Estoy medio hipnotizado observando un brillo de la butaca en frente de mi. Al cabo de unos segundos el aire parece ir condensándose en una nube hasta solidificarse con la forma de mi paciente imaginaria, que ya parece haber tomado confianza y no necesita llamar a la puerta. “Buenas tardes”, dice, y yo asiento con el gruñido famoso.
P- Supongo que puedo preguntar cualquier cosa que esté en relación con la psicoterapia.
T- Evidentemente.
P- Yo personalmente me siento inquieta cuando leo o escucho razonamientos que vienen a decir que la psicoterapia es el tratamiento de elección para todos los trastornos, psíquicos u orgánicos. Eso me hace pensar en los charlatanes que pregonan su ungüento amarillo, sanador de todos los males. ¿Qué es lo que piensas al respecto?
T- Opino que la psicoterapia es aplicable en muchos casos, en aquellos que son predominantemente psíquicos, en los que la relación desempeña un papel fundamental, pero también en muchos trastornos claramente somáticos la psicoterapia puede ser de ayuda al paciente en el malestar mental provocado por la enfermedad. La teoría de los humores de Hipócrates y Galeno ya era un intento justificado por demostrar que relaciones había entre los hábitos, los estilos de comportamiento y la manera de enfermar. Lo que nunca se me ocurrirá es decirle a una persona que ha recibido el diagnóstico de cáncer que abandone todo tratamiento médico y acuda solo a psicoterapia.
P- Pero, y dicho un poco como abogado del diablo, yo he leído en un blog tuyo que estás en contra de la separación de alma y cuerpo, según dices, omnipresente desde Descartes. Eso no nos llevaría a pensar que desde el espíritu se puede influir ilimitadamente en la materia y que, por tanto, una psicoterapia puede curar, sino todas las enfermedades físicas, sí la mayoría.
T- Pues no. Cuando el gran filósofo Baruch de Spinoza, a quien supongo no hará falta presentar, dio una versión monista de la sustancia, dijo, en su lenguaje, que espíritu y materia eran dos modos de una única sustancia: Dios, es decir, la naturaleza; pero no que uno de los modos prevaleciera sobre el otro. No me pongas ese gesto burlón, aunque pueda parecer pedante, estoy convencido de que la mayoría de nuestros problemas teóricos en psicología son conceptuales, es decir, filosóficos, y que las mayores barrabasadas se hacen invocando filosofías “erróneas” – no me gusta esa expresión pero ahora no me meteré en ese jardín –. En este caso concreto, aunque confío en que ese tipo de consejos no se hayan dado muchas veces (“deja el tratamiento y haz psicoterapia”, cuando no “si sigues la auténtica fe, nada debes temer”, o “un buen tratamiento vegetariano cura todos los males”) cuando ha sido así, el daño provocado puede haber sido terrible. Podemos llegar al extremo patético de responsabilizar a la persona de haber contraído una enfermedad física o de dejar la explicación tan ambigua que sea la propia persona la que llegue a esa conclusión.
P- Pero el estado de ánimo influye, ¿no?
T- Sí, se sabe que cuando sufrimos un grave estrés o un traumatismo somos más frágiles y vulnerables a muchas enfermedades, por ejemplo, infecciones. Hay de hecho una rama de la neurología en fecundo desarrollo que se llama “psiconeuroinmunología”. Pero no veo contradicción entre esto último y mi idea de que el ser humano es una unidad – dentro de las redes interpersonales – en la que se pueden distinguir aspectos más bien comportamentales y otros más físicos, sin que haya una frontera nítida entre uno y otro lado. Mi mente domina, hasta cierto punto, mi organismo; puedo decidir ir aquí o allá, si bien a menudo desconozco las motivaciones últimas de mis actos. Lo que no puedo hacer es decidir ir hacia allá volando, pues no cuento con esa capacidad física, salvo que vaya en avión, claro.
