miércoles, 23 de diciembre de 2009

MITO Y REALIDAD




“Mito”, palabra que originalmente quería decir “cuento”, es un relato tradicional sobre los orígenes, el nacimiento la muerte, fundación, etc., protagonizado por dioses o héroes enfrentados con fuerzas de la naturaleza, monstruos u otros seres. Toda familia tiene sus mitos, para los mayores pueden ser historia verídica, para los más jóvenes sólo pueden ser vividos como relatos idealizados: “cuando tú naciste…”, “cuando papá conoció a mamá”.
En segundo lugar, también por “mito” se entiende una creencia o serie de creencias erróneas que delimitan las coordenadas de nuestra construcción metafísica de la realidad. No hay percepción de la realidad que no se halle tamizada por nuestra forma de vida o, siguiendo a Wittgenstein, afirmaremos que dentro de cada uno de nosotros hay un filósofo con el que tenemos que luchar. Esa filosofía que nos empuja con su movimiento de inercia se encuentra implícita en el lenguaje: en nuestro lenguaje está incluida toda una mitología. En este segundo sentido, podemos citar el “mito de la mente aislada”, ya tratado anteriormente, el “narcisismo primario”, o el estereotipo más sobresaliente de la técnica psicoanalítica, nos referimos al “mito” de la neutralidad del terapeuta y a la conexión de este aspecto con las llamadas reglas básicas o: la asociación libre, la atención flotante y la denominada “regla de abstinencia”.
Trabajar en filosofía y en psicoanálisis debe ser un trabajo en uno mismo, en nuestras interpretacio­nes y forma de ver las cosas, y en lo que esperamos de ellas. Wittgenstein realiza una trascendental tarea destructiva pero, coherente con su pensamiento, de alguna manera deja las cosas como están. No nos proporciona una metafísica sustitutoria, tal vez por el temor de crear una nueva "mitología". Por otra parte, llegaba a la conclusión de que el psicoanálisis puede ser peligroso, porque, aunque el analizado logra descubrir algunas cosas sobre sí mismo, debe mantener una fuerte actitud crítica que el propio psicoanálisis no facilita, pues se trata de una 'mitología poderosa'. Ciertamente, Freud llegaba a decir a finales de los años treinta: “La relativa certeza de nuestra ciencia psicológica reposa sobre la solidez de esas deducciones [inferencias plausibles sobre lo inconsciente], pero quien profundice ésta labor comprobará que nuestra técnica resiste a toda crítica”. Esta actitud parece rondar el dogmatismo. Ahora bien, el psicólogo no puede pres­cindir de la teoría, sobre todo si quiere que su conocimiento tenga aplica­ción fuera de la academia o del laboratorio, y no quede como mero ejercicio de ingenio. El enfoque relacional del psicoanálisis respeta las especulaciones más abstractas pero intenta que su práctica esté guiada por un sentido pragmático. Esto me lleva a decir que los mitos son válidos en la medida en que nos permitan entender la dinámica familiar de nuestros pacientes y ayudarles en su proceso de crecimiento.
Al hablar de causas Freud daba un aspecto científico a sus explicaciones cuando en realidad se trataba de una justificación de las razones. La sobredeterminación remite cada elemento a una cadena semántica (razones), no a una causa, por mucho que Freud piense estar realizando ciencia natural. Cuando analiza un mito antiguo lo que hace no es dar una explicación científica, sino proponer un nuevo mito. Este tipo de explicaciones poseen un marcado atractivo. Por ejemplo, cuando interpreta que la ansiedad supone una repetición, en alguna forma, de la ansiedad que sentimos al nacer, o la explicación de las neurosis a partir de la "escena originaria" o “primitiva” (Urszene). Se da el atractivo de las explicaciones mitológicas, que dicen que esto no es más que la repetición de algo que pasó antes.
Si aceptamos que Freud era un “hermeneuta” a su pesar, como sugiere Habermas, deberemos buscar su valor como corpus para la interpretación del sentido, y el sentido de la acción – también de lapsus, sueños y síntomas - se entiende no solo en razón al contexto actual sino también al contexto histórico, para lo cual las escenas originarias, como situaciones que marcaron época, no pueden dejar de ser relevantes. Si no hay nada detrás de la apariencia, la verdad “auténtica”, no estática ni muerta, se logrará vivencialmente pero desde la totalidad del sistema. Doy por bueno en cierto modo la versión de la verdad como consistencia. Sin embargo, para que el sistema se sostenga necesita un punto de anclaje, ese mito fundacional de la realidad prediscursiva, antes era Dios, o la idea del Bien. Para Nietzsche esa realidad externa es la voluntad de poder y el eterno retorno, como pareja inseparable. Wittgenstein plantea las “formas de vida”, idea no tan alejada de Nietzsche, pues la voluntad de poder nos impulsa para asumir la propia vida en toda su extensión. El imperativo categórico kantiano, “Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu actuación se convierta en una ley universal”, es transformado por Nietzsche en un vivir de acuerdo con que aceptemos el regreso eterno de cada uno de nuestros instantes.
¿Donde se engarza nuestra forma de vida? Posiblemente se deriva, una vez que hemos recibido el contacto físico imprescindible para seguir en el mundo, de los actos performativos o realizativos del lenguaje, acciones míticas fundacionales, en el primer sentido de la palabra “mito”. Son frases del estilo de “yo te nombro mi sucesor”, “tú eres mi maestro”, “tú eres mi discípulo”, “yo os declaro marido y mujer”, expresiones que crean una realidad: un compromiso, un contrato que quedará como mito de origen. En la práctica clínica tenemos abundantes ejemplos de la destructividad de los actos performativos, bajo la forma de profecías autocumplidas o dilemas irresolubles: “hijo mío, nunca llegarás a nada”, “sé espontáneo”, “deja eso, que tú eres muy torpe”, “mi hijo es capaz de lo mejor”.
Enlazando con esto, entre los mitos clásicos que se han mostrado fecundos en la clínica psicoanalítica, tenemos el mito de Narciso y, cómo no, el de Edipo. El reconocimiento por el otro, que nos hace de espejo, es la precondición de la propia identidad, que sólo cobrará su autén­tica dimensión con la adquisición del lenguaje. Pero el mito de Narciso muestra que ese reconoci­mien­to es de forma automática el de la propia finitud, de la mortalidad: "Vivirá mucho si no se ve a sí mismo". Vale decir, si no abandona la plenitud animal, toma conciencia de que es uno más con los demás y sufre las mismas debilidades: el amor y la muerte; que ya dejan de ser mera pulsión biológica y pasan a ser representación mental.
Es sorprendente - dirá Fairbairn - que el interés psicoanalítico sobre la historia de Edipo se haya centrado tanto en las fases finales del drama, ignorando en gran medida las primeras. Un principio de la interpretación psicológica - y literaria - es que un drama debe ser considerado en su unidad, derivando su significado tanto del primer acto como del último. Edipo comenzó su vida abandonado en una montaña para que muriera y privado completamente del cuidado materno, cuando se hallaba en un estado muy temprano de dependencia. Como corrección y completamiento del mito edípico, aceptaríamos la sugerencia de Kohut sobre el mito de Ulises. Ulises salva la vida de Telémaco, su hijo, y, por ello, se ve obligado a marchar a la guerra de Troya. Telémaco ayuda al final de la historia a su padre a recuperar el trono y a su esposa. La moraleja de este cuento es que la generación siguiente no tiene por qué ser siempre vivida con rivalidad sino que padres e hijos a menudo despliegan actitud cooperativa. Pero, en el polo de la destructividad, no olvidemos a Orestes y Electra que ejemplificaría para los dos sexos la adherencia al padre y el odio hacia la madre. Orestes, ayudado por su hermana Electra, vengó el asesinato de su padre por el amante de su madre matando a ambos.
Hace tiempo que sopeso esta idea de que la novela familiar debe ser comprendida con la aplicación de innumerables mitos, probablemente cada familia elabora los suyos propios. Si bien me repele caer en el, por otra parte seductor, mundo platónico de mitos perennes que preconizan los junguianos, pienso que la clínica requiere la búsqueda y clarificación de los mitos familiares. ¿Es legítimo sustituir una explicación “real” por otra “mítica”? Tal vez no existe una frontera nítida entre mito y realidad. La patología por déficit procede de una carencia real de afecto, mientras que la patología por conflicto se comprende mejor como la puesta en escena de un mito. Dejando para otra ocasión una explicación más extensa, terminaré citando un texto del recientemente fallecido Claude Lévi-Strauss:
En realidad, muchos psicoanalistas se negarán a aceptar que las constelaciones psíquicas que reaparecen en la conciencia del enfermo puedan constituir un mito: son, dirán ellos, acontecimientos reales, cuya fecha a veces es posible determinar y cuya autenticidad es verificable por entrevistas hechas a los padres o los criados. Por nuestra parte no ponemos en duda los hechos. Pero conviene preguntarse si el valor terapéutico de la cura depende del carácter real de las situaciones rememoradas o si el poder traumatizante de estas situaciones no deriva más bien del hecho de que, en el momento en que se presentan, el sujeto las experimenta inmediatamente bajo forma de mito vivido. Entendemos por esto que el poder traumatizante de una situación cualquiera no puede resultar de sus caracteres intrínsecos, sino de la capacidad que poseen ciertos acontecimientos de inducir una cristalización afectiva que tiene lugar en el molde de una estructura preexistente. (Sobre la Eficacia Simbólica)

