martes, 13 de diciembre de 2022

¿Es el déficit en sí algo objetivo?

¿Es el déficit en sí algo objetivo, o se trata de una experiencia subjetiva? A veces nos topamos con pacientes, con cierto desequilibrio – al menos el imprescindible para impulsarlos a consultar – en los que no logramos descubrir carencias importantes procedentes de sus épocas tempranas de desarrollo. Me temo que este es un problema que no se resuelve con facilidad. Criticamos que Freud abandonara la teoría traumática de sus inicios para achacarlo todo a la dinámica deseante individual, sin tener casi en cuenta los aspectos ambientales, por no decir, sociológicos. Nuestro enfoque es más ambientalista, lo que quiere decir que no basta la experiencia subjetiva, sino que debe haber un factor traumatizante ambiental. Por ejemplo, si proponemos las intervenciones afirmativas – con Killingmo - es porque damos por válidas las vivencias “subjetivas” del paciente, es decir, suponemos que existe algo “objetivo” -trauma o microtrauma- que ha producido el trauma evolutivo y la disociación, y las justifica: “Se comprende que en esa situación te sintieras rechazada”. Si se comprende es porque no se trata de una impresión subjetiva. Otra cosa es que en todo individuo exista ese fondo de disociación y que cada uno se defienda como bien pueda del trauma. En cuanto a la personalidad, opino que se trata de lo que uno es, más que lo que uno tiene. Me gusta la definición de Stephen Mitchell (1988, p. 38): La personalidad no es algo que uno posee, sino algo que uno hace. Uno desarrolla esquemas constantes, pero éstos no reflejan algo “interior”, sino más bien modos aprendidos de enfrentar las situaciones; por ello en cierto sentido siempre responden a las mismas situaciones y a la vez son moldeados por éstas.

sábado, 3 de diciembre de 2022

DONNA ORANGE: SISTEMAS INTERSUBJETIVOS, FILOSOFÍA Y ÉTICA

Rodríguez Sutil, C. (2022). Donna Orange: Sistemas Intersubjetivos, Filosofía y Ética. Clínica e Investigación Relacional, 16 (2): 346-365. [ISSN 1988-2939] [Recuperado de www.ceir.info ] DOI: 10.21110/19882939.2022.160202


RESUMEN En este artículo examinamos la aportación de Donna Orange a la ética dentro de la clínica psicoanalítica, desde la perspectiva de la teoría de los sistemas intersubjetivos y la crítica de la mente aislada cartesiana. Por encima de todo, hay que colocar una relación radicalmente asimétrica, de infinita responsabilidad ante la otra persona. El enfoque ético que propone Orange se deriva de las ideas de Emmanuel Levinas, de curvatura del espacio intersubjetivo y la total asimetría ante el rostro del otro, al que no podemos tomar como un objeto de conocimiento. Posteriormente añade la aportación del filósofo danés, Knud Ejler Løgstrup, defensor también de esa asimetría: una persona es deudora porque existe y ha recibido su vida como un regalo. Criticamos este supuesto absolutismo de la obligación moral que se basa en la “deuda”, cercana de la “culpa”, y no desde el gozo, y que plantea lo que consideramos un egocentrismo moral. En definitiva ¿quién es el sujeto del mandato moral? PALABRAS CLAVE: psicoanálisis, anticartesianismo, ética, sistemas intersubjetivos, Levinas, Løgstrup 

ABSTRACT In this article we examine Donna Orange's contribution to ethics within the psychoanalytic clinic, from the perspective of the theory of intersubjective systems and the critique of the Cartesian isolated mind. Above all, she says we must place a radically asymmetrical relationship, of infinite responsibility to the other person. The ethical approach proposed by Orange derives from the ideas of Emmanuel Levinas, regarding the curvature of the intersubjective space and the total asymmetry before the face of the other, which we cannot take as an object of knowledge, and, later, that of the Danish philosopher, Knud Ejler Løgstrup, also a huge defender of that asymmetry: a person is a debtor because he or she exists and has received his life as a gift. We criticize this absolutism of moral obligation that is based on “debt”, concept very close to “guilt”, and not from “joy”. We criticize this proposed absolutism of the moral obligation that is based on "debt", close to "fault", and not from joy, and which poses what we consider a moral egocentrism. Ultimately, who is the subject of the moral mandate? KEYWORDS: psychoanalysis, anti-cartesianism, ethics, intersubjective systems, Levinas, Løgstrup 


 La crítica de la mente aislada cartesiana y la clínica de los sistemas intersubjetivos Nos podemos hacer una idea de los orígenes de nuestra autora con un fragmento de descripción autobiográfica tomado de su artículo sobre el “giro ético” (Orange, 2016): Nací en una familia con problemas que se convirtió́ en una (familia) muy numerosa. Siendo la mayor de diez hermanos, fui responsable del cuidado de niños desde muy pequeña, y de mantener el frágil sistema familiar en marcha de diversas maneras prácticas: cocinando, lavando la ropa, ordeñando vacas, haciendo fuego, etc. Envidiaba a los niños de familias más pequeñas; durmiendo tres, cuatro o cinco en la misma habitación, no podía imaginar la soledad que permitió́ a Descartes desarrollar su filosofía de la mente aislada. De paso se incluye una crítica del cartesianismo. Es relativamente sencillo aducir muchas partes en la obra de Freud y elementos conceptuales de sus teorías, que traslucen su esquema egocéntrico cartesiano (o kantiano) de la mente aislada - el mito de la mente aislada, según la denominación de Donna Orange (2001, 2002; Stolorow, Orange y Atwood, 2001) – como se concreta en uno de los problemas recurrentes de la filosofía contemporánea, en especial en lengua inglesa, como es el de las otras mentes: cómo puedo confirmar que los otros tienen mente, como yo. El error consiste en dar por supuesto que la mente es un ente propio de la persona individual, predominantemente interno. Al desafiar la mente consciente, Freud pretendía adoptar una posición contraria a la filosofía y al egocentrismo cartesiano, sin embargo, el inconsciente freudiano quedó también estancado como mente aislada, en el mismo cartesianismo que pretendía superar (Stolorow, Orange y Atwood, 2012). La mente, ahora inconsciente, seguía siendo una entidad objetiva interna, como la “cosa