martes, 24 de noviembre de 2009

PULSIÓN Y MOTIVACIÓN



Freud comenzó proponiendo una explicación biologicista de la motivación humana, la libido, encuadrada en lo que a veces se ha denominado “teoría energética” o “económica”, inspirada en el esquema de inquietud-amamantamiento-disminución de la inquietud, observable en el bebé. Según la teoría clásica, al principio el organismo busca la descarga inmediata de las tensiones, es decir, es guiado por el principio del placer. Pero poco a poco va madurando, aprendiendo y descubriendo que es preciso demorar la descarga y buscar modos aceptables que se hallen de acuerdo con el principio de la realidad. Estos principios, junto con la teoría energética (económica) de la libido, el concepto de pulsión, y otros, forman la metapsicología, el conjunto de enunciados teóricos más abstractos que organizan el pensamiento psicoanalítico clásico como una biología de la mente, sin duda su faceta más dependiente del reduccionismo fisicalista de la época. Como consecuencia, la mayoría de los textos freudianos y de algún autor posterior – por ejemplo, Hartmann - incluyen un nivel de explicación económico, con complejos desarrollos sobre cargas y contracargas energéticas que poco tienen que ver con la práctica.
La pulsión es definida como la representación mental de las necesidades biológicas, y como un “concepto límite entre lo anímico y lo somático”, cuyos componentes son: presión, fin, objeto y fuente. El “objeto” es el desencadenante de la acción específica, mientras que por “fin” hay que entender la serie de reacciones encadenadas que culminan en una descarga duradera de la tensión. Ahora bien, es importante destacar que el objeto desempeña un papel relativamente secundario, pues para Freud las pulsiones no tienen noticia de los objetos externos hasta que, al ser gratificadas, se produce la asociación entre unas y otros. Esto podría sugerir que la elección de objeto está más determinada por la historia de cada individuo que por factores constitucionales. Pero M. Klein da otra vuelta de tuerca en el innatismo al afirmar que las pulsiones poseen imágenes a priori del mundo exterior.
Pienso que el problema no está en que la pulsión sea algo biológico, sino en que se la considere una “representación mental”, cuando debería entenderse que es una tendencia de comportamiento. Cuando alguien actúa no tenemos por qué buscar el origen de su impulso en una representación interna, sino en el sentido de su acción que es, por principio, público. No niego que en ocasiones estemos motivados por una urgencia por sexo, alimento u otro motivo, pero estas “pulsiones” son insuficientes cuando se intenta explicar la complejidad del comportamiento. Salvo casos extremos, siempre deseamos satisfacer nuestros deseos de determinada manera. Pronto se vio que la teoría pulsional encajaba mal con la conducta exploratoria o con el juego, pero asimismo resulta insuficiente para explicar secuencias comportamentales, por ejemplo, de entrar al garaje, coger el coche y conducir hasta el trabajo. El conjunto de mecanismos músculo-esqueléticos requieren una energía, por decir así, mecánica, y los procesos cerebrales que acompañan mis acciones también requieren una energía neuronal. Pero la toma de decisiones de cada acción particular no depende de ninguna energía física, sino que está dotada de un sentido, como puede ser el de llevar un estilo de vida acorde con lo que se espera de mi, un buen padre un trabajador fiable, etc., así como una remuneración final, que también sirve para cumplir expectativas y recibir reconocimiento. Si mi deseo de permanecer sentado viendo televisión prevaleciera, no se me ocurre hablar de que han vencido determinadas cargas y contracargas energéticas sino, más bien, de significados y formas de vida. Se puede decir que una palabra malsonante está cargada negativamente, pero se trata de una metáfora que normalmente no intentamos llevar más lejos. Sabemos, no obstante, que una persona que es insultada puede deprimirse y sufrir daños orgánicos importantes.
Una teoría del sentido común es que el deseo es un suceso mental, concomitante a una incomodidad, que desencadena un ciclo de conductas dirigidas a un propósito: el cese de la incomodi­dad y el reposo. Numerosas teorías psicológicas, incluyendo la de Freud, no son ajenas a este esquema. Pero el deseo, o la expectativa no se conectan con su satisfacción de la misma manera que el hambre. Si yo quiero comer una pera – comenta Wittgenstein - y me dan una manzana, habrán satisfecho mi hambre pero no mi deseo. Una necesidad como el hambre se satisface con determinadas cosas, los alimentos, pero este saber es hipotético, es decir, empírico. Podemos considerar, por ejemplo, que una sustancia es nutritiva hasta que descubrimos, mediante análi­sis químico, que su poder alimenticio es nulo: no quita el hambre. Intentemos, sin embargo, cuando alguien dice "quiero una manzana", contestarle ¿estás seguro de que es una manzana realmente lo que quieres? La insatisfacción de los símbolos, que puede ser vivida con urgencia, no se cubre con algo real, equivalente a cómo los alimentos satisfacen el hambre. Por mucho que algunos digan "un deseo está insatisfecho porque es un deseo de algo", el deseo no es el deseo de algo real, el deseo es deseo de nada. ¡Pero la inmensa mayoría de nuestras acciones están guiadas por nuestros deseos! Casi siempre bajo la forma del deseo de complacer el deseo de otros, por el deseo más básico aún de que nos quieran y nos reconozcan. El deseo, según Lacan, es el “deseo del otro”, no sólo que el otro es el que tiene el deseo, sino que yo deseo al otro.
Sin embargo, argumentar sobre el concepto de “pulsión” como algo imprescindible es dar por supuesto que el individuo, en cuanto individuo, es el auténtico objeto de estudio; se hace surgir al individuo como una entidad solitaria que se ve impulsado a buscar al otro para satisfacer una necesidad puramente interna. El apego, en cambio, no es un impulso del individuo aislado, sino una tendencia hacia el grupo. Fue el trabajo con niños maltratados el que llevó a Fairbairn a modificar la teoría sobre la libido pues, sorprendentemente, estos mantenían – y siguen manteniendo hoy en día - lealtad a los mismos padres que los maltrataban, lo que es contrario a la concepción clásica sobre la pulsión, según la cual deberíamos esperar que los objetos libidinales fueran más fácilmente sustituibles. Pero abandonar los vínculos ya establecidos es vivido como un riesgo del aislamiento total, algo de por sí angustioso para el sujeto.
Spinoza, en su Ética, proponía un concepto análogo, el conato: asalto, ataque, ímpetu, impulso. Del latín conatus, y en griego hormé, que para Aristóteles era el obrar correspondiente a un impulso natural. Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser. Cuando el conato implica al alma se llama “voluntad” y si afecta al alma y al cuerpo, se denomina “apetito”. La libido como buscadora de objetos - de Fairbairn - y la conducta instintiva de los etólogos, el imprinting, se ubican en este orden lógico, aunque quien seguramente mejor lo teorizó fue Bowlby con la teoría del apego. El apego no se deriva de las necesidades biológicas sino que es una necesidad biológica fundamental, la necesidad de ser social, podríamos decir, luego cada sociedad producirá sus formas peculiares de ser social. La búsqueda del otro adoptará apariencias múltiples que deberán ser interpretadas por su sentido que, para el ser humano, solo es comprensible desde la articulación lingüística.Dicho lo anterior, no tengo inconveniente en reconocer que – fuera de la exploración y el juego - agresividad y emparejamiento son los dos motivos fundamentales que explican gran parte del comportamiento humano. Pero, aunque se pueda indagar su origen en el fondo biológico de la especie, afirmar que en la práctica actúan como cargas energéticas parece un intento excesivo por forzar la realidad para ajustarla a un esquema teórico angosto.