sábado, 12 de diciembre de 2009

SOBRE LA UNIVERSALIDAD DEL EDIPO

El niño de Freud es un ser que viene ya formado al mundo, con una mente propia en la que se entrecruzan las pulsiones primarias, la búsqueda del placer y el narcisismo. El psicoanálisis clásico nos ofrece la descripción de un ser humano arrastrado por pulsiones sexuales y agresivas, innatas y biológicamente deterministas. Pero la motivación humana es mucho más compleja de lo que las teorías homeostáticas – psicoanalíticas o no – sugieren. El porqué de comportamientos como ‘yo fui a la fiesta porque quería encontrarme con una amiga’ sigue una lógica diferente de la causalidad física, requiere una hermenéutica, es decir, una ‘ciencia’ de la interpretación que el psicoanálisis también intenta suministrar. Como algunos críticos han observado, se produce así una mezcla de principios explicativos fisiológicos y psicológicos, uno al nivel del impulso, el otro en términos de símbolos y relaciones objetales.

Frente a ello, la motivación primaria según el nuevo enfoque es la necesidad de relación con los otros, la libido como búsqueda de objetos o la tendencia al apego. El apego no se deriva de las necesidades biológicas sino que es una necesidad biológica fundamental, la necesidad de ser social, podríamos decir. Luego cada sociedad producirá sus formas peculiares de ser social, sus “formas de vida”, y en el adulto la búsqueda del otro adoptará apariencias multiformes que deberán ser interpretadas por su sentido, solo comprensible desde la articulación lingüística. Es una tendencia innata pero también es una motivación social. Las relaciones tempranas con los cuidadores primarios moldean tanto nuestra autoimagen como deseos y necesidades y los modos de satisfacerlos y, en general, nuestra conducta. Parece evidente que los patrones tempranos de relación tienden a ser recreados en las situaciones posteriores, en interacción con los nuevos compañeros relacionales.

La búsqueda del placer, el hedonismo, no proporciona una base satisfactoria con que sustentar la teoría porque relega las relaciones objetales a un segundo plano, y pone en cuestión el supuesto de que el hombre sea por naturaleza un animal social, ya que la conducta social sería una característica adquirida. Cuando el placer es el objetivo fundamental estamos en presencia de un fallo evolutivo, por un fracaso del objeto en la satisfacción de las necesidades de contacto. El niño, según Winnicott, no podría pasar a la identificación primaria y más allá de ella si no existe una madre lo bastante buena. Esta madre (concepto en el debemos hacer entrar todo el entorno familiar) comienza con una adaptación casi total a las necesidades del bebé y va cediendo poco a poco en esta adaptación, según crece. La observación natural no descubre la mónada (la mente aislada) sino una unidad bio-psico-social del niño con su entorno materno. En palabras de Winnicott: “... el bebé se alimenta de un pecho que es parte de él, y la madre da leche a un bebé que forma parte de ella. En psicología, la idea de intercambio se basa en una ilusión del psicólogo”. Es decir, la necesidad mayor del bebé es la madre, más que la satisfacción de ninguna pulsión.

La vida del buscador de placer termina siempre en la desilusión, porque el placer, como meta en sí mismo, es un imposible que se escapa de las manos en ausencia de un objeto que valga la pena. Si concebimos la libido en relación con el objeto, la libido deberá amoldarse al principio de la realidad, sólo si se piensa en ella de forma aislada, sin relación con el objeto, es cuando se puede imaginar que sigue únicamente el principio del placer. Si sólo buscara el placer no se explicaría el paso al proceso secundario.

No obstante, puede que la observación de que existe una importante y en ocasiones acuciante sexualidad infantil sea una de las mayores muestras del genio de Freud; según su definición, el niño pequeño es “perverso polimorfo”. Pero no debemos perder de vista el riesgo de que nuestras observaciones sean efectuadas desde el punto de vista del adulto. Una vez descubierta la sexualidad infantil, Freud le otorga un lugar supremo que le lleva a afirmar que la ternura paterno-filial no es más que una forma sublimada de la sexualidad. Estuvo cerca de descubrir la verdad, pero su tendencia al esquema explicativo “esto no es más que esto” cegó a mi entender su visión. Igual que decimos que la ternura es sexualidad sublimada ¿por qué no podemos afirmar que la sexualidad en el niño no está diferenciada de la ternura? Otro ilustre escocés, Ian Suttie, habló con elocuencia de “tabú contra la ternura” de la sociedad victoriana. El horror ante la pecaminosa sexualidad lleva a sexualizarlo todo y a la rigidez (frigidez) ante cualquier forma de contacto. La naturaleza sexual de la libido freudiana puede resultar chocante para pueblos que no se hayan educado en la dogmática judeo-cristiana. La situación de “crispamiento” sobre la sexualidad y el pecado (sexual) puede ser totalmente extraña a una mentalidad no occidental, y está relacionada con una antropología dualista: espíritu puro, carne sucia, alma encerrada en una cárcel.

