lunes, 9 de diciembre de 2013

LA PSICOPATOLOGÍA DESDE EL PSICOANÁLISIS RELACIONAL

Ha aparecido en la revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría -Vol 33, Nº 120 (2013)- un artículo elaborado por el Colectivo GRITA, sobre nuestra perspectiva sobre la psicopatología desde el psicoanálisis relacional. A continuación se incluye el resumen. El artículo completo es accesible en: http://www.revistaaen.es/index.php/aen/article/view/16759
 Reconsiderando la clasificación psicopatológica desde el punto de vista psicoanalítico-relacional. Lo histérico-histriónico como modelo Carlos Rodríguez Sutil, Alejandro Ávila, Augusto Abello, Manuel Aburto, Rosario Castaño, Susana Espinosa, Ariel Liberman
Resumen
En el momento presente la clasificación psicopatológica destaca por su gran complejidad y confusión, que da lugar a incontables debates. Realizamos una indagación en este terreno partiendo del concepto de “histeria” por tratarse de un diagnóstico proteico y esquivo, que en cierta medida se solapa con el más de moda, pero no menos confuso, “trastorno límite”, y con otros trastornos, como la psicosis, lo que hace de él un caso paradigmático dentro de la discusión diagnóstica en general y psicoanalítica en particular. Su presentación multiforme posiblemente ha llevado, en tiempos de positivismo dominante, a su desprestigio y práctica eliminación de los sistemas de clasificación oficiales. Sin embargo, cuando hablamos de diagnóstico” al referirnos a la personalidad no debemos entenderlo tanto en el sentido de agrupación de signos y síntomas sino como la valoración y descripción de esas pautas complejas de comportamiento cuyo nivel privilegiado de análisis es el de la relación interpersonal, relación que cuando se constituye como área principal de desadaptación permite hablar de “Trastornos de la personalidad”. Concluimos que, a pesar de su complejidad, la personalidad histriónica (PH) es un patrón relacional que conserva una presencia muy importante en la clínica psicoterapéutica, en salud mental y en otros ámbitos de la salud, y que precisamente su adecuada valoración y diferenciación de otros patrones relacionales permitirá afinar los sistemas clasificatorios futuros.
 ABSTRACT
 Nowadays psychopathological classification is characterized by a great complexity and confusion, which produces innumerable debates. We make here an inquiry focusing on the concept of “hysteria” as starting point, for it is an elusive and protean diagnostic term, which overlaps to some extent to the more fashionable – but not less fuzzy – one of “borderline disorder”, as well as to other disorders, the psychosis for instance, making it a paradigmatic case inside the general discussion in psychopathology and psychoanalysis. In these times of positivist thinking the multiform presentation of hysteria has led to its discredit and virtual elimination from the official classification systems. However, when we use the word “diagnostics” for the personality we should not take it as a mere aggregate of signs and symptoms but as the appraisal and description of those complex behavioral patterns whose privileged level of analysis is the interpersonal relationship. When the relationship is the main area of maladjustment constitutes just what is called “personality disorder”. We reach the conclusion that histrionic personality is, in spite of its complexity, a relational pattern with a huge presence in the psychotherapeutic clinic, in mental health and in other domains of the health care system, and that its accurate assessment and differentiation from other patterns will improve future classification systems.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Shakespeare y Freud


Presento a continuación el comentario recientemente publicado: Rodríguez Sutil, C. (2013). Reseña de la obra de Marjorie Garber: Shakespeare’s Ghost Writers. Literature as Uncanny Causality. Clínica e Investigación Relacional, 7 (3): 626‐630. [ISSN 1988‐2939]
El título de esta obra podría traducirse de forma literal por “Los Escritores Fantasmas de Shakespeare”, pero “ghost writer” tiene también un sentido que en argot castellano sería el de “negro”, esto es, escritor que arrenda sus servicios a otro escritor, más famoso o pudiente, que será quien firmará el producto final, en el mejor de los casos después de haberlo revisado. Sería Shakespeare, no obstante, el que más bien hace de “negro” involuntario para otros autores que utilizan sus temas como cantera libre. Marjorie Garber, reconocida experta en el mayor clásico de la lengua inglesa indaga sobre la tremenda influencia que ha tenido en nuestra cultura occidental. Retomo una de las citas con las que comienza el libro y que puede ser inscrita en una forma de la terceridad, la de un personaje misterioso, un fantasma, la muerte, quizá. Está tomado del famosísimo poema de T.S. Eliot (1888–1965), The Waste Land (La Tierra Baldía, de 1922). Me permito adjuntar también mi intento de traducción: 

Who is the third who walks always beside you?
When I count, there are only you and I together
But when I look ahead up the white road
There is always another one walking beside you
Gliding wrapt in a brown mantle, hooded
I do not know whether a man or a woman
—But who is that on the other side of you?

¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?
Cuando recuento, sólo estamos tú y yo
Pero cuando miro delante al camino blanco
Siempre hay otro que camina a tu lado
Se desliza en su pardo manto, encapuchado
No sé si hombre o mujer
¿Pero quién es ese que va a tu lado?

