lunes, 29 de agosto de 2016

Las crisis personales, lo traumático y las opciones estratégicas para afrontarlas

[Reproduzco a continuación mi artículo publicado en la revista online Temas de Psicoanálisis, nº 12, julio de 2016.]

 “La mayor fuente de poder que los padres tienen sobre sus hijos no procede tanto de lo que le ordenan a cada uno que haga, sino de “mostrarle” quién es.”   Philip Bromberg (2006, p. 6).

Crisis y Trauma


“Crisis” y “trauma” son dos conceptos difícilmente diferenciables y, en gran medida, inseparables. “Crisis” tiene una connotación más evolutiva, como las diferentes crisis del crecimiento que se espera todos atravesemos a lo largo de nuestra existencia – típico ejemplo es el de la “crisis de la adolescencia” -  y que quizá Erikson ha recogido mejor que otros autores. Mientras que con “trauma” habitualmente entendemos un daño provocado por una circunstancia o factor ambiental concretos, en principio no previsible. El trauma psíquico implica una interacción del "afuera" con lo interno – innato o histórico - de cada uno. “Trauma” y “crisis” son términos que se aplican a realidades semejantes, que suponen un sufrimiento a veces extremo, y la acción de mecanismos de defensa extremos, en especial la escisión o disociación del yo, de los que trataremos con cierta extensión. No hay crisis actual sin trauma en el pasado, siendo el trauma el factor de predisposición.
En la época de los Estudios sobre la Histeria (1895 d, 1895/1950 a), Freud definía el trauma como un exceso de excitación que no puede ser derivada por vía motriz ni integrada asociativamente. El abandono, no obstante, de la teoría de la seducción supuso también un alejamiento del trauma puro y, como poco, el surgimiento de una interacción: si no ha sucedido en la realidad, el conflicto es construido en la fantasía a partir de indicios (Lecciones Introductorias al Psicoanálisis, Lección XVIII, 1916-1917). El trauma se organiza a partir de impresiones de naturaleza sexual y agresiva y todas aquellas que hayan provocado daños tempranos al yo (1938 a). El creador del psicoanálisis introduce un mecanismo de gran relevancia, la retroactividad (Nachträglichkeit, après-coup, afterwardsness), que señala dos momentos o escenas en la formación del trauma y una causalidad en cierta medida “hacia atrás”. En la primera escena, de seducción durante la infancia, no se despierta de forma plena la excitación, en la segunda, durante la adolescencia, de apariencia a menudo anodina, se produce la activación de la escena originaria. Las experiencias son modificadas ulteriormente y cobran un nuevo sentido, con lo que se rompe el tiempo cronológico y la causalidad mecánica, introduciendo un concepto dialéctico de causalidad, el pasado y el futuro se condicionan en la estructuración del presente.
Durante la Primera Guerra Mundial se introdujo el término de “neurosis de guerra”, que encontramos en Freud (1919 d), quien sugiere que las neurosis traumáticas son una excepción metapsicológica, "…por lo menos, hasta ahora no conocemos sus vinculaciones con la condición infantil". Acepta que puedan ser derivadas tanto de impresiones de naturaleza sexual como agresiva y todas aquellas que hayan provocado de igual forma daños tempranos al yo, como ofensas narcisistas (1939 a, p. 3285). En la actualidad, desde posiciones psicodinámicas amplias, ha devenido un tópico afirmar que ninguna situación traumática es igualmente traumática para todo el mundo ni produce el mismo tipo de efectos.
Con el trauma Freud se refiere siempre a un conflicto infantil, tanto cuando mantenía el poder casi exclusivo de la seducción como cuando lo sustituyó por el influjo primordial de las fantasías inconscientes, donde interviene tanto el mundo externo como el interno y se pone en juego una situación vital de desvalimiento (Hilflosigkeit, equivalente del inglés Helplessness) (Freud, 1926 d). Su concepción cuantitativa del trauma - la excesiva carga energética - es ahora puesta en cuestión considerando que lo importante no es tanto la fuerza del traumatismo sino el significado percibido, dependiente, sobre todo, de la acogida que recibe el infante dañado por parte de su entorno familiar.