pensante” que representa los contenidos del mundo “exterior”. En ese espacio surge el “aparato” psíquico y los modelos topográficos del psicoanálisis clásico, metáforas que pretenden explicar las acciones de los individuos. Ante esas instancias, la teoría de los sistemas dinámicos, de Stolorow y su grupo, ofrecen una descripción fenomenológica del psiquismo humano. Por descripción fenomenológica debemos entender aquella que se pone en marcha desde la experiencia y no impregnada de teoría de alto nivel. Se podría decir que busca en la observación de la presentación de la persona y de su historia la comprensión de esa dinámica intersubjetiva. Lo inconsciente es, por definición, aquello que no pudo ser experimentado de forma directa. Es, por tanto, el resultado de una inferencia que nos ofrece los eslabones que nos faltan para completar la comprensión de nuestras vidas. Rechazamos así la metáfora freudiana de el inconsciente como un almacén interior, un caldero bullente (“… ein Chaos, einen Kessel voll brodelnder Erregungen”, “…a chaos, a cauldron of seething excitement”, Freud, 1933). El psicoanálisis contemporáneo deja de representarse como una excavación arqueológica y se convierte en una exploración de las vivencias del paciente, en confluencia con las vivencias del terapeuta. En especial de las vivencias traumáticas que han producido una congelación en el funcionamiento de la persona, como principios prerreflexivos que organizan la vida de la persona y su mundo. El entorno pasa a ocupar el primer plano, como trauma vivido en la infancia, en la producción de la patología del paciente. Anna, caso descrito en el libro de Stolorow, Atwood y Orange (2002), había nacido en Budapest donde, en sus primeros años, vivió́ los horrores de la Segunda Guerra Mundial y de la ocupación Nazi. Cuando tenia cuatro años, su padre fue llevado a un campo de concentración, donde finalmente murió́. Durante la sesión analítica, Anna de repente se dio cuenta de que nunca había aceptado la muerte de su padre. Creía incluso ahora que seguía vivo. Recordaba haberle dado ella la citación para que se presentara en el campo de concentración, dando al mismo tiempo saltos de alegría, convencida de que le daba algo muy importante. Luego se sintió muy culpable. Pero el núcleo de su conflicto residía en que su madre siempre mantuvo que el padre seguía vivo, intentando protegerla, e igualmente negaba la evidencia de la guerra que se estaba produciendo. El trauma de Anna estaba causado por la imposibilidad de elaborar el duelo. Dicho trauma lo provocaba no una madre maltratadora sino, todo lo contrario, una madre “cuidadora” aunque equivocada. La disociación conciliaba aspectos irreconciliables de su realidad. Si el padre seguía vivo, por qué no volvía, algo por lo que Anna se sentía culpable. ¿Por qué la madre se casó de nuevo después de varios años? Y otras paradojas. Este conflicto, producido de forma clara por las circunstancias vividas, se oponía por completo al modo habitual de las explicaciones psicoanalíticas, centradas en el complejo edípico y en la dinámica deseante del neurótico. En cambio, desde el punto de vista relacional e intersubjetivo la unidad básica de estudio no es el individuo, como una unidad separada, sino el grupo. Tenemos presente desde el principio el campo de interacción en el que surge el individuo, esto es, el “campo intersubjetivo – o la matriz relacional como la denominó Stephen Mitchell (1993). Esta matriz no es un modo de obtener experiencias ni de compartir las experiencias, sino la precondición para alcanzar cualquier experiencia. Orange (2016), en su artículo sobre el giro ético, se aleja por completo del cartesianismo cuando suscribe la sugerencia de Merleau-Ponty del ser humano como un “espíritu encarnado”. No es mi mente cartesiana, sigue diciendo Orange, la que saca a mi cuerpo material a montar en bicicleta, ni mis mecanismos cerebrales, sino yo misma. La fenomenología y la teoría de sistemas se resisten al reduccionismo en todas sus formas. la conciencia y lo inconsciente son cualidades, de mayor o menor intensidad, no espacios, de la experiencia personal y relacional, dentro de los grupos y las comunidades. Consciente e inconsciente son propiedades cambiantes de los procesos relacionales, no de mentes aisladas, ni siquiera de “mentalizaciones”, advierte refiriéndose a los términos de Fonagy. Donna Orange (2011, 2013) propone un ejemplo de las interpretaciones, a menudo grotescas, a que lleva la concepción clásica de la mente aislada y la hermenéutica de la sospecha a ella asociada. La anécdota procede de Frank Lachmann. En el año 53, asistía a un seminario de un analista didacta en el Instituto Psicoanalítico de Nueva York, rodeado de psiquiatras, pues en aquellos tiempos eran pocos los psicólogos admitidos en formación como psicoanalistas. El profesor contó lo que le pasó cuando fue a comer a un restaurante con su mujer y otras parejas, y se encontró con un paciente, en una mesa cercana. Se saludaron. Luego el paciente se despidió de él. Al ir a pagar la cuenta, el camarero les dijo que ese señor ya había abonado la deuda de todos ellos. La pregunta, dirigida a sus alumnos, era qué pensaban de este paciente. Todas las afirmaciones de la audiencia le dejaban en mal lugar, ante el beneplácito del analista y la sorpresa de Lachmann: narcisista, grandioso, competitivo, controlador, degradante, hostil y destructivo, etc. Se sintió feliz de no haber abierto la boca y comprendió que el psicoanálisis consistía en descubrir las motivaciones inconscientes más bajas, por muy corteses que sean en la superficie. Veamos ahora una historia clínica que nos ofrece la propia Donna Orange (2016) y que nos permitirá seguir profundizando en el modelo de los sistemas intersubjetivos, y su oposición a ciertas perspectivas clásicas. Lucía, su paciente, había pasado antes por el diván de una analista. La madre había fallecido de cáncer teniendo ella 11 años. Aquí nos topamos con un intrigante paralelismo con el caso de Anna, antes resumido. El entorno familiar intenta “protegerla” de las durezas de la vida y, por la misma operación le impide desarrollar un necesario proceso de elaboración del duelo. La madre se estaba muriendo y nadie se lo había dicho. No se pudo despedir y