 La primera pregunta que se plantea Marjorie Garber, profesora en Harvard es ¿por qué un nuevo libro sobre Shakespeare? Nos enfrentamos, pues, a un libro de crítica literaria sobre la obra de William Shakespeare, de los muchos que pueblan las bibliotecas británicas y de los que aquí sólo nos llega un pálido reflejo. También abarca un interesante ensayo sobre la relación del dramaturgo británico con Freud y el psicoanálisis, al extremo de decir en el prefacio que “Shakespeare” es el objeto del amor de transferencia de los estudios literarios. Como aclara la propia autora, Freud consideraba que el amor de transferencia entre paciente y analista, cuando era reconocido y traído a la luz no podía ser simplemente eliminado o negado, pues esto era como invocar a un espíritu del inframundo para expulsarlo inmediatamente sin haberle hecho ni una pregunta (Freud, 1915). Es a las partes en que se estudia esa relación entre el máximo representante de la literatura británica y el creador del psicoanálisis a las que dedicaré mi atención para mostrar nuestra diferencia de criterio – y a veces también concordancia – con el psicoanálisis freudiano y lacaniano que sigue la autora. Ante el muy improbable eco que pudiera recibir la autora, y un poco menos improbable de algún lector avisado de estas líneas, diré que no ofrezco tanto una recensión sino, más bien, una discusión.
Al analizar el Julio César shakesperiano Freud se centra en la siniestra presencia del fantasma, uno de los muchos que pululan por el escenario del dramaturgo inglés. Los fantasmas también pueblan el mundo de los sueños. En La Interpretación de los Sueños Freud narra la escena de estar sentado con dos amigos, uno de los cuales, ya fallecido en la época del sueño, no responde en la conversación y después se disuelve perdiéndose de vista, para descubrir que el primero también es una aparición. Como idea central, se puede rescatar de forma tremendamente esquemática que este amigo vaporoso se llamaba José, como el mismísimo “Káiser” José II de Habsburgo, largo tiempo fallecido, por lo que repite la misma operación que Bruto en el drama, haciendo desaparecer al “César”.
 La comedia El Mercader de Venecia es utilizada abundantemente por Freud en su artículo sobre la elección de los tres cofres (1913). El nudo argumental comienza cuando el padre de Porcia promete la mano de su hija a aquel de los tres pretendientes que elija mejor entre tres cofres, construidos respectivamente en oro, plata y plomo. Bassanio, el favorito de la heredera, prefiere acertadamente el cofre en apariencia más pobre. Siendo el cofre – en buena lógica psicoanalítica - una metáfora de los genitales femeninos, la elección es análoga a la toma de decisión entre tres mujeres, como en el juicio de Paris, entre otros, pero también en el de El Rey Lear entre sus tres hijas. En éste último es tercera, Cordelia, la que se niega a defender su propia candidatura y será rechazada aunque luego se muestre como la única fiel, como el cofre de plomo es el que representa a Porcia.
En los cuentos y en los sueños el valor se representa por su contrario. Pero la mudez de Cordelia también es un signo de la muerte. La tercera mujer está muerta o es la Muerte misma. Las tres hermanas son la Parcas o las Moiras. ¿Cómo puede ser que la mejor de las hermanas ocupe el lugar de la muerte? ¿Se trata de una contradicción? El hombre, dirá Freud, en realidad sustituye ese tercero execrable por la diosa del Amor, la más deseable de las elecciones. Con esa decisión el hombre supera la muerte. Y es el hombre, no la mujer, el que tiene el poder de elegir. Porcia sólo puede elegir entre Antonio, el carnero negro del rebaño, y Shylock, el judío circunciso. Más allá de la elección no existe mayor triunfo o cumplimiento de deseos. En toda mitología el amor y la muerte están íntimamente unidos. Por lo demás, toda vida que se precie es, en realidad, un paseo por el amor y la muerte, recordando el título de John Huston. Por su relación con la muerte, Macbeth ha sido considera una obra de mal agüero, al menos en el medio cultural británico, como la petenera entre los cantes flamencos. Muchos actores rechazan llevar una prenda o una espada que haya sido utilizada previamente en una producción de esta obra y las anécdotas sobre incidentes desgraciados durante los ensayos o representaciones, en diferentes lugares del mundo, se cuentan por centenares. Es de mal fario, ominosa o siniestra con el sentido que Freud (1919) dio a este término (das Unheimliche) en el artículo homónimo. Lo siniestro es aquello reprimido que reaparece, algo antes familiar escondido de antiguo en la memoria del sujeto, pero Freud rechazó de forma explícita incluir en este apartado la puesta en acto de los fantasmas. El aspecto ominoso esencial en Macbeth, según Freud, no es la magia o la brujería, la omnipotencia de los pensamientos o la actitud del hombre ante la muerte, sino el temor repetido a la castración, la angustia de género por no ser un hombre. En este orden hay que considerar el fenómeno del doble, la reedición constante de situaciones similares, golpes de fortuna, incluso la repetición del mismo nombre a través de generaciones sucesivas. La cabeza de Medusa, según su artículo de 1922, con su cabellera compuesta de serpientes – símbolos fálicos por antonomasia, desplazamiento de los genitales de abajo hacia arriba - es una representación perfectamente siniestra de la castración, complejo reprimido que retorna en la imagen. Pero la angustia que provoca es la misma que yace en el mecanismo de la satisfacción fetichista, es decir, su indefinición. Aprovecho la ocasión para señalar que mientras Macbeth puede ejemplificar el deseo edípico al matar al rey al comienzo de la obra, Banquo se siente satisfecho de salvar a su hijo que será rey y padre de reyes, lo que si ejemplifica algo sería un “contraedipo”, tendencia quizá más habitual y por eso menos literaria. Para Garber, en cambio, lo siniestro de la obra no reside en el género del poder, por el riesgo a que sea femenino, sino por su misma sospecha de definición o indefinición. Sin embargo ¿por qué no imaginar que lo que puede ser ominoso para nuestra parte neurótica, como es la indefinición sexual y el temor a la castración, y que es explotado perversamente por el fetichista, se convierte en un juego sin sentido para las capas más básicas de nuestro psiquismo? En esas capas no reina la represión sino los mecanismos más antiguos relacionados con la disociación, algo previo a la definición de género. La Medusa y Lady Macbeth son madres rechazantes, frías, destructivas, voraces en su oralidad. Decir que no son “suficientemente buenas” parece una broma de mal gusto. Garber, sin embargo, apenas nombra el mecanismo de la escisión e intercambio de roles entre Macbeth y su esposa que Freud describe y acercan más su discurso al “primitivismo” que aquí nos interesa. Vuelvo al artículo sobre lo siniestro u ominoso (1919), donde Freud miró al abismo al elaborar una dualidad más básica y primitiva que la que permite la confusión entre masculino y femenino y el complejo de castración, y que es la que contrapone lo vivo con lo muerto o lo vivo con lo mecánico, como la muñeca autómata en el cuento de Hoffman, donde se mezclan de forma abigarrada motivos edípicos y preedípicos. Ambas dualidades se ordenan en niveles diferentes, contrariamente a la afirmación de Garber, fiel a la letra del artículo freudiano. La vuelta de lo reprimido produce la angustia neurótica pero no causa la misma ominosa sensación de la madre muerta. Lo ominoso no es la vuelta de lo reprimido sino el descubrimiento de lo disociado que siempre ha estado presente, bajo la capa externa de la renegación (o desmentida, si se quiere). Esa es la misma razón por la que puede fracasar el intento de parentesco entre el cuento de Hoffman y el Hamlet. En la prehistoria del psicoanálisis, tras descartar la teoría de la seducción Freud anunció su descubrimiento del Edipo. En la correspondencia que mantenía con Flieβ a finales de 1897 comunica la novedad y recurre a Hamlet en apoyo secundario de la hipótesis edípica. La tragedia de Hamlet se mueve en el ámbito edípico cuando narra la parálisis del protagonista a la hora de vengar la muerte de su padre porque concuerda con sus propios deseos de apropiación de la madre y destrucción del oponente. También aparecen figuras entre la vida y la muerte, visitantes del más allá: 1) El fantasma de Hamlet senior se aparece ante Hamlet junior y le reclama que ejecute la venganza, 2) Hamlet junior, alterado y pálido hasta parecer un fantasma, se aparece ante Ofelia, 3) Ofelia, loca y también como si fuera un fantasma, se aparece ante su hermano Laertes y le incita a que se vengue por la muerte de Polonio, padre de ambos. Tenemos ahí la venganza como expresión cultural dramatizada de la compulsión a la repetición. Ese fantasma, no obstante, es para el Lacan de Los Cuatro Conceptos Fundamentales, una representación del falo, incluso del falo real. Garber propone que pensemos en el “superyó” y en “el nombre del padre” como otros nombres para el Fantasma de Hamlet. Si un niño – o niña – desmiente o reniega de la idea de la castración, rechaza el-nombre-del-padre en favor de el-deseo-de-la-madre y quiere ser el falo de la madre, rechazando los límites legales del orden simbólico. Garber interpreta, pues, la posición lacaniana como la dicotomía “neurosis o psicosis”, olvidando quizá la vía intermedia reconocida por el psiquiatra francés que supone la perversión. Pero ambos ignoran el continente de lo que podríamos llamar “carencia del deseo de la madre”, el continente de los trastornos deficitarios o de la carencia básica, de Balint, Winnicott, Fairbairn, entre otros. Cuando se llega al momento de la castración ya castrado, con unas carencias básicas de narcisización que sólo autorizan al sujeto a resonar con una nueva limitación legal. Quizá encarnaron en algún momento el deseo materno, pero luego se les privó del mismo. Las cuestiones de la primogenitura, la herencia y sucesión sólo pueden tener relevancia para el que no nace como desheredado; serían prejuicios burgueses si no fueran patriarcales. Como corolario se puede extraer que la atención a la patología por déficit, el ámbito de la carencia básica, inaugura una época más “democrática” del psicoanálisis, buscando el establecimiento de una identidad del afecto previa a la del nombre de familia, el “hijo de la Lucía”, como filiación materna. Ese afecto que, desde luego, no puede más que disolverse en la nada, como un fantasma, desde una perspectiva falocéntrica. Si la indecibilidad del padre es problemática, y toda paternidad lo es, la no filiación materna es destructiva. Frente a la necesidad del conocimiento, que inaugura la atribución de “el-nombre-del-padre” y la transferencia hacia el sujeto del supuesto saber, está la necesidad del ser querido incondicionalmente. Ciertamente Hamlet (y "Hamlet") delimita un conflicto edípico, más edípico que el propio Edipo, por cuanto el deseo está más profundamente reprimido. Advierte el propio Freud que lo que Edipo lleva a la práctica es aquello que Hamlet sólo fantasea, repitiendo así la diferencia perversión/neurosis. Es, dice Garber, una versión reprimida de la historia edípica, más cercana a nuestro tiempo y que se adapta mejor a la necesidad de Freud de reprimir el odio hacia el propio padre. Se plantea la duda de por qué mantuvo la denominación Complejo de Edipo en lugar de la quizá más exacta de Complejo de Hamlet. Fairbairn (1954) se sorprendía, no obstante, de que el interés psicoanalítico sobre la historia clásica de Edipo se haya centrado tanto en las fases finales del drama, ignorando en gran medida las primeras, cuando un drama siempre debe ser interpretado en su totalidad. Un bello final honra toda una vida, pero para saberlo es menester conocerla en su conjunto. A la inversa, Edipo comenzó su vida abandonado, sin ninguna atención ni cuidado, en una montaña para que muriera, daño que en parte justificaría un posterior rencor, pero no sólo hacia el padre, la madre también muere: se suicida horrorizada. Ahora entendemos que el psicoanálisis clásico sólo podía concebir la cura como una labor detectivesca en búsqueda del conocimiento, desde el lugar del supuesto saber que se lo ofrece al – o a “la” – paciente ignorante.
Pero lo esencial del contacto terapéutico, afirmamos, no se produce ni sola ni exclusivamente en el campo de la razón sino en el del sentimiento, como una experiencia nueva. El descubrimiento es algo nuevo que surge en el contexto afectivo co-creado por paciente y terapeuta, esencialmente materno y preedípico, procedimental o implícito, aunque nos podamos beneficiar de ponerlo en palabras, palabras de inspiración más poética que positiva, y también se aumenten nuestros conocimientos. Los argumentos que utilizamos los partidarios del enfoque relacional pueden ir en defensa de los procesos irracionales, pero no quieren en absoluto estar carentes de razón.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Reproduzco a continuación el indice de la obra antes mencionada: ÍNDICE Prólogo, Margaret Crastnopol I. FUNDAMENTOS 1. Introducción, Alejandro Avila 2. Los orígenes de la perspectiva interpersonal y sociocultural, Alejandro Ávila II. POSICIONES INTERPERSONALES Y SOCIOCULTURALES 3. Harry S. Sullivan. La persona , la teoría, la clínica interpersonal, Alejandro Ávila 4. Erich Fromm. Psicoanálisis de la sociedad y la cultura, Rosario Castaño 5. Desarrollos de la perspectiva cultural-interpersonal: Frieda Fromm-Reichmann, Karen Horney y Harold Searles, Rosario Castaño y Alejandro Ávila 6. Las aportaciones latinoamericanas: Enrique Pichon Rivière, Racker y los Baranger, Alejandro Ávila III. PRINCIPALES DESARROLLOS CONTEMPORANEOS 7. Edgar Levenson, una voz de los márgenes, Ariel Liberman 8. Philip M. Bromberg: Trauma y disociación, Carlos R. Sutil 9. Stephen A. Mitchell. Del psicoanálisis interpersonal al Psicoanálisis relacional: de idas y vueltas, Ariel Liberman 10. La experiencia no formulada, del caos conocido al desorden creativo. Donnel B. Stern 11. El borde de la intimidad en la relacionalidad terapéutica, Darlene B. Ehrenberg IV. SÍNTESIS Y PERSPECTIVA 12. El psicoanálisis interpersonal, tal como yo lo veo, Sandra Buechler 13. La formación y la supervisión desde la perspectiva interpersonal y sociocultural, Sandra Buechler y Alejandro Ávila 14. El psicoanálisis ante las culturas del siglo XXI. Afrontando la globalización. Colectivo GRITA
Se ha publicado en Octubre 2013 un nuevo volumen de la colección "Pensamiento Relacional" titulado LA TRADICIÓN INTERPERSONAL. Perspectiva Social y Cultural en Psicoanálisis de Alejandro Ávila (Ed). con la participación de Sandra Buechler, Rosario Castaño, Darlene Ehrenberg, Ariel Liberman, Carlos Rodríguez, Daniel B. Stern y el Colectivo GRITA. Prólogo de Margaret Crastnopol Pídalo a nuestro distribuidor PARADOX LIBROS. Más información:puntos de venta y distribución internacional en "Leer más"

domingo, 6 de octubre de 2013

NUEVA EDICIÓN DE CURSOS ON-LINE

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viernes, 13 de septiembre de 2013