martes, 17 de noviembre de 2009

¿QUÉ QUIERE EL PACIENTE?



Una persona lega en la materia me preguntaba hace poco el porqué me dedico al psicoanálisis cuando es una técnica que no augura resultados hasta después de, por lo menos, varios años. Como casi siempre, la respuesta es compleja. Lo más fácil sería decir que me parece el enfoque a la larga más eficaz. Afortunadamente de un tiempo para acá está tomando fuerza en el mundo un movimiento a favor de tomarse la vida con calma (slow down).
Durante casi treinta años de práctica pública y privada he atendido a muchos pacientes que habían sido tratados anteriormente con otras técnicas, unas breves y otras no tanto. Desde luego, todas esas técnicas son eficaces, como muestra la evidencia, de hecho no he tenido reparo en utilizarlas cuando me ha parecido correcto. Pero si lo que se pretende es ayudar a modificar patrones de funcionamiento amplios, que se aprendieron muy temprano y que llevan toda una vida presentes, estoy convencido que el tratamiento siempre será prolongado, se utilice la técnica que sea. Fuera de eso, los factores más importantes para que una psicoterapia funcione son, por este orden: el interés real del paciente por el cambio, la pericia y el interés real del terapeuta y, finalmente pero en absoluto menos importante, que terapeuta y paciente desarrollen un vínculo productivo, no digo "positivo" en cuanto a que tengan que estar "a partir un piñón".
Evito entrar hoy en el tema delicado de cuál es la motivación de los analistas para elegir esta imposible profesión. Ocupémonos de momento en qué es lo que impulsa al paciente para acudir a la consulta del analista o, si se quiere, del “psicólogo”, en un sentido amplio.
Algunos pacientes, desde luego, lo que buscan es una solución rápida a sus problemas, sin mayor planteamiento. Cuando descubren que lo que les ofrecemos no es una solución mágica, sino que supone un trabajo importante por su parte y cambios fundamentales de hábitos relacionales, abandonan la terapia con la misma rapidez con la que llegaron. Formas de tratamiento más breves y dirigidas al síntoma pueden ser de utilidad con estas personas, pero yo soy de los que piensan que los síntomas psicológicos ocupan un lugar dentro de la economía mental del sujeto, lo mismo valdría decir que forman parte de un estilo de comunicación con el grupo familiar o el entorno humano, y no se eliminan sin algún coste. Después quiero dejar a parte aquellos que acuden por un motivo pragmático ajeno a la propia consulta. Este supuesto es más frecuente en el trabajo en instituciones públicas y tiene que ver con la obtención de una baja laboral, un informe clínico, una medicación, etc.
Podría pensarse que la terapia analítica supone una tarea de indagación formal, una investigación científica racional y desapasionada por ambas partes. Sin embargo, es raro que un paciente esté interesado sin más en emprender una exploración científica sobre su propia personalidad. Desde luego eso no ocurre con los niños que son llevados a tratamiento, pero tampoco con la mayoría de los adultos. Cuando tal deseo se expresa, como ocurre a veces con sujetos de personalidad obsesiva o esquizoide, se trata de un modo de defensa contra la implicación emocional, defensa que puede funcionar como una resistencia formidable. Como bien dice Fairbairn, el analista no es primariamente un científico sino un psicoterapeuta – podríamos decir “un técnico aplicado”- , y la adopción del papel terapéutico implica ya de por sí un alejamiento de la actitud científica. La adopción de una postura terapéutica es una decisión extra-científica del analista. Si defiende a ultranza que “lo único que importa es la explicación”, acaso sólo fomente la resistencia de muchos, si no todos, los pacientes.
En conexión o no con esa supuesta tarea de indagación científica, la persona puede aspirar a aprender nuevos conocimientos sobre sí misma que le ayuden, o nuevas habilidades que permitan mejorar sus áreas problemáticas. A veces se ha intentado equiparar el análisis con un proceso educativo. El propio Freud en algún momento caracterizó al psicoanálisis como una forma de reeducación, sin embargo rechazaba la influencia directa o educativa en el sujeto. Nuestro sólo deseo como analistas, dice, es el de ver al enfermo adoptar por sí mismo sus decisiones. No obstante, admite cierta actitud educativa en casos límites (personas muy jóvenes o individuos muy desamparados o inestables). Por otro lado, también reconoció la posibilidad o conveniencia de mezclar el “oro puro” del análisis con el “cobre de la sugestión” directa en el tratamiento de grupos grandes de la población, siempre que respetáramos el supuesto de que el principio activo de este tratamiento seguirá siendo el puramente analítico, es decir, la interpretación del conflicto inconsciente. Sin embargo, la cada vez más frecuente aplicación de la psicoterapia psicoanalítica a sujetos con trastornos graves y organizaciones alejadas de las neurosis clásicas, parece haber aconsejado la frecuente adopción posterior de modificaciones en la técnica (acompañamiento, sostenimiento, gestión). Ester cambio en el tipo de problemáticas atendidas también ha sido esencial en variación de perspectiva teórica hacia los enfoques relacionales. Ahora sabemos que ni la interpretación, ni siquiera la comunicación verbal en su conjunto, desempeña el papel fundamental en el éxito terapéutico, sino que aspectos más sutiles, como la empatía y otros factores no verbales, poseen una importancia por lo menos equivalente. También tenemos indicios firmes de que las recomendaciones clásicas de neutralidad y examen objetivo y desapasionado no reflejaban en absoluto la práctica real de Freud ni de los primeros analistas.
Creo que todos los terapeutas deseamos que nuestros pacientes resuelvan sus angustias y dificultades en la mayor medida posible. Pero, por mucho que modifiquemos nuestra posición en relación con dichas recomendaciones, el deseo de curación (o de educación) nunca debe tener más peso en el analista que en el paciente pues, de otro modo, el daño que se produce es tanto como el que se alivia. Recordemos por un momento que la más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto. Es ya una cuestión tópica la comparación entre la situación analítica y la confesión ante el sacerdote católico, sobre todo en literatura ajena a las corrientes psicoanalíticas. Aunque se trata de una comparación bastante inexacta - nuestra función no sería tanto perdonar una culpa consciente sino indagar con el paciente sobre una posible culpa inconsciente, que se mostrará como un sentimiento erróneo y , sobre todo, no buscamos la fe – no la desecharía de inmediato. Lo cierto es que muchas personas acuden acuciadas por un sentimiento concreto de culpabilidad o más general de ser poco valioso o despreciable. Nuestra empatía y atención continuada suelen aliviar estos sentimientos y permitir que el paciente se sienta aceptado. Fairbairn defiende la analogía religiosa, pero no con el confesor sino con el exorcista. Lo que el paciente está buscando es la “salvación”; por ejemplo, de sus objetos internos

