Frente a ello, la motivación primaria según el nuevo enfoque es la necesidad de relación con los otros, la libido como búsqueda de objetos o la tendencia al apego. El apego no se deriva de las necesidades biológicas sino que es una necesidad biológica fundamental, la necesidad de ser social, podríamos decir. Luego cada sociedad producirá sus formas peculiares de ser social, sus “formas de vida”, y en el adulto la búsqueda del otro adoptará apariencias multiformes que deberán ser interpretadas por su sentido, solo comprensible desde la articulación lingüística. Es una tendencia innata pero también es una motivación social. Las relaciones tempranas con los cuidadores primarios moldean tanto nuestra autoimagen como deseos y necesidades y los modos de satisfacerlos y, en general, nuestra conducta. Parece evidente que los patrones tempranos de relación tienden a ser recreados en las situaciones posteriores, en interacción con los nuevos compañeros relacionales.
La búsqueda del placer, el hedonismo, no proporciona una base satisfactoria con que sustentar la teoría porque relega las relaciones objetales a un segundo plano, y pone en cuestión el supuesto de que el hombre sea por naturaleza un animal social, ya que la conducta social sería una característica adquirida. Cuando el placer es el objetivo fundamental estamos en presencia de un fallo evolutivo, por un fracaso del objeto en la satisfacción de las necesidades de contacto. El niño, según Winnicott, no podría pasar a la identificación primaria y más allá de ella si no existe una madre lo bastante buena. Esta madre (concepto en el debemos hacer entrar todo el entorno familiar) comienza con una adaptación casi total a las necesidades del bebé y va cediendo poco a poco en esta adaptación, según crece. La observación natural no descubre la mónada (la mente aislada) sino una unidad bio-psico-social del niño con su entorno materno. En palabras de Winnicott: “... el bebé se alimenta de un pecho que es parte de él, y la madre da leche a un bebé que forma parte de ella. En psicología, la idea de intercambio se basa en una ilusión del psicólogo”. Es decir, la necesidad mayor del bebé es la madre, más que la satisfacción de ninguna pulsión.
La vida del buscador de placer termina siempre en la desilusión, porque el placer, como meta en sí mismo, es un imposible que se escapa de las manos en ausencia de un objeto que valga la pena. Si concebimos la libido en relación con el objeto, la libido deberá amoldarse al principio de la realidad, sólo si se piensa en ella de forma aislada, sin relación con el objeto, es cuando se puede imaginar que sigue únicamente el principio del placer. Si sólo buscara el placer no se explicaría el paso al proceso secundario.
No obstante, puede que la observación de que existe una importante y en ocasiones acuciante sexualidad infantil sea una de las mayores muestras del genio de Freud; según su definición, el niño pequeño es “perverso polimorfo”. Pero no debemos perder de vista el riesgo de que nuestras observaciones sean efectuadas desde el punto de vista del adulto. Una vez descubierta la sexualidad infantil, Freud le otorga un lugar supremo que le lleva a afirmar que la ternura paterno-filial no es más que una forma sublimada de la sexualidad. Estuvo cerca de descubrir la verdad, pero su tendencia al esquema explicativo “esto no es más que esto” cegó a mi entender su visión. Igual que decimos que la ternura es sexualidad sublimada ¿por qué no podemos afirmar que la sexualidad en el niño no está diferenciada de la ternura? Otro ilustre escocés, Ian Suttie, habló con elocuencia de “tabú contra la ternura” de la sociedad victoriana. El horror ante la pecaminosa sexualidad lleva a sexualizarlo todo y a la rigidez (frigidez) ante cualquier forma de contacto. La naturaleza sexual de la libido freudiana puede resultar chocante para pueblos que no se hayan educado en la dogmática judeo-cristiana. La situación de “crispamiento” sobre la sexualidad y el pecado (sexual) puede ser totalmente extraña a una mentalidad no occidental, y está relacionada con una antropología dualista: espíritu puro, carne sucia, alma encerrada en una cárcel.
La “confusión de lengua entre los adultos y el niño” (Ferenczi) procede del hecho de que uno de los miembros del diálogo, el niño, interpreta el juego como ternura, el otro como pasión. El niño sabe muy bien cómo interpretar al adulto, no así a la inversa. Imaginemos que toca lo que no debe, algo que hasta ese momento se le había consentido sin mayor conflicto. Como consecuencia, queda dividido, piensa que es inocente y culpable al mismo tiempo; se destruye su confianza en sus sentidos y en las personas pero no abandona por ello a sus objetos. La construcción del psiquismo adulto se logra a costa del sufrimiento y la escisión – también de la síntesis. De esa manera, al menos en nuestra cultura, el proceso primario se diferencia del proceso secundario y el principio de realidad del principio del placer - en un momento dado de la infancia, calculamos que alrededor de los cinco años, de manera posiblemente bastante brusca. Antes no se puede hablar de forma consistente de un proceso primario (de un ello) pues no tiene proceso secundario al que oponerse, tampoco de un inconsciente dinámico en la medida en que no hay nada que introducir en él.