Erikson (1959, p. 23) observa con perspicacia: cuando lo que está en juego es la propia identidad, el hecho de que la energía instintiva sea transferida, desplazada, transformada, ya no sirve para manejar los datos que hemos aprendido a observar. Los abusos continuados durante la infancia en el seno de la familia – como ya anunciaba Ferenczi (1932 a y b) - son más frecuentes de lo que se reconoce, y provocan una serie de trastornos psicopatológicos, dentro de lo que se denomina el 'espectro del trauma' Psychodynamic Diagnostic Manual (PDM Task Force, 2006), como son el trastorno límite de personalidad y el trastorno de personalidad múltiple.
El trauma psíquico en la infancia determina una detención en aspectos centrales del desarrollo afectivo, aunque el infante prosigue su evolución, mientras que el trauma psíquico en la adultez da como resultado cierta forma de regresión (Cf. Krystal, 1988). Ese trauma en el adulto entiendo que se solapa con nuestra idea de lo que es una crisis, en la distinción “déficit-crisis”. Repito, no hay crisis si no ha habido trauma, y el trauma crea el factor predisponente, el déficit o falla. En el adulto produce cambios en el sentido del sí mismo y en la calidad de las relaciones interpersonales. Es habitual la rememoración y re-experimentación de los acontecimientos traumáticos, mediante pesadillas recurrentes, reminiscencias y flashbacks. Las observaciones desde la clínica psicodinámica señalan que el trauma se puede constituir en un organizador de la esfera mental y destacan el rol que desempeña el significado de la experiencia traumática para ese individuo concreto. Por otra parte, los recuerdos del traumatismo cambian con el tiempo.
El debate entre el psicoanálisis relacional y el psicoanálisis clásico, al menos en alguna de las posiciones que aún se mantienen, se articula en la disyuntiva entre la explicación de la neurosis mediante el trauma – causado ya no tanto por la seducción como el abuso, el maltrato o el cuidado no “suficientemente” bueno - o el conflicto inconsciente e individual, entre teorías predominantemente ambientalistas y teorías más centradas en lo innato de las pulsiones y la dinámica intrapsíquica de los deseos y complejos. Esta batalla ya estaba planteada a comienzos de los años treinta del pasado siglo entre Freud y su amado, y díscolo, discípulo Sándor Ferenczi. Nunca alabaremos bastante el trabajo de este último, Confusión de Lengua entre los Adultos y el Niño  (1932 a). Para el psicoanalista húngaro la causa del traumatismo no es simplemente una sobreestimulación que el débil yo no puede gestionar, sino que incide en la potencialidad traumática del cuidador. Esa confusión procede de que uno de los miembros del diálogo interpreta el juego como ternura, el otro como pasión. Esto puede ocurrir también en la terapia. La consecuencia es que el paciente se identifica con el analista, igual que el niño se identifica con su seductor, y se apropia los sentimientos de culpa de éste en el proceso de identificación con el agresor. Parece que el niño interpreta correctamente al adulto, pero no a la inversa. El niño queda dividido, escindido o disociado; por una parte piensa que es inocente, pero al mismo tiempo culpable. Asimismo pierde así su confianza en sus sentidos y en las personas.  El desarrollo del niño, hasta ese momento feliz, podía verse interrumpido por acontecimientos traumáticos que desequilibraban la relación dinámica entre tendencias libidinales y agresivas, con una madre sobreestimulante o, bien al contrario, que desatendía emocionalmente al bebé, lo que se concreta con frecuencia en situaciones de frustración en las que el niño es bien acogido y luego rechazado. Esta visión de los hechos fue esencial en los desarrollos posteriores que sentaron las bases del psicoanálisis relacional presente, entre los que podemos citar a muchos miembros del llamado “Grupo Intermedio” de la British Psychoanalytical Society, como Fairbairn, Winnicott, Khan, o Bowlby, que se habían formado o inspirado en Melanie Klein, junto con algún “disidente” del grupo kleiniano, como Wilfred Bion, etc. La influencia de Ferenczi, no obstante, hay que detectarla en el subsuelo dado que durante varios decenios fue uno de los autores prohibidos, uno más, dentro de la historia del psicoanálisis (Cf. Jiménez Avello, 2006). Dicho sea de paso, en esta microhistoria no estamos reflejando la esencial aportación al pensamiento relacional de analistas que trabajaban por aquellos tiempos al otro lado del charco (Fromm, Sullivan, Kohut y Erikson, por recoger algunos nombres destacados).