Nueva edición del libro sobre Fairbairn



Tengo el placer de informar que acaba de aparecer la segunda edición de mi libro sobre la vida y la obra del ilustre psicoanalista escocés Ronald D Fairbairn (1889-1964), autor relevante en la historia del psicoanálisis relacional del que me he ocupado numerosas ocasiones en estas páginas. Ha influido en autores tan diversos como Otto Kernberg y Stephen Mitchell, entre muchos otros. Para Librerías y otros puntos de venta, nuestra distribuidor en Exclusiva para España del fondo de ÁGORA RELACIONAL es:  PARADOX LIBROS c/Santa Teresa, 2 28004 Madrid (ESPAÑA) Telef. 917004040 paradox@paradox.es 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

CINE DE ZOMBIS

El cine de zombis nos brinda la oportunidad de ejercer imaginariamente toda nuestra destructividad hacia las personas sin el riesgo de sentir que hacemos algo malo, sin sentir culpa – “imaginaria” pero toda culpa lo es – ya que lo que se destruye son figuras que recuerdan la apariencia de lo humano pero ya no conservan su esencia de humanidad. Tienen vísceras y desparraman sangre estancada, pero se han deshumanizado, como paso previo necesario a la destrucción de todo enemigo, no puede ser como nosotros. La esencia humana que ha perdido el zombi es el razonamiento y el afecto. No piensa, sólo busca torpemente ingerir a sus semejantes todavía vivos, ya que por lo visto “zombi no come zombi”. Cuando vence es por masificación o por accidente. Con el vampiro la relación es más compleja y, a mi entender, más interesante, porque con él (o con ella) si se pueden entablar relaciones afectivas y eróticas - el mordisco es un equivalente del coito y no cumple una función puramente alimenticia– por no hablar de su aguda inteligencia. La Novia Cadáver de Tim Burton, es una escepción o lo más seguro es que no se trate propiamente de un zombi pues no pretende comerse a nadie. He puesto su imagen porque los zombis no me gustan.

El zombi en su funcionamiento mecánico es más próximo del autómata que Freud tomaba como objeto provocador de nuestro malestar ante lo siniestro (das Unheimliche). Lo más siniestro es aquello que se me parece, que me parece humano pero termino descubriendo que no lo es: un autómata mecánico, un gólem, un no-muerto. Un monstruo o artilugio que carece de alma que intenta destruirme porque yo tengo el defecto complementario al suyo, tengo alma. Este juego literario que autoriza tan brillantes pesadillas ya se practicaba con la distinción alma-cuerpo pero sólo es realmente efectivo tras la separación de las dos sustancias, mente-cuerpo, con el matiz de cientificidad que añade. Dentro de esa visión del mundo, yo le atribuyo alma o mente al otro por analogía, porque le veo moverse como yo, actuar como yo y realizar los mismos o parecidos gestos… pero siempre queda la duda.

Lo más familiar es lo que de forma más terrible se convierte en ominoso. El padre, madre, hermano o hermana, con el que el protagonista se topa en su cruzada contra los monstruos, moviendo por el mundo su carne putrefacta e inerte. El zombi tiende un puente entre la vida y la muerte que rápidamente salta en pedazos pues la vida más allá de la vida no es vida. Por eso es una solución “científica”, laica, ante el ansia de eternidad. Ya no creemos en la vida de los bienaventurados, no existe Dios, pero los seres diabólicos siguen fieles a nosotros, no nos abandonan. La lucha contra el no-muerto permite crear la ilusión de la vida eterna desde este lado, si somos diligentes contra el enemigo o no caemos por accidente, mantenemos una vida sana, no fumamos y prácticamos deporte.

jueves, 5 de septiembre de 2013

INDIVIDUO Y MOTIVACIÓN


Cuando intentamos definir la motivación desde un punto de vista relacional nos enfrentamos, de forma inadvertida casi siempre, con el problema de que ya de inicio estamos planteando que el individuo tiene una necesidad, de apego o contacto, de reconocimiento, afiliación o lo que sea. Entonces es cuando el otro entra en escena, pues es necesario. Pero cuando imaginamos esta operación ya estamos dando por supuesta la existencia de entidades separadas yo-necesidad-otro y, si acaso, reconociendo la reciprocidad otro-necesidad-yo. La realidad, sin embargo, es más complicada, a pesar de ser más simple. El mero planteamiento de la necesidad es social por definición; toda necesidad es social aunque se refiera a los elementos más básicos de la subsistencia: comida, agua, aire. En situaciones de escasez los consumo, si puedo, a espaldas de los otros, pero pensando en los otros, con culpa u odio, o indiferencia. Es en el contexto de todos donde surge mi necesidad como algo que puede ser mío propio. Seré grandioso en mi humildad adsorbiendo a todos los otros, o me disolveré con egoísmo ente todos, como un santo. Desde el primer momento, siguiendo a Winnicott, el bebé y la madre forman una unidad de motivación. El llanto del bebé, diría entonces, es un emergente del sufrimiento que surge  en ambos.

 

miércoles, 17 de julio de 2013

LA ANGUSTIA COMO TAL

Reproduzco a continuación, con ligeras modificaciones, un fragmento de mi artículo sobre las emociones recientemente publicado. Rodríguez Sutil, C. (2013). ¿Qué es una emoción? Teoría relacional de las emociones. Clínica e Investigación Relacional, 7 (2): 348‐372. [ISSN 1988‐2939] [Recuperado de www.ceir.org.es ]

El reloj es, en efecto, una prueba indirecta de la creencia del hombre en su mortalidad. Porque sólo un tiempo finito puede medirse.

(Machado, Juan de Mairena)

La angustia es una categoría del espíritu que sueña, y en cuanto tal pertenece, en propiedad temática, a la psicología. En el estado de vigilia aparece la diferencia entre yo mismo y todo lo demás mío; al dormirse, esa diferencia queda suspendida; y soñando, se convierte en una sugerencia de la nada. Así, la realidad del espíritu se presenta siempre como una figura que incita su propia posibilidad, pero que desaparece tan pronto como le vas a echar la mano encima, quedando sólo una nada que no puede más que angustiar.

Kierkegaard, S. (El Concepto de la Angustia)

El término “angustia”, procede del latín angustiae, estrechez, etimología en la que se apoya Freud para dotar de mayor verosimilitud a su explicación de que la angustia, como todo estado afectivo, es la repetición de cierto suceso importante en la vida pasada del sujeto o, incluso, de la prehistoria de la especie. El término que utiliza Freud es el de “Angst” que se ha traducido habitualmente por “angustia” y que al inglés se vierte como “anxiety”. Cuando entre nosotros se publican obras inglesas habitualmente se traslada “anxiety” como “ansiedad”. Conclusión: angustia y ansiedad proceden del mismo origen. Así se habla tanto de “neurosis de angustia” como de “neurosis de ansiedad” para referirse al mismo trastorno, es decir, una reacción psicofisiológica en todo semejante al miedo salvo en su objeto, pues: el miedo es la reacción normal ante un peligro real. A veces se ha dicho que la angustia se refiere más a síntomas de tipo digestivo y la ansiedad a otros de tipo cardio-respiratorio, pero esta es una matización cuyo significado normalmente pasa desapercibido. “Angst”, no obstante, es un concepto peculiar del alemán. Sugiere un estado elevado y prolongado de angustia, con un vago sentimiento de amenaza que implica a la persona en su totalidad (Wierzbicka).

La angustia según el psicoanálisis se produce también ante un peligro, no sólo externo, como sería obvio, sino también ante un peligro interno, pulsional. La posibilidad de satisfacer una pulsión es rechazada o condenada por las instancias superyoicas, salvo que se realice por los, a menudo difíciles, caminos culturalmente aceptados. Al mencionar las instancias superyoicas trazamos una relación entre la angustia y la culpa. Cuanta más angustia, según Freud, menos culpa, y viceversa; sin que la culpa suponga la desaparición completa de la angustia. Su estructuración tripartita de la angustia (señal, automática, real) se ha generalizado en la literatura psicológica y psicopatológica, extendiéndose a la no psicoanalítica.

Todas las personas reaccionan con temor ante circunstancias que amenazan su supervivencia. Es una reacción biológicamente condicionada que sirve para la autopreservación del individuo (y en consecuencia, de la especie). Ahora bien, también podemos afirmar que todas las personas padecen angustia, puesto que todos sufrimos algún tipo de temor irracional, más o menos intenso, aunque no todos de la misma manera ni por los mismos motivos. La forma en que se experimenta la angustia diferencia unas neurosis de otras, por ejemplo, la crisis de angustia es más propia de los trastornos fóbicos, aunque no sea exclusiva de ellos. Pero también el psicótico experimenta intensa angustia, de fragmentación, o “pánico”, ante la escisión, del mundo y del self. Con esto queremos dar cuenta de la distancia que existe entre la angustia neurótica de castración, que procede del riesgo de perder una parte apreciada de sí mismo, y la angustia más arcaica provocada por el temor a la disociación o disolución, en una estructura frágil del yo. Pero quizá cerca de esta fragmentación se encuentre la angustia de abandono, de la que sería consecuencia (si me dejas me derrumbo).