P- Pues no sé si habrás oído que en Francia están enfrascados en un terrible debate sobre el tratamiento de los enfermos autistas. Parece ser que las asociaciones de padres y otros profesionales están acusando formalmente a los psicoanalistas, escuela mayoritaria en la salud mental francesa, de aplicar tratamientos inútiles y de culpabilizar a los padres, en especial a las madres de estos pacientes, de no haber recibido al hijo con el afecto adecuado.
T- Bueno, me cuesta trabajo creer que los colegas franceses mayoritariamente hayan pretendido “culpabilizar” a las madres de provocar este grave trastorno en sus hijos. Sin embargo, si la teoría clínica incide en que el factor principal es la actitud afectiva de la madre en el momento del nacimiento, o incluso antes, es comprensible que muchas se hayan sentido injustamente acusadas. Esto me recuerda el término que hace años se acuñó para explicar la esquizofrenia, que es el de “madre esquizofrenogénica”. A parte de sonar muy mal, considero que incurre en un grave error conceptual.
P- ¿Es que un mal ambiente familiar no provoca graves trastornos en el niño o niña?
T- Pues sí, un ambiente de carencia emocional y material provoca graves trastornos en el desarrollo, y es “fácil” producir un depresión anaclítica y otros trastornos. Sin embargo, puedo decir que he visto varias familias de pacientes esquizofrénicos – con el autismo no tengo experiencia - y en muchas de ellas no he podido detectar ninguna grave alteración de las que supuestamente deberían producir ese trastorno. Siempre se puede argumentar la existencia de factores más sutiles y de difícil captación, pero entonces, ¿qué familia se vería libre de esos factores?
P- ¿Eso te lleva a una postura geneticista?
T- Este tipo de dicotomías son falsas y traen consigo la aparición de posturas extremas y dogmáticas. Lo mismo que desde la psiquiatría biologicista – y digo “biologicista” y no “biológica” - se ha afirmado y se sigue manteniendo que toda enfermedad mental es una enfermedad del cerebro, e imagino al colega acompañando su frase de una mirada de conmiseración, cuando no de desprecio, hacia los “psicólogos” que nos dedicamos a la psicoterapia; desde el lado contrario también se mantiene con cierta frecuencia que todo trastorno procede de una mala vivencia, problema relacional o ambiente alterado. En este caso me parece que ni una postura ni otra es la correcta.
P- La virtud está en el centro.
T- No siempre, a veces conviene ser radicalmente extremista, por ejemplo en la crítica del psicoanálisis cartesiano y la separación de las dos sustancias. Y en el debate herencia-ambiente no creo que lo adecuado sea situarse en un punto intermedio, pues me parece una dicotomía mal planteada. Los dogmas nos dan seguridad pero al mismo tiempo tapan nuestro desconocimiento, o más bien es por eso por lo que nos dan seguridad. Fuera de prejuicios psicologicistas, estoy convencido de que en las psicosis actúa un factor heredado fundamental. A pesar de todo, la intervención psicológica con los pacientes y las familias debe considerarse en esos casos también imprescindible. Del autismo en concreto tengo la idea de que todavía es mucho lo que se desconoce.
P- Tengo la sensación de que este asunto todavía no está agotado.
T- Seguramente, cuando quieras puedes volver a plantearlo.
P- Hasta la próxima, entonces.
martes, 12 de junio de 2012
miércoles, 25 de abril de 2012
¿Cuándo hacer psicoterapia y por qué?
Levanto la vista del lomo de un libro sobre psicología
evolutiva que observaba distraído y me
encuentro con la mirada de mi paciente imaginaria que se ha medio materializado
frente a mi.
P- Buenas tardes, doctor.
T- Buenas tardes… sí soy doctor, porque hace más de veinte
años defendí una tesis, pero quiero aclarar que no soy médico. Lo digo porque
todavía hay mucha gente que se confunde y piensa que todos los psicoterapeutas
hemos estudiado medicina, cuando no es así en la mayoría de los casos. Pero no
sé si esto es ahora mismo de tu interés.
P- Agradezco la explicación y en algún momento será
necesario ampliarla. Sin embargo lo que hoy me trae es la duda sobre cuándo es
necesario hacer psicoterapia y qué es lo lleva a las personas a consultar con
un psicoterapeuta.