La “confusión de lengua entre los adultos y el niño” (Ferenczi) procede del hecho de que uno de los miembros del diálogo, el niño, interpreta el juego como ternura, el otro como pasión. El niño sabe muy bien cómo interpretar al adulto, no así a la inversa. Imaginemos que toca lo que no debe, algo que hasta ese momento se le había consentido sin mayor conflicto. Como consecuencia, queda dividido, piensa que es inocente y culpable al mismo tiempo; se destruye su confianza en sus sentidos y en las personas pero no abandona por ello a sus objetos. La construcción del psiquismo adulto se logra a costa del sufrimiento y la escisión – también de la síntesis. De esa manera, al menos en nuestra cultura, el proceso primario se diferencia del proceso secundario y el principio de realidad del principio del placer - en un momento dado de la infancia, calculamos que alrededor de los cinco años, de manera posiblemente bastante brusca. Antes no se puede hablar de forma consistente de un proceso primario (de un ello) pues no tiene proceso secundario al que oponerse, tampoco de un inconsciente dinámico en la medida en que no hay nada que introducir en él.

Fairbairn afirmaba que el Edipo es un fenómeno más sociológico que psicológico, relativamente tardío y superficial en la estructuración del psiquismo y, en cualquier caso, posterior a la organización del carácter. El gran antropólogo de origen polaco, Bronislaw Malinowski, en sus estudios sobre psicología primitiva no niega que en toda cultura exista algún tipo de complejo familiar, pero sí que ese complejo deba adoptar necesariamente la forma del Edipo. Entre los nativos de las islas Trobriand, el padre biológico ocupa un lugar secundario de ayuda a la madre en sus tareas de crianza y manutención, pero quien realmente desempeña el papel de autoridad es el tío materno. Carecen del conocimiento de la conexión entre la relación sexual y el embarazo y recurren a mitos femeninos para explicar el origen del mundo. La humanidad se originó con la aparición de una pareja de hermanos procedentes del subsuelo, en otras tradiciones primero sólo aparecieron mujeres. Pero, en cualquier caso, la mujer primordial da a luz sin marido ni compañero varón alguno. En el Occidente arcaico tenemos el mito pelasgo de las yeguas ibéricas, que son embarazadas por el Viento del Norte o Bóreas (Plinio, Historia Natural). Malinowski consigna la creencia de que es un espíritu el que, al entrar en la mujer, la fertiliza. Las tribus estudiadas aceptan la necesidad de que se produzca una distensión mecánica para que el espíritu del hijo futuro penetre por la vagina, pero ignoran el poder generativo del acto sexual. Es más, ante los comentarios críticos del etnólogo o del misionero responden con enfado advirtiendo que las solteras mantienen abundantes relaciones sexuales y nunca quedan embarazadas. Sin ser totalmente cierto, Malinowski reconoce asombrado que los casos contrarios son muy escasos, prácticamente anecdóticos. La experiencia recogida en nuestras modernas clínicas de fertilidad debería alejar de nosotros la tendencia a tomar estos hechos a la ligera, las creencias y el estado de ánimo influyen de manera determinante en la concepción.

Aunque ya pocos mantienen la descripción freudiana de la horda primitiva devorando al padre en una comida ritual, sí se afirma la universalidad del Edipo como estructura inevitable del ser humano, pues como dijo Freud, el Edipo es una "situación que todos los niños están condenados a experimentar". Se ha argumentado que es preciso defender con energía la tesis de la unidad psíquica de la humanidad pues, en caso contrario el psicoanalista no podría proponer una interpretación válida de la cultura. Este es el tipo de razonamientos que debemos atacar con energía. Tal vez sea preciso aceptar que el psicoanalista no puede dar una interpretación válida de la cultura, al menos utilizando el esquema clásico, o quizá no exclusivamente como psicoanalista. Y, en todo caso, lo indeseable de una consecuencia no basta para rechazar la veracidad de sus premisas. En otro orden, una cosa es postular la unidad psíquica de la humanidad, sea lo que sea lo que ello signifique, y otra afirmar que el complejo de Edipo, descrito por Freud en pacientes neuróticos de clase media-alta en la capital del Imperio Austro-Húngaro, en su inmensa mayoría judíos, sea aplicable sin modificaciones a toda otra cultura, vale decir, a otras formas de vida. Si la dialéctica familiar es el origen de la estructura individual, como gustosamente aceptamos, parece acertado suponer que la estructura cambiante de una sociedad a otra y de una época histórica a otra influye de forma especial en dicha estructura. Tal vez existan universales, pero estaríamos tan poco preparados para descubrirlos como el pez para advertir la existencia del agua en la que nada.

El patriarcado sólo es posible tras el conocimiento de la causalidad genética. Después se puede llegar a defender, con Aristóteles, que el hijo deriva del padre, y que la madre sólo aporta el lecho fértil donde se desarrolla la semilla. En el punto intermedio encontramos una curiosa institución, la covada: el padre acoge al bebé recién nacido y adopta actitudes de parturienta mientras la madre prosigue con las duras tareas del campo. La maternidad es un hecho mientras que la paternidad sólo es una inferencia. La covada es la elaboración simbólica de la paternidad cuando la causalidad genética no se halla todavía bien asentada. La humanidad primitiva – la de las figurillas de Venus ampulosas - debía reverenciar la capacidad de la mujer para engendrar hijos, don divino, capacidad que la sitúa muy por encima del hombre.

Cuando la humanidad descubre la causalidad generativa comienza un cambio trascendental pero progresivo. La paternidad da pie a la culpabilización de la sexualidad, que deja de ser libre. Hay que asegurarse de que los hijos sean realmente de su padre, idea afín a las sociedades sedentarias. En la actualidad estamos recorriendo el camino inverso, con destacadas consecuencias culturales, la causalidad generativa es perfectamente conocida y reconocida pero la relación entre sexualidad y generación ya no es ineludible, gracias a los métodos anticonceptivos y a la inseminación artificial.

Entre los fenómenos edípicos estaría el horror al incesto que podría marcar la frontera entre naturaleza y cultura y, en consecuencia, estar presente en toda cultura conocida, aunque las observaciones acumuladas apuntan a que no es tan universal como pudiera pensarse. En cambio, el antropólogo finlandés Edvard Westermarck (1862-1939) considera la evitación del incesto como un fenómeno biológico en el ser humano, un “troquelado (imprinting) sexual inverso”. Cuando dos personas viven en la intimidad doméstica durante los primeros años de vida parece como si quedaran inmunizados ante la atracción sexual. Este efecto Westermarck ha podido apreciarse en el kibbutz israelí, entre otros medios culturales. Sin embargo, la mayoría de los antropólogos también aceptan que los juegos sexuales infantes entre hermanos y otros semejantes son un fenómeno universal. Esta universalidad me lleva a mantener la idea de que la emoción tierna hacia los seres cercanos, incluyendo la atracción sexual, es nuestra tendencia natural, mientras que el horror al incesto, y el Edipo, con todas las posibles variantes, procede del aprendizaje cultural.