miércoles, 11 de noviembre de 2009

¿DUALISMO O MONISMO? O ‘EL SUEÑO ES EL SUEÑO NARRADO’

En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene…historia.
Ortega (Historia como Sistema)



Ruego disculpas por ponerme hoy especialmente teórico, pero espero que a pesar de todo se me entienda.

¿Dualismo o monismo? En ocasiones se plantea esta dicotomía en el fragor de debates con los (pocos) amigos que se animan a entrar en estas alturas teóricas a las que, creo firmemente, es necesario acceder. La respuesta no es simple. Por principio los científicos – y Freud era un ejemplo extremado de ello - estamos en contra de la separación entre espíritu y materia. Sin embargo, creo que quedó claro el dualismo freudiano al referirme a las especulaciones sobre la telepatía, y en comentarios posteriores. Respecto al materialismo dogmático, el comentario para mí más clarificador lo encontré hace años en un libro de Alfredo Fierro, catedrático de personalidad en la universidad de Málaga:

Una vez que se renuncia a cierto materialismo histérico (sic: “histérico”, y no “histórico”), materialismo necesitado de afirmar enfáticamente hasta el aspaviento y el grito que no hay otra sustancia que materia, no sólo es más empírico, más acorde con la ciencia, sino también más “materialista”, o sea, realista, no postular sustancia alguna trascendente a las diversas propiedades, abandonar, en general, la distinción sustancia/propiedades, y adoptar la hipótesis de múltiples modos de la realidad material, que se manifiestan múltiples en la diversidad de sus fenómenos y de sus leyes. (1993, pág. 299)

El dualismo no me satisface, pero tampoco el monismo, y desearía que esta dicotomía pudiera disolverse. Creo que la realidad es una, es decir, un sustancia con diferentes modos como decía Spinoza - al que Fierro podría estar parafraseando - a la que se accede por diversos caminos para su comprensión y estudio. Pero, y esto me parece muy importante, lo que descubrimos a través de la neurología, o de la neurociencia, sólo es aplicable a la psicología de manera incidental y con prudencia. Por poner un ejemplo, nosotros diferenciamos grosso modo entre memoria procedimental y memoria enunciativa lo que nos permite acceder a modos de funcionamiento de la persona previos al mecanismo de la represión, si se quiere, pre-neuróticos. Ahora bien, en la tradición de la psicopatología dinámica esta distinción ya se realizaba, a mi entender, diferenciando las neurosis de carácter, lo que en lenguaje moderno denominamos trastornos de la personalidad. Si bien la biología, la sociología, economía, e incluso la física, pueden resultarnos instructivas y magníficas fuentes de inspiración, lo que a nosotros nos interesa es el significado de la conducta en el contexto de interacción humana, algo que nunca será reductible a las inervaciones somáticas ni a las vías neuronales, aunque la neurología y la biología posean mayor “prestigio” científico. Sólo desde esta perspectiva me considero dualista, el comportamiento humano no es reductible a la biología, y el método para explicarlo (o comprenderlo) es el contexto social de interacción, simbólica y emocional, en gran medida inconsciente.El materialista “histérico”, lejos de ser monista, tiene grandes posibilidades de haber traducido el dualismo clásico mente-materia, a alguna versión actual, y supuestamente monista, pero egocéntrica, del dualismo, como cerebro-conducta (neurociencia) o conciencia-conducta (psicología cognitiva).
La perspectiva egocéntrica, aunque la estemos describiendo y criticando desde la teoría del conocimiento, está enraizada en una forma de vida, esto es, una moral. Vamos ahora a meter un poco la cuchara en esta olla. Tal vez es tan difícil cambiar algunos paradigmas porque derivan de nuestras creencias éticas más íntimas. La inversión del universo que supone poner el yo antes que el nosotros, la conciencia antes que la realidad, la razón antes que la angustia, es el germen de todos los problemas epistemológicos posteriores a Sócrates. Nietzche señala a Eurípides y Platón, enemigos del poeta "desprovis­to de razón", y promotores de los dos principios paralelos en estética: "Todo debe ser conscien­te para ser bello", y en moral: "Todo debe ser consciente para ser bueno", cuyo parentesco con el lema freudiano “donde estaba el ello, el yo debe advenir” habrá que indagar alguna vez. Nietzsche caracteriza así esta postura moral:

“La virtud es la sabiduría; no se peca más que por ignorancia; el hombre virtuoso es el hombre feliz". Estos tres principios del optimismo son la muerte de la tragedia. Pues desde el momento que esto es así, el héroe virtuoso debe ser dialéctico; desde ese momen­to, entre la virtud y la sabiduría, entre la fe y la moral, es preciso que haya un lado visible y necesario...