¿En qué medida la concepción freudiana es exclusiva del psicoanálisis o se puede parangonar con las elaboraciones metafísicas tan de actualidad sobre este asunto? La angustia es una emoción que ha despertado gran interés entre los filósofos agrupados bajo el epígrafe del existencialismo -con mayor o menor aceptación por parte de ellos- aunque en el existencialismo la expresión de angustia más destacada es la angustia ante la muerte, mientras que para Freud ésta es un derivado de la angustia de castración. El primero y más destacado pensador del existencialismo es Kierkegaard que dedica una obra a analizar el concepto de la angustia. Introduce ya la diferenciación entre miedo y angustia que repetirá después Heidegger y que no es muy diferente de la que Freud propone. El miedo se refiere a cosas o situaciones concretas, mientras que la angustia no tiene un objeto delimitado. Aparece relacionada con la libertad (“… la angustia es la realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad.”, p. 68), propia del espíritu y, en consecuencia, ausente en el bruto (“… y cuanto menos espíritu, menos angustia.”) Kierkegaard por espíritu entiende la síntesis entre alma y cuerpo. Adán no comprendió la orden que le prohibía comer del árbol del bien y del mal pues, como todavía no había comido, no podía comprender la diferencia. En cambio, la prohibición le angustia porque despierta en él la posibilidad de la libertad. Observación perspicaz del filósofo danés es su afirmación de que la distinción entre el bien y el mal requiere el dominio del lenguaje y, además, la libertad: “La inocencia puede muy bien tener en sus labios tal distinción, más en realidad ésta no existe para ella” . La angustia individual corresponde a lo futuro, y lo futuro es lo posible. Si me angustio por algo ocurrido en el pasado es porque puede repetirse, hacerse futuro. Si me angustio por una acción mía pasada es porque puedo repetirla en el futuro, sino sentiría arrepentimiento; si me angustio ante el castigo futuro es porque ha sido puesto en relación dialéctica con la culpa pasada: “La temporalidad es pecaminosa desde el momento en que el pecado queda puesto”. Así vemos la relación entre nuestra temporalidad occidental y la creencia religiosa. Esta temporalidad pecaminosa, dice en nota al pie, implica la muerte como castigo.

Se ha dicho a menudo que los psicópatas - sobre todo los antisociales - no experimentan angustia. Sin embargo, los mismos textos suelen afirmar que poseen escasa tolerancia a la frustración, o poca capacidad para demorar las gratificaciones. Esto sólo es comprensible si postulamos que su vivencia de la angustia es intensa (de tipo psicótico), aunque la duración de la misma sea breve pues se resuelve de forma impulsiva. Por eso parece adecuado buscarle otro nombre, y sería el antes enunciado de “pánico”. La angustia en cambio, en un sentido estricto, es el síntoma más destacado de las neurosis y los mecanismos de defensa del yo, cuya configuración constituye cada una de las neurosis en particular, son los modos en que el yo se enfrenta con la angustia, en unión de la representación angustiosa o ya separada de ella, primero flotante y después adherida a formaciones sustitutorias. En la teoría kleiniana, por su parte, debemos entender la angustia neurótica como una forma de defensa y reacción ante las angustias más arcaicas, de tipos psicótico (esquizo-paranoide y depresiva).

Pero la experiencia emocional es inseparable de los contextos intersubjetivos de sintonización o mala sintonización en los que se siente. Los estados afectivos traumáticos sólo pueden ser captados en términos de los sistemas relacionales en los que son sentidos. Siguiendo el pensamiento relacional se postula que los conflictos psicológicos surgen cuando los estados afectivos centrales del niño no pueden ser integrados porque evocan una mala sintonización en los cuidadores. Tales afectos no integrados se convierten en la fuente de conflictos emocionales duraderos y de vulnerabilidad ante los estados traumáticos, debido a que se experimentan como amenazas tanto a la organización psicológica establecida en la persona como al mantenimiento de vínculos vitales necesarios; esta es la “sombra del tsunami”, como la ha definido recientemente Philip Bromberg. La experiencia emocional del niño se articula progresivamente mediante la sintonización validatoria en el entorno temprano. Es la ausencia de una respuesta adecuada ante las reacciones emocionales dolorosas del niño por parte de los cuidadores lo que hace que los conflictos sean duraderos y, por tanto, una fuente de estados traumáticos y de psicopatología.

Cuando las experiencias emocionales del niño no son respondidas de forma consistente, o son rechazadas de manera activa, el niño percibe que hay aspectos de su vida afectiva que son intolerables para el cuidador y los “reprime”. La represión mantiene a los afectos innombrados. Estas áreas de la vida emocional del niño deben ser sacrificadas entonces para salvaguardar el vínculo necesario. Centrar la atención en el afecto y sus significados contextualiza tanto transferencia como resistencia, y se puede ver cómo la resistencia del paciente fluctúa de acuerdo con la variación en la receptividad del terapeuta y su sintonización ante la experiencia emocional del paciente. La atención clínica en la experiencia afectiva dentro del campo intersubjetivo del análisis contextualiza en muchos aspectos el proceso de cambio terapéutico. Sólo con un cambio en la percepción que tiene el paciente de su analista como alguien que le avergüenza potencialmente o en secreto o como alguien que le acepta y le comprende podría desplazarse su experiencia emocional, de los estados traumáticos, desde una forma corporal innominada a una experiencia que podría ser sentida y denominada como terror.

Robert Stolorow se ha ocupado últimamente de la conexión entre los efectos del trauma que observamos en la clínica y la descripción de la angustia que aparece en el primer Heidegger. El trauma emocional destruye la sensación cotidiana de continuidad, conduciéndonos a lo que Heidegger llama auténtico (o propio) ser para la muerte. Donde muerte y pérdida son aprehendidas como posibilidades, constitutivas de nuestra propia existencia. Son a la vez ciertas e indefinidas en cuanto a su ‘cuándo’ y, por tanto, siempre inminentes como amenazas constantes. El mundo cotidiano es despojado de sus protecciones ilusorias, pierde su significatividad. La persona traumatizada deja de estar “segura en casa” en el mundo cotidiano.

La muerte es contemplada por Heidegger como una condición humana trascendental. La penetración y omnipresencia de la muerte le lleva a uno a descubrir la certeza y veracidad inquebrantable de mi identidad, ego sum, bajo la forma del “soy mortal”, moribundus sum. La trascendencia de la muerte se vuelve evidente a partir del hecho subrayado por Heidegger de que morimos solos:

La muerte es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del Dasein. Así la muerte se revela como aquella posibilidad más propia de la persona, que no es relacional, y de la que no se puede zafar. Como tal, la muerte es algo claramente inminente. (1927, § 50).

No me siento convencido de que nuestra mortalidad sea la realidad irreductible que dota nuestra esencia. El joven Wittgenstein mantenía que la muerte no es un acontecimiento de la propia vida – nuestra vida no tiene fin en la misma medida que nuestro campo visual no tiene límite – pareciendo recuperar el aforismo epicúreo: La muerte no es nada para nosotros, puesto que cuando nosotros estamos, ella todavía no ha llegado, y cuando la muerte ha llegado, nosotros ya no estamos. Por tanto, no es que cada uno de nosotros muera solo sino, bien al contrario, que la única verdad es que la muerte es la imagen de una soledad completa y absoluta. Por tanto, la trascendencia no reside en el individuo, ni en una supuesta soledad en el más allá; la única posible trascendencia está en los otros, en la misma medida que para Sartre el infierno son los otros. Mi identidad se define en el interior de la matriz social de las relaciones interpersonales, pero mi disolución también.

La raigambre religiosa de “Angst” en la cultura alemana y en el contexto de la Reforma de Lutero, es subrayada por Anna Wierzbicka:

Pues la salvación depende exclusivamente de la fe y no de ninguna cosa que yo pueda hacer. (…) … la incertidumbre existencial (“Yo no sé qué es lo que me pasará cuando muera”), los miedos escatológicos (“muchas cosas malas me pueden pasar”), y la teología de la “fe sola” (“No puedo hacer nada para evitar que pasen esas cosas malas”) forman una totalidad conceptual tremendamente congruente con el concepto alemán de la “Angst” tal como evolucionó con posterioridad. (1999, p. 151)

Propone la hipótesis, cuando menos interesante, de que tal vez el carácter alemán tan volcado en el orden, el control, y la certidumbre sobre el futuro, esté influido en estos rasgos por la gran presencia de la obra de Lutero. La ética protestante -que investigó Max Weber- proporciona el lecho para el crecimiento del capitalismo moderno, al sustituir la vida monacal católica y el apartamiento del mundo, como ideal de vida cristiana, por la vida santa, sobre todo en las versiones calvinistas y puritanas del protestantismo, que conlleva una relación racional con el mundo, el control de las propias emociones y el trabajo como obligación. Este racionalismo con el que se enfrenta la realidad en el mundo capitalista debe más a la influencia religiosa que al racionalismo ilustrado. Pero es Lutero el que introduce en primer lugar la palabra Beruf en su traducción de la Biblia, que se puede verter al castellano por “profesión”, pero más se acercaría a “vocación” en el sentido de “llamada” de tipo religioso.