Ronald Fairbairn (1943, 1944, 1956) emplea una lógica explicativa de esta naturaleza para dar cuenta de la construcción del psiquismo. Según comenta, al comienzo de la serie de internalizaciones, represiones y escisiones está la necesidad de preservar la ilusión de la bondad de los padres, figuras reales en el mundo exterior. Las características malas de los objetos son internalizadas, convirtiéndose en objetos malos, con los que se identifica el yo (identificación primaria). El niño en un primer momento compra la seguridad externa a costa de su seguridad interna, mediante la “defensa moral”: incorpora la maldad del objeto, lo que le protege de percibir que las personas de las que depende son “malos objetos” (Fairbairn, 1943, 1956). La identificación posterior con los objetos buenos servirá de defensa contra la maldad que siente el niño como resultado de la internalización inicial.
En conclusión, no hay crisis sin trauma, histórico o actual. Como concepto a caballo entre trauma y crisis está el trauma acumulativo, que Mashud Khan (1979) conceptualizó como una falta de ajuste entre el niño y el progenitor, que no tiene por qué producirse como un acontecimiento circunscrito a un tiempo breve. Stolorow y Atwood (1992) subrayan la idea de que el trauma acumulativo es el resultado de la rotura de la función de escudo protector por parte de la madre, pero lo ven más como el resultado de la falta de respuesta adecuada a los sentimientos dolorosos que se producen en el niño cuando se ha roto dicho escudo. Es decir, que de una forma o de otra, el escudo siempre se rompe.
Un concepto reciente y sumamente atractivo, introducido por Margaret Crastnopol (2011), es el de los microtraumas.  Se parte del principio común de que el traumatismo es motivado por un objeto supuestamente bueno, que causa un daño psíquico peor que supuestamente hay que seguir cubriendo con el manto de la protección eficaz y amorosa. Se trata de “pecados veniales” muy destructivos que deben ser disociados y suprimidos de inmediato, para dejar de ser observables a simple vista. Aquí encontramos ironías, bromas, afectividad excesiva, desatenciones y me gustaría añadir pequeños mitos familiares como son la atribución de roles: el listo, el lento, el “manitas”, la guapa, la hacendosa, el patoso, etc.
Según el aforismo de Ludwig Wittgenstein: Lo que ocurre en el interior sólo tiene sentido en el flujo de la vida (Auch was im Innern vorghet hat nur im Fluss des Lebens Bedeutung, 1951, II, p.30). Lenguaje, emociones, pensamientos y mecanismos defensivos son externos e intersubjetivos antes de convertirse, y no en todos los casos, en fenómenos “internos”. En ese sentido, el fenómeno de la escisión que se produce en el contexto analítico es, en última instancia relacional, intersubjetivo, aunque posea su contraparte intrasubjetiva, en el analista y/o en el analizando, o en la pareja, según el punto de vista de cada uno de ellos. En la infancia temprana la escisión es seguramente un estado de cosas normal, como muestra la intensidad del gozo extremo o de la tremenda rabieta o de la angustia abrumadora, siempre en relación con el otro; estados de “todo-bueno” y “todo-malo”. La patología de la escisión solo puede ser identificada en fases posteriores, a partir de crisis o traumas. Habitualmente la escisión se encuentra activa en el adulto y es transmitida al menor que se halla a su cuidado.
En cuanto a la dicotomía escisión/disociación, a menudo la literatura especializada parece sugerir que el término “escisión” se corresponde con el mecanismo de defensa más primitivo mientras que la  “disociación” se referiría a la separación de contenidos mentales o perceptos como se desarrollan en sujetos más sofisticados, neuróticos en los que predomina la represión. Entiendo que es así como Bion (1967, p. 97) utiliza estos términos. Sin embargo, existen motivaciones teóricas para preferir el uso de uno u otro término, que en parte son sinónimos. “Escisión” es la palabra de uso habitual en los textos clásicos y sugiere el resultado de un conflicto interno y la defensa ante el mismo, mientras que “disociación” sugiere la acción destacada de un agente “externo”. Cuando la emoción provocada por la situación es excesiva el funcionamiento cognitivo se interrumpe y la naturaleza real del trauma elude nuestro conocimiento, pudiendo adoptar la forma de la memoria episódica, a menudo inaccesible o consistir sólo en sensaciones somáticas, en imágenes visuales que pueden volver como síntomas físicos, como flashbacks sin significado narrativo (Bromberg, 2011, p. 22). La disociación es una forma de escape cuando no hay escapatoria, es la solución ante el terror por la disolución de la propia identidad (Cf. Bromberg, 1998, 2004).