Así se origina la ambición occidental de explicarlo todo desde la razón y de actuar siempre bajo su guía. Ambición que ha tomado muchas formas, pero cuyas expresiones extremas más recientes son el fisicalismo y el positivismo y, más en general, toda forma de determinismo. Implícita en el pensamiento moderno encontramos la separación radical de dos espacios (dentro-fuera), las famosas sustancias cartesianas. Para Wittgenstein el criterio que define el hecho de haber soñado es el sueño contado. Por ejemplo, los niños aprenden lo que es soñar por medio del relato de alguien, incluso de ellos mismos, de las vivencias que han experimentado mientras se hallaban dormidos. Carece de sentido la pregunta de si alguien que cuenta un sueño lo ha tenido realmente o sufre un trastorno de memoria. Algunos críticos acusan a esta postura de que el criterio que conduce a sinsentidos. Por ejemplo, dicen, parecería que no tienen sentido frases como 'Juan olvidó totalmente el sueño que tuvo la noche pasada'. Pero, afirmamos,¡es que realmente se trata de un sinsentido! Si Juan olvidó por completo su sueño no podemos siquiera especular sobre un sueño olvidado, no en mayor medida que en una paloma que vuela en el vacío, o en el puchero de monedas que se encuentra al final del arco iris. La pregunta de si esa proposición se entiende, o no, nos sirve de escasa ayuda, lo que tenemos que preguntarnos es qué podemos hacer con ella. Ahora bien, se puede oponer a esto que los científicos que han investigado el fenómeno del dormir hablan de los ritmos cerebrales alfa y beta y de los movimientos oculares rápidos (MOR) como criterios del sueño. Por lo demás, en la práctica se ha descubierto cierta relación entre dichos fenómenos y el informe de los sujetos que, al ser despertados, afirmaban estar soñando. Pero lo que no se aprecia es que al adoptar nuevos criterios para la palabra "soñar" los científicos están modificando el concepto. Y sus medidas, que no son otra cosa sino síntomas, no definen el sueño. Para terminar, el sueño es el sueño contado, aunque sea contado a mi mismo, pues en mi intimidad coexisten varias identidades que fueron - y siguen siendo – formadas en la interacción. Dicho de otra forma, el sueño no es un objeto sino un constructo, una narración desde el principio.

martes, 3 de noviembre de 2009

NARCISISMO Y EGOISMO


Según el diccionario de María Moliner, egoísta es aquel que antepone en todos los casos su propia conveniencia a la de los demás, que sacrifica el bienestar de otros al suyo propio o se reserva sólo para él el disfrute de las cosas buenas. Da como sinónimos: ególatra, egocéntrico, egotista, filautero, insolidario, rompenecios, suyo. El problema es desde dónde se definen estas características, carecemos de un punto fijo para definir el concepto, como señala el muy clarificador chiste: “egoísta es aquel que no piensa en mí”. Si quiero a los miembros de mi familia es porque son “mi hijo”, “mi esposa”, “mi madre”. Si me sacrifico por ellos es porque los considero parte de mí mismo. Si me sacrifico por un amigo es porque espero una justa retribución, un agradecimiento o, al menos, que alguien haga lo mismo por mí cuando lo necesite o, en el colmo del altruismo, ayudo a un desconocido porque espero que el mundo así sea más acogedor, o menos desagradable, para un servidor. El egoísta puro es poco práctico, reduce su universo de relaciones a un escaso grupo de incondicionales que, con su entrega y dependencia, se castigan y compensan carencias profundas. Son las pasiones tristes de las que hablaba Spinoza, ese gran filósofo. Con frecuencia la abnegación y el sacrificio son la máscara de las pasiones tristes, pues el que se sacrifica quiere dominar al otro o, como digo, dejarse dominar como autocastigo. El que se menosprecia no suele ser compañía agradable ni constructiva. De mi experiencia con grupos de alcohólicos recuerdo que cuando alguien decía que cómo iba a volver a beber, con el daño que eso le había hecho a su familia, le respondían varios compañeros expertos, que eso era falso, que sólo lograría dejar de beber por su propio bienestar y egoísmo y que además eso sería bueno para los otros – aunque no siempre pues un alcohólico en activo suele ser poco exigente. La mayor parte de mi esfuerzo como psicoanalista relacional está dirigido a conseguir que la persona que ha acudido a mí aprenda técnicas nuevas para quererse y cuidar de sí y en ayudar a descubrir las causas de ese estado de cosas. Pero el descubrimiento por sí solo no es suficiente.
Los psicoanalisistas, así como los psicólogos y los psiquiatras, no utilizamos el término “egoísmo”, sino que hablamos de “narcisismo”, pero son dos palabras – una popular y otra técnica - que comparten una gran proporción del campo semántico. De todo el mundo se puede decir que dispone de tendencias narcisistas, ya sean positivas (autogozosas) o sufrientes (gozo también según los lacanianos). Para clarificar mi comprensión de los trastornos me ha sido de gran utilidad distinguir entre “narcisista de piel dura” y “narcisista de piel fina”. El narcisista de piel fina es hipersensible y se siente herido con gran facilidad. Al narcisista de “piel dura”, en cambio, no se le suele ver en consulta más que excepcionalmente, cuando ha sufrido una “herida narcisista”, es decir, un rechazo que amenaza su autoimagen grandiosa, o bien cuando busca un objetivo material concreto: baja laboral, informe favorable u otros. Fairbairn distingue un narcisismo libidinal en el que predomina la identificación con la madre que mima en exceso y el niño mimado, y un narcisismo negativo en el que predomina la identificación con la madre deprivadora y el niño deprivado. Considero que el narcisista de piel dura es el niño mimado pero que, no nos equivoquemos, también ha sufrido carencias importantes, pues los padres (y madres) que realmente quieren a sus hijos (e hijas), también les exigen el esfuerzo justo para adaptarse a los requisitos vitales y quizá un poquito más. Por ahí un concepto que supone un gran logro teórico-práctico es el de “frustración óptima” de Kohut.
Por lo demás, el narcisista de piel dura es un sujeto con estructura de personalidad narcisista, mientras que el narcisismo de piel blanda es un patrón de comportamiento que puede aparecer de forma más ostensible en los trastornos graves y no tan graves de la personalidad.
La experiencia afectiva que representa al narcisismo, y que en algún grado está presente en todos nosotros, es un deseo de ser especial. Especial para otro concreto, significativo, alguien a quien hemos dotado de significatividad y poder. En su versión más patológica, ese deseo de ser especial a los ojos del otro idealizado lleva al anhelo por ser absolutamente único y, en definitiva, por ser el único objeto de importancia para él o ella.
Los partidarios del psicoanálisis relacional negamos toda validez al concepto freudiano de “narcisismo primario”, así como a las explicaciones energetistas clásicas. El “narcisismo” como concepto hace mutis de los textos de Freud a partir de los años veinte, a favor de la teoría estructural y del conflicto edípico, lo que ha condicionado la investigación psicoanalítica posterior a centrarse en la culpa y desatender otras emociones más “primitivas”, como es la vergüenza. Entendemos, desde luego, que el narcisismo, ya sea primitivo o posterior, es una retracción del afecto hacia sí mismo, una vez que existe un “sí mismo”, un yo, mínimamente constituido. El narcisismo cumple una función, que es la de mantener y reparar los vínculos afectivos entre el self y el otro y sirve, principalmente para enfrentarse a la vergüenza (Morrison), y está relacionado con la formación de la propia identidad (Erikson). El narcisismo y el sentimiento de vergüenza guardan una íntima relación. Cuanto mayor es la discrepancia entre el yo ideal (aquello que yo debería alcanzar) y el yo real (aquello que siento que realmente soy), mayor es la vulnerabilidad ante la herida narcisista y, también, el riesgo de vergüenza.
El paciente con rasgos narcisistas nos plantea unas dificultades terapéuticas propias. Debemos entonces tener presente que la psicoterapia depende de la capacidad del terapeuta para empatizar con los sentimientos y necesidades del paciente, más que de la confrontación o interpretación a partir de una posición teórica.

