[Reproduzco a continuación mi artículo publicado en la revista online Temas de Psicoanálisis, nº 12, julio de 2016.]
“La mayor fuente de
poder que los padres tienen sobre sus hijos no procede tanto de lo que le
ordenan a cada uno que haga, sino de “mostrarle” quién es.” Philip Bromberg (2006, p. 6).
Crisis y Trauma
“Crisis” y “trauma” son dos conceptos difícilmente
diferenciables y, en gran medida, inseparables. “Crisis” tiene una connotación
más evolutiva, como las diferentes crisis del crecimiento que se espera todos
atravesemos a lo largo de nuestra existencia – típico ejemplo es el de la
“crisis de la adolescencia” - y que
quizá Erikson ha recogido mejor que otros autores. Mientras que con “trauma”
habitualmente entendemos un daño provocado por una circunstancia o factor
ambiental concretos, en principio no previsible. El trauma psíquico implica una
interacción del "afuera" con lo interno – innato o histórico - de
cada uno. “Trauma” y “crisis” son términos que se aplican a realidades
semejantes, que suponen un sufrimiento a veces extremo, y la acción de
mecanismos de defensa extremos, en especial la escisión o disociación del yo,
de los que trataremos con cierta extensión. No hay crisis actual sin trauma en
el pasado, siendo el trauma el factor de predisposición.
En la época de los Estudios
sobre la Histeria (1895 d, 1895/1950 a), Freud definía el trauma como un
exceso de excitación que no puede ser derivada por vía motriz ni integrada
asociativamente. El abandono, no obstante, de la teoría de la seducción supuso
también un alejamiento del trauma puro y, como poco, el surgimiento de una
interacción: si no ha sucedido en la realidad, el conflicto es construido en la
fantasía a partir de indicios (Lecciones
Introductorias al Psicoanálisis, Lección XVIII, 1916-1917). El trauma se
organiza a partir de impresiones de naturaleza sexual y agresiva y todas
aquellas que hayan provocado daños tempranos al yo (1938 a). El creador del
psicoanálisis introduce un mecanismo de gran relevancia, la retroactividad (Nachträglichkeit, après-coup,
afterwardsness), que señala dos
momentos o escenas en la formación del trauma y una causalidad en cierta medida
“hacia atrás”. En la primera escena, de seducción durante la infancia, no se
despierta de forma plena la excitación, en la segunda, durante la adolescencia,
de apariencia a menudo anodina, se produce la activación de la escena
originaria. Las experiencias son modificadas ulteriormente y cobran un nuevo
sentido, con lo que se rompe el tiempo cronológico y la causalidad mecánica, introduciendo
un concepto dialéctico de causalidad, el pasado y el futuro se condicionan en
la estructuración del presente.
Durante la Primera Guerra Mundial
se introdujo el término de “neurosis de guerra”, que encontramos en Freud (1919
d), quien sugiere que las neurosis traumáticas son una excepción
metapsicológica, "…por lo menos, hasta ahora no conocemos sus
vinculaciones con la condición infantil". Acepta que puedan ser derivadas tanto
de impresiones de naturaleza sexual como agresiva y todas aquellas que hayan
provocado de igual forma daños tempranos al yo, como ofensas narcisistas (1939 a , p. 3285). En la
actualidad, desde posiciones psicodinámicas amplias, ha devenido un tópico
afirmar que ninguna situación traumática es igualmente traumática para todo el
mundo ni produce el mismo tipo de efectos.
Con el trauma Freud se refiere siempre a un conflicto
infantil, tanto cuando mantenía el poder casi exclusivo de la seducción como
cuando lo sustituyó por el influjo primordial de las fantasías inconscientes, donde
interviene tanto el mundo externo como el interno y se pone en juego una
situación vital de desvalimiento (Hilflosigkeit, equivalente del inglés Helplessness)
(Freud, 1926 d). Su concepción cuantitativa del trauma - la excesiva carga
energética - es ahora puesta en cuestión considerando que lo importante no es
tanto la fuerza del traumatismo sino el significado percibido, dependiente,
sobre todo, de la acogida que recibe el infante dañado por parte de su entorno
familiar.
Erikson (1959, p. 23) observa con perspicacia: cuando
lo que está en juego es la propia identidad, el hecho de que la energía
instintiva sea transferida, desplazada, transformada, ya no sirve para manejar
los datos que hemos aprendido a observar.