T- Como todas las cuestiones que me estás planteando en
estas entrevistas, la respuesta que debo dar no es simple, ni mucho menos y
para acotarla un poco me referiré sobre todo al campo de los adultos en el que
tengo algo más de experiencia y es más fácil de explicar. Para empezar, diré
que considero que no todas las personas necesitan realizar una psicoterapia y
que es posible el crecimiento y la evolución en el día a día, gracias al
contacto con familiares y amigos. Cuando esto no es suficiente es cuando
conviene acudir a nosotros, sobre todo cundo los problemas irresolubles no son
de tipo material sino más bien de estilo de vida, de forma de enfrentarse a las
situaciones y relaciones. Desde luego, esto también puede luego tener
consecuencias materiales. Veamos unos ejemplos para aclarar las ideas. La
persona es tan tímida que no es capaz de entablar relaciones de amistad o de
pareja, y cuando las consigue se siente dominado o perjudicado. En este y en
otros casos se cumple que la persona dispone de recursos materiales y de la
suficiente salud física para tener una vida satisfactoria, y no lo consigue. También
se puede requerir una psicoterapia cuando las dificultades materiales provocan
un malestar agudo, por ejemplo, alguien que ha sufrido varias pérdidas reales
muy de seguido o que se ha visto sometido a una situación estresante de gran
envergadura, como una catástrofe o similares. Pero este segundo grupo de “pacientes”,
que son personas que en otras circunstancias no se habrían planteado acudir a
consulta, no forman el grueso de la demanda y además existen colegas
especializados en su atención y tratamiento. Digamos que la mayoría de las
personas que acuden a mi consulta podrían organizárselo bien y no lo consiguen.
Indudablemente la indagación posterior nos permite descubrir, al menos en
parte, los motivos de su malestar, motivos que, a mí entender, tienen que ver
con vivencias n la infancia relacionadas con carencias emocionales. Se da la
paradoja de que el mero hecho de solicitar atención es un signo de equilibrio y
que, en cambio, sujetos con una gran problemática psicológica nunca se plantearán
ponerse en manos de un profesional.
P- Quieres decir que vosotros no sois ‘loqueros’.
T- Pues no negaré que algunas personas que yo atiendo o he
atendido padecían trastornos graves del comportamiento, pero la gran mayoría
son sujetos ‘normales’ – dicho con todo el cuidado con el que hay que emplear
esa palabra pues a menudo ella, o su contraria, han servido para estigmatizar. Repito
que son sujetos normales que sufren de algún tipo de dificultad y consideran
que la psicoterapia puede ser un camino para resolverla. Si me preguntas cuándo
esas dificultades justifican acudir a consulta, mis recomendaciones sólo pueden
ser de tipo genérico. Veamos, cuando tienes una fobia es aconsejable que pidas
ayuda si esa angustia te impide el normal desenvolvimiento en las diferentes
esferas de tu vida: familiar, laboral y de relaciones amistosas. Una cosa es
que los locales pequeños, oscuros y superpoblados te desagraden y otra cosa es
que no tengas amigos porque no te puedes ir a tomar una copa con ellos. Una
cosa es que te gusten poco los perros y otra es que no puedas salir a la calle
por el temor que te provoca ver cualquier animal. Una cosa es que estés triste
y otra que no te permitas disfrutar de las diversiones que hasta ese momento te
agradaban – charlas, cine, paseos, viajes – y te encierres en casa todo el
tiempo libre, por no hablar del que se queda llorando en la cama y abandona
también el trabajo.
P- ¿Es la fobia, o las fobias, entonces, uno de los motivos
principales para pedir psicoterapia?