miércoles, 28 de octubre de 2009

SOBRE EL INCONSCIENTE

Yo no tengo inconsciente.¡Yo soy un inconsciente!

Según algunos críticos, mientras que para Freud lo inconsciente era la auténtica realidad psíquica, el psicoanálisis relacional concede una mayor relevancia a la experiencia consciente, es decir, se reduce peligrosamente la importancia que lo inconsciente posee en el psicoanálisis. Dentro de la corriente del postmodernismo, donde estos críticos colocan al psicoanálisis relacional, no podemos conocer nada, sólo podemos inventar algo con lo que estemos de acuerdo, esto es, no existe la verdad sino las verdades, múltiples y relativas a la persona y a su lugar y momento histórico. Por otra parte, dicen, Freud nunca defendió la tesis de una mente aislada como afirma la propaganda relacional. Los relacionales crean, por tanto, su propio hombre de paja y nunca se plantean leer el original en alemán. Parece que sufrimos una necesidad virulenta de rechazar a Freud como si se tratase de una figura paterna fría, frustrante y crítica, a cambio de una fantasía de aceptación incondicional, calidez, cuidado, empatía y reconocimiento mutuo por parte de una madre amante e idealizada, modelo del giro relacional en la sesión terapéutica. Y esto quizá se debe a un complejo de Edipo no resuelto. Esta crítica acierta en cuanto a que preferimos un psicoanálisis más cálido, pero no en que concedamos menos importancia a lo inconsciente. Si es cierto que pensamos que la verdad no es absoluta, o al menos desconfiamos del dogmatismo. En cuanto a lo del Edipo no resuelto, se trata de un asunto que preferimos (no) resolver en la intimidad, mientras que en la palestra pública, si bien envidiamos a los colegas que gozan de una mayor fortaleza moral y técnica ya que (dicen) sus complejos están mejor analizados, creemos tener derecho a que se nos responda con argumentos racionales y razonables. Aunque – como decía Thomas Kuhn, el filósofo de la ciencia - las discusiones entre paradigmas nunca se resuelven mediante la argumentación.
El psicoanálisis freudiano se aparta de Descartes y del introspec­cionismo, desde el momento en que niega que la concien­cia sea el acceso privilegiado a nuestro psiquis­mo. Pero en parte retorna a cierta forma de egocentrismo, o de estancamiento en la mente aislada, por la forma que tiene de caracterizar lo inconsciente. Ciertamente, la existencia de un psiquismo inconsciente se justifica porque los datos de la conciencia son incompletos, se muestra en la clínica por la aparición de los síntomas que simbolizan el conflicto y en la vida diaria por la aparición de actos fallidos y por los sueños, entre otros fenómenos.
La antigua asimilación de todo lo psíquico a la conciencia es un error, porque deja fuera gran parte de la realidad observable. Un psicoanalista es aquel que mantiene la teoría de que el comportamiento de la persona viene, en gran parte, determinado por motivos o deseos inconscientes, es decir, tiene un motivo pero no lo conoce. Esto parece un descubrimiento que abre nuevos campos a la investigación psicológica y nuevas posibilidades para determinar las causas de la conducta. La investigación ya no se limita a lo consciente, se pueden estudiar todos los motivos, sentimientos, pensamientos, tanto conscientes como inconscientes. Pero este cambio de perspectiva implica también confusiones conceptuales radicales. La frase 'pensamiento inconsciente' (motivo, etc.) es equívoca, pues suponemos que los pensamientos conscientes e inconscientes son dos clases de pensamientos. Pero esto no está implicado en la explicación original. Igualmente, los críticos del inconsciente no percibirían que no están poniendo objeciones a descubrimientos empíricos sino a una nueva forma de representación. Freud no mantenía que se reprimieran las sensaciones, sino las representaciones, quedando la sensación o emoción como carga energética que necesita buscarse otro camino de descarga. Pero se dota a lo inconsciente de la misma cualidad de interioridad y ocultamiento que suele poseer la mente en nuestra cultura. En realidad la motivación inconsciente la deducimos del conjunto o totalidad del comportamiento, del sentido del mismo, desconocido en mayor o menor medida por la propia persona.
¿Cuál es el objeto del psicoanálisis? Según la mayoría de los autores que se declaran psicoanalistas su objeto de estudio es lo inconsciente. Alguna vez he asistido a algún debate en el que se acusaba a aquellos que se atrevían a hablar de “el inconsciente” por estar personalizando, cosificando o sustancializando una realidad que no es un objeto, como tal, sino un proceso, los procesos inconscientes. Siempre me ha parecido un debate sin sentido, pues la forma de expresión “el psiquismo inconsciente”, tan sustancializadora o cosificadota como la que más, nunca ha sido rechazada por los guardianes de la pureza. El psicoanálisis se ocupa, entonces, de determinados objetos mentales (imágenes, intenciones, predisposiciones, deseos, etc.) dentro de un tipo de “monólogo interno”. Estos objetos mentales, se dice, no poseen una existencia independiente y sensible, pero pueden deducirse de la transferencia, es decir, de la relación que se produce entre paciente y analista en la que se reactualizan relaciones del pasado, y de otros fenómenos como los lapsus, los actos fallidos, los sueños o los síntomas, en general.
Nuestra propuesta alternativa consiste en sugerir que si esos objetos aparecen en la transferencia (o en los otros fenómenos mencionados) es porque son comportamientos, “viven” en el comportamiento. Por tanto, el objeto del psicoanálisis es el comportamiento. La postura contraria, tal vez todavía mayoritaria, lleva inadvertidamente a un típico razonamiento circular, pues nada justifica que digamos que el psiquismo inconsciente se muestra en la transferencia (lapsus, actos fallidos) y, después, que la transferencia es una prueba irrefutable de lo inconsciente. La hipótesis que se ha introducido para explicar un fenómeno no se debe confundir con dicho fenómeno, que es el que nos interesa explicar. Freud inicialmente propuso el funcionamiento inconsciente para explicar una serie de fenómenos psicológicos, los síntomas de conversión en la histeria, luego los síntomas en general. Dio mucha mayor extensión a su concepto de inconsciente que Janet – psiquiatra francés contemporáneo - al subconsciente. Es aplicable a todos los individuos, y da cuenta de una serie de fenómenos: los sueños, los actos fallidos, y los síntomas de las demás neurosis (obsesiones, fobias, “paranoia”, etc.).
Esta explicación nos resulta incompleta. Si el concepto de inconscien­te es de verdad útil en la explicación del comporta­mien­to humano es porque evoca toda la red social de significados, aunque no como una estructura formal interna, sino como una estructura cultural externa. Esa red se intuye a través de la asociación libre que permite, a veces, descubrir alguna de sus mayas. El significado de un fenómeno inconsciente, por ejemplo, que yo diga por error “animal” en lugar de “alemán” debe buscarse dentro de un contexto social y cultural, desde luego español, y considerar toda la red de connotaciones que existen en un momento determinado del lenguaje, por ejemplo: los estereotipos dominantes sobre el “carácter alemán”, la dificultad para aprender ese idioma, el dominio alemán en la economía europea de los últimos decenios, mi enfado reciente con un amigo alemán, etc.
Lo inconsciente, diremos, se crea en la relación y es bi-personal, se establece entre dos o más personas, pues también nos parece legítimo hablar de un inconsciente grupal, o familiar, que evidentemente no es el que proponía Jung. Aún el funcionamiento del psiquismo inconsciente individual es social por naturaleza. La mente no surge de presiones internas sino que es diádica (dos o más personas) e interactiva, busca el contacto, el engranaje con otras mentes, es el propio contexto práctico de la relación interpersonal.