Trauma y Déficit


Michael Balint (1969), discípulo de Ferenczi, describió con perspicacia el contexto relacional del trauma:
·         Un niño depende de un adulto de confianza
·         Ese adulto demuestra ser indigno de confianza, mediante la sobreestimulación, la negligencia o el rechazo del niño
·         El niño trata de obtener alguna comprensión, reconocimiento y consuelo del mismo adulto.
·         El adulto a menudo niega la perturbación, culpa al niño del trastorno y le niega la confianza.
Estos traumas dejan anclado al niño en el ámbito de la falta o falla básica (Cf. Daurella, 2013). Quizá los autores contemporáneos que siguen esta descripción con mayor asiduidad, e insisten en el poder destructivo de la descalificación por parte del adulto, son Robert Stolorow y su grupo, que se autodenominan “intersubjetivistas”. Tomo dos fragmentos de Stolorow y Atwood (1992) de gran importancia para comprender la dinámica del trauma:
El niño percibe que sus sentimientos reactivos dolorosos no son bienvenidos o resultan lesivos para el cuidador y deben ser por tanto secuestrados defensivamente para poder conservar así un vínculo que le es necesario. (p. 101)
… se origina dentro de un contexto formativo intersubjetivo cuyo aspecto central es una falta de sintonía afectiva (una rotura del sistema de regulación mutua entre el cuidador y el niño), que lleva a la pérdida por parte del niño de su capacidad de regulación de los afectos y, en consecuencia a un estado insoportable, aplastante, desintegrado y desorganizado. (p. 99)

Ejemplos tomados de diversas fuentes que ilustran situaciones propicias a la escisión, todas ellas netamente interpersonales:
·         La confusión de lengua (Ferenczi): la expresión tierna del niño o niña es rechazada como censurable desde el lenguaje de la pasión.
·         La niña o niño maltratados se identifican con el agresor, si le maltratan es porque e malo, aunque al mismo tiempo sabe de la maldad del cuidador.
·         Toda frustración, aunque no sea extrema, en especial si se acompaña de la negación de una realidad evidente (como en el “doble vínculo” de los comunicacionistas de Palo Alto) (Bateson, 1976; Watzlawick et al., 1967):
o   El niño con el pene erecto al que su madre le dice “¡Ay, mi niño, que tiene ganas de hacer pis, vamos al servicio!”.
o   Qué bien que a mis niñas no le gustan las galletas que hemos comprado para la abuela.
o   Si te pego es por tu bien.
El trauma provoca una ruptura del unificador hilo de la temporalidad. La situación traumática original, o aquella presente que supone su nueva puesta en acción, se acompaña de una vivencia de tiempo detenido, congelado en un eterno presente, en el que la identidad también se disuelve, disocia, escinde. Este conjunto de vivencias constituyen lo arcaico, según el afortunado término introducido por Tutté (2004): impresiones tempranas que no pueden ser tramitadas mediante las funciones normales del yo porque el yo, inmaduro y desvalido, no entiende su significado, y quedan inconscientes como algo operativo no representable. Quedan en un equilibrio inestable y son potencialmente traumáticas.
Este traumatismo arcaico ha sido recogido con términos diversos, como los ya citados de “falla básica” (Balint, 1979) o el, para nosotros más habitual, de “déficit” (Killingmo, 1989, 1999). Desde la explicación freudiana del trastorno, entendido predominantemente como un conflicto entre las tres instancias (yo, ello, superyo), es decir, intersistémica, de corte edípico, se ha ido pasando a una explicación que apunta a la fragilidad de alguna de las instancias, es decir, intrasistémica, de tipo preedípico.
 Según Joan Coderch (2007, 2011), la percepción por parte de los grandes analistas de la existencia del déficit ha sido el motor de la evolución hacia el modelo relacional. En una psicopatología planteada en términos de pulsiones, el conflicto y la regresión suponen factores causales que vienen del interior. En cambio, para el criterio del déficit, la deprivación y la falla empática resaltan los factores causales provenientes del exterior. Las necesidades implicadas en el proceso patológico no son exclusivamente pulsionales, sino que antes y por encima de ellas existen necesidades evolutivas, como la necesidad de fusión simbiótica (Mahler) y la necesidad de afirmación del sentimiento básico de sí mismo (Kohut), o la confianza básica (Erikson), entre otras. Es el entorno familiar, en confluencia con las tendencias temperamentales del recién venido, el que determina el estilo básico de la personalidad futura.
Por otra parte, la separación entre inconsciente reprimido y no reprimido es un supuesto necesario en la distinción contemporánea entre patologías por déficit y patologías por conflicto. El inconsciente no reprimido se relaciona con el inconsciente procedimental (Lyons-Ruth, 1999) y el conocimiento relacional implícito según el concepto introducido por el Grupo de Boston (Boston Change Process Study Group, BCPSG, 2002, 2003). La memoria declarativa procesa y codifica la información, la archiva de forma accesible para su uso posterior, y la recupera  a demanda mediante el procesamiento verbal. La memoria procedimental, en cambio, utiliza esquemas afectivo-motores, procedimientos no representacionales cargados afectivamente, que se despliegan como conducta automatizada, en la relación interpersonal o en ámbitos prácticos. Las memorias procedimentales de una edad muy temprana tienden a persistir en forma de patrones de conducta que se repiten y que se vuelven manifiestos en la transferencia, en forma de actuación en la relación o enactment. Los recuerdos traumáticos regresan principalmente en el sistema sensorial: sensaciones cenestésicas, olores, sabores o imágenes visuales, descontextualizadas y sin significado aparente (Tutté, 2004).

