Una persona lega en la materia me preguntaba hace poco el porqué me dedico al psicoanálisis cuando es una técnica que no augura resultados hasta después de, por lo menos, varios años. Como casi siempre, la respuesta es compleja. Lo más fácil sería decir que me parece el enfoque a la larga más eficaz. Afortunadamente de un tiempo para acá está tomando fuerza en el mundo un movimiento a favor de tomarse la vida con calma (slow down).
Durante casi treinta años de práctica pública y privada he atendido a muchos pacientes que habían sido tratados anteriormente con otras técnicas, unas breves y otras no tanto. Desde luego, todas esas técnicas son eficaces, como muestra la evidencia, de hecho no he tenido reparo en utilizarlas cuando me ha parecido correcto. Pero si lo que se pretende es ayudar a modificar patrones de funcionamiento amplios, que se aprendieron muy temprano y que llevan toda una vida presentes, estoy convencido que el tratamiento siempre será prolongado, se utilice la técnica que sea. Fuera de eso, los factores más importantes para que una psicoterapia funcione son, por este orden: el interés real del paciente por el cambio, la pericia y el interés real del terapeuta y, finalmente pero en absoluto menos importante, que terapeuta y paciente desarrollen un vínculo productivo, no digo "positivo" en cuanto a que tengan que estar "a partir un piñón".
Evito entrar hoy en el tema delicado de cuál es la motivación de los analistas para elegir esta imposible profesión. Ocupémonos de momento en qué es lo que impulsa al paciente para acudir a la consulta del analista o, si se quiere, del “psicólogo”, en un sentido amplio.
Algunos pacientes, desde luego, lo que buscan es una solución rápida a sus problemas, sin mayor planteamiento. Cuando descubren que lo que les ofrecemos no es una solución mágica, sino que supone un trabajo importante por su parte y cambios fundamentales de hábitos relacionales, abandonan la terapia con la misma rapidez con la que llegaron. Formas de tratamiento más breves y dirigidas al síntoma pueden ser de utilidad con estas personas, pero yo soy de los que piensan que los síntomas psicológicos ocupan un lugar dentro de la economía mental del sujeto, lo mismo valdría decir que forman parte de un estilo de comunicación con el grupo familiar o el entorno humano, y no se eliminan sin algún coste. Después quiero dejar a parte aquellos que acuden por un motivo pragmático ajeno a la propia consulta. Este supuesto es más frecuente en el trabajo en instituciones públicas y tiene que ver con la obtención de una baja laboral, un informe clínico, una medicación, etc.
Podría pensarse que la terapia analítica supone una tarea de indagación formal, una investigación científica racional y desapasionada por ambas partes. Sin embargo, es raro que un paciente esté interesado sin más en emprender una exploración científica sobre su propia personalidad. Desde luego eso no ocurre con los niños que son llevados a tratamiento, pero tampoco con la mayoría de los adultos. Cuando tal deseo se expresa, como ocurre a veces con sujetos de personalidad obsesiva o esquizoide, se trata de un modo de defensa contra la implicación emocional, defensa que puede funcionar como una resistencia formidable. Como bien dice Fairbairn, el analista no es primariamente un científico sino un psicoterapeuta – podríamos decir “un técnico aplicado”- , y la adopción del papel terapéutico implica ya de por sí un alejamiento de la actitud científica. La adopción de una postura terapéutica es una decisión extra-científica del analista. Si defiende a ultranza que “lo único que importa es la explicación”, acaso sólo fomente la resistencia de muchos, si no todos, los pacientes.
En conexión o no con esa supuesta tarea de indagación científica, la persona puede aspirar a aprender nuevos conocimientos sobre sí misma que le ayuden, o nuevas habilidades que permitan mejorar sus áreas problemáticas. A veces se ha intentado equiparar el análisis con un proceso educativo. El propio Freud en algún momento caracterizó al psicoanálisis como una forma de reeducación, sin embargo rechazaba la influencia directa o educativa en el sujeto. Nuestro sólo deseo como analistas, dice, es el de ver al enfermo adoptar por sí mismo sus decisiones. No obstante, admite cierta actitud educativa en casos límites (personas muy jóvenes o individuos muy desamparados o inestables). Por otro lado, también reconoció la posibilidad o conveniencia de mezclar el “oro puro” del análisis con el “cobre de la sugestión” directa en el tratamiento de grupos grandes de la población, siempre que respetáramos el supuesto de que el principio activo de este tratamiento seguirá siendo el puramente analítico, es decir, la interpretación del conflicto inconsciente. Sin embargo, la cada vez más frecuente aplicación de la psicoterapia psicoanalítica a sujetos con trastornos graves y organizaciones alejadas de las neurosis clásicas, parece haber aconsejado la frecuente adopción posterior de modificaciones en la técnica (acompañamiento, sostenimiento, gestión). Ester cambio en el tipo de problemáticas atendidas también ha sido esencial en variación de perspectiva teórica hacia los enfoques relacionales. Ahora sabemos que ni la interpretación, ni siquiera la comunicación verbal en su conjunto, desempeña el papel fundamental en el éxito terapéutico, sino que aspectos más sutiles, como la empatía y otros factores no verbales, poseen una importancia por lo menos equivalente. También tenemos indicios firmes de que las recomendaciones clásicas de neutralidad y examen objetivo y desapasionado no reflejaban en absoluto la práctica real de Freud ni de los primeros analistas.