jueves, 3 de diciembre de 2009

¿QUÉ QUIERE EL PACIENTE? (2) PERSONALIDAD Y RECONOCIMIENTO



En la anterior entrada con este mismo título expresaba mi opinión de que una de las funciones del analista consistía en indagar con el paciente sobre posibles culpas inconscientes, a partir del hecho de que muchas personas acuden acuciadas por un sentimiento de culpabilidad, más o menos mezclado con el concepto de ser poco valiosa o despreciable. Además de las técnicas tradicionales (interpretación, confrontación, señalamiento, etc.) nuestra empatía y atención continuada suelen aliviar estos sentimientos y permitir que el paciente se sienta aceptado. Igualmente recordaba la propuesta de Fairbairn de que lo que el paciente está buscando no es tanto el perdón como la “salvación” pues - de acuerdo con su teoría - necesita salvarse de sus objetos internos malos, del odio y la culpa. Para entender esta teoría desde la práctica terapéutica, yo suelo utilizar la imagen de que parece como si lleváramos a nuestra familia de origen siempre puesta, con su aprecio y su desprecio, aunque nos vayamos lejos o haga ya mucho tiempo que fallecieron. Dicho de otra forma, en el “aquí y ahora” desplegamos los vínculos que aprendimos en el “allá y entonces”, si hay suerte con cierta flexibilidad y variedad, a condición de que hayamos estado abiertos a la adquisición de vínculos posteriores. En consecuencia, muchos pacientes lo que buscan es un contacto humano que compense carencias históricas y actuales, por lo que voy a dedicar hoy algún espacio a desarrollar este planteamiento con el concurso de dos conceptos actuales del psicoanálisis relacional: reconocimiento y mutualidad.

La mayoría de los pacientes que acuden en la actualidad a consulta en salud mental reportan muy pocos síntomas y sí se quejan, en cambio, de problemas de relación. Atrás quedaron las neurosis floridas de la Viena – capital del Imperio Austro-Húngaro - o del París de Charcot y Janet, que Freud visitó poco antes de cumplir la treintena. Aquellas histerias con multitud de síntomas de conversión, capaces de reproducir en casi todos sus detalles un ataque epiléptico. Según mi experiencia, entre los síntomas aislados, motivo de consulta, predominan los estados de ánimo triste y diferentes formas de ansiedad. Más grave y de peor pronóstico suele ser la sensación de futilidad de algunos pacientes.

Pero cada vez más se acude por problemas vitales, dificultades de adaptación, de pareja, tensiones y temores en los que se descubre una implicación total de la persona, de su manera peculiar de ser y estar en el mundo, es decir, de su personalidad o carácter. No hay que incurrir en el error de creer que “la personalidad” sea un diagnóstico más, como sugieren los sistemas clasificatorios al uso, diagnóstico no siempre aplicable. Todos tenemos una personalidad, más o menos normal o alterada, y sólo una, aunque no encaje de manera estricta en ninguno de los prototipos establecidos. Por lo demás, como ya sugirió Winnicott, es dudoso que exista algún análisis que no sea “análisis de carácter”, que los trastornos de carácter no constituyen una unidad nosológica, es decir, son muy variados, y que ante un trastorno del carácter, se ve a sí mismo examinando a una persona total, con algún grado de integración, lo que ya es un signo de salud mental.

Desde la perspectiva externalista que propone el psicoanálisis relacional se comprende que el entorno desempeña un importante papel en la conformación de la experiencia humana. El carácter de los padres y la configuración de la familia poseen un impacto destacado en la formación de la personalidad y en la psicopatología del individuo, manteniendo su influencia hasta el presente. Harry S. Sullivan, el gran psiquiatra norteamericano, definía la personalidad de manera plenamente externalista, como las acciones de las personas, una con otra y con los demás más o menos personificados. Para Stephen Mitchell la personalidad no es algo que uno posee sino algo que uno hace. Constantemente desarrollamos esquemas relacionales, pero esquemas que no reflejan algo “interior”, sino que son los modos y estilos de relacionarnos con el entorno.

Una teoría en la que el sujeto individual ya no reina de forma absoluta ha de afrontar la dificultad que cada sujeto tiene para reconocer al otro como centro de experiencia semejante a él. Resulta obvio que el terapeuta también es una influencia actual en la dinámica del individuo y participa en los acontecimientos que le proporcionan la información (al terapeuta), es decir, su metodología es la de la observación participativa. De aquí la importancia que cobran los conceptos de “mutualidad” y “reconocimiento”. El psicoanálisis ya no es simplemente el trabajo del analista que interpreta el “producto” del paciente, la manifestación de su interioridad a través del síntoma, el lapsus y la transferencia, sino que la sesión analítica es un campo que se construye en interacción, donde parte de la tarea del terapeuta consiste en descubrir su propia implicación emocional, activa, en la relación. Deberemos admitir que tal vez se producen fenómenos en la terapia compatibles con el concepto de una compulsión a la repetición, pero el terapeuta tiene que dirimir en qué medida puede estar propiciando con su actitud dichos fenómenos.

El concepto de reconocimiento es inseparable de una lucha que se establece, no a partir de intereses biológicos para la conservación de sí mismo sino como proceso de formación de la propia identidad mediante los intentos por obtener el reconocimiento de otro significativo. Es un acto de confirmación itersubjetiva por parte del otro, de las propias capacidades y cualidades morales. La lucha por el reconocimiento, tanto de individuos como de grupos, intenta reestablecer la identidad moral herida.

Entre los psicoanalistas actuales cabe destacar la obra de Jessica Benjamín, para comprender los procesos de reconocimiento niño-madre en el desarrollo de la identidad, así como las relaciones sado-masoquistas. La dominación comienza con el intento de negar la dependencia, el niño no sólo necesita lograr la independencia, sino que debe ser reconocido como independiente por las mismas personas de las cuales él ha sido más dependiente. Su primer intento de volverse independiente es desde la omnipotencia, sin reconocer a la otra persona: “Seguiré creyendo que mi madre es mi servidora, un genio que realiza mis deseos y hace lo que yo ordeno, una extensión de mi voluntad”. Otra alternativa es seguir viendo a la madre como todopoderosa y a sí mismo como desvalido: “Soy bueno y poderoso porque soy exactamente como quiere que sea mi madre poderosa y buena”, que equivale a aceptar el papel de siervo.

El reconocimiento mutuo (la mutualidad) es el punto más vulnerable del proceso de construcción de la propia identidad. Para existir para uno mismo es preciso existir para otro, pero si destruyo al otro, no habrá nadie que me reconozca. Si no le permito ninguna conciencia independiente quedo enredado con un ser muerto, no consciente. Y Benjamín afirma que la verdadera independencia supone mantener la tensión esencial de estos impulsos contradictorios, es decir, tanto afirmar al sí-mismo como reconocer al otro. La pérdida del dominio sobre el otro se compensa por el placer de compartir, por la mutualidad.