Los abusos continuados durante la infancia en el seno de la
familia – como ya anunciaba Ferenczi (1932 a y b) - son más frecuentes de lo que se
reconoce, y provocan una serie de trastornos psicopatológicos, dentro de lo que
se denomina el 'espectro del trauma' Psychodynamic
Diagnostic Manual (PDM Task Force, 2006), como son el trastorno límite de
personalidad y el trastorno de personalidad múltiple.
El trauma psíquico en la infancia determina una
detención en aspectos centrales del desarrollo afectivo, aunque el infante
prosigue su evolución, mientras que el trauma psíquico en la adultez da como
resultado cierta forma de regresión (Cf. Krystal, 1988). Ese trauma en el
adulto entiendo que se solapa con nuestra idea de lo que es una crisis, en la
distinción “déficit-crisis”. Repito, no hay crisis si no ha habido trauma, y el
trauma crea el factor predisponente, el déficit o falla. En el adulto produce
cambios en el sentido del sí mismo y en la calidad de las relaciones
interpersonales. Es habitual la rememoración y re-experimentación de los acontecimientos
traumáticos, mediante pesadillas recurrentes, reminiscencias y flashbacks. Las
observaciones desde la clínica psicodinámica señalan que el trauma se puede
constituir en un organizador de la esfera mental y destacan el rol que
desempeña el significado de la experiencia traumática para ese individuo
concreto. Por otra parte, los recuerdos del traumatismo cambian con el tiempo.
El debate entre el psicoanálisis relacional y el
psicoanálisis clásico, al menos en alguna de las posiciones que aún se mantienen,
se articula en la disyuntiva entre la explicación de la neurosis mediante el
trauma – causado ya no tanto por la seducción como el abuso, el maltrato o el
cuidado no “suficientemente” bueno - o el conflicto inconsciente e individual,
entre teorías predominantemente ambientalistas y teorías más centradas en lo
innato de las pulsiones y la dinámica intrapsíquica de los deseos y complejos.
Esta batalla ya estaba planteada a comienzos de los años treinta del pasado
siglo entre Freud y su amado, y díscolo, discípulo Sándor Ferenczi. Nunca
alabaremos bastante el trabajo de este último, Confusión de Lengua entre los Adultos y el Niño (1932 a ). Para el psicoanalista húngaro la causa
del traumatismo no es simplemente una sobreestimulación que el débil yo no puede
gestionar, sino que incide en la potencialidad traumática del cuidador. Esa
confusión procede de que uno de los miembros del diálogo interpreta el juego
como ternura, el otro como pasión. Esto puede ocurrir también en la terapia. La
consecuencia es que el paciente se identifica con el analista, igual que el
niño se identifica con su seductor, y se apropia los sentimientos de culpa de
éste en el proceso de identificación con
el agresor. Parece que el niño interpreta correctamente al adulto, pero no
a la inversa. El
niño queda dividido, escindido o disociado; por una parte piensa que es
inocente, pero al mismo tiempo culpable. Asimismo pierde así su confianza en
sus sentidos y en las personas. El
desarrollo del niño, hasta ese momento feliz, podía verse interrumpido por
acontecimientos traumáticos que desequilibraban la relación dinámica entre
tendencias libidinales y agresivas, con una madre sobreestimulante o, bien al
contrario, que desatendía emocionalmente al bebé, lo que se concreta con
frecuencia en situaciones de frustración en las que el niño es bien acogido y
luego rechazado. Esta visión de los hechos fue esencial en los desarrollos
posteriores que sentaron las bases del psicoanálisis relacional presente, entre
los que podemos citar a muchos miembros del llamado “Grupo Intermedio” de la British Psychoanalytical Society ,
como Fairbairn, Winnicott, Khan, o Bowlby, que se habían formado o inspirado en
Melanie Klein, junto con algún “disidente” del grupo kleiniano, como Wilfred Bion,
etc. La influencia de Ferenczi, no obstante, hay que detectarla en el subsuelo
dado que durante varios decenios fue uno de los autores prohibidos, uno más,
dentro de la historia del psicoanálisis (Cf. Jiménez Avello, 2006). Dicho sea
de paso, en esta microhistoria no estamos reflejando la esencial aportación al
pensamiento relacional de analistas que trabajaban por aquellos tiempos al otro
lado del charco (Fromm, Sullivan, Kohut y Erikson, por recoger algunos nombres
destacados).