Desarrollo y Crisis de Identidad


Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. (Parte I, cap. V)

Cervantes parece imbuir en su famoso caballero, según la cita un yo sincrético, al mismo tiempo múltiple y único. En verdad, cuando me pienso a mí mismo me veo como un algo cambiante en el tiempo, que envejece, engorda o adelgaza – quizá más lo primero - , es apreciado o censurado por la audiencia en una conferencia o una clase, puede ser querido u odiado. El yo no tiene la forma del estar presente, no es un objeto visible, sino que la sustancia del ser humano es la existencia (Heidegger) y, por ende, la multiplicidad. O bien mi self se halla absorto en el mundo y no es fácilmente diferenciable de los otros, o bien, se escinde como descubrieron los psicoanalistas de la Escuela Inglesa, y se ve amenazado por una extremada angustia esquizoide. O se disuelve en los otros o se disuelve en la soledad ensimismada. Se necesita estar tan loco como Don Quijote para tener su misma seguridad en la identidad propia.
Algo de esto percibió Freud al proponer que el yo, en su mayor parte, es inconsciente. Ese que habla en los lapsus, actos fallidos, síntomas y, en general, en el sentido último de toda la conducta. Ese que inevitablemente padece de la escisión - o Spaltung - , presente en todo proceso defensivo (Freud, 1938 a). El psicoanálisis – indica Ricoeur (1965, P. 441)  - es un discurso sobre el sujeto, pero donde se descubre que el sujeto nunca está donde se cree. El melancólico se explaya en reproches hacía sí mismo que, en realidad, deberían dedicarse al objeto amado y perdido, o, retomando la frase freudiana que se ha hecho famosa: “la sombra del objeto cae sobre el yo” (Freud 1917 e). Para Laplanche y Pontalis (1968) en Freud la escisión no es un mecanismo de defensa sino un efecto del proceso defensivo, no es una defensa del yo sino un método para que coexistan dos métodos defensivos en paralelo, uno que va directamente contra la realidad (la renegación o Verleugnung), propio de las perversiones – y de los trastornos límite - y otro contra la pulsión (la represión o Verdrängung), que es el que provoca los síntomas neuróticos. En palabras de Kohut (1971), las manifestaciones ideales y emocionales de una escisión vertical de la psique se correlacionan con la existencia consciente, paralela, de actitudes psicológicas, incompatibles en el fondo,  en contraste con escisiones horizontales como las que producen, en un nivel más profundo, la represión y, en un nivel más alto, la negación (Verneinung; Freud, 1925 h). El yo y la identidad, así como la realidad circundante, se escinden primero de forma vertical y después horizontal. No es por tanto descabellado intuir una línea evolutiva entre unas formaciones de mecanismos y otras, sin que lo que viene después deba tomarse siempre como algo superior ni termine de anular a lo anterior. Esta evolución sólo se asegura con la inclusión del individuo en un entorno sostenedor.
Dice Erikson que el sentimiento continuo de tener una identidad personal se fundamenta en dos observaciones simultáneas: la percepción inmediata de la propia mismidad y su continuidad en el tiempo; y la percepción simultánea del hecho de que los otros reconocen la propia mismidad y continuidad (1959, p. 23). Pienso que de las dos observaciones simultáneas, la primera (la percepción inmediata de la propia mismidad y continuidad) es subsidiaria de la segunda (el hecho de que los otros reconocen la propia mismidad y continuidad). Es en el estado de bienestar, un "estadio intermedio" (in-between stage) entre las crisis, en el que no se aprecian tendencias depresivas ni maníacas, cuando nos sentimos unidos con lo que estamos haciendo, es cuando se reconstituye la "función sintética del yo" que nos aporta coherencia e integración con el entorno. Situaciones traumáticas provocan una pérdida parcial de la síntesis yoica. La identidad del yo se forma a partir de la integración de todas las identificaciones, pero el conjunto es cualitativamente diferente de la suma de sus partes. En circunstancias favorables los niños poseen el núcleo de una identidad separada en la primera infancia y se defienden de la presión para sobreidentificarse con uno de sus progenitores. Los pacientes neuróticos, en cambio, quedan sobreidentificados o mal identificados con uno de ellos, lo que les lleva al aislamiento de los otros niños y del medio étnico.
La identidad es un concepto que se integra en el ciclo vital, como despliegue gradual de la personalidad a través de crisis psicosociales específicas de cada fase. Cada estadio supone una crisis (Erikson, 1959, p. 54, p. 120), debido a un cambio radical en perspectiva. Como en el nacimiento, llegar a mantenerse sentado, correr deprisa y, en la perspectiva interpersonal, opuestos como "no perder a mamá de vista" y, al mismo tiempo, "querer ser independiente".