T- Pues si nos referimos de manera estricta a la
psicopatología, entre los problemas más habituales están las fobias y
ansiedades en general, diversas formas de depresión y también problemas en el
control de la agresividad. Pero e mi opinión la mayoría de las consultas tienen
que ver con dificultades a la hora de establecer relaciones de pareja,
mantenerlas o terminarlas – y no primordialmente por problemas sexuales que
también pueden darse y también se dan. Un asunto relacionado es el de las
necesidades de independización de la familia de origen, pues en cierta medida
también pueden explicar las dificultades con la pareja. Pero subiendo un
poquito de nivel, el mayor problema de la humanidad es el de no sentirse
suficientemente querida, o no de la manera adecuada, y siempre con razón,
aunque no sea de la manera que la persona cree.
P- Sospecho que no es así, pero con esto que acabas de decir
se podría pensar que la solución a los problemas psicológicos es el afecto y el
cariño, por lo que el terapeuta lo que debe hacer es querer y acoger a sus
pacientes con su gran corazón.
T- Es posible que alguien piense que esa es la ‘técnica’ de
los terapeutas relacionales, pero debo deshacer ese error. Desde luego que
intentamos acoger al paciente con afecto sincero y empatía, a diferencia de la
extremada neutralidad de la que en ocasiones han hecho gala los analistas clásicos,
supongo que más en las comunicaciones externas y no en el seno de la sesión,
afortunadamente. Ahora bien, ese ambiente de acogida y comprensión tiene que
servir para que paciente y terapeuta colaboren en la búsqueda de una mayor
comprensión y superación de las dificultades de la vida cotidiana, empezando
por la propia relación entre ambos en el contexto terapéutico. Por tanto, el
paciente en terapia tiene una tarea por delante, a veces difícil o incluso
angustiosa, y no una solución mágica a sus problemas.
P- En resumidas cuentas, opinas que lo que más queremos es
que nos quieran.
T- Bueno, sí, querer y que nos quieran. Pero el bebé y el
niño pequeño tienen que aprender a querer en un ambiente familiar que le
ofrezca cariño y que asimile de forma positiva sus expresiones de agresividad y
enfado sin que se conviertan en catastróficas. Winnicott ha sido posiblemente
uno de nuestros antecesores que mejor captó esta dinámica. Luego nos
encontramos con personas cuya carencia inicial de afecto fue de tal naturaleza
que sólo saben expresarse desde la destructividad, que todos usamos pero que se
espera no abusemos de ella. Estos sujetos a los que me refiero – agresivos,
destructivos – son inaccesibles a toda forma de tratamiento. También es muy difícil
tratar a aquellos que convivieron en su infancia con personas así e
interiorizaron una imagen extremadamente deteriorada de sí mismos. Tanto un
extremo como el otro, no obstante, no son representativos del paciente
promedio.
T- Y todas las personas que acuden se benefician de la
psicoterapia.
P- Me parece que ya tratamos algo este asunto pero quizá
convenga volver de nuevo a él. La inmensa mayoría de las personas que siguen
una psicoterapia durante un tiempo suficiente se benefician de ella, aunque no
todos y no siempre, y esos casos de impás necesitan se considerados en detalle,
pero no ahora. Luego están muchas personas que abandonan a las pocas sesiones, con
todo el derecho del mundo, algunas porque no hemos sabido entender adecuadamente
su problemática, otras porque implemente no les hemos gustado o inspirado
confianza y, finalmente – y para que la responsabilidad no sea siempre nuestra –
algunas porque descubren que la psicoterapia no es una solución inmediata o sin
esfuerzo.
P- Pues muchas gracias de nuevo por tus respuestas.
T- Como siempre, quedo a tu disposición.
martes, 3 de abril de 2012
EL FINAL DE LA TERAPIA

Después de las presentaciones y de tomar cómodo asiento, empiezo con mi ritual “¿Qué tal?” y, tras responder que bien, respuesta que no siempre se produce en este escenario, mi paciente imaginaria entra en materia.
P- La semana que viene no nos vemos.
T- ¡Claro! Es Semana Santa.
P- Pero al principio dijiste que era importante que nos viéramos todas las semanas.
