miércoles, 23 de diciembre de 2009

MITO Y REALIDAD




“Mito”, palabra que originalmente quería decir “cuento”, es un relato tradicional sobre los orígenes, el nacimiento la muerte, fundación, etc., protagonizado por dioses o héroes enfrentados con fuerzas de la naturaleza, monstruos u otros seres. Toda familia tiene sus mitos, para los mayores pueden ser historia verídica, para los más jóvenes sólo pueden ser vividos como relatos idealizados: “cuando tú naciste…”, “cuando papá conoció a mamá”.
En segundo lugar, también por “mito” se entiende una creencia o serie de creencias erróneas que delimitan las coordenadas de nuestra construcción metafísica de la realidad. No hay percepción de la realidad que no se halle tamizada por nuestra forma de vida o, siguiendo a Wittgenstein, afirmaremos que dentro de cada uno de nosotros hay un filósofo con el que tenemos que luchar. Esa filosofía que nos empuja con su movimiento de inercia se encuentra implícita en el lenguaje: en nuestro lenguaje está incluida toda una mitología. En este segundo sentido, podemos citar el “mito de la mente aislada”, ya tratado anteriormente, el “narcisismo primario”, o el estereotipo más sobresaliente de la técnica psicoanalítica, nos referimos al “mito” de la neutralidad del terapeuta y a la conexión de este aspecto con las llamadas reglas básicas o: la asociación libre, la atención flotante y la denominada “regla de abstinencia”.
Trabajar en filosofía y en psicoanálisis debe ser un trabajo en uno mismo, en nuestras interpretacio­nes y forma de ver las cosas, y en lo que esperamos de ellas. Wittgenstein realiza una trascendental tarea destructiva pero, coherente con su pensamiento, de alguna manera deja las cosas como están. No nos proporciona una metafísica sustitutoria, tal vez por el temor de crear una nueva "mitología". Por otra parte, llegaba a la conclusión de que el psicoanálisis puede ser peligroso, porque, aunque el analizado logra descubrir algunas cosas sobre sí mismo, debe mantener una fuerte actitud crítica que el propio psicoanálisis no facilita, pues se trata de una 'mitología poderosa'. Ciertamente, Freud llegaba a decir a finales de los años treinta: “La relativa certeza de nuestra ciencia psicológica reposa sobre la solidez de esas deducciones [inferencias plausibles sobre lo inconsciente], pero quien profundice ésta labor comprobará que nuestra técnica resiste a toda crítica”. Esta actitud parece rondar el dogmatismo. Ahora bien, el psicólogo no puede pres­cindir de la teoría, sobre todo si quiere que su conocimiento tenga aplica­ción fuera de la academia o del laboratorio, y no quede como mero ejercicio de ingenio. El enfoque relacional del psicoanálisis respeta las especulaciones más abstractas pero intenta que su práctica esté guiada por un sentido pragmático. Esto me lleva a decir que los mitos son válidos en la medida en que nos permitan entender la dinámica familiar de nuestros pacientes y ayudarles en su proceso de crecimiento.
Al hablar de causas Freud daba un aspecto científico a sus explicaciones cuando en realidad se trataba de una justificación de las razones. La sobredeterminación remite cada elemento a una cadena semántica (razones), no a una causa, por mucho que Freud piense estar realizando ciencia natural. Cuando analiza un mito antiguo lo que hace no es dar una explicación científica, sino proponer un nuevo mito. Este tipo de explicaciones poseen un marcado atractivo. Por ejemplo, cuando interpreta que la ansiedad supone una repetición, en alguna forma, de la ansiedad que sentimos al nacer, o la explicación de las neurosis a partir de la "escena originaria" o “primitiva” (Urszene). Se da el atractivo de las explicaciones mitológicas, que dicen que esto no es más que la repetición de algo que pasó antes.
Si aceptamos que Freud era un “hermeneuta” a su pesar, como sugiere Habermas, deberemos buscar su valor como corpus para la interpretación del sentido, y el sentido de la acción – también de lapsus, sueños y síntomas - se entiende no solo en razón al contexto actual sino también al contexto histórico, para lo cual las escenas originarias, como situaciones que marcaron época, no pueden dejar de ser relevantes. Si no hay nada detrás de la apariencia, la verdad “auténtica”, no estática ni muerta, se logrará vivencialmente pero desde la totalidad del sistema. Doy por bueno en cierto modo la versión de la verdad como consistencia. Sin embargo, para que el sistema se sostenga necesita un punto de anclaje, ese mito fundacional de la realidad prediscursiva, antes era Dios, o la idea del Bien. Para Nietzsche esa realidad externa es la voluntad de poder y el eterno retorno, como pareja inseparable. Wittgenstein plantea las “formas de vida”, idea no tan alejada de Nietzsche, pues la voluntad de poder nos impulsa para asumir la propia vida en toda su extensión. El imperativo categórico kantiano, “Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu actuación se convierta en una ley universal”, es transformado por Nietzsche en un vivir de acuerdo con que aceptemos el regreso eterno de cada uno de nuestros instantes.