Las crisis de identidad que encuentra Erikson (p. 122 y ss.) en la clínica se asemejan a los casos límite jóvenes de otros autores, habitualmente diagnosticados como preesquizofrénicos o como trastornos severos del carácter de tinte paranoide, depresivo, psicopático u otros. La característica común de todos estos pacientes es una incapacidad para establecer la identidad de su yo, una aguda difusión de identidad. Por difusión de identidad hay que entender una "… escisión de las imágenes del self… pérdida de centralidad, sentido de dispersión y confusión y miedo a la disolución".(en nota, pp. 122-123). Este estado a menudo eclosiona cuando el joven se ve expuesto a una combinación de experiencias que demandan su implicación simultánea en cierta intimidad física (no obligatoriamente sexual), en una decisiva elección ocupacional, una fuerte competencia y una autodefinición psicosocial.
El trauma evolutivo o relacional conforma los patrones de apego tempranos, incluyendo el apego seguro, núcleo central y procedimental del self y de su vulnerabilidad relativa (Cf. Bromberg, 2012). Cuando el trauma es grave provoca una estructura mental disociada, rígida, origen potencial de una crisis de identidad y la despersonalización. La persona entonces no sólo ve las cosas de forma disociada sino que se comporta de forma disociada (Id., p. 275). La experiencia traumática puede tomar la forma de la memoria episódica, que a menudo no es accesible más que a través de los afectos, sensaciones o síntomas somáticos o flashbacks sin significado narrativo (Bromberg, 2011, p. 22). No somos conscientes de que hay algo de lo que necesitamos no ser conscientes (Id., p. 31). La disociación normal, por su parte, es un mecanismo mental-cerebral de uso cotidiano que busca la configuración de estados del self más adaptativa, dentro de las condiciones de la propia coherencia (Bromberg, 2009, p. 354). El progreso, sin embargo, no sólo depende de la propia voluntad sino que requiere de ciertas condiciones del entorno que lo faciliten.
Erikson (1959, p. 68-69) ha sido de los primeros autores en conceder la importancia necesaria al sentimiento de vergüenza y darle su valor evolutivo. Aparece en una etapa infantil, en la que uno está totalmente expuesto y consciente de estar siendo observado, en una palabra, es auto-consciente. Uno está visible y no está preparado para estarlo, por ejemplo, semidesnudo, "con el culo al aire". Dan ganas de esconder la cabeza o de que te trague la tierra. Explota un sentimiento creciente de ser pequeño que, paradójicamente, surge cuando el niño es capaz de mantenerse de pie y toma conciencia de las medidas relativas de tamaño y poder. Los sentimientos de celos y la rivalidad no aparecen, sin embargo, hasta lo 4 o 5 años de edad. Añadiremos que la vergüenza – así como la angustia por abandono - desempeña un papel esencial en la dinámica de la patología límite.
Posteriormente, la adolescencia es una de las etapas más propicias a la aparición de crisis porque es la época en la que el individuo, en nuestra cultura, forma una identidad totalmente propia y se independiza (o no) de la familia de origen. En otras sociedades estos cambios estaban marcados con los “ritos de paso”, que en occidente casi han desaparecido. Las crisis de difusión de identidad que Erikson (1959, p. 91) consideraba el peligro de la adolescencia, con dudas sobre la propia identidad sexual y étnica, por tanto, se prolonga en muchos casos hasta bien pasados los treinta. Se advierte que la persona ha alcanzado satisfactoriamente la etapa adulta por su capacidad de generatividad, frente a la genitalidad postulada por la teoría clásica.
En los últimos tiempos se recurre a menudo a la teoría de la mentalización en las explicaciones psicopatológicas. La mentalización es un concepto tomado de la psicología evolutiva que ha tomado carta de naturaleza en psicoanálisis con los trabajos de Peter Fonagy (1991; Fonagy y Target, 1996; Target y Fonagy, 1996). Por “mentalización” se entiende la capacidad para captar los estados mentales – intenciones, deseos, creencias, emociones, etc. -, conscientes e inconscientes, en sí mismo y en el otro. La mentalización es la base de la empatía y se ve alterada en trastornos como las psicosis y los trastornos límite. Es evidente que estos pacientes presentan graves dificultades a la hora de captar el estado emocional del interlocutor, pero sus problemas para identificar el estado emocional propio y sus causas no suelen ser menores.

