


Rodríguez Sutil, C. (2011). Reseña de la obra de J.L. Lichtenberg, F.M. Lachmann y J.L. Fosshage: “Psychoanalysis and Motivational Systems: A new look. Clínica e Investigación Relacional, 5 (3): 575-580. [ISSN 1988-2939]
Lichtenberg y colaboradores presentan una nueva versión de su teoría general de la motivación humana, cosa que no se ha llegado a completar nunca desde el psicoanálisis ortodoxo, y se ven quizá obligados a utilizar la “lengua franca” de la psicología actual, es decir, el lenguaje cognitivista. Algo que me viene ocurriendo desde hace un tiempo a esta parte es que cuando me encuentro con una obra psicoanalítica de alto rango teórico, como es la aquí citada, me resulta casi imposible comentarla sin más evitando entrar en debate con ella. La siguientes páginas, en consecuencia, no deben ser tomadas como un resumen o exposición sin más de las ideas expresadas por Lichtenberg en esta obra sino como una argumentación provocada por su lectura. Espero no obstante haber resumido en esencia las ideas centrales del libro de forma que el lector pueda hacerse una idea de cuáles son sus contenidos.
Como se advierte desde el prólogo, a los sistemas motivacionales previamente descritos (regulación fisiológica, apego, exploración/afirmación, respuestas aversivas, y goce sensual y excitación sexual) se añaden ahora afiliación y crianza (caregiving). En trabajos anteriores la “afiliación” se incluía con el “apego”. La teoría de los sistemas motivacionales intenta descubrir los componentes de los estados mentales y de los procesos de los que se derivan afectos, intenciones y objetivos. La motivación implica un proceso intersubjetivo complejo. Los motivos surgen en el individuo pero son construidos y cocreados en la red de relaciones con otros individuos. Al final de la introducción se afirma que desde hace 20 años – cuando Lichtenberg publicó su primer libro sobre el tema - los numerosos debates les han desplazado desde un enfoque más intrapsíquico a uno más bien intersubjetivo, basado en los sistemas dinámicos no lineales o en la teoría de la complejidad.
La teoría matemática de los fractales sirve para explicar, entre otras cosas, el mantenimiento del sentido de identidad a través de la continua fluctuación de los estados mentales y de las épocas de la vida. Como se sabe, un fractal es un objeto geométrico cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite a diferentes escalas, se compone de copias más pequeñas de la misma figura. Las copias son similares al todo: misma forma pero diferente tamaño.
Los sistemas dinámicos, una vez establecidos, se mantienen en tensión dialéctica interna y con el conjunto de sistemas, incluyendo los ámbitos ineraccionales o intersubjetivos. La tensión dialéctica se caracteriza por la complejidad y supone la sucesión de estados de desestabilización y reestabilización, con crisis, puntos de inflexión y saltos evolutivos. Los cambios oscilan entre dos polos nunca totalmente alcanzados, como son el caos total y la estabilidad plena. Para que el individuo se adapte a las condiciones cambiantes del entorno, los sistemas deben estar dotados de la capacidad para reconocer, almacenar, acceder y transmitir la información.
La razón para diferenciar un sistema de afiliación independiente, antes incluido sin más en el de apego, se deriva de las investigaciones recientes que han mostrado cómo el bebé intenta incluir al progenitor que no se halla en su interacción inmediata de apego. Por otra parte, la diferenciación entre el grupo familiar como seguro frente a la no seguridad del grupo racial o étnico depende de las bases de afiliación del grupo parental, no sólo del apego (p. 19). También existen presiones evolutivas para la cooperación intragrupo y la competición no intragrupo. La crianza (caregiving) como sistema independiente también recibe apoyo desde la teoría evolutiva y del apego. Los niños con riesgo genético reciben respuestas de crianza más negativas de sus madres adoptivas de lo que ocurre con otros niños, debido a que su conducta evoca reacciones diferentes. El sistema de crianza, por tanto, es cocreado en su modo de expresión (p. 20).