se enteró circunstancialmente cuando oyó comentarios sobre la preparación del entierro. Tras varios meses en análisis, Lucía le preguntó a su terapeuta anterior si ella también había perdido a su padre o a su madre en edad temprana. La analista se negó en redondo a responder a esa pregunta y sólo aceptó analizar juntas su trasfondo. Tras unos meses, Lucía abandonó la terapia. Tenía dificultades para confiar en sus propias percepciones: “Cada fracaso, incluyendo algunos propios, reduce al paciente a un caso de algo o a un ejemplo de una teoría o regla”. No hay, en opinión de Donna Orange – y de la mayoría de los clínicos relacionales- un cuerpo distintivo de teoría clínica o de recomendaciones “técnicas” que se deriven de las teorías relacionales. Se trata más bien de una perspectiva o, mejor, una sensibilidad. No nos sumergimos en la experiencia del otro, sino que nos unimos al otro en el espacio-tiempo intersubjetivo. ¿Qué conjeturas podría hacerse Orange sobre la razón de que este tratamiento de sistemas intersubjetivos y sensibilidad parecía haber ido bien? Los pacientes le han dicho, cada uno a su manera: “esto funciona porque me tratas como una persona y no como un caso de algo, porque no haces como que SABES, y porque no te escondes detrás de tu rol profesional conmigo. Pareces realmente estar conmigo”. Existe el riesgo de que esto sea una idealización, según confiesa, pero el clínico que trabaja desde la teoría de los sistemas intersubjetivos da por hecho que ha tenido algo que ver en la aparición de los problemas, y que, además, siempre puede aprender algo nuevo del paciente. Inspirándose en Gadamer (1960, 1975), Orange (2010) propone la hermenéutica de la confianza. En terapia, y fuera de ella, nos enredamos en una conversación y lo que sale de ella nadie lo puede saber previamente. Uno de los participantes puede intentar convencer al otro, pero también escucha con atención lo que el otro le puede enseñar, rechazando toda comunicación autoritaria, algo en lo que a veces se convierte el psicoanálisis. Esta hermenéutica de la confianza, en oposición a la tradicional “hermenéutica de la sospecha” requiere un psicoanálisis no autoritario ni ideológico que dé la bienvenida al otro en la conversación (Cf. Orange, 2010). Si, en cambio, la hermenéutica fuera simplemente interpretación unilateral del otro, habremos evitado las explicaciones biologicistas, pero nos deslizaremos hacia un idealismo de las interioridades mentales. El trabajo filosófico, tal como lo entiende Wittgenstein (1945-49), es en gran medida un trabajo sobre uno mismo, eliminando la confusión que se deriva de tomar las palabras como si siempre significaran lo mismo. Según el filósofo vienés, el significado de cualquier expresión es su uso dentro de un determinado juego de lenguaje, con una gramática particular; por ejemplo, sólo en el juego del ajedrez tiene sentido la pieza del “rey”, sin que haya una esencia de la “realeza”. Orange (2002), dirá en consecuencia que sólo en el interior de ciertos juegos de lenguaje de la psicoterapia, con sus reglas particulares, tienen significado expresiones como “objeto interno” (teoría de las relaciones objetales), “objeto del self” (psicología del self) o “contacto” (terapia gestalt). Un juego de lenguaje es un sistema de comunicación, simple o complejo, pero completo en sí mismo, con un vocabulario, un contexto y unas reglas gramaticales. Wittgenstein tiene una perspectiva pragmática de los juegos de lenguaje que se producen dentro de una forma de vida. Dice en la segunda parte de las Investigaciones Filosóficas: Podemos imaginarnos a un animal enojado, temeroso, triste, alegre, asustado. Pero ¿esperanzado? ¿Y por qué no? El perro cree que su dueño está en la puerta. Pero ¿puede creer también que su dueño vendrá pasado mañana? - ¿Y qué es lo que no puede?... ¿Puede esperar sólo quien puede hablar? Solo quien domina el uso de un lenguaje. Es decir, los fenómenos del esperar son modos de esta complicada forma de vida. (p. 409 de la edición castellana) Quizá el trabajo en el que Donna Orange expresa de forma más sintética y perspicaz su crítica del psicoanálisis cartesiano sea aquel en el que se plantea la importancia del lenguaje para el psicoanálisis (Orange, 2002) . Toma tres términos del psicoanálisis – transferencia, identificación proyectiva y representación – y se pregunta en qué medida se hallan insertos en una tradición cartesiana y su uso nos lleva a una impregnación de ciertos supuestos epistemológicos, la perspectiva egocéntrica, y, a la inversa, en qué medida su rechazo supone cuestionar toda la tradición. Por mi parte, entiendo que el rechazo nos llevaría al íntimo cuestionamiento de si seguimos siendo psicoanalistas, asunto que dejaré para mejor ocasión. Orange hace suya la línea argumentativa que utilizó el segundo Wittgenstein (1945-49) en contra de su propia primera teoría, la del Tractatus (1918), conocida como “pictórica”, según la cual las proposiciones representan – o “pintan” - un hecho de la realidad al compartir su “forma lógica”. La mente, en realidad, nos aclara Orange, no copia nada. El lenguaje no representa una realidad exterior, hechos o estados de cosas. Parece asumir de manera implícita el argumento de esta segunda época del filósofo austríaco, en relación con el significado global o sistémico de todo lenguaje, inserto en un juego de lenguaje y, en definitiva, en una forma de vida. Las veracidad o utilidad de las frases no se comprueba de una en una, ante una realidad “externa”. La transferencia (en alemán Übertragung) se define como el fenómeno de trasladar las imágenes o representaciones del pasado, y las ansiedades asociadas, a la relación actual, en concreto, con el terapeuta. Orange prefiere la tesis de que la transferencia tendría que ver con la existencia de esquemas de acción (Cf. Fosshage, 1994), formados en el pasado, dando una mayor relevancia a los adquiridos de forma temprana. Pero los esquemas se activan, no se transfieren. Por su parte, la identificación proyectiva kleiniana, fenómeno que también interviene en la transferencia, sería una versión psicoanalítica del pecado original. Representa al ser humano luchando por desprenderse de la maldad innata y lanzarla a los demás. De forma implícita, este