martes, 21 de junio de 2011

Joan Coderch (2011) Psiquiatría Dinámica. Barcelona: Herder



Comentario que acaba de aparecer en

Clínica e Investigación Relacional VOL.5 Nº 3 pp. 379-383 (2011)

La obra que comento hoy es la segunda edición con ligeras modificaciones de un texto aparecido hace 36 años y considerado con justicia como uno de los libros clásicos de la disciplina, obra de referencia durante todo este tiempo para la mayoría de los clínicos de orientación analítica, cuya quinta edición se publicó en 1991. Quede por tanto sentada mi actitud de admiración por un trabajo al que dedicaré observaciones en algún momento críticas pero siempre respetuosas. Al ocuparme de un tratado o manual, una obra de consulta, que incluye la exposición minuciosa de una información abundante y precisa, no voy a realizar una exposición pormenorizada de cada apartado y epígrafe, pues sería una labor engorrosa y poco constructiva.

La psiquiatría y el psicoanálisis se ocupan de los trastornos psíquicos y, aunque no deben confundirse, mantienen muchos puntos en común. Sin embargo, advierte Joan Coderch en 1975, la comunicación entre ambas disciplinas era y es todavía escasa.

Coderch ha decidido conservar el núcleo central de la obra, de inspiración kleiniana, aunque las diversas orientaciones psicoanalíticas han cambiado mucho pero también el pensamiento del autor. De haber realizado las modificaciones correspondientes a estos cambios se trataría a todas luces de un libro completamente diferente en aspectos centrales, por lo que esta decisión no es reprensible más aún teniendo en cuenta otras relevantes aportaciones del autor. Esto no impide que algunos echemos en falta una psicopatología desde la perspectiva del psicoanálisis relacional.

La obra aparece remozada en algunos aspectos, no obstante, como son algunas actualizaciones terminológicas, la ampliación del capítulo sobre la neurosis histérica, información sobre los trastornos alimentarios y las adicciones y un nuevo capítulo sobre las influencias sociológicas de la posmodernidad en los trastornos individuales.

El primer capítulo trata una cuestión prioritaria, como es mostrar la aportación que el enfoque psicodinámico reporta a la comprensión del paciente en salud mental, para dotar de estructura la indagación y la práctica clínica, permitiendo distinguir lo fundamental de lo accesorio. Con ese fin se centra en una exposición de la psicopatología general, con todos sus conceptos y secciones, los trastornos del pensamiento, de la memoria, la conciencia y el estado de vigilancia, la percepción, los afectos y la psicomotricidad. A parte de señalar que se trata de una adecuada introducción a la materia, no veo nada que merezca un comentario a parte.

El segundo capítulo enfrenta la difícil tarea conceptual de intentar definir los criterios de normalidad-anormalidad psíquica, objeto de la psicopatología pero, como bien se nos recuerda, aspecto en el que cada profesional actúa normalmente guiado por su propia intuición personal, más emocional que lógica, siguiendo un criterio más bien popular y precientífico. Pero hasta ahora no se ha encontrado un modo incontrovertible de definir la normalidad psíquica. De hecho las sociedades civilizadas han relegado tradicionalmente la psiquiatría al último lugar en el campo de las atenciones sanitarias, mostrando desdén y, a menudo, repugnancia y miedo ante el enfermo mental. El llamado “movimiento antipsiquiátrico” de los años sesenta del pasado siglo, leemos poco después, contribuyeron en parte al descrédito cuando presentaron al enfermo mental exclusivamente como víctima de las actitudes patológicas de los que conviven con él, y al psiquiatra como un cómplice de estos, que institucionaliza al supuesto enfermo y lo encierra “en un círculo diabólico” (p. 65). En estos momentos me parece difícil no estar de acuerdo con Coderch en que este movimiento, que partía de algunas observaciones correctas y juicios acertados sobre las carencias de la atención psiquiátrica, idealizó la enfermedad y generalizó en exceso unas conclusiones extraídas de unos pocos casos concretos. Añadiré, por mi parte, que el preconizado viaje a la locura no dio como resultado un regreso a la realidad superior y más clarividente, sino que no se consiguió que la inmensa mayoría de esos pacientes regresaran.