Los autores recurren a cinco áreas para organizar una descripción adecuada de los acontecimientos psíquicos (p. 4):
Verónica, una paciente de Lichtenberg, que padecía ansiedad e insomnio y consumía alcohol y tabaco, se presentó muy enfadada ante el terapeuta desde el primer momento (Cf. cap. 1). Una sesión, después de una serie de observaciones sarcásticas sobre la ineficacia del terapeuta, éste le respondió bastante irritado: ¡De acuerdo, si lo que quieres es pelear, yo también puedo pelear! Este enactment – palabra que los autores no utilizan aquí y a la que se refieren más adelante – dio paso a una fase de trabajo muy productiva en la que se pudieron investigar las influencias: del pasado en el presente, en relación con las figuras parentales en este caso, las influencias generales y las creadas por ambos participantes en el pasado inmediato. Entre las influencias generales hay que considerar la cultura y el origen socioeconómico junto con aspectos tales como las diferencias de género, la religión, etc. que desempeñan un papel importante en muchas díadas terapéuticas. La actitud anterior del terapeuta de aceptación paciente de las descalificaciones, en el pasado inmediato co-creado era una invitación ante el abuso de la paciente. Su cambio de actitud era una respuesta evolutivamente necesaria que permitió el progreso terapéutico. El desafío para el cuidador (y para el terapeuta) está en reconocer las necesidades del otro en sus continuas variaciones. Inicialmente, el sistema motivacional predominante de este terapeuta era el exploratorio, mientras que el de la paciente era el aversivo-antagonista. El sistema aversivo pasó a dominar el campo, ocupando el terapeuta el papel de víctima, y abandonando ambos cualquier motivación exploratoria y reflexiva. El terapeuta abandonó de manera abrupta el papel de víctima y pasó al de antagonista. Deseaba pelear, pero la paciente también deseaba que él adoptara tal actitud.
Las inferencias no solo se extraen siguiendo la lógica simbólica, sino que inicialmente se forman a partir de claves afectivas gestuales que guían la lógica observacional procedural propia de la época preverbal, lógica que nunca se abandona y convive con la adulta. La inferencia inicial del terapeuta de Verónica procede de ese nivel. Esta información que promueve el cambio también es trasmitida de forma simultánea e imbricada, mediante la comunicación verbal y no verbal:
Así, desde el principio la comunicación es inherentemente relacional. Dicha interconexión entre comunicación y relación es confirmada a través de los hallazgos de las investigaciones sobre el apego de que las estrategias de apego en el período preverbal (seguro, ambivalente y evitativo) son una parte integral de las formas del lenguaje (coherente y cooperativo, preocupado o desdeñoso) que utilizan los niños mayores y los adultos usan al responder cuestiones sobre sus vínculos afectivos. (p. 9)
Todo lo referente al caso de Verónica se podría explicar de forma quizá más rápida recurriendo a los conceptos clásicos de transferencia, contratransferencia, enactment, u otros, pero los autores consideran que su enfoque es más amplio y flexible, y más propicio para la innovación. Yo considero que utilizar el término enactment u otros semejantes no tienen por qué limitar el campo.
Emmanuel Ghent utiliza el término “necesidad” (need) como sinónimo de los “sistemas motivacionales” y argumenta que los sistemas motivacionales se desarrollan en respuesta a las necesidades básicas, análogas a las pulsiones del psicoanálisis freudiano. Pero en opinión de Lichtenberg y colaboradores (pp. 16-18), los sistemas motivacionales no se derivan de las necesidades ni de las pulsiones sino que son sistemas auto-organizados y auto-estabilizados. Existen en tensión dialéctica con otros sistemas y cuando se acercan al caos, los puntos de inflexión permiten que se reorganicen los sistemas. Me imagino un psicoanalista ortodoxo mostrando su insatisfacción ante este planteamiento y preguntando con insistencia cuál es el origen de los sistemas motivacionales. El psicoanálisis se caracteriza por preguntar por el origen. Sin embargo, como he argumentado en algún lugar, la teoría pulsional es una teoría explicativa que no explica nada, aunque alivie la inquietud de algunos decir cosas del estilo de: este individuo es agresivo porque su pulsión destructiva es muy potente.