T- Sí, es importante. Según mi experiencia, cuando el ritmo es menor a una sesión semanal, el funcionamiento de la psicoterapia se desdibuja y pierde efectividad. No niego la posibilidad de que sea yo el que necesita esa frecuencia para no perder el hilo. No obstante, creo que ya dije que lo ideal son dos sesiones semanales y si, además, se puede completar el trabajo con un grupo mensual de tres horas, la cosa va de maravilla. Mi insistencia en una sesión mínimo estriba en que luego se presentan fiestas, como la semana próxima, o imponderables: gripes, fallecimientos (con perdón), y otros condicionantes.
P- ¿Entonces nunca aceptas un “encuadre” – como vosotros lo llamáis – de una sesión quincenal?
T- No salvo que sea un acuerdo de finalización de terapia, es decir, se ha llegado a la conclusión de que la terapia, se acaba, pero ni el paciente, ni el terapeuta, o ninguno de los dos consideran adecuado terminar de golpe.
P- ¡Ya hemos llegado al tema que quería plantearte hoy¡ ¿Cuándo termina una psicoterapia? Si es que termina.
T- Ya veo. Pues emulando al creador del psicoanálisis, podría decir que la terapia es un proceso interminable… pero, añado por mi parte, normalmente llega un momento en que hay que terminarlo.¿Cuando? Pues cuando se han alcanzado los objetivos, no digo “los últimos objetivos” porque eso no se consigue nunca, salvo después de la muerte que es cuando –según Heidegger – el ser humano está completo.
P- Un tanto patético te encuentro hoy, será quizá por la Cuaresma.
T- Dejemos como tema central de otra entrevista la importancia de asumir la propia muerte para alcanzar una vida moderadamente feliz, sobre todo en esta época que nos ha tocado en suerte, negadora del dolor, la vejez, la enfermedad y la muerte… Desde luego, la muerte supone a veces un final abrupto del proceso. De hecho yo atendí a un paciente cuyos dos terapeutas anteriores se le habían muerto.
P- Parece que contigo no lo consiguió.
T- No de momento, es lo más que se puede decir. Pero el fallecimiento no es la peor forma de terminar, en cualquier caso es una eventualidad a la que todos estamos expuestos, lo peor es cuando las resistencias de uno o de otro y, sobre todo, combinadas, llevan a un estancamiento o a una ruptura que no permita el crecimiento, como cuando la agresividad no puede ser elaborada y se convierte en destructiva. El terapeuta debe tener controles adquiridos ante esa destructividad, sobre todo a través de la propia terapia y supervisión. El paciente, por su parte, puede abandonar la terapia por no querer entrar de lleno en los aspectos delicados de su economía mental cotidiana, quizá porque el terapeuta no ha sabido entrar adecuadamente en ellos, por propia resistencia o incapacidad, pero no siempre. En muchas ocasiones el paciente no se ha sentido adecuadamente atendido o acogido y en otras esperaba una “solución” más rápida o menos dolorosa a sus problemas.
P- Pero volvamos a los finales felices, cuando la terapia se acaba tras alcanzar las últimas posiciones. ¿No te parece bien algo de psicología positiva?
T- Estoy a favor de la psicología positiva, siempre que no sea una negación tontorrona de la realidad. El optimismo frívolo que llena de almíbar algunas comedias americanas nos priva de una virtud muy española y que nos ha permitido sobrevivir ante innumerables situaciones adversas, me refiero al humor negro. Pero vayamos al asunto. Con más frecuencia de lo que algunos sugieren, las terapias de tipo psicodinámico, y la relacional entre ellas, consiguen – esto es, lo consiguen paciente y terapeuta en íntima colaboración – que se alcancen los objetivos. La evaluación de resultados de estilo positivista en estas terapias no suele ser inadecuada, pues no se trata de variables fáciles de pesar, contar o medir, pero eso disminuye la conveniencia de referirnos a cuestiones claramente objetivables. Se me pueden ocurrir muchos ejemplos, entre ellos: lograr terminar unos estudios que llevaban años estancados, lograr encontrar pareja, separarse de la pareja o seguir con ella en mejores términos, ser capaz de encontrar amigos, ser capaz de salir a la calle aunque la angustia no haya desaparecido del todo, soportar con paciencia y poniendo ciertos límites la intromisión de un padre dominador, decidirse a tener hijos (o a no tenerlos), encontrar trabajo cuando antes la ansiedad por el éxito lo impedía… Tampoco menosprecio la posibilidad de que la persona diga, simplemente, que se encuentra bien. Cuando ocurren cosas de este estilo es fácil que paciente y terapeuta estén de acuerdo y se despidan de forma amistosa, dejando la puerta abierta a una colaboración futura. Desde luego, de la consulta no sale nadie volando, convertido en superman o superwoman, pero sí, emulando a D. Sigmund Freud en una de sus primeras publicaciones, la persona ha cambiado sus miserias neuróticas por miserias normales. También me apetece recordar ahora su definición de la salud como la capacidad para trabajar y amar.