concepto, denuncia Donna Orange, transparenta la creencia en una agresividad innata, en las profundidades de la mente aislada. Esto permite al analista repudiar aspectos indeseables de su propia afectividad, atribuyéndolos a mecanismos originados en la mente del paciente. Finalmente vuelve al manejo habitual del concepto de “representación” (Vorstellung ) en psicoanálisis, y en otros ámbitos, por extensión. La representación, ese puente planteado por Locke entre la mente y la cosa, el sujeto y el objeto, el interior y el exterior, permea el psicoanálisis clásico, por no decir, todo el pensamiento del sentido común. Cita un párrafo en el que Freud (La Negación, 1925) advierte que la función del juicio, como facultad mental, es la de comprobar la existencia de una imagen (interna) en la realidad (externa). Este modo de comprobación continúa el tradicional y escolástico de comprobación de ideas: una idea correcta es la que se adecúa a la realidad. No voy a desarrollar ahora los argumentos contrarios a la concepción del sentido común sobre la representación que ya he tratado en otros lugares (Rodríguez Sutil, 2021). Seguramente la crítica de Orange está justificada, también cuando cuestiona a los psicólogos y psicoanalistas evolutivos que retrotraen la representación a las fases tempranas del desarrollo infantil (Stern, Fonagy, etc.). No nos movemos por representaciones acertadas sino por actividades concretas en contextos pragmáticos. Pero igualmente debemos reconocer que el mecanismo de la negación es un fenómeno clínico en la mayoría de los adultos, impregnados del sentido común, cartesiano, de nuestra cultura. Este sentido común nos lleva a teorizar la mente como un contenedor de imágenes. Orange señala el siguiente fragmento de Donald Stern: … el niño llega a darse cuenta de que su madre puede tener “cosas en la mente”, esto es, contenidos mentales, tales como prestar atención a algo, una intención o un afecto; que él, también, tiene cosas en la mente; y que los contenidos de su mente y de la de su madre pueden ser los mismos o diferentes. (1985, p. 74) Hay numerosos ejemplos en la literatura psicoanalítica de este tipo de argumento por parte de autores que se declaran contrarios, por otra parte, a la perspectiva egocéntrica del psicoanálisis . La representación de esa interioridad es, en realidad, un constructo social que aprendemos en nuestro desarrollo no es la interioridad lo que está dado por principio y que nos permite acceder, por analogía, a la interioridad del otro. Debate sobre la Ética Orange (2010) revisa y comenta las aportaciones de una serie de filósofos importantes del siglo XX al psicoanálisis intersubjetivo: Wittgenstein, Merleau-Ponty, Buber, Levinas, Gadamer. En ese grupo no incluye a Heidegger. A modo de justificación, sugiere que Robert Stolorow (2007, 2011) ya se está ocupando adecuadamente de este autor, cosa que es cierta. Sin embargo, más potente parece el siguiente argumento: … encuentro que las acciones de Heidegger, y en especial su silencio posterior, una tremenda traición a todo lo que es querido por los filósofos, y aunque reconozco su grandeza y lo que ha influido en mi pensamiento, todo lo que tengo que decir sobre él aparece en passant en los capítulos siguientes. (2010, p. 13) Pero lo cierto es que Heidegger está presente, de forma inesperada, más que en passant, a lo largo de todo el texto de Orange, Thinking for Clinicians (2010) , pues es uno de los autores que más se cita, en ocasiones para decir que el filósofo tratado en ese momento lo rechazaba por ciertas razones, en otras es la propia autora la que marca las diferencias, por ejemplo, cuando advierte que Merleau-Ponty tiene mucho más en cuenta el cuerpo que el maestro alemán. O cuando afirma que el concepto heideggeriano de autenticidad es demasiado individualista. En el segundo texto de Orange (2020) al que me voy a referir ahora, recientemente traducido como Psicoanálisis, Historia y Ética Radical: Aprendiendo a oír, se le dedica parte del capítulo 4. Antes de ello, conviene advertir que la información pertinente se puede encontrar en cualquier biografía extensa y minuciosa de Heidegger, como la de Rüdiger Safranski (1994), donde se relatan los hechos que casi todo el mundo sabe, en relación con el Maestro de Alemania y el régimen nazi. En los últimos años se han descubierto detalles sobre su militancia, pero lo esencial ya era conocido. Entre otras cosas, varias manifestaciones de entusiasmo, inicial, por el régimen nazi, explicitadas en su discurso rectoral de 1933, en la Universidad de Friburgo. Renunció un año después pero nunca llegó a rechazar públicamente el régimen, ni a pedir perdón por su apoyo. Por lo que he podido observar en el primero de los textos citados (Orange, 2010), ni Buber ni Levinas, Gadamer o Wittgenstein – este último es el único autor de los enumerados que no recibió ningún influjo de Heidegger - hacen demasiada referencia al cuerpo, pero eso quizá no tiene importancia. En cuanto a la falta de presencia de la ética en los escritos del maestro de Friburgo, tal vez debamos pensar en un argumento implícito semejante al de Wittgenstein. Para Wittgenstein la ética pertenece a lo inefable (1930) y, por tanto, hablar de ello es un sinsentido. En el Tractatus (1918), obra cuyas implicaciones éticas fueron puestas de relieve en los años setenta (Cf. Janik y Toulmin, 1973), la ética no es algo que se dice con palabras, sino que se muestra con el ejemplo. En segundo lugar, igual que el joven Wittgenstein, en una conversación con Bertrand Russell, no diferenciaba entre sus investigaciones lógicas y la angustia por sus pecados (Cf. Monk, 1990) – posiblemente la pregunta por el Ser (la ontología) ocupaba todo el espacio en el pensar de Heidegger porque no veía diferencia entre ontología y actuación (Hans-Georg Gadamer, 2002, cap. 15). En consecuencia, ni Heidegger ni Wittgenstein escribieron propiamente una Ética. Por lo demás, nadie podrá defender que cuando un filósofo da una obra con ese título a la estampa ello le inmuniza de comportamientos poco éticos. De la misma forma que las investigaciones lógicas del primer Wittgenstein poseían un fondo ético, se puede defender que la pregunta por el Ser, que preside toda la obra de Heidegger, sigue un