Se examinan a continuación los principales criterios que se han utilizado en la historia reciente para definir la enfermedad mental, con sus ventajas e inconvenientes, como es la definición de normalidad como ausencia de patología o, dicho de otra manera, como un estado de adecuado funcionamiento del cuerpo y del psiquismo. Esta definición, aunque correcta es insuficiente. Los dos siguientes criterios son la normalidad estadística y el criterio social de normalidad. Si bien pueden tener cierta utilidad, los riesgos que implican son tan graves y evidentes que no me extenderé en su revisión. Pensemos simplemente que la norma estadística deja fuera no sólo al que no alcanza cierto valor dentro de una escala sino también al que obtiene puntuaciones superiores y, respecto al criterio social, que lleva a considerar anormal un comportamiento o rasgo que en otro momento histórico o en otro lugar geográfico puede ser aceptado con total naturalidad. A continuación se recoge la normalidad normativa – también conocida como “norma ideal” – que debería ser la preferente pues: “…concibe la normalidad como el armonioso y óptimo funcionamiento de los diversos elementos del aparato psíquico, que da lugar al máximo desarrollo y esplendor de las capacidades de que goza el ser humano” (p. 71). Sin detenerme en la, a mi entender, poco afortunada expresión “aparato psíquico” del psicoanálisis clásico – consideración con la que tal vez el autor esté de acuerdo - es prácticamente imposible alcanzar en la práctica una definición de norma ideal con la que todos estuviéramos de acuerdo. Coderch recomienda utilizar con prudencia todos los criterios y termina incluyendo el criterio psicodinámico que consiste en la capacidad del individuo para acceder en la mejor medida a sus fantasías inconscientes, lo que permita una relación armónica del yo con el resto de las instancias y con la realidad.

Antes de pasar a la descripción de los cuadros clínicos, un capítulo de indudable atractivo es el tercero, consagrado a indagar en la etiología de los trastornos psíquicos. Aporta la distinción entre varios términos que a menudo se confunden en la literatura especializada y en la práctica clínica: condición, factor y causa como elementos que producen un fenómeno, en este caso de la psicopatología. Para afirmar:

En psiquiatría no podemos hablar casi nunca de causa, y, en los raros casos en que ello es posible (se trata, en realidad de afecciones neurológicas o generales con repercusión psíquica), siempre hemos de tener en cuenta los rasgos personales que influyen en el matiz, forma y dirección de la perturbación. Generalmente, hemos de limitarnos a hablar de factores hereditarios, constitucionales, relacionales, ambientales, etc., que se unen y potencian entre sí, formando una constelación etiológica. (p. 76)

Se diferencian factores esenciales en la producción de perturbaciones psíquicas, de los factores generales que son predisponentes o coadyuvantes. En esta época Coderch concedía valor a conceptos como “pulsión” y “pulsión de muerte” a la hora de explicar la génesis de los trastornos mentales. No obstante incluye una serie de estudios donde se muestra la relación entre las características de los progenitores, su presencia o ausencia, la forma de relacionarse con los hijos, como factores de primer grado predisponentes en la aparición de determinados trastornos. Habla también de factores como las reacciones de duelo, los problemas laborales, el aislamiento, etc. Recomiendo por su originalidad el apartado sobre la problemática de la maternidad y su repercusión psicosomática (p. 93 y ss.), algo de lo que tal vez aún no se ha hablado lo suficientes.

El capítulo IV inaugura el estudio sobre las neurosis que termina con el capítulo IX, trastornos que se supone no dependen de ninguna alteración física. Habla principalmente de la neurosis de ansiedad, de la histérica, de la fóbica y de la obsesiva. Aporta una definición, una extensa descripción clínica y recoge las causas conocidas o intuidas resaltando las aportaciones desde el psicoanálisis, freudiano y kleiniano sobre todo. Me parece destacable su observación en el capítulo VI de que la sintomatología que presenta la histeria es proteiforme, más aparentes que esenciales. Considero que esto debería llevarnos a insistir que el diagnóstico dinámico – como recoge el sistema de diagnóstico del PDM, entre otros – debe otorgar una especial relevancia a la organización de la personalidad, sobre la que se asentarán los síntomas con cierta variabilidad o flexibilidad. Coderch no llega a adoptar plenamente esta postura, pero sí ofrece una exposición correcta de las personalidades acompañantes a la neurosis histérica y a la neurosis obsesiva. A pesar de que con aguda percepción detecta dos rasgos centrales de la personalidad fóbica (el estado de alerta y la actitud de huida) no le atribuye carta de naturaleza, cubriéndola con la denominación global de histeria de angustia, como se ha venido haciendo desde Freud y un ejemplo reciente es Kernberg. En otros lugares he argumentado a favor de la consistencia de este prototipo de la personalidad – la fóbica - y no me extenderé aquí. Fue incluida por José Rafael Paz en su manual del año 71 y se ha mantenido en los trabajos de la psicopatología vincular. Una de las razones está en que consideramos la existencia de una posición intermedia, la confusional, entre las dos típicas de Klein, esquizo-paranoide y depresiva, caracterizada por la oscilación fobia-contrafobia, el mecanismo de desplazamiento, la idealización del objeto y el predominio de la vergüenza frente a la culpa. En algún lugar leí que Klein consideró durante un tiempo la posibilidad de una posición maníaca. Baste con esto.