Ante el riesgo de que se tome su planteamiento como otra forma de psicología individual, la de los sistemas motivacionales auto-organizados, argumentan que según su teoría la persona expresa su agencia activa y sentido de autonomía al desarrollar sistemas motivacionales en interacción constante entre ellos y con los sistemas motivacionales de otras personas. Están plenamente de acuerdo con Stern y el Grupo de Boston cuando proponen las intenciones como la unidad básica, dentro de los sistemas motivacionales, del significado psicológico. Aunque su duración abarque entre 1 y 10 segundos, las intenciones se hallan insertas en una narrativa emocional que se puede captar de forma intuitiva mientras se produce. Describen una experiencia en dos fases para la formación de intenciones, una primera inferencia afectiva, rápida y no consciente seguida por otra, simbólica y conscientemente organizada. La activación o desactivación de los sistemas motivacionales procede de la valoración cognitiva y afectiva. Defienden, por tanto, la hipótesis de la inferencia o valoración (appraisal) propia de las teorías cognitivas de las emociones, aún las primitivas, aunque estén también manejando los nuevos descubrimientos sobre las neuronas espejo, que suponen un mecanismo de reacción emocional automático no inferencial o , si se quiere, no cognitivo. Considero, no obstante, que esta es una confusión menor que no anula la propuesta de Lichtenberg y colaboradores sobre los sistemas motivacionales pero les lleva a conceder un lugar explicativo preponderante a las diferenciaciones de la neurociencia, por ejemplo, de Damasio, entre conciencia central y conciencia extendida o ampliada (p. 24 y ss.). Me explico, de la misma forma que no podemos hablar de conciencia mientras no hay procesos inconscientes reprimidos, no podemos hablar de conciencia primitiva frente a conciencia adulta. De hecho, el concepto de “conciencia” es uno de los que reclaman con mayor urgencia una revisión profunda en el psicoanálisis y la psicología actual pues su uso es engañoso. Atribuimos al bebé y al niño pequeño la existencia de conciencia o falta de la misma desde nuestra habilidad adulta para utilizar un lenguaje interior, curiosamente no nos solemos plantear si posee conciencia (o inconsciente) el individuo autista o el deficiente intelectual. El inconsciente que juega con los significantes es fruto de un lenguaje sofisticado.
Los afectos y emociones ocupan un lugar esencial en la teoría de los sistemas motivacionales, son la “piedra de Rosetta” para identificar el sistema motivacional dominante a través de los rápidos cambios de estado, son su lenguaje no simbólico (p. 22). Citan a Bucci con aprobación cuando afirma que las emociones son las principales estructuras organizativas del sistema no verbal y, con ello, recurren a otro de los conceptos engañosos de la psicología cognitiva moderna, que es el de “representación interna”(p. 26). Los esquemas emocionales incluyen imágenes del objeto de la emoción, esquemas que constituyen expectativas o creencias sobre las formas en que la persona actuará con nosotros o de cómo debemos actuar hacia ella. Ahora bien, si estamos hablando de esquemas de acción no es imprescindible que exista una imagen interna almacenada de ninguna manera, sino que podríamos estar hablando de aprendizaje, adquirido en la acción y que en la acción se muestra. Esto es algo que se interpreta al paciente, en el sentido de que se le narra o refleja, pero que no está reprimido ni de lo que posiblemente él o ella ha sido nunca consciente aunque le sea de gran ayuda, cuando la interpretación es acertada, para reconocer automatismos que han estado ahí desde el origen. Dicho esto, es evidente que emociones y afectos ocupan un lugar central en el funcionamiento del ser humano y el uso de un lenguaje metafórico, como el de la imagen del objeto, es una aproximación útil en el trabajo clínico.
Hay autores que sugieren que conceptos como el de unidad del self o igualdad del self son ilusiones necesarias para contrarrestar la conciencia de discontinuidad, potencialmente turbadora. Lichtenberg y colaboradores, en cambio, consideran que ese sentido de continuidad se deriva del habitualmente suave cambio de un sistema motivacional a otro, y recurren al concepto de “fractal”, antes aludido. Los principios de la auto-semejanza repetida y la invarianza, a pesar de la escala y el tiempo, pueden ser aplicados a muchos objetos multidimensionales. Se puede ver en cada momento actual como el mundo en un grano de arena, según la bella imagen propuesta por Stern. La autosemejanza de cualidades esenciales, como pueden ser grupos concretos de afectos u objetivos y su repetición frecuente identifican la naturaleza fractal de cada sistema motivacional y del sistema en su conjunto. El hecho de que varios sistemas motivacionales compartan ciertos rasgos contribuye al sentido de continuidad durante los cambios de estado mental. Por ejemplo, la frustración que es la muestra de la activación en el sistema aversivo, puede surgir en cualquiera de los otros sistemas y ser resuelta en ellos sin necesidad de un deslizamiento hacia el sistema aversivo. También el placer sensual, central en el sistema sensual/sexual, es esencial en los sistemas de apego y de crianza y un rasgo habitual en las actividades de afiliación y en las fisiológicas (comer, dormir, orinar, etc.).