P- ¿No te parece que citas mucho a Freud para ser relacional y heterodoxo?
T- Se es psicoanalista con Freud y contra Freud, pero nunca sin Freud, al menos por ahora. De todas formas, dejemos de hablar de lo que yo pienso, ya ha llegado el momento de que me hables de tus cosas, de lo que te trae por aquí.
P- Quizá olvidas que esta no es una terapia normal ni yo una paciente real, sino que encarno las dudas, previas y posteriores, que experimentan muchos pacientes. De momento tus respuestas me han resultado satisfactorias o, incluso, iluminadoras. Pero me reservo la opción de volver a la carga con nuevas dudas.
T- A tu disposición, pues.
P- La semana que viene no nos vemos.
T- ¡Claro! Es Semana Santa.
P- Pero al principio dijiste que era importante que nos viéramos todas las semanas.
T- Sí, es importante. Según mi experiencia, cuando el ritmo es menor a una sesión semanal, el funcionamiento de la psicoterapia se desdibuja y pierde efectividad. No niego la posibilidad de que sea yo el que necesita esa frecuencia para no perder el hilo. No obstante, creo que ya dije que lo ideal son dos sesiones semanales y si, además, se puede completar el trabajo con un grupo mensual de tres horas, la cosa va de maravilla. Mi insistencia en una sesión mínimo estriba en que luego se presentan fiestas, como la semana próxima, o imponderables: gripes, fallecimientos (con perdón), y otros condicionantes.
P- ¿Entonces nunca aceptas un “encuadre” – como vosotros lo llamáis – de una sesión quincenal?
T- No salvo que sea un acuerdo de finalización de terapia, es decir, se ha llegado a la conclusión de que la terapia, se acaba, pero ni el paciente, ni el terapeuta, o ninguno de los dos consideran adecuado terminar de golpe.
P- ¡Ya hemos llegado al tema que quería plantearte hoy¡ ¿Cuándo termina una psicoterapia? Si es que termina.
T- Ya veo. Pues emulando al creador del psicoanálisis, podría decir que la terapia es un proceso interminable… pero, añado por mi parte, normalmente llega un momento en que hay que terminarlo.¿Cuando? Pues cuando se han alcanzado los objetivos, no digo “los últimos objetivos” porque eso no se consigue nunca, salvo después de la muerte que es cuando –según Heidegger – el ser humano está completo.
P- Un tanto patético te encuentro hoy, será quizá por la Cuaresma.
T- Dejemos como tema central de otra entrevista la importancia de asumir la propia muerte para alcanzar una vida moderadamente feliz, sobre todo en esta época que nos ha tocado en suerte, negadora del dolor, la vejez, la enfermedad y la muerte… Desde luego, la muerte supone a veces un final abrupto del proceso. De hecho yo atendí a un paciente cuyos dos terapeutas anteriores se le habían muerto.
P- Parece que contigo no lo consiguió.