Stolorow está en lo cierto cuando ‘propone que toda superación posible de la ansiedad ante la muerte y del trauma debe encontrar su lugar en el hogar relacional. El trauma ocurre cuando los “absolutismos” de la vida cotidiana se rompen: cuando alguien dice a un amigo, a una hija, a un padre “te veré más tarde”, y nunca lo vuelve a ver. La persona traumatizada sólo puede sentir alivio en la compañía de los otros: “La vulnerabilidad que encuentra un hogar relacional hospitalario podría ser integrada de forma perfecta y constitutiva en nuestra propia experiencia como seres”. El trauma emocional puede integrarse gradualmente cuando encuentra un hogar relacional que lo sustente. Somos hermanos en la misma oscuridad, una propuesta de Stolorow con implicaciones éticas, desde luego. Pero tengo la esperanza de que podamos ser hermanos en la misma alegría.

En 1915, en Sobre la Guerra y la Muerte, Freud escribe la frase:

La muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores. Así, la escuela psicoanalítica ha podido arriesgar el aserto de que, en el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que es lo mismo, que en lo inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad.

Me puedo imaginar a mí mismo en el ataúd, pero simultáneamente me veo a mí mismo observando, pero con plena conciencia. Ahora bien, la inmortalidad sólo se puede concebir en contraposición con la mortalidad. Si no somos capaces de representarnos – y no sólo en lo inconsciente – nuestra mortalidad, tampoco podemos concebir que somos inmortales, sólo que vivimos en un eterno presente. La angustia quizá, a pesar de todo, no desaparece. La solución materialista de Freud, frente a la angustia religiosa que impregna el propio concepto germano de “Angst”, es que la angustia ante la muerte es una forma de la angustia de castración, una explicación que dentro de su esquema de la segunda tópica hay que situar dentro de la dinámica de la culpa y del superyó. Aquí repito mi tesis de que en realidad la vivencia de angustia no se produce ante la muerte, aunque utilicemos ese epígrafe, sino que para nosotros la muerte es la soledad absoluta y permanente, la mayor de las torturas. Como antecedentes de esta postura puedo señalar a Harry S. Sullivan, cuando afirmaba que la soledad es la más terrible de las ansiedades; y a Frieda Fromm-Reichmann, quien decía que no se presta atención a la soledad por la gran amenaza que supone a nuestro bienestar.

La angustia ante la soledad sería la forma adulta de la angustia ante el abandono, y tanto una como otra se pueden considerar como el reverso de la tendencia del apego.





domingo, 7 de julio de 2013

The Shadow of the Tsunami


Incluyo a continuación la crítica que acaba de aparecer a mi nombre en la revista on-line CeIR (2013, 7, 2, 428-439) sobre el libro de Philip M. Bromberg (2011), The Shadow of the Tsunami and the Growth of the Relational Mind. New York: Routledge.