Las inferencias se realizan en dos niveles, uno intuitivo, rápido y no consciente y otro deliberado y reflexivo. En la clínica (analítica) realizamos nuestras inferencias en un clima de empatía, colocándonos en el contexto del otro, buscando en nuestro interior experiencias análogas, siguiendo el ejemplo de Kohut. Las teorías y las expectativas derivadas de nuestra experiencia, no obstante, son mediadoras en ese proceso inferencial, a veces de forma inconsciente. Las nuevas experiencias relacionales cocreadas, como la que se produce dentro de la relación analítica, crean nuevas estructuras de expectativas e inferencias que pueden desplazar, lentamente, las imágenes negativas de sí mismo y de los otros. Entre las expectativas e inferencias hay que contar, de manera relevante, y posiblemente innata, con la tendencia a comprender los motivos del otro. Según la explicación que se deriva de los recientes descubrimientos sobre las neuronas espejo – a las que estos autores también aluden – estas complejas inferencias en parte se realizan de manera automática, mediante una “simulación incorporada” imitando los movimientos observados en la otra persona y no recolectando y comparando los datos observados con un patrón interno, basado en teorías implícitas o explícitas (p. 65).
El libro dedica un capítulo, el sexto, a analizar el amor desde a perspectiva de los sistemas motivacionales, comenzando por la interacción entre el sistema de crianza parental y los sistemas de apego y sensualidad, del bebé. En las diferentes fases de la vida infancia, adolescencia y etapa adulta - se distinguen cuatro tipos de amor: apego amoroso, amor romántico, amor erótico y erotismo sin amor. Sin embargo, mientras que las conductas de apego en la infancia se han estudiado con bastante frecuencia, normalmente a partir de la situación extraña tal como la plantearon Ainsworth y colaboradores, no parece fácil estudiar el amor como tal, aunque en esos mismos experimentos se mostraría en las conductas de jugueteo entre la madre y el bebé. Una experiencia básica de seguridad facilita el amor, aunque no puede identificarse con él, pero es evidente que se dificulta con una experiencia de apego inseguro. Los niños de apego ambivalente pueden ser implicados en un intercambio amoroso, pero coloreado por la ansiedad y el enfado. Aunque parece inevitable que toda cultura imponga algún tipo de restricciones y tensiones al amor romántico y al erotismo, un apego seguro con ambos padres durante la infancia no tiene por qué desarrollar una rivalidad posesiva hacia ninguno de sus progenitores. Los niños con apego ambivalente, por su parte, suelen ser tímidos y desarrollar una dependencia adhesiva. Se ha demostrado que la interpretación que hacen los niños del acto sexual entre los padres no es indefectiblemente sádica, frente a la doctrina clásica, aunque sí se producen conflictos en el intento por comprender los misterios del acto sexual, el embarazo y el parto. La envidia y los celos también surgen de forma inevitable, pero en un ambiente propicio, donde el sistema aversivo haya sido regulado adecuadamente, se mantendrán en unos niveles aceptables e incluso ser un aderezo para la relación triangular, sin llegar a los extremos de un Othello. Un sistema aversivo moderado, de prohibiciones y limitaciones, puede añadir un acicate en el sentido de transgresión para el amor romántico y erótico, mientras que un sistema excesivo provocará la división entre apego y sexualidad, con el surgimiento de tendencias adictivas o explotadoras.
El libro incluye unas adecuadas ilustraciones de ejemplos tomados de la clínica - de hecho, el capítulo 3 está dedicado exclusivamente a este objeto – de utilidad para comprobar la aplicabilidad del modelo.
La única “pulsión” es la tendencia al apego, cuya expresión más elemental son los reflejos (como el de prensión y el de succión). Destructividad y sexualidad (agresividad y erotismo) son tendencias de comportamiento biológicas (de la especie) cuyas formas concretas de expresión se hallan en el contexto social, no es preciso buscarlas en un supuesto reservorio individual e interno de pulsiones. Somos biológicamente sociales, como las termitas, aunque nuestras sociedades presenten diferencias evidentes.