Terapia


Las recomendaciones que ofrece Tutté (2004) para el trabajo con pacientes que han sufrido situaciones traumáticas y patologías que se encuentran ‘en el espectro del trauma’ se asemejan a las recomendaciones que introdujo Killingmo (1989) para la patología deficitaria. Consideraba este último que la introducción de una memoria inconsciente no reprimida sugiere la necesidad de intervenciones que superan la interpretación clásica. Esto implica un profundo compromiso y honda implicación emocional de ambos participantes en el escenario analítico, para poder modificar aquello que reside en la memoria procedimental, y que se manifiesta en estilos personales, en formas de actuar y de sentir, no reprimidas pero desatendidas. Tutté (2004) considera que esto no implica abandonar a Freud ni hacer que diga lo que no dijo sino de incluirle en un esquema más amplio. Nosotros, en cambio, como la mayoría de los autores de orientación relacional, opinamos que ese esquema más amplio abandona la metafísica cartesiana y en muchos aspectos modifica postulados esenciales del psicoanálisis clásico.
Nos puede ser de utilidad considerar igualmente que el PDM (2008) recomienda, para el trabajo con pacientes que sufren de trastorno por estrés postraumático, una progresión gradual desde la aceptación de la inicial retirada del paciente para enfrentarse con los residuos del trauma (como una estrategia necesaria para la supervivencia mental), pasando por un esfuerzo cada vez mayor para clarificar la respuesta al trauma, hasta favorecer mayores grados de integración y de dominio. Estas indicaciones pueden aplicarse también a los sujetos que padecen lo que podríamos llamar “trauma evolutivo”, y que en el aquí y ahora se nos presentan como deficitarios. Siempre que la labor tiene éxito es inevitable que se reactualicen con el terapeuta aspectos de la historia traumática. La reelaboración de la experiencia traumática aumenta el dominio pero la reactualización (enactment) compromete la profesionalidad del clínico por el abandono de una actitud empática y el desempeño de un rol relacionado con el traumatismo, como el de rescatador, abogado, sanador sexual, perseguidor u otros.
Si la psicopatología también puede proceder de la privación real es permisible que la transferencia reciba alguna forma de gratificación (Mitchell, 1988). Esto no debería entenderse como la gratificación de viejos deseos infantiles, sino como el proporcionar algo nuevo que antes faltaba. En este punto creo clarificador recurrir a la distinción entre patología de conflicto y patología de déficit que propuso Killingmo (1989, 1989). La tarea del analista en la patología de conflicto, propia de las neurosis – y de las personalidades neuróticas -, supone apoyar al yo en la aventura de enfrentarse con afectos e impulsos arcaicos, con representaciones objetales internalizadas que son con frecuencia proyectadas en el analista. El trabajo consiste en descubrir significados ocultos. Sin embargo, ante la patología por déficit el analista no intenta que el paciente descubra significados ocultos sino que experimente el significado mismo: “No se trata de encontrar algo más sino de sentir que algo existe”. Se debe intentar:  1) corregir y separar las representaciones sí-mismo-objeto distorsionadas o difusas, y 2)  producir la estructuración de aspectos de las relaciones objetales que todavía no se han alcanzado en la evolución previa.