Ronald Fairbairn (1943, 1944, 1956) emplea una lógica
explicativa de esta naturaleza para dar cuenta de la construcción del
psiquismo. Según comenta, al comienzo de la serie de internalizaciones,
represiones y escisiones está la necesidad de preservar la ilusión de la bondad
de los padres, figuras reales en el mundo exterior. Las características malas
de los objetos son internalizadas, convirtiéndose en objetos malos, con los que
se identifica el yo (identificación primaria). El niño en un primer momento
compra la seguridad externa a costa de su seguridad interna, mediante la
“defensa moral”: incorpora la maldad del objeto, lo que le protege de percibir
que las personas de las que depende son “malos objetos” (Fairbairn, 1943, 1956).
La identificación posterior con los objetos buenos servirá de defensa contra la
maldad que siente el niño como resultado de la internalización inicial.
En conclusión, no hay crisis sin trauma, histórico o
actual. Como concepto a caballo entre trauma y crisis está el trauma acumulativo, que Mashud Khan (1979)
conceptualizó como una falta de ajuste entre el niño y el progenitor, que no
tiene por qué producirse como un acontecimiento circunscrito a un tiempo breve.
Stolorow y Atwood (1992) subrayan la idea de que el trauma acumulativo es el
resultado de la rotura de la función de escudo protector por parte de la madre,
pero lo ven más como el resultado de la falta de respuesta adecuada a los
sentimientos dolorosos que se producen en el niño cuando se ha roto dicho
escudo. Es decir, que de una forma o de otra, el escudo siempre se rompe.
Un concepto reciente y sumamente atractivo,
introducido por Margaret Crastnopol (2011), es el de los microtraumas. Se parte del
principio común de que el traumatismo es motivado por un objeto supuestamente
bueno, que causa un daño psíquico peor que supuestamente hay que seguir
cubriendo con el manto de la protección eficaz y amorosa. Se trata de “pecados
veniales” muy destructivos que deben ser disociados y suprimidos de inmediato,
para dejar de ser observables a simple vista. Aquí encontramos ironías, bromas,
afectividad excesiva, desatenciones y me gustaría añadir pequeños mitos
familiares como son la atribución de roles: el listo, el lento, el “manitas”,
la guapa, la hacendosa, el patoso, etc.
Según el aforismo de Ludwig Wittgenstein: Lo que ocurre
en el interior sólo tiene sentido en el flujo de la vida (Auch was im Innern vorghet hat nur im Fluss des Lebens Bedeutung,
1951, II, p.30). Lenguaje, emociones, pensamientos y mecanismos defensivos son
externos e intersubjetivos antes de convertirse, y no en todos los casos, en
fenómenos “internos”. En ese sentido, el fenómeno de la escisión que se produce
en el contexto analítico es, en última instancia relacional, intersubjetivo,
aunque posea su contraparte intrasubjetiva, en el analista y/o en el analizando,
o en la pareja, según el punto de vista de cada uno de ellos. En la infancia
temprana la escisión es seguramente un estado de cosas normal, como muestra la
intensidad del gozo extremo o de la tremenda rabieta o de la angustia
abrumadora, siempre en relación con el otro; estados de “todo-bueno” y
“todo-malo”. La patología de la escisión solo puede ser identificada en fases
posteriores, a partir de crisis o traumas. Habitualmente la escisión se
encuentra activa en el adulto y es transmitida al menor que se halla a su
cuidado.
En cuanto a la dicotomía escisión/disociación, a
menudo la literatura especializada parece sugerir que el término “escisión” se
corresponde con el mecanismo de defensa más primitivo mientras que la “disociación” se referiría a la separación de
contenidos mentales o perceptos como se desarrollan en sujetos más
sofisticados, neuróticos en los que predomina la represión. Entiendo
que es así como Bion (1967, p. 97) utiliza estos términos. Sin embargo, existen
motivaciones teóricas para preferir el uso de uno u otro término, que en parte
son sinónimos. “Escisión” es la palabra de uso habitual en los textos clásicos
y sugiere el resultado de un conflicto interno y la defensa ante el mismo,
mientras que “disociación” sugiere la acción destacada de un agente “externo”. Cuando
la emoción provocada por la situación es excesiva el funcionamiento cognitivo
se interrumpe y la naturaleza real del trauma elude nuestro conocimiento,
pudiendo adoptar la forma de la memoria episódica, a menudo inaccesible o
consistir sólo en sensaciones somáticas, en imágenes visuales que pueden volver
como síntomas físicos, como flashbacks sin significado narrativo (Bromberg,
2011, p. 22). La disociación es una forma de escape cuando no hay escapatoria,
es la solución ante el terror por la disolución de la propia identidad (Cf.