impulso de intención ética, y que su obra no incluye una ética porque es en sí misma una ética (Cf. Santiesteban, 2007). La obra de Emmanuel Levinas, de intención ética manifiesta, se ofrece en gran medida como un diálogo y debate con Heidegger. Orange (2010) comienza su exposición del pensador francés con el siguiente argumento: Si se pudiese poseer, captar y conocer lo otro (o “al otro”), no sería lo otro. Poseer, conocer, captar son sinónimos del poder. Levinas es un autor difícil, comenta Orange, pues: a) no argumentaba como un filósofo, sino que enunciaba como un profeta; b) su escritura es intencionadamente metafórica, intentando impresionar al lector con su hipérbole, desalojando nuestras certidumbres y complacencias previas; y c) el uso inusual que hace de palabras familiares hace necesaria la relectura. La conmoción moral ante el horror nazi permea su obra y, posiblemente, le lleva a una posición esencialmente ética, a una inspiración constante en Heidegger y a una lucha contra el pensamiento de éste. La ética es colocada en el lugar más elevado de la filosofía, entendida como una relación radicalmente asimétrica y de responsabilidad infinita ante la otra persona. La relación ética no se inserta en ninguna relación o conocimiento previo, es un fundamento y no una superestructura. Según Orange, para entender esta idea debemos recordar que Heidegger, para quien el estudio del Ser lo era todo, “utilizó su filosofía para apoyar al régimen que encarceló y esclavizó a Levinas durante cinco años y asesinó a su familia” (2010, p. 79). “Levinas llegó al convencimiento de que algo “diferente” del ser o del conocimiento debe ser fundamental” (Id., p. 80). Lévinas, estudioso de Heidegger, lituano de origen, superviviente tras cinco años en un campo de trabajo nazi, propuso, en su gran obra, Totalidad e Infinito (Lévinas, 1971), una gran idea filosófica, en opinión de Orange (2010, 2011, 2020). Por encima de todo hay que colocar “una relación radicalmente asimétrica, de infinita responsabilidad ante la otra persona”. Frente a la tendencia a “totalizar” – que significa tratar a los otros como algo que debe ser estudiado, categorizado y comprendido, como ocurre con el diagnóstico psicopatológico – hay que responder ante el rostro del otro. En la relación con el otro (Autrui), se origina “una curvatura del espacio intersubjetivo” (Levinas, 1971; Cf. Sassenfeld, 2017). Esto quiere decir que la relación ética no se establece entre iguales, sino que es radicalmente asimétrica, es decir, a partir del interior de esa relación, según se produce, en este preciso momento, pones en mí una obligación que te convierte en mucho más que yo, más que mi igual. La relación en esencia ética con el vecino está inclinada de forma tan radical e irreversible como para no parecer igual en ninguna forma fenomenológicamente descriptible. Frente a la actitud de totalizar o tratar al otro como algo que debe ser estudiado, Levinas plantea el valor del “rostro”, el modo en el que el otro se me presenta, cara a cara, desbordando la noción que existe en mí de ese otro. El otro se me presenta con una infinita demanda de protección y cuidado. Esa cara dice: “no matarás” y “no me dejarás morir solo”. La relación con el prójimo produce una “curvatura del espacio intersubjetivo”, porque la relación ética es asimétrica. Su concepto de infinitud radica en la responsabilidad sin límites que el rostro del otro pone en mí: … esos ojos, carentes por completo de protección, la parte más desnuda del cuerpo humano, ofrecen no obstante una resistencia absoluta a la posesión, una resistencia absoluta en la que se inscribe la tentación del asesinato: la tentación de la negación absoluta. (Orange, 2010, p. 82) El rostro no es algo que yo vea sino algo a lo que yo hablo (Id., p. 83). No simplemente lo contemplo, sino que respondo ante él. La meditación sobre el trauma ocupa un lugar relevante en la obra de Levinas. El sujeto de Levinas es un self traumatizado, construido a través de una relación consigo mismo experimentada como carencia, en la que el self es vivido como la fuente inasumible de lo que está faltando en el yo – un sujeto de melancolía, pues. Pero es un algo bueno. Sólo gracias a que el sujeto se constituye inconscientemente a través del trauma del contacto con lo real es que podemos tener la audacia de hablar de la bondad, la trascendencia, la compasión. Sin trauma no habría ética en el sentido particular que Levinas le da a la palabra (Id. p. 85). La ética no es un deporte de sillón sino mi experiencia de una demanda que no puedo ni cumplir ni evitar por completo. Orange concluye que cuando un paciente nos llega después de haber sido maltratado por otro terapeuta, debemos asumir la culpa como nuestra, si no queremos que se sienta abandonado. La subjetividad nunca es suficiente, la demanda ética alcanza el infinito (Id. p. 86). Frente a la subjetividad heideggeriana de la Jemeinigkeit (identidad, integridad), entendida como la posesión de mi propio self como propio, Levinas desposee al self de su soberanía. Desde el punto de vista ético – dice Levinas - como primacía de lo que es mío, es odioso. Si me defino como un yo es porque estoy expuesto a los otros, a los que debo responder. La ética me exige destronar a mi self a favor del otro vulnerable. Yo debo responder por el otro sin esperar ninguna reciprocidad o reconocimiento, ajeno a toda dialéctica de amo-esclavo. Y así pasamos a un concepto heideggeriano esencial, el de la autenticidad (Eigentlichkeit). La autenticidad supone el despliegue de las propias posibilidades de ser, la subjetividad del Dasein separado de la multitud, de la masa, frente al Uno, que es el que se disuelve y protege en ella. Pero el problema es que este Dasein, dice Orange (2010, 2020) a partir de Levinas, alcanza su autenticidad en aislamiento de los otros, no mediante el diálogo con el otro. Produce una ética ambigua en la que no entra siguiera el “no hagas daño”; desgraciadamente consistente hasta con el ideario nazi. Es habitual la defensa del psicópata frío de ánimo que justifica su actuación “por el bien de todos”. Según Orange, el terapeuta que siga los pasos de Levinas debe tener presentes tres conceptos fundamentales: irreductibilidad, proximidad y sustitución. El