T- No de momento, es lo más que se puede decir. Pero el fallecimiento no es la peor forma de terminar, en cualquier caso es una eventualidad a la que todos estamos expuestos, lo peor es cuando las resistencias de uno o de otro y, sobre todo, combinadas, llevan a un estancamiento o a una ruptura que no permita el crecimiento, como cuando la agresividad no puede ser elaborada y se convierte en destructiva. El terapeuta debe tener controles adquiridos ante esa destructividad, sobre todo a través de la propia terapia y supervisión. El paciente, por su parte, puede abandonar la terapia por no querer entrar de lleno en los aspectos delicados de su economía mental cotidiana, quizá porque el terapeuta no ha sabido entrar adecuadamente en ellos, por propia resistencia o incapacidad, pero no siempre. En muchas ocasiones el paciente no se ha sentido adecuadamente atendido o acogido y en otras esperaba una “solución” más rápida o menos dolorosa a sus problemas.
P- Pero volvamos a los finales felices, cuando la terapia se acaba tras alcanzar las últimas posiciones. ¿No te parece bien algo de psicología positiva?
T- Estoy a favor de la psicología positiva, siempre que no sea una negación tontorrona de la realidad. El optimismo frívolo que llena de almíbar algunas comedias americanas nos priva de una virtud muy española y que nos ha permitido sobrevivir ante innumerables situaciones adversas, me refiero al humor negro. Pero vayamos al asunto. Con más frecuencia de lo que algunos sugieren, las terapias de tipo psicodinámico, y la relacional entre ellas, consiguen – esto es, lo consiguen paciente y terapeuta en íntima colaboración – que se alcancen los objetivos. La evaluación de resultados de estilo positivista en estas terapias no suele ser inadecuada, pues no se trata de variables fáciles de pesar, contar o medir, pero eso disminuye la conveniencia de referirnos a cuestiones claramente objetivables. Se me pueden ocurrir muchos ejemplos, entre ellos: lograr terminar unos estudios que llevaban años estancados, lograr encontrar pareja, separarse de la pareja o seguir con ella en mejores términos, ser capaz de encontrar amigos, ser capaz de salir a la calle aunque la angustia no haya desaparecido del todo, soportar con paciencia y poniendo ciertos límites la intromisión de un padre dominador, decidirse a tener hijos (o a no tenerlos), encontrar trabajo cuando antes la ansiedad por el éxito lo impedía… Tampoco menosprecio la posibilidad de que la persona diga, simplemente, que se encuentra bien. Cuando ocurren cosas de este estilo es fácil que paciente y terapeuta estén de acuerdo y se despidan de forma amistosa, dejando la puerta abierta a una colaboración futura. Desde luego, de la consulta no sale nadie volando, convertido en superman o superwoman, pero sí, emulando a D. Sigmund Freud en una de sus primeras publicaciones, la persona ha cambiado sus miserias neuróticas por miserias normales. También me apetece recordar ahora su definición de la salud como la capacidad para trabajar y amar.
P- ¿No te parece que citas mucho a Freud para ser relacional y heterodoxo?
T- Se es psicoanalista con Freud y contra Freud, pero nunca sin Freud, al menos por ahora. De todas formas, dejemos de hablar de lo que yo pienso, ya ha llegado el momento de que me hables de tus cosas, de lo que te trae por aquí.
P- Quizá olvidas que esta no es una terapia normal ni yo una paciente real, sino que encarno las dudas, previas y posteriores, que experimentan muchos pacientes. De momento tus respuestas me han resultado satisfactorias o, incluso, iluminadoras. Pero me reservo la opción de volver a la carga con nuevas dudas.
T- A tu disposición, pues.
martes, 13 de marzo de 2012
LA MELANCOLÍA SEGÚN FÖLDÉNYI

Rodríguez Sutil, C. (2012). Reseña de la obra de László F. Földényi “Melancolía”. Clínica e Investigación Relacional, 6 (1): 129‐132. [Recuperado de www.ceir.org.es ]
Es de alabar la labor editorial que viene realizando Galaxia Gutenberg con una serie de ensayos de gran nivel intelectual, como éste que ahora nos ocupa o, por recordar solo alguno, la obra del mismo autor, titulada Goya o el abismo del alma, que no he leído, o el muy agradable y documentado Elogio del Individuo de Tzvetan Todorov, aparecido hace pocos años. El lector en castellano puede disfrutar de la lectura de este gran libro – en su estupenda traducción ‐ de una riqueza y minuciosidad tal que difícilmente se deja resumir, por lo que se refuerza mi tendencia a no ofrecer propiamente un resumen o recensión, sino una serie de comentarios mejor o peor hilvanados sobre las ideas que me han parecido más importantes y aquello que las mismas me han sugerido.