viernes, 23 de octubre de 2009

PARÁBOLAS CONTRA LA MENTE AISLADA

La idea de que nuestra mente está aislada en un espacio interior, dentro de nuestras cabezas, está muy arraigada en nuestras creencias. El periodista pregunta al deportista: ¿Qué pasó por tu cabeza cuando viste – muchos dirán “vistes” - que entrabas el primero en la meta?. El psicólogo cognitivo busca los mecanismos mentales que gobiernan cierto comportamiento, que supone la recepción de ciertos datos del entorno, su procesamiento y la elaboración de la mejor respuesta adaptativa. El neurocientífico busca las bases de la homosexualidad, o de las emociones, en las estructuras cerebrales. Desde el psicoanálisis relacional, entre otros lugares, sostenemos que la mente no es algo innato ni interno sino que es un producto de la interacción humana, dentro de una forma de vida particular. No niego que haya una base neurológica de las emociones, pero recomiendo que empecemos todo análisis de las emociones en el contexto de las relaciones humanas, que es su lugar de origen y donde se definen. También existe el lenguaje interior, pero es una habilidad adquirida y no por todos los sujetos: no lo tienen los animales, ni los deficientes intelectuales, ni los bebés y, sospecho, tampoco los psicópatas. La imagen de la mente aislada es un “constructo” social, los constructos sociales son en cierto modo convencionales, no son esencias o dogmas inamovibles, aunque eso no signifique que se pueden modificar con facilidad. Piénsese, por ejemplo, en el “constructo” social del honor en la época de Calderón.
Cuando se intenta hacer comprender a un auditorio amplio una forma de pensamiento – y aquí por pensamiento debemos entender algo muy genérico, como entender nuestra forma de entender el modo en que vivimos en el mundo y la propia forma en que vivimos en el mundo – los grandes “reformadores”, como Jesucristo, el Zaratrusta de Nietzsche, se han visto obligados a usar parábolas, historias alusivas, metafóricas.
Wittgenstein las utiliza para forzar al lector a representarse de manera alternativa un fenómeno que la costumbre le impulsa a representarse erróneamente. Lo esencial de la vivencia privada no es que cada uno de nosotros posea su propio ejemplar, sino que no sabemos si el otro posee esto o algo distinto, por ejemplo, si nuestra sensación de color "rojo" es igual que la de nuestro vecino. Para la representación del objeto interno 'dolor' imaginemos el caso de que cada persona tuviera una caja en la que guarda algo que llamamos "escarabajo", pero nadie puede mirar en la caja de otra persona y sólo sabe de qué se trata por la visión de su propio escarabajo (definición ostensiva interna). Si la palabra "escarabajo" tuviera un uso no habría de confundirse con la designación de una cosa, la cosa podría incluso no existir, ni siquiera sería un algo. Aun admitiendo que fuera posible el conocimiento privado de la sensación, dicho conocimiento se agotaría en sí mismo, no podría conocer el dolor de los demás a partir del mío. Pretender lo contrario sería un absurdo. Ahora la investigación con las neuronas espejo parece sugerir que el contagio emocional es automático pero habitualmente atenuado. Me compadezco con el otro que sufre, lo que no quiere decir que sufra igual. Pero en el origen aprendí mi lenguaje de sensaciones y emociones a través del trato con el otro, que es el que me ayudó a identificarlas.
La confusión habitual entre mente y cerebro procede de un "error categorial". Pensemos en la historia del visitante que acude a la Universidad y, después de haberle mostrado las aulas, laboratorios, bibliotecas, etc., pregunta dónde exactamente se encuentra "la" Universidad, como si se tratara de una entidad independiente. "Mental" y "material" pertenecen a distintas categorías; el error categorial consiste en buscar un espacio material donde se localice lo mental. Una vez que se le atribuye ese espacio ﷓ la caja craneana en nuestra cultura, no así en otras ﷓ se dota a lo mental de características similares a lo material. Tal vez la razón por la que nos inclinamos a hablar de la cabeza como del lugar de nuestros pensamientos es por que existen palabras como "pensar" y "pensamiento" junto a otras palabras que se refieren a actividades (corporales), tales como escribir, hablar, etc. Vemos a House que, de pronto, se queda parado y como abstraído en medio de una conversación, sólo falta que aparezca la bombilla que se ilumina por encima de su cabeza. ¿Por qué no decimos en ese momento que es una corazonada?
Wittgenstein rechazaba el uso habitual en nuestra cultura de la noción de "imagen” o “representación” interna. Según la concepción ordinaria, compartida con ciertas modificaciones por la psicología cognitiva y el psicoanálisis, la imagen se lleva encima, como si lleváramos un retal de tela para confrontar. Pero, si el proceso fuera así de simple sería, en realidad, algo muy complicado. Para comprobar que la imagen que nuestra memoria nos proporciona de 'rojo' es la correcta deberíamos disponer de un tercer término de comparación y este de un cuarto... y así indefinidamente. Antes o después llegamos al momento en que hacemos las cosas y, dentro de unos límites, las hacemos bien.