Si nos situamos en el ámbito de los trastornos de la personalidad y sus prototipos, el paciente de organización límite, predominantemente deficitario, suele requerir un posicionamiento del terapeuta como orientador, que le ayude a aclarar la dinámica de los sentimientos propios y a reconocer las reacciones emocionales y motivaciones de los que le rodean. Puede que sintamos deseos de compensar situaciones de abandono excedién­donos en nuestra actitud acogedora hacia personalidades de tipo fóbico. Si bien es cierto que favorecemos la idea de la terapia como “experiencia emocional correctora” (Alexander y French, 1945) o como “segunda oportunidad” para el desarrollo (Winnicott, Cf. Abello y Liberman, 2011), debemos evitar el riesgo en convertirnos sin más en el proveedor indefinido de las necesidades evolutivas del paciente.
Recurrimos por ello al concepto de responsividad óptima, introducidos por dos seguidores de Kohut, Bacal y Herzog (2004). El analista se percata de que el proceso terapéutico supone  en cada caso y con cada dupla analista-paciente un sistema relacional complejo, particular y recíproco. Deberá ofrecer las interacciones terapéuticas óptimas para el progreso terapéutico de este paciente concreto, derivadas de las características del paciente más que de la teoría. La relación terapéutica terapeuta-paciente es una experiencia compartida pero inevitablemente asimétrica, no por jerarquía sino por diferencia de roles (Cf. Ávila Espada, 2013). Por ejemplo, la necesidad de aceptación total, que el fóbico comparte con otras personalidades confusionales o de organización límite (explosivo-bloqueado, límite) (Cf. Rodríguez Sutil, 1995, 2014), puede despertar nuestra inclinación a compensar en exceso su fragilidad, desempeñando un papel inadecuado de ideal del yo, es decir, un modelo ideal que todo lo resuelve sin problemas aparentes. Esta tendencia se puede volver extrema cuando el sujeto muestra importantes rasgos de sumisión y dependencia, que nos puede hacer deslizarnos hasta enunciar la paradoja irresoluble: “tú debes ser independiente”.
En este segundo nivel, las intervenciones del terapeuta no deben tener, por lo menos durante mucho tiempo, una naturaleza tanto interpretativa como afirmativa (p.ej. “lo que usted siente es correcto”, “eso le debió causar a usted una gran perturbación”), que Killingmo (1995) conecta con la labor de contención (Bion) o de sostenimiento (Winnicott).


Referencias Bibliográficas

Abello, A. y Liberman, A. (2011), Una Introducción a la Obra de D.W. Winnicott. Contribuciones al Pensamiento Relacional, Madrid: Ágora Relacional.
Alexander, F. y  French, T.M. (1946), Psychoanalytic Therapy: Principles and Application, New York: Ronald Press.
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La vivencia del esquizoide según Pietro Citati

 No he encontrado tan bien descrita la vivencia esquizoide en los libros de psicopatología. Leemos en el libro de Pietro Citati. La Luz de l...