Bromberg, 1998, 2004).
Trauma y Déficit
Michael Balint (1969), discípulo de Ferenczi,
describió con perspicacia el contexto relacional del trauma:
·
Un niño depende de un adulto de
confianza
·
Ese adulto demuestra ser indigno
de confianza, mediante la sobreestimulación, la negligencia o el rechazo del
niño
·
El niño trata de obtener alguna
comprensión, reconocimiento y consuelo del mismo adulto.
·
El adulto a menudo niega la
perturbación, culpa al niño del trastorno y le niega la confianza.
Estos traumas dejan anclado al niño en el ámbito de la
falta o falla básica (Cf. Daurella,
2013). Quizá los autores contemporáneos que siguen esta descripción con mayor
asiduidad, e insisten en el poder destructivo de la descalificación por parte
del adulto, son Robert Stolorow y su grupo, que se autodenominan “intersubjetivistas”. Tomo dos fragmentos
de Stolorow y Atwood (1992) de gran importancia para comprender la dinámica del
trauma:
El niño percibe que sus sentimientos reactivos
dolorosos no son bienvenidos o resultan lesivos para el cuidador y deben ser
por tanto secuestrados defensivamente para poder conservar así un vínculo que
le es necesario. (p. 101)
… se origina dentro de un contexto formativo
intersubjetivo cuyo aspecto central es una falta de sintonía afectiva (una
rotura del sistema de regulación mutua entre el cuidador y el niño), que lleva
a la pérdida por parte del niño de su capacidad de regulación de los afectos y,
en consecuencia a un estado insoportable, aplastante, desintegrado y
desorganizado. (p. 99)
Ejemplos tomados de diversas fuentes que ilustran
situaciones propicias a la escisión, todas ellas netamente interpersonales:
·
La confusión de lengua
(Ferenczi): la expresión tierna del niño o niña es rechazada como censurable
desde el lenguaje de la pasión.
·
La niña o niño maltratados se
identifican con el agresor, si le maltratan es porque e malo, aunque al mismo
tiempo sabe de la maldad del cuidador.
·
Toda frustración, aunque no sea
extrema, en especial si se acompaña de la negación de una realidad evidente
(como en el “doble vínculo” de los comunicacionistas de Palo Alto) (Bateson,
1976; Watzlawick et al., 1967):
o El niño con el pene erecto al que su madre le dice “¡Ay, mi niño, que tiene
ganas de hacer pis, vamos al servicio!”.
o Qué bien que a mis niñas no le gustan las galletas que hemos comprado para
la abuela.
o Si te pego es por tu bien.
El trauma provoca una ruptura del unificador hilo de la temporalidad. La
situación traumática original, o aquella presente que supone su nueva puesta en
acción, se acompaña de una vivencia de tiempo detenido, congelado en un eterno
presente, en el que la identidad también se disuelve, disocia, escinde. Este
conjunto de vivencias constituyen lo arcaico,
según el afortunado término introducido por Tutté (2004): impresiones tempranas
que no pueden ser tramitadas mediante las funciones normales del yo porque el
yo, inmaduro y desvalido, no entiende su significado, y quedan inconscientes
como algo operativo no representable. Quedan en un equilibrio inestable y son
potencialmente traumáticas.
Este traumatismo arcaico ha sido recogido con términos
diversos, como los ya citados de “falla básica” (Balint, 1979) o el, para
nosotros más habitual, de “déficit” (Killingmo, 1989, 1999). Desde la
explicación freudiana del trastorno, entendido predominantemente como un
conflicto entre las tres instancias (yo, ello, superyo), es decir,
intersistémica, de corte edípico, se ha ido pasando a una explicación que
apunta a la fragilidad de alguna de las instancias, es decir, intrasistémica,
de tipo preedípico.