Los errores se originan en nuestra tendencia a darles un valor independiente a estas imágenes internas, por sí mismas, cuando en realidad sólo poseen estabilidad si se la contrasta regularmente con el uso. Lo que ocurre en el interior sólo tiene sentido en el flujo de la vida. El postulado esencial no son los sistemas representacionales, sino la comunicación interpersonal. La imagen interna es dependiente de la imagen externa, la auténtica, y del lenguaje, el sistema más potente de representación.
San Agustín de Hipona vivió entre el siglo IV y comienzos del V e introdujo el dogma del “pecado original”, idea que no se encuentra en la Biblia. Sería fecundo conectar conceptualmente esta idea con otra aportación del santo – un milenio antes de Descartes – contenida en sus Confesiones, la de que el alma llega ya formada al mundo, con sus capacidades intelectuales. Puedo dudar, dice el santo, de todo menos de mi propia existencia como alma que duda. El niño pequeño, advierte, aprende el significado de las palabras al observar los objetos que señalan los adultos cuando pronuncian cada una de ellas; de alguna forma es como si viniera con un “lenguaje” – el de los objetos y conceptos – y no tuviera más que hacer la traducción de las palabras del lenguaje natural que le tocara en suerte. Un comentarista perspicaz dedujo que en esa línea deberíamos nacer con preconceptos como “carburador” y “burócrata”. Sospecho que la noción moderna de sujeto – sentado cómodamente en el interior de la cabeza, como un cuento de Woody Allen - es un derivado del alma cristiana dibujada por San Pablo y San Agustín, y reforzado por el individualismo postromántico. El cristianismo – al menos la versión que se impuso al cabo de los siglos - se centra en el individuo para disminuirlo, rechazarlo, ningunearlo.
De los dos mandatos de la antigüedad griega eran "Cuídate a ti mismo" y "Conócete a ti mismo", el segundo ha triunfado oscureciendo totalmente al primero. Para los griegos, ocuparse de uno mismo tenía una connotación positiva, no sólo cuidarse del alma propia, como en los ejercicios espirituales, sino también el adecuado cuidado del cuerpo: el ejercicio, el disfrute, el goce. Para cierta moral cristiana el autocuidado ya adopta tintes peligrosos; más bien hay que autoexaminarse para estar en guardia contra pecados terribles, como la soberbia, el mayor de todos, de él se derivan los demás. Es muy instructivo observar que la lascivia es un pecado de la intimidad subjetiva, en definitiva sólo el pecador puede saber en el fondo de su alma que está impulsado por un deseo impuro.
Desde entonces existen dos sujetos. El que observa, el pensador, el que maneja la máquina (el yo gramatical o metafísico, inextenso), y el imaginario-material, con extensión, que vemos reflejado en el espejo o la fotografía. La religiosidad - oficial o laica – ordena que cultivemos sobre todo al sujeto inextenso. Se podría objetar que en el presente más actual esto ha cambiado y que lo que predomina es el hedonismo, el cultivo del cuerpo. Basta observar la disciplina con la que los deportistas y los modelos de pasarela, supuestos “modelos” de ese cambio, castigan su cuerpo hasta la destrucción para descubrir la autonegación. También la audodestrucción culposa de la pareja anorexia-bulimia, a la que se ha unido la vigorexia, u obsesión por verse musculoso, como nueva monomanía.
El obsesivo está en una lucha permanente consigo mismo, escindido entre alma y cuerpo, contra todas las manifestaciones de su carnalidad, horrorizado ante la suciedad, con rituales obsesivos de limpieza: las manos, los dientes (blanqueo), el ano. Estos pacientes sin duda manifiestan firme incredulidad y desacuerdo cuando se intenta una aproximación interpretativa en la línea suciedad = pecado. El histérico, en cambio, no "teoriza" como el obsesivo su horror ante la suciedad, sino que la actúa, muy a menudo mediante su repugnancia ante el contacto sexual. Con frecuencia se producen la impotencia, eyaculación precoz, frigidez, vaginismo y otros trastornos genitales. En tiempos de supuesta "liberación" - atemperada por la nueva peste, el VIH - dichas carencias pueden estar tapadas bajo un tupido manto de promiscuidad, pero una promiscuidad que se confiesa como insatisfactoria, la paciente rara vez ha alcanzado el orgasmo o, en el hombre, la impotencia ante mujeres idealizadas, consideradas puras, y la satisfacción sólo ante mujeres tomadas como inferiores, criadas o prostitutas.

martes, 20 de octubre de 2009

¿QUÉ ES EL PSICOANÁLISIS RELACIONAL?