Finalmente vamos a recordar el concepto de uso de un objeto tal como lo introdujo Winnicott por su gran proximidad con esta dialéctica del amo y el siervo y con el moderno concepto de "mutualidad". La noción “relación de objeto” sugiere cierto grado de participación física y de excitación. “Uso del objeto”, en cambio, es un concepto más general, pues, si se lo desea usar, es forzoso que el objeto sea real en el sentido de formar parte de la realidad compartida, y no "un manojo de proyecciones". Es preciso que el sujeto haya desarrollado una capacidad que le permita usar los objetos. El objeto queda fuera de la zona de control omnipotente, es decir, es reconocido como una entidad por derecho propio. Para dar este paso (de la relación al uso) el sujeto destruye imaginariamente al objeto – pensemos en las rabietas, los mordiscos y modos más sofisticados en el adulto, la sátira, la crítica, la ironía- pero, si todo va bien, el objeto sobrevive a la destrucción: “Mientras te amo te destruyo constantemente en mi fantasía (inconsciente)”. Pero, gracias a que el objeto sobrevive, cuando sobrevive, el sujeto puede vivir una vida en el mundo de los objetos. Esto reporta importantes beneficios aunque comporta un precio: la aceptación de la creciente destrucción en la fantasía inconsciente vinculada con la relación de objeto. El sujeto reconoce y controla su destructividad en la medida en que reconoce al objeto como otro sujeto, para lo cual él debe haber sido previamente reconocido. Esto permite la "realidad compartida". Sobrevivir significa no tomar represalias, también en el análisis, el analista debe ser capaz de soportar los ataques del paciente y utilizarlos de manera constructiva, en la medida de lo posible. Incluso la muerte real del analista no es tan mala como la represalia. El terapeuta debe prestarse a ser usado... pero no abusado.

La creación de un espacio simbólico dentro de la relación madre-hijo acceder a la relación intersubjetiva y la comprensión mutua. Tal espacio, como subraya Winnicott, no es solo una función del juego solitario del niño en presencia de la madre, sino también del juego compartido entre madre e hijo, comenzando por el más temprano juego de la mirada mutua. En este juego, la madre está "relacionada con", en la fantasía, pero al mismo tiempo es "usada para" establecer comprensión mutua, un patrón que es paralelo al juego transferencial en la situación analítica. En la elaboración de este juego la madre puede aparecer simultáneamente como el objeto de fantasía del niño y como otro sujeto sin amenazar por ello la subjetividad del niño.En conclusión, lo que los pacientes, en el fondo, quieren, es lo que queremos todos, queremos que nos quieran, que es lo mismo que decir que queremos que nos reconozcan. Si existe una disposición al reconocimiento mutuo existirá una posibilidad real de crecimiento.

martes, 24 de noviembre de 2009

PULSIÓN Y MOTIVACIÓN



Freud comenzó proponiendo una explicación biologicista de la motivación humana, la libido, encuadrada en lo que a veces se ha denominado “teoría energética” o “económica”, inspirada en el esquema de inquietud-amamantamiento-disminución de la inquietud, observable en el bebé. Según la teoría clásica, al principio el organismo busca la descarga inmediata de las tensiones, es decir, es guiado por el principio del placer. Pero poco a poco va madurando, aprendiendo y descubriendo que es preciso demorar la descarga y buscar modos aceptables que se hallen de acuerdo con el principio de la realidad. Estos principios, junto con la teoría energética (económica) de la libido, el concepto de pulsión, y otros, forman la metapsicología, el conjunto de enunciados teóricos más abstractos que organizan el pensamiento psicoanalítico clásico como una biología de la mente, sin duda su faceta más dependiente del reduccionismo fisicalista de la época. Como consecuencia, la mayoría de los textos freudianos y de algún autor posterior – por ejemplo, Hartmann - incluyen un nivel de explicación económico, con complejos desarrollos sobre cargas y contracargas energéticas que poco tienen que ver con la práctica.
La pulsión es definida como la representación mental de las necesidades biológicas, y como un “concepto límite entre lo anímico y lo somático”, cuyos componentes son: presión, fin, objeto y fuente. El “objeto” es el desencadenante de la acción específica, mientras que por “fin” hay que entender la serie de reacciones encadenadas que culminan en una descarga duradera de la tensión. Ahora bien, es importante destacar que el objeto desempeña un papel relativamente secundario, pues para Freud las pulsiones no tienen noticia de los objetos externos hasta que, al ser gratificadas, se produce la asociación entre unas y otros. Esto podría sugerir que la elección de objeto está más determinada por la historia de cada individuo que por factores constitucionales. Pero M. Klein da otra vuelta de tuerca en el innatismo al afirmar que las pulsiones poseen imágenes a priori del mundo exterior.
Pienso que el problema no está en que la pulsión sea algo biológico, sino en que se la considere una “representación mental”, cuando debería entenderse que es una tendencia de comportamiento. Cuando alguien actúa no tenemos por qué buscar el origen de su impulso en una representación interna, sino en el sentido de su acción que es, por principio, público. No niego que en ocasiones estemos motivados por una urgencia por sexo, alimento u otro motivo, pero estas “pulsiones” son insuficientes cuando se intenta explicar la complejidad del comportamiento. Salvo casos extremos, siempre deseamos satisfacer nuestros deseos de determinada manera. Pronto se vio que la teoría pulsional encajaba mal con la conducta exploratoria o con el juego, pero asimismo resulta insuficiente para explicar secuencias comportamentales, por ejemplo, de entrar al garaje, coger el coche y conducir hasta el trabajo. El conjunto de mecanismos músculo-esqueléticos requieren una energía, por decir así, mecánica, y los procesos cerebrales que acompañan mis acciones también requieren una energía neuronal. Pero la toma de decisiones de cada acción particular no depende de ninguna energía física, sino que está dotada de un sentido, como puede ser el de llevar un estilo de vida acorde con lo que se espera de mi, un buen padre un trabajador fiable, etc., así como una remuneración final, que también sirve para cumplir expectativas y recibir reconocimiento. Si mi deseo de permanecer sentado viendo televisión prevaleciera, no se me ocurre hablar de que han vencido determinadas cargas y contracargas energéticas sino, más bien, de significados y formas de vida. Se puede decir que una palabra malsonante está cargada negativamente, pero se trata de una metáfora que normalmente no intentamos llevar más lejos. Sabemos, no obstante, que una persona que es insultada puede deprimirse y sufrir daños orgánicos importantes.
Una teoría del sentido común es que el deseo es un suceso mental, concomitante a una incomodidad, que desencadena un ciclo de conductas dirigidas a un propósito: el cese de la incomodi­dad y el reposo. Numerosas teorías psicológicas, incluyendo la de Freud, no son ajenas a este esquema. Pero el deseo, o la expectativa no se conectan con su satisfacción de la misma manera que el hambre. Si yo quiero comer una pera – comenta Wittgenstein - y me dan una manzana, habrán satisfecho mi hambre pero no mi deseo. Una necesidad como el hambre se satisface con determinadas cosas, los alimentos, pero este saber es hipotético, es decir, empírico. Podemos considerar, por ejemplo, que una sustancia es nutritiva hasta que descubrimos, mediante análi­sis químico, que su poder alimenticio es nulo: no quita el hambre. Intentemos, sin embargo, cuando alguien dice "quiero una manzana", contestarle ¿estás seguro de que es una manzana realmente lo que quieres? La insatisfacción de los símbolos, que puede ser vivida con urgencia, no se cubre con algo real, equivalente a cómo los alimentos satisfacen el hambre. Por mucho que algunos digan "un deseo está insatisfecho porque es un deseo de algo", el deseo no es el deseo de algo real, el deseo es deseo de nada. ¡Pero la inmensa mayoría de nuestras acciones están guiadas por nuestros deseos! Casi siempre bajo la forma del deseo de complacer el deseo de otros, por el deseo más básico aún de que nos quieran y nos reconozcan. El deseo, según Lacan, es el “deseo del otro”, no sólo que el otro es el que tiene el deseo, sino que yo deseo al otro.
Sin embargo, argumentar sobre el concepto de “pulsión” como algo imprescindible es dar por supuesto que el individuo, en cuanto individuo, es el auténtico objeto de estudio; se hace surgir al individuo como una entidad solitaria que se ve impulsado a buscar al otro para satisfacer una necesidad puramente interna. El apego, en cambio, no es un impulso del individuo aislado, sino una tendencia hacia el grupo. Fue el trabajo con niños maltratados el que llevó a Fairbairn a modificar la teoría sobre la libido pues, sorprendentemente, estos mantenían – y siguen manteniendo hoy en día - lealtad a los mismos padres que los maltrataban, lo que es contrario a la concepción clásica sobre la pulsión, según la cual deberíamos esperar que los objetos libidinales fueran más fácilmente sustituibles. Pero abandonar los vínculos ya establecidos es vivido como un riesgo del aislamiento total, algo de por sí angustioso para el sujeto.
Spinoza, en su Ética, proponía un concepto análogo, el conato: asalto, ataque, ímpetu, impulso. Del latín conatus, y en griego hormé, que para Aristóteles era el obrar correspondiente a un impulso natural. Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser. Cuando el conato implica al alma se llama “voluntad” y si afecta al alma y al cuerpo, se denomina “apetito”. La libido como buscadora de objetos - de Fairbairn - y la conducta instintiva de los etólogos, el imprinting, se ubican en este orden lógico, aunque quien seguramente mejor lo teorizó fue Bowlby con la teoría del apego. El apego no se deriva de las necesidades biológicas sino que es una necesidad biológica fundamental, la necesidad de ser social, podríamos decir, luego cada sociedad producirá sus formas peculiares de ser social. La búsqueda del otro adoptará apariencias múltiples que deberán ser interpretadas por su sentido que, para el ser humano, solo es comprensible desde la articulación lingüística.Dicho lo anterior, no tengo inconveniente en reconocer que – fuera de la exploración y el juego - agresividad y emparejamiento son los dos motivos fundamentales que explican gran parte del comportamiento humano. Pero, aunque se pueda indagar su origen en el fondo biológico de la especie, afirmar que en la práctica actúan como cargas energéticas parece un intento excesivo por forzar la realidad para ajustarla a un esquema teórico angosto.