Bromberg es un psicólogo y psicoanalista residente en Nueva York, de fama justamente ganada por su interés en la docencia, su profundo análisis de la clínica y por sus importantes aportaciones a la teoría de la disociación y el trauma, como mecanismos centrales en el desarrollo normal y patológico del ser humano. Este es hasta la fecha el último libro de uno de los autores más originales e influyentes del nutrido panorama de autores relevantes en el enfoque relacional del psicoanálisis contemporáneo en los Estados Unidos. Como sus textos anteriores (1998, 2006), con los que parece componer una trilogía, consiste en la recopilación con escasas modificaciones de artículos previamente publicados. El texto se abre con un prólogo de Allan Schore, un autor muy cercano a Bromberg, interesado de forma especial por las concomitancias y mutuo enriquecimiento entre el psicoanálisis y la neurociencia y cuya aportación ha sido plenamente incorporada por el segundo. Shore destaca algunos aspectos del pensamiento de Bromberg como es su idea de que la psicoterapia está experimentando un desplazamiento esencial desde la primacía de la cognición a la primacía del afecto, del contenido hacia los procesos y el contexto, con el abandono simultáneo del concepto de “técnica”.
El desarrollo de un sentido coherente y fluido del sí-mismo, del self, proporciona una regulación afectiva estable de las relaciones personales, es decir, una regulación internalizada, inconsciente y no verbal que, según ambos autores, se asienta en las funciones del hemisferio cerebral derecho. En consecuencia hablan del contacto emocional entre las personas como una forma de diálogo entre los hemisferios derechos - en su conexión con el sistema límbico - de los interlocutores. Veamos algunos argumentos que utiliza Shore en su prólogo, inspirándose en la neurociencia.
La emoción, sugiere, es regulada de forma externa inicialmente por el cuidador y se va internalizando progresivamente durante las primeras etapas del desarrollo neurofisiológico. Las investigaciones recientes parecen apoyar igualmente la idea de que el adecuado funcionamiento de las estructuras del hemisferio derecho es responsable de una buena regulación del estrés . Por otra parte, la reacción del niño ante el trauma se divide en dos patrones de respuesta: la hiperactivación y la disociación. En el estadio primero, de hiperexcitación, el refugio materno se convierte repentinamente en una fuente de amenaza, despertando la reacción de alarma en el hemisferio derecho, sede tanto del sistema motivacional del apego como del miedo. Consecuentemente se activan las respuestas correspondientes del sistema nervioso autónomo que se expresan en un aumento de la tasa cardíaca, la presión sanguínea y la respiración. Pero en un segundo momento se produce la disociación como forma de reacción y defensa ante el trauma, que permite el niño “desconectarse” del entorno traumático. Este segundo estado se acompaña de una serie de cambios metabólicos contrarios la hiperexcitación anterior del sistema nervioso autónomo (parasimpático frente a simpático).
Shore informa de que los principales sistemas motivacionales (incluyendo el apego, el miedo, la sexualidad y la agresividad)  se asientan en las zonas subcorticales más profundas del hemisferio derecho, siendo responsables de la expresión somática autónoma y de la intensidad de la activación en todos los estados emocionales. El córtex orbito-frontal desempeña una función adaptativa, como es el cambio fluido de los estados corporales en respuesta a cambios en el entorno que no son conscientemente evaluados, necesarios para lo que Bromberg denominará en el capítulo 7 “mecanismo mental-cerebral” intrínseco en el funcionamiento mental cotidiano, que selecciona el estado corporal más adaptativo dentro de la coherencia del sí mismo. El hemisferio derecho controla no sólo la regulación afectiva sino que también mantiene la coherencia en la sensación del propio cuerpo, el control de la atención y del dolor y, finalmente, la estrategia de la disociación como defensa ante el conflicto emocional.
La disociación patológica es un rasgo distintivo en los trastornos infantiles del apego, en el trastorno pediátrico por malos tratos, en el trastorno disociativo de identidad, en el trastorno por estrés postraumático así como en los trastornos psicóticos, alimentarios, por abuso de sustancias, somatomorfos, así como en las personalidades límite y antisocial.
Cuando se produce un trauma evolutivo, o un “tsunami” como decide llamarlo Bromberg en este libro, si el niño no recibe el adecuado alivio producirá un a sombra que acompañará a la persona durante su vida adulta. La capacidad en el adulto para vivir una vida creativa, espontánea y estable, y relacionalmente auténtica, requiere de una dotación natural extraordinaria y, probablemente, de una relación sana (healing) con una persona adulta que le permita el uso de dicha dotación. La disociación es una defensa ante el trauma pero que proporciona protección a un alto precio tras el esfuerzo del cerebro para repudiar (foreclose)  el posible regreso de la alteración afectiva asociada con el trauma relacional no resuelto. Ese precio es una estructura mental disociada. El niño a partir de ese momento realiza un doble recorrido hasta la etapa adulta, uno de ellos accesible a la conciencia y con posibilidad de elección, y el segundo como una presencia en la sombra, condicionando toda elección hacia una repetición de lo mismo a lo que parece predestinada. Esta presencia se agrupa en los estados ‘no-yo’, que el sujeto ve como extraños, con los que no se identifica pero que suponen una amenaza continua, que nunca se desvanece.
El terapeuta intenta ayudar al paciente a recuperar su derecho a existir como una persona completa, y para lograr esto debe ganar su puesto en la relación analítica y, paradójicamente, gracias a los recelos del paciente, no a pesar de ellos. Entiendo que con eso Bromberg significa que los recelos del paciente - recelos ante el riesgo de volver a ser traumatizado - constituyen la parte más positiva de su energía puesta a favor del cambio y en contra de la resignación. Poco después recurre a la concepción de Tronick de un “estado de conciencia diádica”. Este estado se produce - entre paciente y terapeuta, entre niño y cuidador, entre dos personas cualesquiera - cuando la regulación mutua es particularmente exitosa. No se trata simplemente de una experiencia intersubjetiva más sino que tiene efectos dinámicos, como son el incremento de la coherencia en el estado de conciencia del niño y su expansión, de crucial importancia para el desarrollo. Se da la paradoja, siguiendo a Tronick, de que lo que pasó se puede narrar, pero no lo que está pasando, lo que tiene gran importancia al comprender la relación terapéutica. Y añado una idea que no es explicitada en este momento del texto. El enactment es algo que ocurre de forma inevitable y, esperamos, que afortunada, pero no se puede narrativizar hasta después de pasado, que es como decir que el terapeuta no puede controlar totalmente su aparición.
El primer capítulo se titula “Encogiendo el Tsunami” (Shrinkig the Tsunami) y sospecho que el autor juega con el doble sentido de la palabra “shrink”, popularmente “loquero”, con lo que podría implicar algo así como “analizando el trauma”. Cuenta una experiencia infantil. Teniendo cuatro años le preguntó a su madre cómo sabía, en el momento de su nacimiento, que se llamaba Philip.  En esa época no existía el “no ser” ni la sombra de ese abismo que los adultos llamaban “muerte”. Su madre siempre estaría con él y no habría ninguna interrupción en la experiencia de sí mismo. Pero esto no es así para todo el mundo. Algunos tienen con frecuencia la experiencia del no ser, es decir, viven la amenaza real de que un terrible tsunami de afecto caótico y desintegrador se esconde por ahí. El poeta escocés Robert Burns – finales del siglo XVIII- rogó al Poder le concediera el regalo de verse a sí mismo a través de los ojos del otro. ¡Cuidado con ese regalo!, porque esa imagen puede venir de una parte disociada del “no-yo”. Si bien es cierto que no existe mayor regalo que pueda recibir una persona que el de la intersubjetividad, la imagen que nos viene de ese otro puede hallarse en extrema discordancia con la que tenemos en ese momento de nosotros mismos. Esta amenaza es enfrentada mediante la defensa de la disociación que puede abarcar desde la disociación más normal a la más patológica, convirtiéndose en una estructura permanente que reduce de forma drástica el rango de vivencias que se pueden experimentar.  El sistema límbico parece ser que actúa como un “detector de humo” - expresión que toma de Kolk - para poner en marcha la disociación cuando se aproxima una vivencia que potencialmente desencadene una alteración afectiva. Esta vivencia se puede desencadenar cuando la persona intenta reflexionar sobre cuestiones del estilo de “¿Por qué estoy viviendo mi vida de esta manera?”, cuestión típica de todo proceso terapéutico y que lleva a los individuos a emprender un complicado cálculo sobre las posibles ganancias y pérdidas de cualquier cambio. Esta pregunta tal vez se completa con la que encontramos poco después:¿En qué medida vale la pena el precio pagado por la protección contra el posible trauma?
Como en sus obras anteriores, Bromberg se complace y nos complace con numerosas ilustraciones clínicas y viñetas que permiten captar su visión de la clínica y su perspectiva respecto de la “técnica”. La primera viñeta que nos ofrece es la de Alicia, una mujer que había alcanzado la fama, el éxito financiero y la aclamación de la crítica como novelista pero vivía igual que una reclusa. Estaba dotada para describir las interacciones sociales con penetrante agudeza, sofisticación y talento por lo que él esperaba impaciente encontrarse con una apasionante personalidad, y experimentó una decepción “parcialmente disociada”. Se muestra cómo las expectativas del terapeuta pueden ser un impedimento a la marcha de la terapia y cómo se pueden solventar mediante la buena resolución de un enactment.  
Durante la terapia, el horror disociado ante el pasado carga al presente de un significado afectivo tan poderoso que cuanto más segura se siente la paciente en la relación, más esperanzada comienza a sentirse Pero, como consecuencia, menor confianza tendrá en sus mecanismos disociativos y en su hipervigilancia como “seguro contra fallos”, contra la mala regulación de los afectos. Por lo que ciertas partes del self se opondrán a cualquier signo de que está confiando en sentirse segura, pero no demasiado segura. La disociación busca evitar la representación cognitiva de algo demasiado fuerte para soportarlo conscientemente, pero también disocia aspectos de la comunicación e interacción con los otros y con su mundo. El enactment da expresión a la experiencia afectiva disociada encerrada en una cápsula compartida de lo “no-yo”, y ayuda a simbolizarla cognitiva y lingüísticamente. Dentro de esta cápsula, cuando cambia el estado del self del paciente también cambia el estado del self del terapeuta, con idéntica disociación.
Recoge una observación famosa de Laub y Auerbahn que ayuda a comprender el funcionamiento del trauma: “La naturaleza del trauma consiste en eludir que lo conozcamos tanto como defensa como por déficit. … El trauma también arrincona y vence sobre nuestra capacidad para organizarlos“. La experiencia traumática puede tomar la forma de la memoria episódica, a menudo inaccesible a la persona excepto en lo afectivo, pero también puede consistir sólo en sensaciones somáticas o en imágenes visuales que pueden volver como síntomas físicos o como flashbacks sin significado narrativo. Las impresiones sensoriales de la experiencia se conservan en la memoria afectiva y permanecen como imágenes aisladas y sensaciones corporales que se sienten como cortadas del resto del self. El proceso disociativo tiene una vida relacional propia, tanto interpersonal como intrapsíquica, que se desarrolla entre el paciente y el analista en el fenómeno disociativo diádico que denominamos enactment.
La vergüenza, sentimiento producido como efecto secundario del trauma, no es el afecto asociado con algo malo que uno ha hecho, sino que uno se avergüenza de lo que es. Para superar la vergüenza debe cambiar la persona en su conjunto. Pero la vergüenza normalmente está disociada de manera que es improbable que el terapeuta la perciba, sobre todo si se centra en las palabras. Por eso debe buscarla de activamente cuando se estén elaborando aspectos propios del trauma. El objetivo al trabajar con los enactments es lograr que el paciente perciba la diferencia entre tener miedo y tener cicatrices (feeling “scared” and feeling “scarred”) (p. 24). Aunque a veces la elaboración de la experiencia traumática puede llevar al paciente muy traumatizado a la experiencia amenazadora de “estar en el borde”.
Cada estado del self se dedica a mantener su propia versión de la verdad y busca secuestrar la parte del self que conoce el tsunami y a borrar las huellas de la disociación. Como decía brillantemente Laing, recuerda Bromberg, no tenemos conciencia de que existe algo que necesitamos mantener fuera de la conciencia, por lo que no tenemos conciencia de que necesitamos no tener conciencia de que necesitamos no tener conciencia. Esta guerra interior y desconocida entre estados del self nos paraliza, de hecho, ante determinadas realidades, como a Hamlet en su busca de venganza.
El paciente habitualmente enfrenta la situación terapéutica con la intención paradójica de cambiar pero seguir siendo el mismo, algo que es, claro está, lógicamente imposible. Todo cambio, en esa medida, supone la negociación con partes internas contrarias, voces que claman por permanecer igual y preservar la continuidad del self. Cuando finalmente llegas ahí, ese “ahí” ya no está “ahí”, anota parafraseando a Gretrud Stein (there’s no there there). O, en el poema de Robert Frost: “We dance round in a ring and suppose,/ But the Secret sits in the middle and knows”. Precioso fragmento que muestra su exquisito gusto literario y que me arriesgo a traducir como: “Danzamos en círculos y suposiciones,/ Pero el Secreto se para en medio y sabe”.  Ese secreto que se queda parado en medio es una forma subjetiva de la realidad incomunicable mediante el discurso ordinario, subsimbólica. Y el enactment es el proceso disociativo diádico –la cápsula- en el que la comunicación subsimbólica permanece inaccesible hasta que el terapeuta percibe cierta “excoriación” o chafting, según Donnel Stern, es decir, algo que le hace sentirse incómodo. Lo disociado sólo se capta, cuando se logra, a través de metáforas, como es la de sentir “una china en el zapato” que decía una paciente con problemas de bulimia, en lugar de recordar el pasado de abusos que se mantenía secreto. Cuando el secreto es revelado en el enactment, el paciente comenta algo verbalmente y tú respondes de alguna manera, pero simultáneamente se produce otra conversación que es como una conversación entre los sistemas límbicos de ambos participantes, que diría Schore.
La necesidad del niño de comunicar su experiencia al cuidador, el otro necesario, es teñida de vergüenza cuando éste no reconoce esa experiencia como algo legítimo en lo que pensar, amenazando así el vínculo que sustenta la estabilidad del self. El niño no siente que haya hecho algo mal, sino que el error está en su self, en toda su persona. Como defensa parcial tiene a su alcance la posibilidad de disociar esa parte de sí mismo, convertirlo en “no-yo”, pero el sentimiento de inseguridad permanece pues ese “no-yo” le persigue como un fantasma. Comunicar este secreto al terapeuta también produce una intensa vergüenza y temor a que éste tampoco reconozca la experiencia como legítima y así perder ese vínculo. La única salida de este conflicto es que el terapeuta descubra sus propias aportaciones de material disociado al enactment y las use en la relación.
Cuando todo va bien, la persona sólo es levemente consciente de los estados del self separados ya que cada uno de ellos funciona como parte de una saludable ilusión de coherencia en la identidad personal. Ningún estado del self llega a percibirse nunca como totalmente extraño a la propia identidad, por mucha beligerancia que mantenga con las otras partes del self. Por tanto, la función normal de la disociación fortalece la integración del yo, eliminando estímulos irrelevantes o excesivos, algo necesario para la estabilidad y crecimiento de la personalidad. Aunque la disociación permita separar de la conciencia determinados contenidos y partes del self, o estados del self, no debe ser confundida con el mecanismo freudiano de la represión (p. 49). La disociación es una defensa contra lo insoportable, la inundación de afectos tan intensos y caóticos que alteran el normal ejercicio del intelecto, no simplemente contra lo desagradable, como es la represión. En analogía neurológica se dice que aquello que el cerebro no puede regular intenta controlarlo. También es responsable de que el individuo no sea capaz de observarse a sí mismo de forma reflexiva a través del otro, por la separación de los estados del self, separación que califica de “hipnoide”, es decir, dependiente de un fenómeno de hipnosis, en la línea de Pierre Janet. Lo que el psiquiatra francés afirmaba de la histeria, es decir, que no era una enfermedad mental como las otras, sino un trastorno de la capacidad personal de síntesis, sería aplicable a todos los pacientes. Cuando un paciente no es capaz de elaborar el conflicto intrapsíquico, el objetivo de la relación terapéutica debe ser el superar las “verdades” aisladas en cada estado del self independiente, ayudándole a “mantenerse en los espacios” o entre los intersticios (título de su primer libro: Staying in the Spaces) entre esos estados, soportando el conflicto interno.
Lo que Janet denominaba “síntesis personal”, es descrito mejor, en opinión del psicoanalista neoyorkino, como un estado fluido de comunicación en el self, manteniéndose en el espacio comprendido entre diferentes realidades sin perder ninguna de ellas. Este proceso puede ser descrito también adecuadamente con el término de mentalización introducido por Fonagy en el psicoanálisis contemporáneo. La buena mentalización reduce la necesidad de disociación. Se ha prestado especial atención en la forma de facilitar la simbolización cognitiva de la experiencia afectiva que no ha logrado ser procesada. Esta experiencia ha recibido diferentes nombres: subsimbólica (Wilma Bucci), no formulada (Donnel Stern), para Bromberg se trata de la experiencia disociada y según la psicología de la memoria, se refiere con términos como no declarativa o procedural (que también en castellano se llama procedimental). Según él esta experiencia se hace inicialmente evidente al analista como un fenómeno perceptivo.
Una de las elaboraciones “técnicas” que sobresalen en el tratamiento que ofrece Bromberg de los enactments, está en relación con el “sistema del miedo”, y caracteriza estos momentos de encuentro como algo que se produce cuando la situación es segura pero no demasiado segura. En estas situaciones se repiten en la relación analítica los mismos fracasos del pasado del paciente, pero afortunadamente ocurre algo más que una mera repetición. Se trata de “sorpresas seguras” porque una nueva realidad sólo se hace presente a través de la sorpresa, entre la espontaneidad y la seguridad, construida por terapeuta y paciente. Esta situación que se revive es una analogía del trauma evolutivo, algo que parece más atractivo y pleno de significado que el trauma masivo, que describe de forma semejante a lo que conocemos por las clasificaciones oficiales como trastorno por estrés postraumático. Es fácil entender su razonamiento de que aquellos pacientes que sufrieron el primer tipo de trauma son más frágiles para que el segundo tipo deje huellas más marcadas.
Este capítulo dedicado al abismo disociativo – el 4 º - comienza con un pensamiento sobresaliente:
Los buenos clínicos son buenos clínicos, no importa cuál sea su familia de origen. Pero los vínculos de apego influyen sobre en qué medida el clínico es capaz de apartarse libremente de los conceptos y del lenguaje de aquella teoría – las “palabras adultas” – que moldeó originalmente esos vínculos. (p. 67)