Cuando un paciente o un estudiante reciente me preguntan qué es el psicoanálisis relacional y tengo, por tanto, que explicarlo de manera sencilla me encuentro en cierto apuro. Lo primero que se me ocurre es que los psicoanalistas relacionales hablamos más, no escuchamos en silencio horas y horas hasta que soltamos la interpretación exacta y correcta. Al paciente, además, le digo que intentamos “mover” la situación para que el proceso funcione, pero que la buena marcha de la terapia no depende solo de mí, en absoluto, sino que es una cosa en la que trabajamos los dos. Al alumno luego le puedo añadir que yo, personalmente, tengo menos reparos en equivocarme cuando realizo un señalamiento u observación. Como decía Kohut, salvo que nuestros errores sean muy reiterados el paciente nos lo perdona si nuestra actitud empática es la correcta. Ahora se dice con frecuencia, creo que acertadamente, que la interpretación no es el factor terapéutico fundamental. La presencia empática del terapeuta, el acompañamiento, el holding son factores por lo menos tan importantes como lo que pueda decir en concreto. Cuando un alumno en supervisión me pregunta qué tiene quehacer, le digo que en princio, estar, acompañar al paciente con la mayor naturalidad posible y, si no se le ocurre nada mejor, advertir qué cosas le llaman la atención de su discurso y por qué. Otro factor de gran relieve es la reducción de la asimetría entre terapeuta y paciente, es decir, que el terapeuta no se coloque en una cumbre para emitir su oráculo que el paciente debe escuchar con humildad y sumisión. Así le digo yo al alumno “no siempre el paciente está equivocado cuando muestra su desacuerdo con algo que hemos dicho o hecho”. No descarto por principio la posibilidad de dar un consejo, no sólo cuando entre dentro de las mínimas normas de la buena educación, pero respetando el difuso límite para no tomar las decisiones por el paciente ni convertirnos en “directores espirituales”. Finalmente, existe la posibilidad de que yo le comente al paciente cómo me he podido sentir en determinado momento por algo que ha dicho o hecho (o cómo me habría sentido en el lugar de otra persona en una escena que relata) y esto puede ser muy orientativo y clarificador para él o ella sobre los efectos de su conducta puede producir en los demás. Puede pensarse que esto cuestiona nuestro rol porque nos mostrará como seres frágiles o influenciables, sin embargo, estoy convencido de que mostrar – en ciertas circunstancias – que tenemos sentimientos es positivo. Normalmente es muy recomendable, no obstante, que esos sentimientos no nos inunden, pero si eso ocurriera, el disimulo y la negación nunca son un buen camino. Kenberg, por ejemplo, un autor alejado de las corrientes relacionales, no declara sus sentimientos cuando se ve amenazado por un paciente agresivo, claro está, pero sí pone límites y expresa condiciones de manera explícita. Por otra parte, da mucho juego terapéutico indagar qué idea se hace el paciente de lo que el analista piensa y siente.
En la medida en que el psicoanálisis relacional preconiza la superación de términos estáticos - como transferencia, contratransferencia, resistencia - y se prefiere hablar de la sesión analítica como un campo de interacción, un espacio transicional, de terceridad, algo “co-creado” por analista y analizando en un proceso de mutualidad, el concepto de verdad que mejor se le puede aplicar es el de descubrimiento: se descubre aquello nuevo que surge entre dos personas en relación. De hecho, la interpretación acertada no será sólo la que se corresponda con la realidad (Wirklichkeit) mental del paciente, sino la que permita el descubrimiento.
No es infrecuente escuchar, y leer, que el psicoanálisis relacional se distancia tanto de los principios psicoanalíticos que debe contemplarse bajo una mirada de recelo, cuando no se afirma de forma tajante que deja de ser psicoanálisis ya que se adentra en el campo de la psicología, sin más. Por nuestra parte, nunca nos ha parecido satisfactoria la consideración de que el psicoanálisis pertenezca a un campo de conocimiento separado de la psicología. Esta propuesta se contradice con la actitud del propio creador del psicoanálisis que, evidentemente, leía mucha psicología y literatura y poco psicoanálisis – entre otras cosas porque lo estaba inventando él - , y con la apertura del psicoanálisis actual a otras ramas de la ciencia y de la psicología: enfoque sistémico, neurociencia, cognitivismo, psicología evolutiva, etc. El purismo sólo sirve para favorecer un aislamiento no muy dorado. No obstante, si al final descubrimos que ya no residimos en la morada psicoanalítica – oficial o teórica – lo que no me parece probable, habrá que tomarlo con resignación. Parafraseando el dicho clásico “amo a Freud, pero amo más a la verdad”.
El psicoanálisis relacional sigue siendo psicoanálisis, pues sigue intentando hacer comprensibles la transferencia y la resistencia, aunque estos conceptos han cambiado y se han reinterpretado. De hecho, lo que se ha logrado es completar esos fenómenos al observar la parte importante que el analista pone también en el proceso, desde su propio inconsciente, no ya solo como contratransferencia. La transferencia no simplemente se completa con la contratransferencia, sino que la situación analítica es una construcción común de analista y paciente. El enfoque relacional o intersubjetivo sigue dando una atención particular a lo inconsciente pero no se limita al clásico inconsciente dinámico reprimido, como espero aclarar en otro momento
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DE NUEVO CON LA PERSONALIDAD HISTÉRICA

Los últimos sistemas clasificatorios de los tipos de personalidad han estado a punto de eliminar la personalidad histérica o histriónica por...