rostro que me demanda desde lo infinito no es una fachada reductible a un sistema nervioso o a un centro de control. La proximidad es la cercanía o distancia en nuestra relación con el otro. Pero el otro es cercano porque no tengo espacio para eludir mi obligación ética. Por sustitución se entiende mi obligación de aceptar sufrir la suerte del otro, incluso arriesgando la vida para salvar al otro. Orange escribe: Con una adecuada sintonización con la vida emocional, nos unimos al paciente en la búsqueda de la comprensión, pero sin demasiado conocimiento. Nos autorrevelamos un poco cuando suponemos que esto puede servir de apoyo al diálogo reflexivo. Pretendemos un psicoanálisis “mínimamente teórico”, u otro enfoque, trabajando con conceptos cercanos a la experiencia, reteniendo lo máximo posible nuestros juicios e impulsos diagnósticos. Nos mantenemos cercanos a nuestros pacientes, descubriendo el camino juntos, aprendiendo lo que podemos de cada uno. (2010., p. 94) Se termina la revisión de Levinas destacando su humanismo ético, frente al anti-humanismo moderno (de Heidegger) que niega la primacía del ser humano. Es un humanismo que nunca puede permanecer en la autosatisfacción, triunfante o confortable, sino que “conforta al afligido y aflige al confortable”. Nunca puedo decir que he cumplido plenamente con mi responsabilidad. No me voy a extender aquí en una defensa del pensamiento heideggeriano ni de su posible independencia del ideario nazi, quizá demasiado complejo el primero para una ideología tan simplista como la que implica ese ideario – algunos han hablado de “nazismo metafísico”. Tampoco voy a desarrollar, puestos a hablar de totalitarismos, mi visión de por qué Marx no me parece responsable del Gulag, sino los que lo construyeron. Sin embargo, los razonamientos de Orange al respecto – y de muchos otros – adolecen de cierta fragilidad. El Dasein como lo define Heidegger es, de entrada, “ser-con”, no es un sujeto sin mundo, un sujeto aislado no es un sujeto en absoluto – ese “humanismo” que da al sujeto por supuesto lo opone de entrada al objeto y le dota de interioridad -. Mi ser es esencialmente “ser-con-los-otros”. (Véase,1927, § 20, 21, 22, 23, 24, 25; donde Heidegger desarrolla su crítica del egocentrismo cartesiano). Orange propone un enfoque humanista y este es un motivo de crítica hacia Heidegger, quien en 1947 (Carta sobre el Humanismo) rechazaba el humanismo como una forma de subjetivismo cartesiano, una filosofía de la mente aislada que extrae al ser humano fuera del mundo. En la disputa con Sartre (1946) opinaba que el humanismo exageraba la autonomía y libertad del ser humano. El humanismo es otra forma de “olvido del Ser”. Orange está de acuerdo con que el humanismo de Sartre (1946) exagera nuestra capacidad de libertad por encima de las circunstancias, pero afirma que Heidegger se va al otro extremo. Al rechazar éste la metafísica tradicional occidental, dice, se negaba a hablar de la ética, del otro personal o del diálogo. No obstante, recordaré la tremenda disputa entre Jean Paul Sartre y Albert Camus sobre el régimen soviético estaliniano, el otro totalitarismo, que el primero defendía con firmeza a pesar de su humanismo. Orange reconoce que la filosofía de Levinas podría interpretarse como la obra de una persona traumatizada; trauma que originaría puntos ciegos en su visión política. Rehusó, por ejemplo, criticar a Israel por la masacre de Sabra y Chatila, de 1982, y apoyó también a la Unión Soviética. Parece, en cambio, que Heidegger no tuvo ningún trauma que disculpe su comportamiento. De Gadamer, discípulo de éste, cuenta que se sintió horrorizado por la implicación de Heidegger con el nazismo. Pero sobrevivió al régimen hitleriano y al comienzo del comunismo en Leipzig, manteniéndose callado. Algunos le han tachado por ello de “cobarde”; en cualquier caso, su postura parece haber sido, como poco, ambigua (Cf. Grondin, 2000). Este mal, por lo que se sabe, estuvo bastante extendido entre los intelectuales de su generación que no abrazaron abiertamente al Reich. El humanismo sería una postura ética, y por tanto no se define por la posición ontológica, sobre el papel, sino por el comportamiento práctico. Llamarse “humanista” en esencia, como hizo Sartre, no deja de ser una impostura. Intentamos buscar el fundamento ontológico del pensamiento relacional que es el que sustenta con mayor firmeza, a mi entender, la democratización del psicoanálisis de la que hablaba Brandchaft (1991; Cf. Orange, 2011). Orange encuentra en el psicoanálisis de Bernard Brandchaft aquello a lo que Ricoeur (1965) llamó “hermenéutica de la restauración”, y que ella denomina, inspirándose en Gadamer (1960), la “hermenéutica de la confianza”, frente a la “hermenéutica de la sospecha”, que presidió el psicoanálisis desde sus orígenes (Orange, 2011). Nos acercamos al otro en actitud de diálogo, pues el otro tiene puede tener razón y algo que enseñarnos. A través del otro nos entenderemos mejor a nosotros mismos. Brandchaft y Kohut, dice Orange, se frustra cuando su ayuda es rechazada, se siente herido y racionaliza su contraataque, dice que el paciente se está defendiendo, y, sobre todo si es un analista en formación, puede pedir excusas avergonzado. Esta hermenéutica de la confianza nace en el seno de una ontología que pone en potente cuestionamiento el egocentrismo cartesiano. Una amplia y detallada revisión de las carencias éticas de nuestro mundo actual, con el silenciamiento de los que sufren, víctimas de la guerra y la desigualdad, así como del cambio climático, como uno de los problemas éticos centrales de nuestra época nos es ofrecida por Orange en su último libro (2020). Desde una perspectiva histórica recuerda, entre muchas otras cuestiones que la brevedad nos lleva a obviar, que los padres de la constitución norteamericana tenían esclavos, que Lincoln no era esclavista pero sí segregacionista. A continuación, examina a destacados filósofos y psicoanalistas, empezando por el propio Freud, justificando en parte sus radicalismos como una forma de defensa ante un ambiente hostil, fuertemente antisemita. Cuenta la labor de “maquillaje” que se realizó en su momento para desnazificar la figura de Carl Gustav Jung, en un uso sociohistórico de la retroactividad (Nachträglichkeit). Pero nos centraremos en la nueva reivindicación del pensamiento de Emmanuel Levinas, al que se une en el texto con el fenomenólogo danés, Knud Ejler Løgstrup, quien plantea – y Donna Orange (2020, p. 122) parece citar con agrado - que: una persona es deudora no porque haya hecho algo malo sino simplemente porque existe y ha recibido su vida como un regalo. Igual que Levinas proclamaba una responsabilidad plenamente asimétrica, ahora se añade que la culpa y la responsabilidad son infinitas. Esta propuesta, supuestamente, pasa así por encima de toda argumentación sobre el reconocimiento mutuo de tipo hegeliano, en línea con la dialéctica del amo y el esclavo, utilizada para comprender la relación madre-hijo y terapeuta-paciente (Benjamin,1988, 1995, 2004). El reconocimiento mutuo es el punto más vulnerable del proceso de diferenciación, ya que para existir para uno mismo es preciso existir para otro, pero si destruyo al otro, no habrá nadie que me reconozca. Si no le permito ninguna conciencia independiente quedo enredado con un ser muerto, no consciente. Comentaba Orange (2016) que la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo está en el fondo de todo discurso sobre el reconocimiento. Cada sujeto necesita al otro para crear un espacio nuevo para la “terceridad” – algo que trasciende al marco de la díada - el diálogo del reconocimiento mutuo que marca el abandono de la relación amo-esclavo en la que uno debe someterse y el otro dominar. Hegel ya había comprendido que amo y esclavo se crean mutuamente, como lector y escritor o como madre e hijo, pero Benjamin (1988) establece que esa situación de reconocimiento mutuo no tiene porqué ser de dominación y sumisión. Algo que puede estar implícito en Hegel: “La verdadera independencia supone mantener la tensión esencial de estos impulsos contradictorios; es decir, tanto afirmar al sí-mismo como reconocer al otro" (1988, pág. 73). La pérdida se compensa por el placer de compartir, por la mutualidad. Recordemos, como hace la propia Benjamin (1988, 1995, 2004), el concepto de uso de un objeto tal como lo introdujo Winnicott (1969) por su gran proximidad con esta dialéctica del amo y el siervo y con el moderno concepto de "mutualidad". La noción “relación de objeto” sugiere cierto grado de participación física y de excitación. “Uso del objeto”, en cambio, es un concepto más general, pues, si se lo desea usar, es forzoso que el objeto sea real en el sentido de formar parte de la realidad compartida, y no "un manojo de proyecciones". Es preciso que el sujeto haya desarrollado una capacidad que le permita usar los objetos. Para Winnicott esto forma parte del paso al principio de realidad. El objeto queda fuera de la zona de control omnipotente, es decir, es reconocido como una entidad por derecho propio. Para dar este paso (de la relación al uso) el sujeto “destruye” al objeto, sino en la práctica, cuando menos en la intención. Y después puede venir la fase de que “el objeto sobrevive a la destrucción por el sujeto”: “Mientras te amo te destruyo constantemente en mi fantasía (inconsciente)”. Pero, gracias a que el objeto sobrevive, cuando sobrevive, el sujeto puede vivir una vida en el mundo de los objetos. Esto reporta importantes beneficios; pero también supone un precio: la aceptación de la creciente destrucción en la fantasía inconsciente vinculada con la relación de objeto. El sujeto reconoce y controla su destructividad en la medida en que reconoce al objeto como otro sujeto, para lo cual él debe haber sido previamente reconocido. Esto permite la "realidad compartida". Sobrevivir significa no tomar represalias, también en el análisis, incluso la muerte del analista no es tan mala como la represalia (Winnicott, 1969, p.124). La creación de un espacio simbólico dentro de la relación madre-hijo promueve la dimensión de la intersubjetividad, concomitante de la comprensión mutua. Tal espacio, como subraya Winnicott, no es solo una función del juego solitario del niño en presencia de la madre, sino también del juego compartido entre madre e hijo, comenzando por el más temprano juego de la mirada mutua. En este juego, la madre está "relacionada con", en la fantasía, pero al mismo tiempo es "usada para" establecer comprensión mutua, un patrón que es paralelo al juego transferencial en la situación analítica. En la elaboración de este juego la madre puede aparecer simultáneamente como el objeto de fantasía del niño y como otro sujeto sin amenazar por ello la subjetividad del niño. Quizás el reconocimiento y el respeto, incluso cuando son mutuos, no son fines en sí mismos, sino efectos de justicia y vida ética (Orange, 2016). Orange se apoya en Judith Butler, cuando escribe sobre la “vida precaria” (Butler, 2000, 2004). Llega a la conclusión de que es posible que para lo ético se necesite otro tipo de alteridad más allá de la ofrecida por el discurso hegeliano del reconocimiento. Es preciso percibir y reconocer una vulnerabilidad para que se produzca un encuentro ético. No obstante, la vulnerabilidad adopta otro significado en el momento en el que es reconocida, y el reconocimiento ejerce el poder de reconstituir la vulnerabilidad. Esta “versión de Hegel” permite la esperanza de que las luchas por el reconocimiento no sean violentas. El apoyo primario que el bebé y el niño pequeño requieren para su desarrollo armónico, o simplemente para seguir en el mundo, es una cuestión ética, pero la necesidad ética se prolonga en el adulto en el nivel político y de la justicia social. Conclusiones La posición que adoptemos respecto al cartesianismo condiciona nuestra posición en el marco clínico. Bien mirada, la metafísica tiene consecuencias prácticas. El psicoanálisis entendido como una técnica asume que una mente aislada, el analista, hace algo a otra mente aislada, el paciente o, en el peor de los casos, a la inversa. Cuando se toma al otro como totalidad, en el sentido de Levinas, es decir, como un objeto, el resultado no puede ser un ser humano más sano sino un objeto más pulido, como sugería el propio Heidegger (1987). Las recomendaciones técnicas se convierten en reglas fijas que se mantienen hoy en nuestro “superyó́ psicoanalítico colectivo” (Orange, Atwood, Stolorow, 1997). Experimentamos