martes, 17 de noviembre de 2009

¿QUÉ QUIERE EL PACIENTE?



Una persona lega en la materia me preguntaba hace poco el porqué me dedico al psicoanálisis cuando es una técnica que no augura resultados hasta después de, por lo menos, varios años. Como casi siempre, la respuesta es compleja. Lo más fácil sería decir que me parece el enfoque a la larga más eficaz. Afortunadamente de un tiempo para acá está tomando fuerza en el mundo un movimiento a favor de tomarse la vida con calma (slow down).
Durante casi treinta años de práctica pública y privada he atendido a muchos pacientes que habían sido tratados anteriormente con otras técnicas, unas breves y otras no tanto. Desde luego, todas esas técnicas son eficaces, como muestra la evidencia, de hecho no he tenido reparo en utilizarlas cuando me ha parecido correcto. Pero si lo que se pretende es ayudar a modificar patrones de funcionamiento amplios, que se aprendieron muy temprano y que llevan toda una vida presentes, estoy convencido que el tratamiento siempre será prolongado, se utilice la técnica que sea. Fuera de eso, los factores más importantes para que una psicoterapia funcione son, por este orden: el interés real del paciente por el cambio, la pericia y el interés real del terapeuta y, finalmente pero en absoluto menos importante, que terapeuta y paciente desarrollen un vínculo productivo, no digo "positivo" en cuanto a que tengan que estar "a partir un piñón".
Evito entrar hoy en el tema delicado de cuál es la motivación de los analistas para elegir esta imposible profesión. Ocupémonos de momento en qué es lo que impulsa al paciente para acudir a la consulta del analista o, si se quiere, del “psicólogo”, en un sentido amplio.
Algunos pacientes, desde luego, lo que buscan es una solución rápida a sus problemas, sin mayor planteamiento. Cuando descubren que lo que les ofrecemos no es una solución mágica, sino que supone un trabajo importante por su parte y cambios fundamentales de hábitos relacionales, abandonan la terapia con la misma rapidez con la que llegaron. Formas de tratamiento más breves y dirigidas al síntoma pueden ser de utilidad con estas personas, pero yo soy de los que piensan que los síntomas psicológicos ocupan un lugar dentro de la economía mental del sujeto, lo mismo valdría decir que forman parte de un estilo de comunicación con el grupo familiar o el entorno humano, y no se eliminan sin algún coste. Después quiero dejar a parte aquellos que acuden por un motivo pragmático ajeno a la propia consulta. Este supuesto es más frecuente en el trabajo en instituciones públicas y tiene que ver con la obtención de una baja laboral, un informe clínico, una medicación, etc.
Podría pensarse que la terapia analítica supone una tarea de indagación formal, una investigación científica racional y desapasionada por ambas partes. Sin embargo, es raro que un paciente esté interesado sin más en emprender una exploración científica sobre su propia personalidad. Desde luego eso no ocurre con los niños que son llevados a tratamiento, pero tampoco con la mayoría de los adultos. Cuando tal deseo se expresa, como ocurre a veces con sujetos de personalidad obsesiva o esquizoide, se trata de un modo de defensa contra la implicación emocional, defensa que puede funcionar como una resistencia formidable. Como bien dice Fairbairn, el analista no es primariamente un científico sino un psicoterapeuta – podríamos decir “un técnico aplicado”- , y la adopción del papel terapéutico implica ya de por sí un alejamiento de la actitud científica. La adopción de una postura terapéutica es una decisión extra-científica del analista. Si defiende a ultranza que “lo único que importa es la explicación”, acaso sólo fomente la resistencia de muchos, si no todos, los pacientes.
En conexión o no con esa supuesta tarea de indagación científica, la persona puede aspirar a aprender nuevos conocimientos sobre sí misma que le ayuden, o nuevas habilidades que permitan mejorar sus áreas problemáticas. A veces se ha intentado equiparar el análisis con un proceso educativo. El propio Freud en algún momento caracterizó al psicoanálisis como una forma de reeducación, sin embargo rechazaba la influencia directa o educativa en el sujeto. Nuestro sólo deseo como analistas, dice, es el de ver al enfermo adoptar por sí mismo sus decisiones. No obstante, admite cierta actitud educativa en casos límites (personas muy jóvenes o individuos muy desamparados o inestables). Por otro lado, también reconoció la posibilidad o conveniencia de mezclar el “oro puro” del análisis con el “cobre de la sugestión” directa en el tratamiento de grupos grandes de la población, siempre que respetáramos el supuesto de que el principio activo de este tratamiento seguirá siendo el puramente analítico, es decir, la interpretación del conflicto inconsciente. Sin embargo, la cada vez más frecuente aplicación de la psicoterapia psicoanalítica a sujetos con trastornos graves y organizaciones alejadas de las neurosis clásicas, parece haber aconsejado la frecuente adopción posterior de modificaciones en la técnica (acompañamiento, sostenimiento, gestión). Ester cambio en el tipo de problemáticas atendidas también ha sido esencial en variación de perspectiva teórica hacia los enfoques relacionales. Ahora sabemos que ni la interpretación, ni siquiera la comunicación verbal en su conjunto, desempeña el papel fundamental en el éxito terapéutico, sino que aspectos más sutiles, como la empatía y otros factores no verbales, poseen una importancia por lo menos equivalente. También tenemos indicios firmes de que las recomendaciones clásicas de neutralidad y examen objetivo y desapasionado no reflejaban en absoluto la práctica real de Freud ni de los primeros analistas.
Creo que todos los terapeutas deseamos que nuestros pacientes resuelvan sus angustias y dificultades en la mayor medida posible. Pero, por mucho que modifiquemos nuestra posición en relación con dichas recomendaciones, el deseo de curación (o de educación) nunca debe tener más peso en el analista que en el paciente pues, de otro modo, el daño que se produce es tanto como el que se alivia. Recordemos por un momento que la más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto. Es ya una cuestión tópica la comparación entre la situación analítica y la confesión ante el sacerdote católico, sobre todo en literatura ajena a las corrientes psicoanalíticas. Aunque se trata de una comparación bastante inexacta - nuestra función no sería tanto perdonar una culpa consciente sino indagar con el paciente sobre una posible culpa inconsciente, que se mostrará como un sentimiento erróneo y , sobre todo, no buscamos la fe – no la desecharía de inmediato. Lo cierto es que muchas personas acuden acuciadas por un sentimiento concreto de culpabilidad o más general de ser poco valioso o despreciable. Nuestra empatía y atención continuada suelen aliviar estos sentimientos y permitir que el paciente se sienta aceptado. Fairbairn defiende la analogía religiosa, pero no con el confesor sino con el exorcista. Lo que el paciente está buscando es la “salvación”; por ejemplo, de sus objetos internos