Si la primera necesidad es el contacto humano, el concepto “biológico” al que deberemos recurrir es “la forma de vida” como totalidad narrativa del ser humano en su contexto. Este método psicoanalítico-hermenéutico tendrá por principio la integración de las vivencias en su conjunto.
Si buscamos la época en que se generalizó el dualismo ontológico (alma-cuerpo) en Occidente, es probable que debamos situarla a finales del siglo IV. San Agustín de Hipona introdujo el dogma del “pecado original”, idea que no se encuentra en la Biblia. El alma se exila del mundo de las formas o del cielo para ser ensuciada, corrompida, en su contacto con el cuerpo. Sería fecundo conectar conceptualmente esta idea con otra aportación del santo - antecedente del cogito cartesiano – contenida en sus Confesiones, como es la de que el alma llega ya formada al mundo, contando con sus capacidades intelectuales. Hasta finales del siglo III y principios del IV no se estableció el ayuno como práctica religiosa: el cristiano se unía a Cristo, mantenía la regla de abstinencia que Adán había violado. En cambio, hoy en día los ayunos y abstinencias por causa religiosa han sido prácticamente abandonados, y son motivaciones "estéticas" las que guían a nuestros enfermos de anorexia nerviosa. Sin embargo, no hay una estética que carezca de un fondo ético y, en este caso, percibimos el mismo rechazo cristiano del cuerpo ya citado. La confesión de nuestros pecados necesita un espacio interior cerrado donde estén ocultos, la conciencia en las dos acepciones de la palabra – “conciencia” y “consciencia”. El alma viene de arriba y se queda exilada de su auténtica patria, superior, por lo que la verdadera vida comienza después de la muerte: Porque los pensamientos de la carne son la muerte; los pensamientos del espíritu son la vida y la paz (Epístola a los Romanos, de San Pablo, 8, 5-13). Como decía Heidegger, en un seminario con psiquiatras suizos que tuvo lugar en los años cincuenta, según la concepción cristiana el cuerpo es el mal y la sensualidad, del que el alma debe ser salvada. En lugar de concebirse como la forma de estar vivo del ser humano, el alma , el psiquismo, se convirtió en un objeto, en una sustancia, cuando surgió la idea de la eternidad.
Esto tiene consecuencias que se muestran también en la práctica clínica incluso en personas que han abandonado o nunca han mantenido ninguna práctica religiosa. Considero que una de las fuentes de malestar principales contra las que tenemos que luchar como terapeutas es el rechazo del cuerpo, subyacente tanto en la angustia como en la culpa, así como en muchas patologías del siglo XXI. Intento no herir sensibilidades ajenas, pero también me siento obligado a plantear mis conclusiones razonadas y vividas. Si tuviera que elaborar un libro de autoayuda – que siempre he mirado con distancia crítica - una guía práctica para intentar ser felices en este mundo, o por lo menos, menos desgraciados, estos serían los tres principios que ahí incluiría:
1. No confíes en una vida eterna ni en un más allá o, cuando menos, no olvides que tu vida es ésta y que probablemente nunca conocerás otra.
2. Disfruta de tu cuerpo o, para ser más exactos, deja a tu cuerpo disfrutar. Si disfrutas de tu cuerpo no necesitarás estoicismo y el ascetismo sólo es concebible como medio para estar mejor preparado en situaciones de privación.
3. Si cometes un error intenta enmendarlo en el futuro, pero no te sientas culpable (si puedes). La culpabilidad es un invento del ser humano débil para mantenerse en el error.
Si vives de acuerdo con estos principios disfrutarás de la vida y conseguirás que los que te rodean sean más felices. Tu vida será larga pues gozarás de cada instante, ya que el tiempo sólo pasa rápido – o desesperadamente lento - cuando está vacío.
Como siempre, estoy abierto a todos los comentarios y correcciones.
Cuando dos personas no se entienden creemos que el pensamiento de una (o de las dos) está en ese momento oculto a la captación de la otra, y que por eso discuten. Sin embargo, la falta de entendimiento es también una forma de estar, un modo de comunicar al otro el disgusto y la necesidad de seguir discutiendo. Discutir es otra forma de entenderse y no necesita de nada oculto.
Una vez una paciente me dijo que no la entendía (de hecho me ha ocurrido varias veces) y yo le respondí que mi trabajo consistía también en no entenderla siempre.