Creo que todos los terapeutas deseamos que nuestros pacientes resuelvan sus angustias y dificultades en la mayor medida posible. Pero, por mucho que modifiquemos nuestra posición en relación con dichas recomendaciones, el deseo de curación (o de educación) nunca debe tener más peso en el analista que en el paciente pues, de otro modo, el daño que se produce es tanto como el que se alivia. Recordemos por un momento que la más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto. Es ya una cuestión tópica la comparación entre la situación analítica y la confesión ante el sacerdote católico, sobre todo en literatura ajena a las corrientes psicoanalíticas. Aunque se trata de una comparación bastante inexacta - nuestra función no sería tanto perdonar una culpa consciente sino indagar con el paciente sobre una posible culpa inconsciente, que se mostrará como un sentimiento erróneo y , sobre todo, no buscamos la fe – no la desecharía de inmediato. Lo cierto es que muchas personas acuden acuciadas por un sentimiento concreto de culpabilidad o más general de ser poco valioso o despreciable. Nuestra empatía y atención continuada suelen aliviar estos sentimientos y permitir que el paciente se sienta aceptado. Fairbairn defiende la analogía religiosa, pero no con el confesor sino con el exorcista. Lo que el paciente está buscando es la “salvación”; por ejemplo, de sus objetos internos
2 comentarios:
Si me permites, Carlos, a esta interesante cuestión, yo respondería, que lo que en última instancia quiere un paciente es ser ESCUCHADO, o más precisamente dicho: vivir la experiencia emocional de ser escuchado. De ahí nuestro silencio, que no es (o debería ser) distancia, sino contacto (o intento de).
Posiblemente el síntoma es el particular lenguaje que utiliza el paciente para expresar su protesta, su queja y su malestar, al igual que el niño que, sin posibilidad de expresar su dolor emocional por vías simbólicas utiliza su cuerpo, por ejemplo un inicio de asma, como llanto ahogado de su desesperación vital. Si podemos escuchar lo que este síntoma re-presenta para el paciente, éste se irá sintiendo progresivamente contenido y de este modo pasar a niveles de simbolización y metabolización (digestión emocional) menos primitivos y más sanos. Si por el contrario, nos quedamos en la superficie del síntoma (cautivos por el furor curandis propio del ideal de omnipotencia y velocidad que caracteriza nuestra sociedad occidental) el paciente re-experimentará aquellas primitivas fallas empáticas que posiblemente causaron el síntoma que le trae a consulta. En el mejor de los casos el paciente podrá introyectar la actitud de escucha de su terapeuta y así podrá tener acceso a un conocimiento de sí mismo,a una comprensión de su sufrimiento, de su dolor, que no podría tener de otro modo y que el mismo síntoma se encarga de enmascarar y distorsionar. Debemos descifrar el mensaje que subyace tras el ruído del síntoma.
Un abrazo,
Frank C.
Estimado Frank, muchas gracias por tu comentario. Como ocurre habitualmente, aunque utilicemos lenguajes diferentes creo que queremos decir lo mismo. La propuesta fairbairniana, que yo expongo como opción que conviene tener presente aunque no agote la realidad, es la de que el paciente busca la salvación. Tú añades que el paciente busca que se le escuche. Nada que objetar. Estarás de acuerdo en que una auténtica escucha, supone estar dispuesto a escuchar y dialogar con el otro, y es en sí misma, cuando se logra de forma satisfactoria, una acción salvadora. Es gracias a los otros y con los otros como podemos salvarnos, viéndonos reflejados. Lo único que nos reduce a la soledad es la muerte, o al menos la imagen que logramos hacernos de ella. Me parece recordar que era Erik Erikson, a quien debemos grandes aportaciones a la perspectiva evolutiva, quien decía que una buena madurez se mostraba en la capacidad para enfrentarse a la muerte con calma y que la amenaza principal que supone es la pérdida de toda relación con las personas queridas.
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