miércoles, 11 de noviembre de 2009

¿DUALISMO O MONISMO? O ‘EL SUEÑO ES EL SUEÑO NARRADO’

En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene…historia.
Ortega (Historia como Sistema)



Ruego disculpas por ponerme hoy especialmente teórico, pero espero que a pesar de todo se me entienda.

¿Dualismo o monismo? En ocasiones se plantea esta dicotomía en el fragor de debates con los (pocos) amigos que se animan a entrar en estas alturas teóricas a las que, creo firmemente, es necesario acceder. La respuesta no es simple. Por principio los científicos – y Freud era un ejemplo extremado de ello - estamos en contra de la separación entre espíritu y materia. Sin embargo, creo que quedó claro el dualismo freudiano al referirme a las especulaciones sobre la telepatía, y en comentarios posteriores. Respecto al materialismo dogmático, el comentario para mí más clarificador lo encontré hace años en un libro de Alfredo Fierro, catedrático de personalidad en la universidad de Málaga:

Una vez que se renuncia a cierto materialismo histérico (sic: “histérico”, y no “histórico”), materialismo necesitado de afirmar enfáticamente hasta el aspaviento y el grito que no hay otra sustancia que materia, no sólo es más empírico, más acorde con la ciencia, sino también más “materialista”, o sea, realista, no postular sustancia alguna trascendente a las diversas propiedades, abandonar, en general, la distinción sustancia/propiedades, y adoptar la hipótesis de múltiples modos de la realidad material, que se manifiestan múltiples en la diversidad de sus fenómenos y de sus leyes. (1993, pág. 299)

El dualismo no me satisface, pero tampoco el monismo, y desearía que esta dicotomía pudiera disolverse. Creo que la realidad es una, es decir, un sustancia con diferentes modos como decía Spinoza - al que Fierro podría estar parafraseando - a la que se accede por diversos caminos para su comprensión y estudio. Pero, y esto me parece muy importante, lo que descubrimos a través de la neurología, o de la neurociencia, sólo es aplicable a la psicología de manera incidental y con prudencia. Por poner un ejemplo, nosotros diferenciamos grosso modo entre memoria procedimental y memoria enunciativa lo que nos permite acceder a modos de funcionamiento de la persona previos al mecanismo de la represión, si se quiere, pre-neuróticos. Ahora bien, en la tradición de la psicopatología dinámica esta distinción ya se realizaba, a mi entender, diferenciando las neurosis de carácter, lo que en lenguaje moderno denominamos trastornos de la personalidad. Si bien la biología, la sociología, economía, e incluso la física, pueden resultarnos instructivas y magníficas fuentes de inspiración, lo que a nosotros nos interesa es el significado de la conducta en el contexto de interacción humana, algo que nunca será reductible a las inervaciones somáticas ni a las vías neuronales, aunque la neurología y la biología posean mayor “prestigio” científico. Sólo desde esta perspectiva me considero dualista, el comportamiento humano no es reductible a la biología, y el método para explicarlo (o comprenderlo) es el contexto social de interacción, simbólica y emocional, en gran medida inconsciente.El materialista “histérico”, lejos de ser monista, tiene grandes posibilidades de haber traducido el dualismo clásico mente-materia, a alguna versión actual, y supuestamente monista, pero egocéntrica, del dualismo, como cerebro-conducta (neurociencia) o conciencia-conducta (psicología cognitiva).
La perspectiva egocéntrica, aunque la estemos describiendo y criticando desde la teoría del conocimiento, está enraizada en una forma de vida, esto es, una moral. Vamos ahora a meter un poco la cuchara en esta olla. Tal vez es tan difícil cambiar algunos paradigmas porque derivan de nuestras creencias éticas más íntimas. La inversión del universo que supone poner el yo antes que el nosotros, la conciencia antes que la realidad, la razón antes que la angustia, es el germen de todos los problemas epistemológicos posteriores a Sócrates. Nietzche señala a Eurípides y Platón, enemigos del poeta "desprovis­to de razón", y promotores de los dos principios paralelos en estética: "Todo debe ser conscien­te para ser bello", y en moral: "Todo debe ser consciente para ser bueno", cuyo parentesco con el lema freudiano “donde estaba el ello, el yo debe advenir” habrá que indagar alguna vez. Nietzsche caracteriza así esta postura moral:

“La virtud es la sabiduría; no se peca más que por ignorancia; el hombre virtuoso es el hombre feliz". Estos tres principios del optimismo son la muerte de la tragedia. Pues desde el momento que esto es así, el héroe virtuoso debe ser dialéctico; desde ese momen­to, entre la virtud y la sabiduría, entre la fe y la moral, es preciso que haya un lado visible y necesario...