Según Joan Coderch (2007, 2011),
la percepción por parte de los grandes analistas de la existencia del déficit
ha sido el motor de la evolución hacia el modelo relacional. En una psicopatología
planteada en términos de pulsiones, el conflicto y la regresión suponen
factores causales que vienen del interior. En cambio, para el criterio del
déficit, la deprivación y la falla empática resaltan los factores causales
provenientes del exterior. Las necesidades implicadas en el proceso patológico
no son exclusivamente pulsionales, sino que antes y por encima de ellas existen
necesidades evolutivas, como la necesidad de fusión simbiótica (Mahler) y la necesidad de afirmación del sentimiento básico de sí mismo (Kohut), o la confianza básica (Erikson), entre otras.
Es el entorno familiar, en confluencia con las tendencias temperamentales del
recién venido, el que determina el estilo básico de la personalidad futura.
Por otra parte, la separación entre inconsciente
reprimido y no reprimido es un supuesto necesario en la distinción
contemporánea entre patologías por déficit y patologías por conflicto. El
inconsciente no reprimido se relaciona con el inconsciente procedimental
(Lyons-Ruth, 1999) y el conocimiento
relacional implícito según el concepto introducido por el Grupo de Boston (Boston Change Process Study Group, BCPSG, 2002, 2003). La memoria declarativa procesa y codifica la
información, la archiva de forma accesible para su uso posterior, y la recupera
a demanda mediante el procesamiento
verbal. La memoria procedimental, en cambio, utiliza esquemas afectivo-motores,
procedimientos no representacionales cargados afectivamente, que se despliegan
como conducta automatizada, en la relación interpersonal o en ámbitos prácticos.
Las memorias procedimentales de una edad muy temprana tienden a persistir en
forma de patrones de conducta que se repiten y que se vuelven manifiestos en la
transferencia, en forma de actuación en la relación o enactment. Los recuerdos traumáticos regresan principalmente en el
sistema sensorial: sensaciones cenestésicas, olores, sabores o imágenes
visuales, descontextualizadas y sin significado aparente (Tutté, 2004).
Desarrollo y Crisis de Identidad
Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que
puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y
aun todos los nueve de la Fama ,
pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se
aventajarán las mías. (Parte I, cap. V)
Cervantes parece imbuir en su famoso caballero, según
la cita un yo sincrético, al mismo tiempo múltiple y único. En verdad, cuando
me pienso a mí mismo me veo como un algo cambiante en el tiempo, que envejece,
engorda o adelgaza – quizá más lo primero - , es apreciado o censurado por la
audiencia en una conferencia o una clase, puede ser querido u odiado. El yo no
tiene la forma del estar presente, no es un objeto visible, sino que la
sustancia del ser humano es la existencia (Heidegger) y, por ende, la multiplicidad. O
bien mi self se halla absorto en el
mundo y no es fácilmente diferenciable de los otros, o bien, se escinde como
descubrieron los psicoanalistas de la Escuela
Inglesa , y se ve amenazado por una extremada angustia
esquizoide. O se disuelve en los otros o se disuelve en la soledad ensimismada.
Se necesita estar tan loco como Don Quijote para tener su misma seguridad en la
identidad propia.
Algo de esto percibió Freud al proponer que el yo, en
su mayor parte, es inconsciente. Ese que habla en los lapsus, actos fallidos,
síntomas y, en general, en el sentido último de toda la conducta. Ese que
inevitablemente padece de la escisión - o Spaltung
- , presente en todo proceso defensivo (Freud, 1938 a ). El psicoanálisis – indica
Ricoeur (1965, P. 441) - es un discurso
sobre el sujeto, pero donde se descubre que el sujeto nunca está donde se cree.
El melancólico se explaya en reproches hacía sí mismo que, en realidad, deberían
dedicarse al objeto amado y perdido, o, retomando la frase freudiana que se ha
hecho famosa: “la sombra del objeto cae sobre el yo” (Freud 1917 e). Para
Laplanche y Pontalis (1968) en Freud la escisión no es un mecanismo de defensa
sino un efecto del proceso defensivo, no es una defensa del yo sino un método
para que coexistan dos métodos defensivos en paralelo, uno que va directamente
contra la realidad (la renegación o Verleugnung),
propio de las perversiones – y de los trastornos límite - y otro contra la
pulsión (la represión o Verdrängung),
que es el que provoca los síntomas neuróticos. En palabras de Kohut (1971), las
manifestaciones ideales y emocionales de una escisión vertical de la psique se
correlacionan con la existencia consciente, paralela, de actitudes
psicológicas, incompatibles en el fondo,
en contraste con escisiones horizontales como las que producen, en un
nivel más profundo, la represión y, en un nivel más alto, la negación (Verneinung; Freud, 1925 h). El yo y la identidad, así como la
realidad circundante, se escinden primero de forma vertical y después horizontal.