Ningún autor, viene a decirse, por importante o influyente que nos resulte, debe ser arrogado de una autoridad incuestionable. El concepto del psicoanálisis relacional – término que parece ser fue acuñado por Stephen Mitchell en las reuniones de un pequeño grupo de analistas – representa un punto de vista común sobre cómo se desarrolla la mente humana, en sus aspectos normales y patológicos, y sobre cómo debe desarrollarse la terapia analítica, pero al mismo tiempo es un término no tan específico que obligue a adherirse a un conjunto de ideas dado. Bromberg lo reformula como interpersonal/relacional para honrar la contribución de Harry Stack Sullivan y de la teoría de las relaciones objetales. Otra idea importante relacionada, que reformula la concepción clásica de que una interpretación correcta y perfectamente refinada será lo que permitirá al paciente “captar” lo que se le dice como algo que procede de un insight emocional, no simplemente intelectual, coincidiendo así la interpretación del analista y la comprensión del paciente. Sin embargo, lo que guía la atención del analista interpersonal/relacional, al menos en el caso de Bromberg, no son tanto los contenidos que el paciente produce, por sí mismos, sino los cambiantes estados mentales que organizan dichos contenidos. La mejor interpretación será, en consecuencia, la que se dirija a la diferenciación de estados “yo” y “no-yo” mediante la familiarización mutua que se logra negociando las situaciones de enactment.
Cuando un paciente se presenta con actitud oposicionista después de una sesión que en apariencia había sido satisfactoria para ambos, la razón puede provenir de que el estado del self presente estaba disociado como estado del self “no-yo” en la “buena” sesión previa. En la segunda sesión son atacados el analista y la parte del paciente más agradable para el analista, por haber participado en una sesión terrible. Esta parte del paciente se sintió desatendida por el terapeuta y desea boicotear el tratamiento. La integridad de su estructura mental se vio comprometida. Por este camino ataca Brombergh la estrategia que preconiza Kernberg ante los pacientes límites, disociativos, que consiste en señalarles que con su inconsistencia de una sesión a otra están orillando el conflicto. Pero para el paciente, dicha “inconsistencia” carece de marco de referencia en la medida en que la disociación está en funcionamiento y sólo es capaz de percibir una parte de sí mismo en cada momento. El uso del lenguaje del conflicto por parte del analista clásico amplía el abismo interpersonal así como los intersticios dentro de la organización interna del paciente. La interpretación de la transferencia y de la escisión – frente a la consideración de la disociación - ante procesos que son fuertemente disociativos no sirve para cuidar de la avergonzada necesidad de seguridad que tiene dicho paciente dentro de la experiencia relacional inmediata.
Una señal de que los procesos de pensamiento de un paciente están desconectados disociativamente es el incremento repentino de su pensamiento concreto, por ejemplo, cuando se centra de forma rígida en el contenido de las interpretaciones que el analista le ofrece, como si esos contenidos surgieran aislados de la persona que los produce. Si, en caso de disociación apreciable del paciente de una sesión a otra, Bromberg no se encuentra igual de disociado e implicado, es decir, en un enactment,  puede decirle al paciente algo del estilo de: “Mira a ver si puedes recordar tu última sesión y volver como si estuvieras ahora en ella” (p. 78). Esto es, busca que la reviva, no que hable de ella desde el pensamiento. Estrategia que recuerda, a mi entender, la misma que utiliza para interpretar un sueño, es decir, intentar que el paciente reviva la escena del sueño como si estuviera sucediendo en el aquí y ahora. También pregunta “¿Cómo sería?” (“What is it like?”) cuestión que le parece lo suficientemente amplia y simple como para permitir que el paciente reviva la situación de una experiencia no procesada.
Llama la atención que un autor como el que nos ocupa, no especialmente interesado por la filosofía, pero que rara vez incurre en ingenuidades, muestre su interés sobre la cuestión de la verdad, atrevimiento que a mi entender le honra. Trae a colación a una autora habituada a indagar sobre los fundamentos teóricos del psicoanálisis, como es Marcia Cavell – en Paidós (2000) puede encontrarse en castellano su apreciable libro publicado originalmente en el 96 – quien en un debate entre ambos afirmaba que aunque los puntos de vista sean múltiples, la realidad solo es una. Con buen criterio Bromberg responde que quizá esto es satisfactorio para un filósofo pero no para un clínico, pues la verdad se divide entre los diferentes estados del self y el crecimiento del paciente surge de la construcción negociada en la que la distinción entre lo “verdadero” y lo “falso”  pierde sentido. En el espacio transicional, decía Winnicott, la realidad es un estado mental compartido. Esta realidad construida socialmente, me permito añadir, que supone una forma de vida y cierta manera de adaptación al mundo, en la que no todo es convencional. (Sí, se me abre la puerta de un jardín: “la realidad construida sirve para adaptarnos a la realidad”, pero éste no es momento de entrar en él).
Bromberg habla de la “técnica” – sobre todo en el capítulo 6º - entre comillas pues desea separarse todo lo posible de este concepto del psicoanálisis clásico, acción que comprende que puede ser considerada una “traición”, también entre comillas. Su experiencia del proceso terapéutico se asemeja a lo que le ocurre cuando quiere escribir un trabajo, pues hasta casi el final no descubre exactamente el tema general del texto, con el que simultáneamente ha mantenido un diálogo. Pero cuando un analista habla de que utiliza su mente como un “instrumento analítico” la está tomando como una herramienta que se usa para entender al paciente, y esta “comprensión” va íntimamente unida a su concepción de la “técnica”  como un conjunto de reglas, más o menos rígidas o flexibles, para inferir lo que se halla oculto en el inconsciente del mismo, de forma neutra, sin contaminar el material. Para ilustrar su crítica frente a esta posición recurre a un fragmento de una novela escrita por el noruego Per Peterson (Out Stealing Horses):
La gente así, cuando le cuentas una buena cantidad de cosas, en un tono modesto e íntimo, va y piensa que te conoce, pero no te conoce, sabe cosas sobre ti, porque lo único que vislumbran son hechos, no sentimientos… de ninguna manera lo que te ha pasado ni cómo te han convertido en lo que ahora eres las decisiones que tomaste. Lo que hacen es rellenar con sus propios sentimientos y opiniones y prejuicios, y construyen una vida nueva que no tiene un comino que ver con la tuya, y eso te permite escapar del anzuelo. (pp. 67-68, subrayado de Bromberg)

El psicoanálisis relacional supone un cambio de paradigma, desde una psicología unipersonal, centrada en el individuo, a una psicología bipersonal, centrada en la relación. Se ha pasado de la primacía del contenido a la primacía del contexto, de la cognición al afecto y, afirma, también se ha producido un alejamiento del concepto de “técnica”, aunque todavía no haya sido descartado (p. 126). Reconoce que la mayoría de los analistas clásicos se esfuerzan por aplicar las reglas técnicas de una manera razonable y humana, con flexibilidad y teniendo en cuenta los aspectos relacionales y la experiencia mutua. Sin embargo, el problema estaría en la raíz de la actitud analítica pues la “atención libremente flotante” que preconizó Freud configura un uso de la relación y de la experiencia emocional experiencialmente no relacional. La “atención libremente flotante” y la “técnica” dividen radicalmente la actividad del analista entre “cómo escuchar” y “qué hacer”, situándose inevitablemente fuera de la díada.
En la mayoría de las actividades humanas la técnica no es suficiente, ya sea cuando se interpreta música en una banda o cuando se participa en una psicoterapia. En la relación analítica no es posible separar lo personal de lo profesional:
…el “camino real hacia lo inconsciente” es transformado en un inconsciente relacional –un camino común y corriente en el que la única recomendación técnica que se puede plantear es la de reconocer que parte del viaje es la apariencia impredecible de los baches. (pp. 131-132)