Así se origina la ambición occidental de explicarlo todo desde la razón y de actuar siempre bajo su guía. Ambición que ha tomado muchas formas, pero cuyas expresiones extremas más recientes son el fisicalismo y el positivismo y, más en general, toda forma de determinismo. Implícita en el pensamiento moderno encontramos la separación radical de dos espacios (dentro-fuera), las famosas sustancias cartesianas. Para Wittgenstein el criterio que define el hecho de haber soñado es el sueño contado. Por ejemplo, los niños aprenden lo que es soñar por medio del relato de alguien, incluso de ellos mismos, de las vivencias que han experimentado mientras se hallaban dormidos. Carece de sentido la pregunta de si alguien que cuenta un sueño lo ha tenido realmente o sufre un trastorno de memoria. Algunos críticos acusan a esta postura de que el criterio que conduce a sinsentidos. Por ejemplo, dicen, parecería que no tienen sentido frases como 'Juan olvidó totalmente el sueño que tuvo la noche pasada'. Pero, afirmamos,¡es que realmente se trata de un sinsentido! Si Juan olvidó por completo su sueño no podemos siquiera especular sobre un sueño olvidado, no en mayor medida que en una paloma que vuela en el vacío, o en el puchero de monedas que se encuentra al final del arco iris. La pregunta de si esa proposición se entiende, o no, nos sirve de escasa ayuda, lo que tenemos que preguntarnos es qué podemos hacer con ella. Ahora bien, se puede oponer a esto que los científicos que han investigado el fenómeno del dormir hablan de los ritmos cerebrales alfa y beta y de los movimientos oculares rápidos (MOR) como criterios del sueño. Por lo demás, en la práctica se ha descubierto cierta relación entre dichos fenómenos y el informe de los sujetos que, al ser despertados, afirmaban estar soñando. Pero lo que no se aprecia es que al adoptar nuevos criterios para la palabra "soñar" los científicos están modificando el concepto. Y sus medidas, que no son otra cosa sino síntomas, no definen el sueño. Para terminar, el sueño es el sueño contado, aunque sea contado a mi mismo, pues en mi intimidad coexisten varias identidades que fueron - y siguen siendo – formadas en la interacción. Dicho de otra forma, el sueño no es un objeto sino un constructo, una narración desde el principio.

martes, 3 de noviembre de 2009

NARCISISMO Y EGOISMO


Según el diccionario de María Moliner, egoísta es aquel que antepone en todos los casos su propia conveniencia a la de los demás, que sacrifica el bienestar de otros al suyo propio o se reserva sólo para él el disfrute de las cosas buenas. Da como sinónimos: ególatra, egocéntrico, egotista, filautero, insolidario, rompenecios, suyo. El problema es desde dónde se definen estas características, carecemos de un punto fijo para definir el concepto, como señala el muy clarificador chiste: “egoísta es aquel que no piensa en mí”. Si quiero a los miembros de mi familia es porque son “mi hijo”, “mi esposa”, “mi madre”. Si me sacrifico por ellos es porque los considero parte de mí mismo. Si me sacrifico por un amigo es porque espero una justa retribución, un agradecimiento o, al menos, que alguien haga lo mismo por mí cuando lo necesite o, en el colmo del altruismo, ayudo a un desconocido porque espero que el mundo así sea más acogedor, o menos desagradable, para un servidor. El egoísta puro es poco práctico, reduce su universo de relaciones a un escaso grupo de incondicionales que, con su entrega y dependencia, se castigan y compensan carencias profundas. Son las pasiones tristes de las que hablaba Spinoza, ese gran filósofo. Con frecuencia la abnegación y el sacrificio son la máscara de las pasiones tristes, pues el que se sacrifica quiere dominar al otro o, como digo, dejarse dominar como autocastigo. El que se menosprecia no suele ser compañía agradable ni constructiva. De mi experiencia con grupos de alcohólicos recuerdo que cuando alguien decía que cómo iba a volver a beber, con el daño que eso le había hecho a su familia, le respondían varios compañeros expertos, que eso era falso, que sólo lograría dejar de beber por su propio bienestar y egoísmo y que además eso sería bueno para los otros – aunque no siempre pues un alcohólico en activo suele ser poco exigente. La mayor parte de mi esfuerzo como psicoanalista relacional está dirigido a conseguir que la persona que ha acudido a mí aprenda técnicas nuevas para quererse y cuidar de sí y en ayudar a descubrir las causas de ese estado de cosas. Pero el descubrimiento por sí solo no es suficiente.
Los psicoanalisistas, así como los psicólogos y los psiquiatras, no utilizamos el término “egoísmo”, sino que hablamos de “narcisismo”, pero son dos palabras – una popular y otra técnica - que comparten una gran proporción del campo semántico. De todo el mundo se puede decir que dispone de tendencias narcisistas, ya sean positivas (autogozosas) o sufrientes (gozo también según los lacanianos). Para clarificar mi comprensión de los trastornos me ha sido de gran utilidad distinguir entre “narcisista de piel dura” y “narcisista de piel fina”. El narcisista de piel fina es hipersensible y se siente herido con gran facilidad. Al narcisista de “piel dura”, en cambio, no se le suele ver en consulta más que excepcionalmente, cuando ha sufrido una “herida narcisista”, es decir, un rechazo que amenaza su autoimagen grandiosa, o bien cuando busca un objetivo material concreto: baja laboral, informe favorable u otros. Fairbairn distingue un narcisismo libidinal en el que predomina la identificación con la madre que mima en exceso y el niño mimado, y un narcisismo negativo en el que predomina la identificación con la madre deprivadora y el niño deprivado. Considero que el narcisista de piel dura es el niño mimado pero que, no nos equivoquemos, también ha sufrido carencias importantes, pues los padres (y madres) que realmente quieren a sus hijos (e hijas), también les exigen el esfuerzo justo para adaptarse a los requisitos vitales y quizá un poquito más. Por ahí un concepto que supone un gran logro teórico-práctico es el de “frustración óptima” de Kohut.
Por lo demás, el narcisista de piel dura es un sujeto con estructura de personalidad narcisista, mientras que el narcisismo de piel blanda es un patrón de comportamiento que puede aparecer de forma más ostensible en los trastornos graves y no tan graves de la personalidad.
La experiencia afectiva que representa al narcisismo, y que en algún grado está presente en todos nosotros, es un deseo de ser especial. Especial para otro concreto, significativo, alguien a quien hemos dotado de significatividad y poder. En su versión más patológica, ese deseo de ser especial a los ojos del otro idealizado lleva al anhelo por ser absolutamente único y, en definitiva, por ser el único objeto de importancia para él o ella.
Los partidarios del psicoanálisis relacional negamos toda validez al concepto freudiano de “narcisismo primario”, así como a las explicaciones energetistas clásicas. El “narcisismo” como concepto hace mutis de los textos de Freud a partir de los años veinte, a favor de la teoría estructural y del conflicto edípico, lo que ha condicionado la investigación psicoanalítica posterior a centrarse en la culpa y desatender otras emociones más “primitivas”, como es la vergüenza. Entendemos, desde luego, que el narcisismo, ya sea primitivo o posterior, es una retracción del afecto hacia sí mismo, una vez que existe un “sí mismo”, un yo, mínimamente constituido. El narcisismo cumple una función, que es la de mantener y reparar los vínculos afectivos entre el self y el otro y sirve, principalmente para enfrentarse a la vergüenza (Morrison), y está relacionado con la formación de la propia identidad (Erikson). El narcisismo y el sentimiento de vergüenza guardan una íntima relación. Cuanto mayor es la discrepancia entre el yo ideal (aquello que yo debería alcanzar) y el yo real (aquello que siento que realmente soy), mayor es la vulnerabilidad ante la herida narcisista y, también, el riesgo de vergüenza.
El paciente con rasgos narcisistas nos plantea unas dificultades terapéuticas propias. Debemos entonces tener presente que la psicoterapia depende de la capacidad del terapeuta para empatizar con los sentimientos y necesidades del paciente, más que de la confrontación o interpretación a partir de una posición teórica.

DE NUEVO CON LA PERSONALIDAD HISTÉRICA

Los últimos sistemas clasificatorios de los tipos de personalidad han estado a punto de eliminar la personalidad histérica o histriónica por...