Fairbairn afirmaba que el Edipo es un fenómeno más sociológico que psicológico, relativamente tardío y superficial en la estructuración del psiquismo y, en cualquier caso, posterior a la organización del carácter. El gran antropólogo de origen polaco, Bronislaw Malinowski, en sus estudios sobre psicología primitiva no niega que en toda cultura exista algún tipo de complejo familiar, pero sí que ese complejo deba adoptar necesariamente la forma del Edipo. Entre los nativos de las islas Trobriand, el padre biológico ocupa un lugar secundario de ayuda a la madre en sus tareas de crianza y manutención, pero quien realmente desempeña el papel de autoridad es el tío materno. Carecen del conocimiento de la conexión entre la relación sexual y el embarazo y recurren a mitos femeninos para explicar el origen del mundo. La humanidad se originó con la aparición de una pareja de hermanos procedentes del subsuelo, en otras tradiciones primero sólo aparecieron mujeres. Pero, en cualquier caso, la mujer primordial da a luz sin marido ni compañero varón alguno. En el Occidente arcaico tenemos el mito pelasgo de las yeguas ibéricas, que son embarazadas por el Viento del Norte o Bóreas (Plinio, Historia Natural). Malinowski consigna la creencia de que es un espíritu el que, al entrar en la mujer, la fertiliza. Las tribus estudiadas aceptan la necesidad de que se produzca una distensión mecánica para que el espíritu del hijo futuro penetre por la vagina, pero ignoran el poder generativo del acto sexual. Es más, ante los comentarios críticos del etnólogo o del misionero responden con enfado advirtiendo que las solteras mantienen abundantes relaciones sexuales y nunca quedan embarazadas. Sin ser totalmente cierto, Malinowski reconoce asombrado que los casos contrarios son muy escasos, prácticamente anecdóticos. La experiencia recogida en nuestras modernas clínicas de fertilidad debería alejar de nosotros la tendencia a tomar estos hechos a la ligera, las creencias y el estado de ánimo influyen de manera determinante en la concepción.
Aunque ya pocos mantienen la descripción freudiana de la horda primitiva devorando al padre en una comida ritual, sí se afirma la universalidad del Edipo como estructura inevitable del ser humano, pues como dijo Freud, el Edipo es una "situación que todos los niños están condenados a experimentar". Se ha argumentado que es preciso defender con energía la tesis de la unidad psíquica de la humanidad pues, en caso contrario el psicoanalista no podría proponer una interpretación válida de la cultura. Este es el tipo de razonamientos que debemos atacar con energía. Tal vez sea preciso aceptar que el psicoanalista no puede dar una interpretación válida de la cultura, al menos utilizando el esquema clásico, o quizá no exclusivamente como psicoanalista. Y, en todo caso, lo indeseable de una consecuencia no basta para rechazar la veracidad de sus premisas. En otro orden, una cosa es postular la unidad psíquica de la humanidad, sea lo que sea lo que ello signifique, y otra afirmar que el complejo de Edipo, descrito por Freud en pacientes neuróticos de clase media-alta en la capital del Imperio Austro-Húngaro, en su inmensa mayoría judíos, sea aplicable sin modificaciones a toda otra cultura, vale decir, a otras formas de vida. Si la dialéctica familiar es el origen de la estructura individual, como gustosamente aceptamos, parece acertado suponer que la estructura cambiante de una sociedad a otra y de una época histórica a otra influye de forma especial en dicha estructura. Tal vez existan universales, pero estaríamos tan poco preparados para descubrirlos como el pez para advertir la existencia del agua en la que nada.
El patriarcado sólo es posible tras el conocimiento de la causalidad genética. Después se puede llegar a defender, con Aristóteles, que el hijo deriva del padre, y que la madre sólo aporta el lecho fértil donde se desarrolla la semilla. En el punto intermedio encontramos una curiosa institución, la covada: el padre acoge al bebé recién nacido y adopta actitudes de parturienta mientras la madre prosigue con las duras tareas del campo. La maternidad es un hecho mientras que la paternidad sólo es una inferencia. La covada es la elaboración simbólica de la paternidad cuando la causalidad genética no se halla todavía bien asentada. La humanidad primitiva – la de las figurillas de Venus ampulosas - debía reverenciar la capacidad de la mujer para engendrar hijos, don divino, capacidad que la sitúa muy por encima del hombre.
Cuando la humanidad descubre la causalidad generativa comienza un cambio trascendental pero progresivo. La paternidad da pie a la culpabilización de la sexualidad, que deja de ser libre. Hay que asegurarse de que los hijos sean realmente de su padre, idea afín a las sociedades sedentarias. En la actualidad estamos recorriendo el camino inverso, con destacadas consecuencias culturales, la causalidad generativa es perfectamente conocida y reconocida pero la relación entre sexualidad y generación ya no es ineludible, gracias a los métodos anticonceptivos y a la inseminación artificial.
Entre los fenómenos edípicos estaría el horror al incesto que podría marcar la frontera entre naturaleza y cultura y, en consecuencia, estar presente en toda cultura conocida, aunque las observaciones acumuladas apuntan a que no es tan universal como pudiera pensarse. En cambio, el antropólogo finlandés Edvard Westermarck (1862-1939) considera la evitación del incesto como un fenómeno biológico en el ser humano, un “troquelado (imprinting) sexual inverso”. Cuando dos personas viven en la intimidad doméstica durante los primeros años de vida parece como si quedaran inmunizados ante la atracción sexual. Este efecto Westermarck ha podido apreciarse en el kibbutz israelí, entre otros medios culturales. Sin embargo, la mayoría de los antropólogos también aceptan que los juegos sexuales infantes entre hermanos y otros semejantes son un fenómeno universal. Esta universalidad me lleva a mantener la idea de que la emoción tierna hacia los seres cercanos, incluyendo la atracción sexual, es nuestra tendencia natural, mientras que el horror al incesto, y el Edipo, con todas las posibles variantes, procede del aprendizaje cultural.
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