Comentario que acaba de aparecer en
La obra que comento hoy es la segunda edición con ligeras modificaciones de un texto aparecido hace 36 años y considerado con justicia como uno de los libros clásicos de la disciplina, obra de referencia durante todo este tiempo para la mayoría de los clínicos de orientación analítica, cuya quinta edición se publicó en 1991. Quede por tanto sentada mi actitud de admiración por un trabajo al que dedicaré observaciones en algún momento críticas pero siempre respetuosas. Al ocuparme de un tratado o manual, una obra de consulta, que incluye la exposición minuciosa de una información abundante y precisa, no voy a realizar una exposición pormenorizada de cada apartado y epígrafe, pues sería una labor engorrosa y poco constructiva.
La psiquiatría y el psicoanálisis se ocupan de los trastornos psíquicos y, aunque no deben confundirse, mantienen muchos puntos en común. Sin embargo, advierte
Coderch ha decidido conservar el núcleo central de la obra, de inspiración kleiniana, aunque las diversas orientaciones psicoanalíticas han cambiado mucho pero también el pensamiento del autor. De haber realizado las modificaciones correspondientes a estos cambios se trataría a todas luces de un libro completamente diferente en aspectos centrales, por lo que esta decisión no es reprensible más aún teniendo en cuenta otras relevantes aportaciones del autor. Esto no impide que algunos echemos en falta una psicopatología desde la perspectiva del psicoanálisis relacional.
La obra aparece remozada en algunos aspectos, no obstante, como son algunas actualizaciones terminológicas, la ampliación del capítulo sobre la neurosis histérica, información sobre los trastornos alimentarios y las adicciones y un nuevo capítulo sobre las influencias sociológicas de la posmodernidad en los trastornos individuales.
El primer capítulo trata una cuestión prioritaria, como es mostrar la aportación que el enfoque psicodinámico reporta a la comprensión del paciente en salud mental, para dotar de estructura la indagación y la práctica clínica, permitiendo distinguir lo fundamental de lo accesorio. Con ese fin se centra en una exposición de la psicopatología general, con todos sus conceptos y secciones, los trastornos del pensamiento, de la memoria, la conciencia y el estado de vigilancia, la percepción, los afectos y la psicomotricidad. A parte de señalar que se trata de una adecuada introducción a la materia, no veo nada que merezca un comentario a parte.
El segundo capítulo enfrenta la difícil tarea conceptual de intentar definir los criterios de normalidad-anormalidad psíquica, objeto de la psicopatología pero, como bien se nos recuerda, aspecto en el que cada profesional actúa normalmente guiado por su propia intuición personal, más emocional que lógica, siguiendo un criterio más bien popular y precientífico. Pero hasta ahora no se ha encontrado un modo incontrovertible de definir la normalidad psíquica. De hecho las sociedades civilizadas han relegado tradicionalmente la psiquiatría al último lugar en el campo de las atenciones sanitarias, mostrando desdén y, a menudo, repugnancia y miedo ante el enfermo mental. El llamado “movimiento antipsiquiátrico” de los años sesenta del pasado siglo, leemos poco después, contribuyeron en parte al descrédito cuando presentaron al enfermo mental exclusivamente como víctima de las actitudes patológicas de los que conviven con él, y al psiquiatra como un cómplice de estos, que institucionaliza al supuesto enfermo y lo encierra “en un círculo diabólico” (p. 65). En estos momentos me parece difícil no estar de acuerdo con Coderch en que este movimiento, que partía de algunas observaciones correctas y juicios acertados sobre las carencias de la atención psiquiátrica, idealizó la enfermedad y generalizó en exceso unas conclusiones extraídas de unos pocos casos concretos. Añadiré, por mi parte, que el preconizado viaje a la locura no dio como resultado un regreso a la realidad superior y más clarividente, sino que no se consiguió que la inmensa mayoría de esos pacientes regresaran.