No es por tanto descabellado intuir una línea evolutiva entre unas formaciones
de mecanismos y otras, sin que lo que viene después deba tomarse siempre como
algo superior ni termine de anular a lo anterior. Esta evolución sólo se
asegura con la inclusión del individuo en un entorno sostenedor.
Dice Erikson que el sentimiento continuo de tener una
identidad personal se fundamenta en dos observaciones simultáneas: la
percepción inmediata de la propia mismidad y su continuidad en el tiempo; y la
percepción simultánea del hecho de que los otros reconocen la propia mismidad y
continuidad (1959, p. 23). Pienso que de las dos observaciones simultáneas, la
primera (la percepción inmediata de la propia mismidad y continuidad) es
subsidiaria de la segunda (el hecho de que los otros reconocen la propia
mismidad y continuidad). Es en el estado de bienestar, un "estadio
intermedio" (in-between stage)
entre las crisis, en el que no se aprecian tendencias depresivas ni maníacas,
cuando nos sentimos unidos con lo que estamos haciendo, es cuando se
reconstituye la "función sintética del yo" que nos aporta coherencia
e integración con el entorno. Situaciones traumáticas provocan una pérdida
parcial de la síntesis yoica. La identidad del yo se forma a partir de la
integración de todas las identificaciones, pero el conjunto es cualitativamente
diferente de la suma de sus partes. En circunstancias favorables los niños
poseen el núcleo de una identidad separada en la primera infancia y se
defienden de la presión para sobreidentificarse con uno de sus progenitores.
Los pacientes neuróticos, en cambio, quedan sobreidentificados o mal
identificados con uno de ellos, lo que les lleva al aislamiento de los otros
niños y del medio étnico.
La identidad es un concepto que se integra en el ciclo
vital, como despliegue gradual de la
personalidad a través de crisis psicosociales específicas de cada fase. Cada
estadio supone una crisis (Erikson, 1959, p. 54, p. 120), debido a un
cambio radical en perspectiva. Como en el nacimiento, llegar a mantenerse
sentado, correr deprisa y, en la perspectiva interpersonal, opuestos como
"no perder a mamá de vista" y, al mismo tiempo, "querer ser
independiente".
Las crisis de identidad que encuentra Erikson (p. 122
y ss.) en la clínica se asemejan a los casos límite jóvenes de otros autores,
habitualmente diagnosticados como preesquizofrénicos o como trastornos severos
del carácter de tinte paranoide, depresivo, psicopático u otros. La
característica común de todos estos pacientes es una incapacidad para establecer
la identidad de su yo, una aguda difusión
de identidad. Por difusión de identidad hay que entender una "…
escisión de las imágenes del self… pérdida de centralidad, sentido de
dispersión y confusión y miedo a la disolución".(en nota, pp. 122-123). Este
estado a menudo eclosiona cuando el joven se ve expuesto a una combinación de
experiencias que demandan su implicación simultánea en cierta intimidad física (no obligatoriamente
sexual), en una decisiva elección
ocupacional, una fuerte competencia
y una autodefinición psicosocial.
El trauma evolutivo o relacional conforma los patrones
de apego tempranos, incluyendo el apego seguro, núcleo central y procedimental
del self y de su vulnerabilidad relativa (Cf. Bromberg, 2012). Cuando el trauma
es grave provoca una estructura mental disociada, rígida, origen potencial de
una crisis de identidad y la despersonalización. La persona entonces no sólo
ve las cosas de forma disociada sino que se comporta de forma disociada (Id.,
p. 275). La experiencia traumática puede tomar la forma de la memoria
episódica, que a menudo no es accesible más que a través de los afectos,
sensaciones o síntomas somáticos o flashbacks
sin significado narrativo (Bromberg, 2011, p. 22). No somos conscientes de que hay algo de lo que necesitamos no ser
conscientes (Id., p. 31). La
disociación normal, por su parte, es un mecanismo mental-cerebral de uso
cotidiano que busca la configuración de estados del self más adaptativa, dentro
de las condiciones de la propia coherencia (Bromberg, 2009, p. 354). El
progreso, sin embargo, no sólo depende de la propia voluntad sino que requiere
de ciertas condiciones del entorno que lo faciliten.