nuestra relación con el otro -de acuerdo con la posición técnica- como si las cosas pasaran de manera secuencial, en forma de acción y reacción, como en un puente de dirección única, que da lugar a una causalidad lineal. En resumen, uno es agente y el otro paciente, en algunos casos de forma alternativa, en una especie de relación complementaria en la que subjetividad del otro no es reconocida como tal. En su artículo sobre la importancia del lenguaje en psicoanálisis (Orange, 2002) se preguntaba: ¿cómo podemos saber que un terapeuta ya no vive en “absoluto” en un mundo conceptual freudiano, que coloca toda la patología en el paciente? Me parece que Donna Orange incurre en cierto “absolutismo”. Ninguno estamos libre del todo del universo conceptual freudiano o, si se quiere, cartesiano. En ocasiones he puesto ejemplos de cómo autores de gran importancia y actualidad, incurren en errores propios de la perspectiva egocéntrica, aún habiendo realizado aportaciones relevantes para nuestro enfoque externalista. Meltzoff (2007; y Moore, 1977) y Fonagy pueden servir de ejemplo (Cf. Rodríguez Sutil, 2016). No obstante, su reciente propuesta de una “ética radical” (2020) me produce un importante desconcierto. Podría pensarse que la dialéctica del reconocimiento mutuo es un sistema mucho más equilibrado que la responsabilidad asimétrica de Levinas y Løgstrup, en la que el sujeto debe reconocer su culpa originaria. Esa culpa originaria del sujeto protagonista nos lleva a un pensamiento religioso de la renuncia que veo contradictorio con los objetivos de la terapia, entre otros el de la liberación de la culpa, al menos de la culpa injustificada, como reedición del pecado original. Criticamos este absolutismo de la obligación moral que se basa en la deuda, cercana de la culpa y no desde el gozo. ¿Debemos asumir la ética de la autorrenuncia? Y de ser así ¿es la misma ética que debemos predicar a nuestros pacientes? Parece que debemos enseñar que la vida es dura (2020, p. 166), yo prefiero enseñar, o al menos intentarlo, que en la vida se puede gozar, más allá del síntoma o del castigo, y que es esa moral de la renuncia la responsable de gran parte del sufrimiento con el que acuden nuestros pacientes. Esta absoluta responsabilidad del sujeto frente a su entorno me hace pensar en una vuelta al egocentrismo cartesiano, en la forma del autosacrificio ante todo y ante todos. Un paso más, estaríamos en el pecado original. La “maldad innata” que la misma Orange (2002) descubría en el concepto de “identificación proyectiva”. La propuesta de Orange, con Levinas y Løgstrup, me sugiere un regreso al egocentrismo moral, antecedente del cartesianismo metafísico, con la concepción de San Agustín de una mente autónoma, a principios del siglo V, y que también difundió el dogma del pecado original, idea no presente en la Biblia, introducida en el siglo II por Ireneo, obispo de Lyon. Claro que ahora esa falta no es atribuida al paciente sino al terapeuta, si no he entendido mal. Una inversión de términos, pues somos nosotros los que debemos asumir la renuncia total. Sin embargo, darle la vuelta al argumento puede llevarnos a la misma realidad que no cambia, una vez invertida a partir, no del sujeto absoluto del conocimiento solipsista, sino del sujeto absoluto de la ética, de cada uno de nosotros por el hecho de haber nacido. Ante ese actuar ético, procedente de una deuda, es decir, de una emoción triste, propongo que la atención al otro debe nacer del gozo. Al plantearle a la propia Donna Orange esta posible crítica, respondió, en esencia, que no era un solipsismo moral, en la medida en que, al partir de esta posición, se reparaba el daño que el otro había recibido. Por otra parte, el reconocimiento mutuo es un buen argumento, pero ¿qué pasa si el otro no me reconoce? Finalmente, si desde mi posición yo socorro al otro que sufre, superando mi egoísmo, vamos a estar finalmente de acuerdo. A esto respondí que reconozco al otro, aunque la inversa no se cumpla, porque sí, no porque yo tenga una deuda previa. Contrariamente a al planteamiento de Levinas de que no podemos conocer al otro, que para mi tiene un regusto de mente aislada, y de argumento por analogía, prefiero la explicación de Gadamer (2002): Lo decisivo no es que no entendamos al otro, sino que no nos entendemos a nosotros mismos. Cuando intentamos entender al otro, hacemos la experiencia hermenéutica de que debemos romper una resistencia dentro de nosotros si queremos escuchar al otro como otro. La posibilidad de que el otro tenga razón es el alma de la hermenéutica. (p.368) No seamos ingenuos; proclamarse intersubjetivista, o relacional y abrazar la renuncia ante el otro, o adherirse a la empatía poco tiene que ver con que luego seamos más humanos en nuestro trato con el paciente. Recuerdo el desconcierto que me produjo hace años una paciente cuando me acusó de ser “poco relacional”. Me sigo preguntando hasta qué extremo podía llevar razón. Por otra parte, ya para acabar, en estos tiempos de autocensura y corrección política, podemos llegar al cómodo absurdo de rechazar las ideas de los grandes pensadores por el hecho, importante pero no esencial, de que su comportamiento rompió los principios de lo que consideramos admisible. También me pregunto si a la propia Donna se le podría aplicar el cuestionamiento de si hemos salido ya de un universo cartesiano o seguimos, de alguna manera, manteniendo la división de alma y cuerpo y, por tanto, postulando la existencia de una entidad interna invisible. Me refiero a la definición del ser humano como “espíritu encarnado” que toma de Merleau-Ponty. Dicha concepción sería criticable si, de forma paralela, se postula que puede haber un espíritu no encarnado. Prefiero pensar que el ser humano no es la suma de dos partes, sino un cuerpo social en acción. No estoy sugiriendo una solución materialista, al menos no en un sentido simple. Posiblemente esta también sea una postura religiosa, pero quizá es la que menos presupuestos no evidentes requiere. 


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La vivencia del esquizoide según Pietro Citati

 No he encontrado tan bien descrita la vivencia esquizoide en los libros de psicopatología. Leemos en el libro de Pietro Citati. La Luz de l...