Se examinan a continuación los principales criterios que se han utilizado en la historia reciente para definir la enfermedad mental, con sus ventajas e inconvenientes, como es la definición de normalidad como ausencia de patología o, dicho de otra manera, como un estado de adecuado funcionamiento del cuerpo y del psiquismo. Esta definición, aunque correcta es insuficiente. Los dos siguientes criterios son la normalidad estadística y el criterio social de normalidad. Si bien pueden tener cierta utilidad, los riesgos que implican son tan graves y evidentes que no me extenderé en su revisión. Pensemos simplemente que la norma estadística deja fuera no sólo al que no alcanza cierto valor dentro de una escala sino también al que obtiene puntuaciones superiores y, respecto al criterio social, que lleva a considerar anormal un comportamiento o rasgo que en otro momento histórico o en otro lugar geográfico puede ser aceptado con total naturalidad. A continuación se recoge la normalidad normativa – también conocida como “norma ideal” – que debería ser la preferente pues: “…concibe la normalidad como el armonioso y óptimo funcionamiento de los diversos elementos del aparato psíquico, que da lugar al máximo desarrollo y esplendor de las capacidades de que goza el ser humano” (p. 71). Sin detenerme en la, a mi entender, poco afortunada expresión “aparato psíquico” del psicoanálisis clásico – consideración con la que tal vez el autor esté de acuerdo - es prácticamente imposible alcanzar en la práctica una definición de norma ideal con la que todos estuviéramos de acuerdo. Coderch recomienda utilizar con prudencia todos los criterios y termina incluyendo el criterio psicodinámico que consiste en la capacidad del individuo para acceder en la mejor medida a sus fantasías inconscientes, lo que permita una relación armónica del yo con el resto de las instancias y con la realidad.
Antes de pasar a la descripción de los cuadros clínicos, un capítulo de indudable atractivo es el tercero, consagrado a indagar en la etiología de los trastornos psíquicos. Aporta la distinción entre varios términos que a menudo se confunden en la literatura especializada y en la práctica clínica: condición, factor y causa como elementos que producen un fenómeno, en este caso de la psicopatología. Para afirmar:
En psiquiatría no podemos hablar casi nunca de causa, y, en los raros casos en que ello es posible (se trata, en realidad de afecciones neurológicas o generales con repercusión psíquica), siempre hemos de tener en cuenta los rasgos personales que influyen en el matiz, forma y dirección de la perturbación. Generalmente, hemos de limitarnos a hablar de factores hereditarios, constitucionales, relacionales, ambientales, etc., que se unen y potencian entre sí, formando una constelación etiológica. (p. 76)
Se diferencian factores esenciales en la producción de perturbaciones psíquicas, de los factores generales que son predisponentes o coadyuvantes. En esta época Coderch concedía valor a conceptos como “pulsión” y “pulsión de muerte” a la hora de explicar la génesis de los trastornos mentales. No obstante incluye una serie de estudios donde se muestra la relación entre las características de los progenitores, su presencia o ausencia, la forma de relacionarse con los hijos, como factores de primer grado predisponentes en la aparición de determinados trastornos. Habla también de factores como las reacciones de duelo, los problemas laborales, el aislamiento, etc. Recomiendo por su originalidad el apartado sobre la problemática de la maternidad y su repercusión psicosomática (p. 93 y ss.), algo de lo que tal vez aún no se ha hablado lo suficientes.
El capítulo IV inaugura el estudio sobre las neurosis que termina con el capítulo IX, trastornos que se supone no dependen de ninguna alteración física. Habla principalmente de la neurosis de ansiedad, de la histérica, de la fóbica y de la obsesiva. Aporta una definición, una extensa descripción clínica y recoge las causas conocidas o intuidas resaltando las aportaciones desde el psicoanálisis, freudiano y kleiniano sobre todo. Me parece destacable su observación en el capítulo VI de que la sintomatología que presenta la histeria es proteiforme, más aparentes que esenciales. Considero que esto debería llevarnos a insistir que el diagnóstico dinámico – como recoge el sistema de diagnóstico del PDM, entre otros – debe otorgar una especial relevancia a la organización de la personalidad, sobre la que se asentarán los síntomas con cierta variabilidad o flexibilidad. Coderch no llega a adoptar plenamente esta postura, pero sí ofrece una exposición correcta de las personalidades acompañantes a la neurosis histérica y a la neurosis obsesiva. A pesar de que con aguda percepción detecta dos rasgos centrales de la personalidad fóbica (el estado de alerta y la actitud de huida) no le atribuye carta de naturaleza, cubriéndola con la denominación global de histeria de angustia, como se ha venido haciendo desde Freud y un ejemplo reciente es Kernberg. En otros lugares he argumentado a favor de la consistencia de este prototipo de la personalidad – la fóbica - y no me extenderé aquí. Fue incluida por José Rafael Paz en su manual del año 71 y se ha mantenido en los trabajos de la psicopatología vincular. Una de las razones está en que consideramos la existencia de una posición intermedia, la confusional, entre las dos típicas de Klein, esquizo-paranoide y depresiva, caracterizada por la oscilación fobia-contrafobia, el mecanismo de desplazamiento, la idealización del objeto y el predominio de la vergüenza frente a la culpa. En algún lugar leí que Klein consideró durante un tiempo la posibilidad de una posición maníaca. Baste con esto.