¿Donde se engarza nuestra forma de vida? Posiblemente se deriva, una vez que hemos recibido el contacto físico imprescindible para seguir en el mundo, de los actos performativos o realizativos del lenguaje, acciones míticas fundacionales, en el primer sentido de la palabra “mito”. Son frases del estilo de “yo te nombro mi sucesor”, “tú eres mi maestro”, “tú eres mi discípulo”, “yo os declaro marido y mujer”, expresiones que crean una realidad: un compromiso, un contrato que quedará como mito de origen. En la práctica clínica tenemos abundantes ejemplos de la destructividad de los actos performativos, bajo la forma de profecías autocumplidas o dilemas irresolubles: “hijo mío, nunca llegarás a nada”, “sé espontáneo”, “deja eso, que tú eres muy torpe”, “mi hijo es capaz de lo mejor”.
Enlazando con esto, entre los mitos clásicos que se han mostrado fecundos en la clínica psicoanalítica, tenemos el mito de Narciso y, cómo no, el de Edipo. El reconocimiento por el otro, que nos hace de espejo, es la precondición de la propia identidad, que sólo cobrará su autén­tica dimensión con la adquisición del lenguaje. Pero el mito de Narciso muestra que ese reconoci­mien­to es de forma automática el de la propia finitud, de la mortalidad: "Vivirá mucho si no se ve a sí mismo". Vale decir, si no abandona la plenitud animal, toma conciencia de que es uno más con los demás y sufre las mismas debilidades: el amor y la muerte; que ya dejan de ser mera pulsión biológica y pasan a ser representación mental.
Es sorprendente - dirá Fairbairn - que el interés psicoanalítico sobre la historia de Edipo se haya centrado tanto en las fases finales del drama, ignorando en gran medida las primeras. Un principio de la interpretación psicológica - y literaria - es que un drama debe ser considerado en su unidad, derivando su significado tanto del primer acto como del último. Edipo comenzó su vida abandonado en una montaña para que muriera y privado completamente del cuidado materno, cuando se hallaba en un estado muy temprano de dependencia. Como corrección y completamiento del mito edípico, aceptaríamos la sugerencia de Kohut sobre el mito de Ulises. Ulises salva la vida de Telémaco, su hijo, y, por ello, se ve obligado a marchar a la guerra de Troya. Telémaco ayuda al final de la historia a su padre a recuperar el trono y a su esposa. La moraleja de este cuento es que la generación siguiente no tiene por qué ser siempre vivida con rivalidad sino que padres e hijos a menudo despliegan actitud cooperativa. Pero, en el polo de la destructividad, no olvidemos a Orestes y Electra que ejemplificaría para los dos sexos la adherencia al padre y el odio hacia la madre. Orestes, ayudado por su hermana Electra, vengó el asesinato de su padre por el amante de su madre matando a ambos.
Hace tiempo que sopeso esta idea de que la novela familiar debe ser comprendida con la aplicación de innumerables mitos, probablemente cada familia elabora los suyos propios. Si bien me repele caer en el, por otra parte seductor, mundo platónico de mitos perennes que preconizan los junguianos, pienso que la clínica requiere la búsqueda y clarificación de los mitos familiares. ¿Es legítimo sustituir una explicación “real” por otra “mítica”? Tal vez no existe una frontera nítida entre mito y realidad. La patología por déficit procede de una carencia real de afecto, mientras que la patología por conflicto se comprende mejor como la puesta en escena de un mito. Dejando para otra ocasión una explicación más extensa, terminaré citando un texto del recientemente fallecido Claude Lévi-Strauss:
En realidad, muchos psicoanalistas se negarán a aceptar que las constelaciones psíquicas que reaparecen en la conciencia del enfermo puedan constituir un mito: son, dirán ellos, acontecimientos reales, cuya fecha a veces es posible determinar y cuya autenticidad es verificable por entrevistas hechas a los padres o los criados. Por nuestra parte no ponemos en duda los hechos. Pero conviene preguntarse si el valor terapéutico de la cura depende del carácter real de las situaciones rememoradas o si el poder traumatizante de estas situaciones no deriva más bien del hecho de que, en el momento en que se presentan, el sujeto las experimenta inmediatamente bajo forma de mito vivido. Entendemos por esto que el poder traumatizante de una situación cualquiera no puede resultar de sus caracteres intrínsecos, sino de la capacidad que poseen ciertos acontecimientos de inducir una cristalización afectiva que tiene lugar en el molde de una estructura preexistente. (Sobre la Eficacia Simbólica)

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