El concepto de técnica no es sólo innecesario, es un estorbo. Y lo mismo se hace extensivo a la técnica que se apoya en la psicología experimental, al menos según se deduce de un comentario que hizo hace cincuenta años alguien tan alejado de la clínica psicoanalítica como Paul Meehl, ya que, insiste Bromberg, el ingrediente fundamental de una relación terapéutica es la espontaneidad. Para ser efectivo un terapeuta debe acercarse al funcionamiento de un actor, olvidando lo que se ha estudiado en la academia si su formación ha sido la adecuada, como sugería Theodor Reik.
Una de las aportaciones que me han resultado más originales es su perspectiva crítica del concepto de fantasía inconsciente (cap. 7). Cada ser humano estaría poseído por un escenario inconsciente que actúa de forma repetitiva y lleva a la toma de decisiones que casi tienen una vida propia, emergiendo a veces como un drama que moldea el curso de la vida, que anula el juicio y la memoria de la experiencia pasada. Ahora bien, este término de “fantasía inconsciente” nos hace creer que sabemos más de lo que en realidad sabemos. Una engañosa ilusión de claridad. El fenómeno ha podido ser sugerido por los poetas como una forma de escondernos detrás de nosotros mismos (Emily Dickinson), o con la imagen de innumerables espíritus que vuelan alrededor de ti (Alexander Pope). La fantasía inconsciente es en Freud un procedimiento para la satisfacción de deseos, mientras que para M. Klein, entiendo, es más un proceso de construcción del psiquismo. En cualquier caso, lo que Bromberg plantea sin vacilación es que con lo único que un analista puede trabajar con su paciente es con la fantasía consciente. Porque una experiencia afectiva no simbolizada sólo puede volverse consciente mediante la simbolización, en un contexto de experiencia relacional que permita organizar el sentido de la interpretación. La fantasía inconsciente implica la existencia de un pensamiento enterrado, más que un modo de relacionarse con el mundo. Proponer la existencia de una fantasía inconsciente modifica la naturaleza esencial del término “fantasía”. ¿Si es inconsciente, cómo podemos determinar que es irreal, imaginaria o semejante a un sueño diurno? El hecho de afirmar que la mayoría de nuestras actividades son inconscientes no puede hacerse extensivo sin más a la fantasía, pues no hay ninguna prueba de ella.
Bromberg está esgrimiendo un argumento que guarda bastante semejanza con el que utilizó Wittgenstein en varias ocasiones. Un psicoanalista – dice el filósofo vienés – es aquel que mantiene la teoría de que el comportamiento de la persona viene, en gran parte, determinado por 'motivos inconscientes', es decir, tiene un motivo pero no lo conoce. Si alguien expresa escepticismo ante el principio de que un motivo o deseo puede ser inconsciente el psicoanalista afirmará que se trata de un hecho comprobado: "lo dirá como alguien que está destruyendo un prejuicio corriente". Pero este cambio de perspectiva implica también confusiones conceptuales radicales. Los psicoanalistas se equivocan al interpretar los deseos inconscientes como un tipo de deseos, etc., y transfieren parte de la gramática de 'deseo' a 'deseo inconsciente'. Confundidos por su propia, y nueva, convención representativa piensan que en cierto sentido han descubierto "pensamientos conscientes que eran inconscientes". Piensan que el sujeto se encuentra separado de sus propios estados inconscientes, que la conciencia es una pantalla ante el inconsciente. Entre otras cosas, tanto Bromberg como Wittgenstein están aludiendo a que se dota a lo inconsciente de la misma cualidad de interioridad y ocultamiento que suele poseer generalmente el concepto de ‘mente’ en nuestra cultura. En MacIntyre (1958, p. 103) se apunta a las implicaciones de dicha idea plasmadas de forma nítida: “… sería como reduplicar la mente sustancial consciente de Descartes con una mente sustancial inconsciente”. Y añade “Lo inconsciente es el fantasma de la conciencia cartesiana”.
Volviendo al texto de Bromberg, se puede afirmar que un enactment es un fenómeno intrapsíquico pero que se desarrolla interpersonalmente, y es a través de este proceso como lo “no-yo” es convertido simbólicamente en “yo”, un aspecto relacional de la identidad. En ese sentido, dice citando a Fingarette, el insight no es como el descubrimiento de un animal que está oculto entre los arbustos. En otro de sus libros se lee la descripción de lo incosnciente como el hecho de levantar una piedra para observar los insectos que pululan por debajo. No es la revelación de una realidad pasada y oculta, sino la reorganización del significado de la experiencia presente, en relación con el futuro y con el pasado. Podemos ver a una persona presa de los espíritus, pero no a los espíritus en cuanto tales. La fantasía inconsciente es el resultado exclusivamente de una inferencia. Ante esto pienso que se podría objetar que la mayoría de las ciencias funcionan con conceptos inferidos, y no puede ser de otra manera, pero, y en esto vuelvo a estar de acuerdo con la crítica a la fantasía inconsciente, estas entidades internas e inconscientes sólo son defendibles desde el psicoanálisis clásico, leal al dominio de la interpretación, que se mueve dentro del paradigma cartesiano y que el psicoanálisis relacional deberá abandonar en breve. Sin embargo, en un giro final que llama mi atención, Bromberg no abandona por completo la interpretación, ni el concepto de “fantasía inconsciente”, sino que les concede cierto poder heurístico siempre que se tomen como una experiencia disociada co-construida y no como un pensamiento reprimido en la mente. Recurre a Peter Fonagy para establecer la distinción entre patología por conflicto y patología evolutiva – la que nosotros habitualmente conocemos como patología por déficit – para separar la experiencia interpretable de la no interpretable, pertenecientes respectivamente a un self reflexivo o a un self pre-reflexivo.
El deslizamiento estructural de la disociación al conflicto se muestra en la clínica por un incremento en la capacidad para alcanzar la autorreflexión y que una parte del self observe a otra, antes estaban disociadas, posiblemente con desagrado. El analista tiene que estar presente en ese proceso mediante la palabra, tiene que hablar para que el paciente “lo vea” y acceda, en el aquí y ahora de la relación, a sus estados disociados. De las funciones mentales comprometidas por el trauma y la disociación, la percepción es una de las que están en mayor riesgo porque el trauma amenaza la capacidad cognitiva para manejar imágenes y, por tanto, para construir sentido a través de la percepción. La percepción es un proceso relacional del individuo con el mundo circundante. Los fragmentos no procesados se mantienen en la memoria como fragmentos no utilizables que aparecen como fotos sueltas sin significado. Su mayor ambición como psicoanalista ha sido la de explorar las implicaciones de una mente humana configurada relacionalmente, como un sistema autoorganizado. En esa mente la disociación normal tiene su utilidad cotidiana asegurando el funcionamiento creativo de las funciones mentales y seleccionando el estado del self más adaptativo en cada momento.
Termina Bromberg el libro recuperando un razonamiento que ya utilizó en 1974 con el que expresa la sospecha de que el psicoanálisis como institución cumplió el importantísimo papel de conservar grandes descubrimientos, pero a veces la misma institución que protege al niño es la que lo atrofia. En cambio, la capacidad de la mente para deslizarse entre diferentes estados del self, sin perder su sensación de continuidad, es la que hace posible utilizar aquellas partes disociadas que pueden resultar tremendamente productivas. Esto también puede pasar con la lectura de diferentes autores y obras. Recurre al conocido libro de Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento – que quizá ha inspirado al propio Bromberg en el título de éste que comento -: “Cada libro, cada volumen que ves aquí, tiene un alma. El alma de la persona que lo escribió y de aquellas que lo leyeron y vivieron y soñaron con él”. Yendo un poco más allá, propone que nuestras mentes no están encerradas en nuestras cabezas sino que las personas obtienen información de fuentes muy remotas con las que en apariencia no tienen contacto.
Deseo señalar cómo Bromberg reconoce al final de la obra su deuda intelectual con Sándor Ferenczi, por una parte, y, entre las múltiples influencias literarias que utiliza con soltura y pertinencia, destaca la obra de la poetisa Emily Dickinson. Y termina con un poema o aforismo de la italiana Alda Meini que traduzco así:
El psicoanálisis
Siempre busca un huevo
En una cesta
Que se ha perdido.

Durante más de cien años los psicoanalistas se han formado para hablar a sus pacientes, mediante la asociación y la interpretación,  sobre una cesta inferida que contenía un “huevo”, la fantasía inconsciente. Pero el huevo no es un contenido enterrado que se desentierra, sino la simbolización conjunta terapeuta-paciente, mediante el enactment, de un proceso relacional disociado.
  





Bromberg, P.M. (1998). Standing in the Spaces. Essays on Clinical Process, Trauma, and Dissociation. New Jersey: Analytic Press.

Bromberg, P.M. (2006). Awakening the dreamer: Clinical journeys. New Jersey: Analytic Press.


MacIntyre, A. (1958). El Concepto de Inconsciente. Buenos Aires: Amorrortu, 2001.

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