Los trastornos de carácter tienen un tratamiento extenso, entre los capítulos IX y XII. Considera que el concepto de “carácter” se identifica en gran medida con el de “yo”, y lo define como la manera habitual y repetida en que el yo se enfrenta a los impulsos instintivos, los objetos internos y la realidad externa. En cuanto a los rasgos de carácter los agrupa en tres niveles: de tipo sublimatorio, defensivo y aquellos en los que el yo ha fracasado y los impulsos se manifiestan de manera directa o casi directa. Recoge varios tipos de carácter, entre ellos la personalidad histérica y obsesiva, ya tratadas, otros habituales en otros sistemas de clasificación, como las personalidades esquizotípica, dependiente, la agresiva y la paranoide, y otros un tanto en desuso, como la personalidad ciclotímica. No obstante, en el capítulo X expone las personalidades psicopáticas, sin precisar si tienen relación – como yo opino – o se diferencian de la personalidad agresiva que ya enunció. Más peculiar y discutible será la inclusión de las patologías de la sexualidad (XI) y de las toxicomanías (XII) dentro de los trastornos del carácter, si bien la información que se incluye bajo dichos epígrafes serán estudiadas con provecho por el profesional y el estudiante. Los trastornos de la sexualidad y las toxicomanías no son trastornos de carácter sino trastornos que aparecen o se desarrollan en individuos con un carácter concreto, más o menos definido. Las toxicomanías, no obstante, pueden diluir o enmascarar con frecuencia la forma de ser previa de la persona. Un tratado correcto de psiquiatría dinámica está en la obligación de incluir estos trastornos, pero como ocurre con toda clasificación, a veces lleva a decisiones arbitrarias o forzadas.
Los dos siguientes capítulos (XIII y XIV) proponen una aproximación bastante acertada a las psicosis según Melanie Klein y su escuela. Se examinan las psicosis funcionales puesto que las orgánicas corresponden más a los manuales de psiquiatría general. Agrupa Coderch las psicosis en dos secciones, incluyendo las esquizofrenias y la paranoia en la primera y la psicosis maníaco-depresiva, con sus variantes, en la segunda. Me resulta agradable volver a leer las denominaciones tradicionales de estos trastornos – por ejemplo la palabra “hebefrenia” – frente al vocabulario estandarizado y menos expresivo del DSM. Una muestra de previsión es el apartado sobre los trastornos fronterizos (p. 314 y ss.) que tanta literatura han provocado con posterioridad.
El capítulo XV se ocupa de los trastornos de la alimentación y recoge la explicación psicoanalítica de la anorexia como la expresión de un rechazo de la sexualidad: “La falta de alimentación detiene la aparición de los caracteres sexuales secundarios, o los hace desaparecer si ya se han presentado” (p. 348). No es simplemente que la paciente haya sexualizado la ingesta de alimentos sino que, como explicación alternativa o complementaria, se rechaza a sí misma como sujeto de satisfacción y como objeto de atracción sexual.
Este manual termina volando a gran altura en el último capítulo en el que analiza de manera ensayística el efecto que los cambios de la cultura postmoderna están produciendo en las costumbres de la población y en los modos de manifestarse la psicopatología. Coderch cita a Jane Flax, a Horkheimer y Adorno, a Lyotard, a Zigmut Bauman, para mostrar que el mundo actual que nos rodea es cambiante, sin valores estables, el amor es líquido y los objetivos que se persiguen son los que refuerzan el propio narcisismo. El self del individuo del siglo XXI sufre amenazas de fragmentación ante una realidad social que ha perdido sus referentes estables, en la que la verdad no es firme y trascendente.
Escisión y disociación hacen referencia a un mismo proceso, visto como intrapsíquico, el primero, según el psicoanálisis más clásico, frente...