Erikson (1959, p. 68-69) ha sido de los primeros
autores en conceder la importancia necesaria al sentimiento de vergüenza y darle
su valor evolutivo. Aparece en una etapa infantil, en la que uno está
totalmente expuesto y consciente de estar siendo observado, en una palabra, es
auto-consciente. Uno está visible y no está preparado para estarlo, por
ejemplo, semidesnudo, "con el culo al aire". Dan ganas de esconder la
cabeza o de que te trague la
tierra. Explota un sentimiento creciente de ser pequeño que,
paradójicamente, surge cuando el niño es capaz de mantenerse de pie y toma
conciencia de las medidas relativas de tamaño y poder. Los sentimientos de
celos y la rivalidad no aparecen, sin embargo, hasta lo 4 o 5 años de edad. Añadiremos
que la vergüenza – así como la angustia por abandono - desempeña un papel
esencial en la dinámica de la patología límite.
Posteriormente, la adolescencia es una de las etapas
más propicias a la aparición de crisis porque es la época en la que el
individuo, en nuestra cultura, forma una identidad totalmente propia y se
independiza (o no) de la familia de origen. En otras sociedades estos cambios
estaban marcados con los “ritos de paso”, que en occidente casi han
desaparecido. Las crisis de difusión de
identidad que Erikson (1959, p. 91) consideraba el peligro de la
adolescencia, con dudas sobre la propia identidad sexual y étnica, por tanto,
se prolonga en muchos casos hasta bien pasados los treinta. Se advierte que la
persona ha alcanzado satisfactoriamente la etapa adulta por su capacidad de generatividad, frente a la genitalidad postulada por la teoría
clásica.
En los últimos tiempos se recurre a menudo a la teoría de la mentalización en las
explicaciones psicopatológicas. La mentalización
es un concepto tomado de la psicología evolutiva que ha tomado carta de
naturaleza en psicoanálisis con los trabajos de Peter Fonagy (1991; Fonagy y
Target, 1996; Target y Fonagy, 1996). Por “mentalización” se entiende la
capacidad para captar los estados mentales – intenciones, deseos, creencias,
emociones, etc. -, conscientes e inconscientes, en sí mismo y en el otro. La
mentalización es la base de la empatía y se ve alterada en trastornos como las
psicosis y los trastornos límite. Es evidente que estos pacientes presentan
graves dificultades a la hora de captar el estado emocional del interlocutor,
pero sus problemas para identificar el estado emocional propio y sus causas no suelen
ser menores.
Terapia
Las recomendaciones que ofrece Tutté (2004) para el
trabajo con pacientes que han sufrido situaciones traumáticas y patologías que
se encuentran ‘en el espectro del trauma’ se asemejan a las recomendaciones que
introdujo Killingmo (1989) para la patología deficitaria. Consideraba este
último que la introducción de una memoria inconsciente no reprimida sugiere la
necesidad de intervenciones que superan la interpretación clásica. Esto implica
un profundo compromiso y honda implicación emocional de ambos participantes en
el escenario analítico, para poder modificar aquello que reside en la memoria
procedimental, y que se manifiesta en estilos personales, en formas de actuar y
de sentir, no reprimidas pero desatendidas. Tutté (2004) considera que esto no
implica abandonar a Freud ni hacer que diga lo que no dijo sino de incluirle en
un esquema más amplio. Nosotros, en cambio, como la mayoría de los autores de
orientación relacional, opinamos que ese esquema más amplio abandona la
metafísica cartesiana y en muchos aspectos modifica postulados esenciales del
psicoanálisis clásico.