Los trastornos de carácter tienen un tratamiento extenso, entre los capítulos IX y XII. Considera que el concepto de “carácter” se identifica en gran medida con el de “yo”, y lo define como la manera habitual y repetida en que el yo se enfrenta a los impulsos instintivos, los objetos internos y la realidad externa. En cuanto a los rasgos de carácter los agrupa en tres niveles: de tipo sublimatorio, defensivo y aquellos en los que el yo ha fracasado y los impulsos se manifiestan de manera directa o casi directa. Recoge varios tipos de carácter, entre ellos la personalidad histérica y obsesiva, ya tratadas, otros habituales en otros sistemas de clasificación, como las personalidades esquizotípica, dependiente, la agresiva y la paranoide, y otros un tanto en desuso, como la personalidad ciclotímica. No obstante, en el capítulo X expone las personalidades psicopáticas, sin precisar si tienen relación – como yo opino – o se diferencian de la personalidad agresiva que ya enunció. Más peculiar y discutible será la inclusión de las patologías de la sexualidad (XI) y de las toxicomanías (XII) dentro de los trastornos del carácter, si bien la información que se incluye bajo dichos epígrafes serán estudiadas con provecho por el profesional y el estudiante. Los trastornos de la sexualidad y las toxicomanías no son trastornos de carácter sino trastornos que aparecen o se desarrollan en individuos con un carácter concreto, más o menos definido. Las toxicomanías, no obstante, pueden diluir o enmascarar con frecuencia la forma de ser previa de la persona. Un tratado correcto de psiquiatría dinámica está en la obligación de incluir estos trastornos, pero como ocurre con toda clasificación, a veces lleva a decisiones arbitrarias o forzadas.

Los dos siguientes capítulos (XIII y XIV) proponen una aproximación bastante acertada a las psicosis según Melanie Klein y su escuela. Se examinan las psicosis funcionales puesto que las orgánicas corresponden más a los manuales de psiquiatría general. Agrupa Coderch las psicosis en dos secciones, incluyendo las esquizofrenias y la paranoia en la primera y la psicosis maníaco-depresiva, con sus variantes, en la segunda. Me resulta agradable volver a leer las denominaciones tradicionales de estos trastornos – por ejemplo la palabra “hebefrenia” – frente al vocabulario estandarizado y menos expresivo del DSM. Una muestra de previsión es el apartado sobre los trastornos fronterizos (p. 314 y ss.) que tanta literatura han provocado con posterioridad.

El capítulo XV se ocupa de los trastornos de la alimentación y recoge la explicación psicoanalítica de la anorexia como la expresión de un rechazo de la sexualidad: “La falta de alimentación detiene la aparición de los caracteres sexuales secundarios, o los hace desaparecer si ya se han presentado” (p. 348). No es simplemente que la paciente haya sexualizado la ingesta de alimentos sino que, como explicación alternativa o complementaria, se rechaza a sí misma como sujeto de satisfacción y como objeto de atracción sexual.

Este manual termina volando a gran altura en el último capítulo en el que analiza de manera ensayística el efecto que los cambios de la cultura postmoderna están produciendo en las costumbres de la población y en los modos de manifestarse la psicopatología. Coderch cita a Jane Flax, a Horkheimer y Adorno, a Lyotard, a Zigmut Bauman, para mostrar que el mundo actual que nos rodea es cambiante, sin valores estables, el amor es líquido y los objetivos que se persiguen son los que refuerzan el propio narcisismo. El self del individuo del siglo XXI sufre amenazas de fragmentación ante una realidad social que ha perdido sus referentes estables, en la que la verdad no es firme y trascendente.

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