sugiere cierto grado de participación física y de excitación. “Uso del objeto”, en cambio, es un concepto más general, pues, si se lo desea usar, es forzoso que el objeto sea real en el sentido de formar parte de la realidad compartida, y no "un manojo de proyecciones". Es preciso que el sujeto haya desarrollado una capacidad que le permita usar los objetos. El objeto queda fuera de la zona de control omnipotente, es decir, es reconocido como una entidad por derecho propio. Para dar este paso (de la relación al uso) el sujeto destruye imaginariamente al objeto – pensemos en las rabietas, los mordiscos y modos más sofisticados en el adulto, la sátira, la crítica, la ironía- pero, si todo va bien, el objeto sobrevive a la destrucción: “Mientras te amo te destruyo constantemente en mi fantasía (inconsciente)”. Pero, gracias a que el objeto sobrevive, cuando sobrevive, el sujeto puede vivir una vida en el mundo de los objetos. Esto reporta importantes beneficios aunque comporta un precio: la aceptación de la creciente destrucción en la fantasía inconsciente vinculada con la relación de objeto. El sujeto reconoce y controla su destructividad en la medida en que reconoce al objeto como otro sujeto, para lo cual él debe haber sido previamente reconocido. Esto permite la "realidad compartida". Sobrevivir significa no tomar represalias, también en el análisis, el analista debe ser capaz de soportar los ataques del paciente y utilizarlos de manera constructiva, en la medida de lo posible. Incluso la muerte real del analista no es tan mala como la represalia. El terapeuta debe prestarse a ser usado... pero no abusado.

La creación de un espacio simbólico dentro de la relación madre-hijo acceder a la relación intersubjetiva y la comprensión mutua. Tal espacio, como subraya Winnicott, no es solo una función del juego solitario del niño en presencia de la madre, sino también del juego compartido entre madre e hijo, comenzando por el más temprano juego de la mirada mutua. En este juego, la madre está "relacionada con", en la fantasía, pero al mismo tiempo es "usada para" establecer comprensión mutua, un patrón que es paralelo al juego transferencial en la situación analítica. En la elaboración de este juego la madre puede aparecer simultáneamente como el objeto de fantasía del niño y como otro sujeto sin amenazar por ello la subjetividad del niño.En conclusión, lo que los pacientes, en el fondo, quieren, es lo que queremos todos, queremos que nos quieran, que es lo mismo que decir que queremos que nos reconozcan. Si existe una disposición al reconocimiento mutuo existirá una posibilidad real de crecimiento.

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