Nos puede ser de utilidad considerar igualmente que el
PDM (2008) recomienda, para el trabajo con pacientes que sufren de trastorno
por estrés postraumático, una progresión gradual desde la aceptación de la
inicial retirada del paciente para enfrentarse con los residuos del trauma
(como una estrategia necesaria para la supervivencia mental), pasando por un
esfuerzo cada vez mayor para clarificar la respuesta al trauma, hasta favorecer
mayores grados de integración y de dominio. Estas indicaciones pueden aplicarse
también a los sujetos que padecen lo que podríamos llamar “trauma evolutivo”, y
que en el aquí y ahora se nos presentan como deficitarios. Siempre que la labor
tiene éxito es inevitable que se reactualicen con el terapeuta aspectos de la
historia traumática. La reelaboración de la experiencia traumática aumenta el
dominio pero la reactualización (enactment)
compromete la profesionalidad del clínico por el abandono de una actitud
empática y el desempeño de un rol relacionado con el traumatismo, como el de
rescatador, abogado, sanador sexual, perseguidor u otros.
Si la psicopatología también puede proceder de la
privación real es permisible que la transferencia reciba alguna forma de
gratificación (Mitchell, 1988). Esto no debería entenderse como la
gratificación de viejos deseos infantiles, sino como el proporcionar algo nuevo
que antes faltaba. En este punto creo clarificador recurrir a la distinción
entre patología de conflicto y patología de déficit que propuso Killingmo (1989,
1989). La tarea del analista en la patología de conflicto, propia de las
neurosis – y de las personalidades neuróticas -, supone apoyar al yo en la
aventura de enfrentarse con afectos e impulsos arcaicos, con representaciones
objetales internalizadas que son con frecuencia proyectadas en el analista. El
trabajo consiste en descubrir significados ocultos. Sin embargo, ante la
patología por déficit el analista no intenta que el paciente descubra
significados ocultos sino que experimente el significado mismo: “No se trata de
encontrar algo más sino de sentir que algo existe”. Se debe intentar: 1) corregir y separar las representaciones
sí-mismo-objeto distorsionadas o difusas, y 2)
producir la estructuración de aspectos de las relaciones objetales que
todavía no se han alcanzado en la evolución previa.
Si nos situamos en el ámbito de los trastornos de la
personalidad y sus prototipos, el paciente de organización límite, predominantemente
deficitario, suele requerir un posicionamiento del terapeuta como orientador,
que le ayude a aclarar la dinámica de los sentimientos propios y a reconocer
las reacciones emocionales y motivaciones de los que le rodean. Puede que
sintamos deseos de compensar situaciones de abandono excediéndonos en nuestra
actitud acogedora hacia personalidades de tipo fóbico. Si bien es cierto que
favorecemos la idea de la terapia como “experiencia emocional correctora”
(Alexander y French, 1945) o como “segunda oportunidad” para el desarrollo (Winnicott,
Cf. Abello y Liberman, 2011), debemos evitar el riesgo en convertirnos sin más
en el proveedor indefinido de las necesidades evolutivas del paciente.
Recurrimos por ello al concepto de responsividad óptima, introducidos por
dos seguidores de Kohut, Bacal y Herzog (2004). El analista se percata de que
el proceso terapéutico supone en cada
caso y con cada dupla analista-paciente un sistema relacional complejo,
particular y recíproco. Deberá ofrecer las interacciones terapéuticas óptimas
para el progreso terapéutico de este paciente concreto, derivadas de las
características del paciente más que de la teoría. La relación terapéutica
terapeuta-paciente es una experiencia compartida pero inevitablemente
asimétrica, no por jerarquía sino por diferencia de roles (Cf. Ávila Espada,
2013). Por ejemplo, la necesidad de aceptación total, que el fóbico comparte
con otras personalidades confusionales o de organización límite
(explosivo-bloqueado, límite) (Cf. Rodríguez Sutil, 1995, 2014), puede
despertar nuestra inclinación a compensar en exceso su fragilidad, desempeñando
un papel inadecuado de ideal del yo, es decir, un modelo ideal que todo lo
resuelve sin problemas aparentes. Esta tendencia se puede volver extrema cuando
el sujeto muestra importantes rasgos de sumisión y dependencia, que nos puede
hacer deslizarnos hasta enunciar la paradoja irresoluble: “tú debes ser
independiente”.
En este segundo nivel, las intervenciones del
terapeuta no deben tener, por lo menos durante mucho tiempo, una naturaleza
tanto interpretativa como afirmativa (p.ej. “lo que usted siente es correcto”,
“eso le debió causar a usted una gran perturbación”), que Killingmo (1995)
conecta con la labor de contención (Bion) o de sostenimiento (Winnicott).
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