La melancolía posee una dilatada tradición en la teología cristiana, cuya distancia con la política siempre ha sido escasa. Según la concepción médica de la Edad Media, el enfermo mental –es decir, también el melancólico- se curaba mirando largo rato mirando una imagen de Jesucristo o de María. El melancólico es considerado un hereje, un compañero del diablo, aunque también puede ser melancólico quien piensa demasiado en Dios. El melancólico, caviloso, buscando sus causas llega a poner en duda el mismo universo. Se le acusa de un doble pecado: además del pecado original y colectivo, lo oprime un pecado individual, pues rechaza el Bien en un acto de libre albedrío. Es un pecado mortal. El monje melancólico se queda solo no únicamente en lo físico, sino también en su alma, se aparta de la casa de Dios y se convierte en presa del Diablo.
En la Antigüedad griega y romana, la melancolía no era considerada propiamente una enfermedad sino un modo de funcionamiento, con grandes dones y algún que otro inconveniente. Sin embargo, el melancólico prototípico medieval, contrariamente al griego, no emprende nada, sino que se queda inmóvil. El frío seco es una de las características de Saturno, es decir, del planeta de la melancolía. San Pablo distinguía dos tipos de tristeza: la tristeza según Dios, que lleva a la bienaventuranza, y la tristeza según el mundo, que lleva a la muerte (Corintios). La tristeza según el mundo hace que el ser humano se congele en su naturaleza de Reseña de la obra de L. Földényi, Melancolía criatura. El hastío y el aburrimiento, la acedía, son consecuencia de una curiosidad imposible de satisfacer. Según san Buenaventura (siglo XIII), la acedía tiene dos raíces: la curiosidad (curiositas) y el hastío (fastidium), el hastío sigue a la curiosidad imposible de satisfacer, y la pregunta inicial “¿Vale la pena vivir para Dios?”, se convierte sin solución de continuidad en “¿Vale la pena vivir?”. El concepto de aburrimiento pertenece, como demuestra Földényi, a la Edad Moderna y en mi experiencia no lo veo lejano de la “futilidad” característica del esquizoide, según Fairbairn. No habría aburrimiento, dice, si el ser humano fuera inmortal; pero en el aburrimiento, precisamente, se demuestra que el ser humano está condenado a morir. Quien se aburre siente que desaprovecha innumerables posibilidades, y al mismo tiempo ve al mundo de un modo negativo, que desaprovecha sus posibilidades ante el deterioro causado por el paso del tiempo. En el aburrimiento, precisamente, se demuestra que el ser humano está condenado a morir y que acabará como cualquier objeto inanimado, es decir, pierde la fe en la vida eterna.
Si el melancólico es culpable, por tanto, no es por accidente sino por propia decisión. El ser humano eligió el pecado por propia voluntad, dice santa HIldegarda en el siglo XII, anticipándose a Kierkegaard. Ambos relacionan los conceptos de temor y temblor con el pecado: Adán arranca el fruto del árbol para asegurarse la libertad, pero con la libertad elige también el pecado. Esto se acompaña de una nueva teoría, la teoría dual del “trastorno exclusivamente psíquico” o del “simple cambio físico”, que rompe con la unidad originaria e indiferenciable de cuerpo y alma que caracterizaba la concepción griega clásica de la melancolía. Así, según Santo Tomás (siglo XIII): “El cuerpo no forma parte de la esencia del alma, pero el alma se relaciona, según su esencia más profunda, con el cuerpo”. La garantía de la existencia de las cosas individuales es la existencia de Dios, pero Dios no es sólo la garantía, sino también el fundamento. En la separación entre alma y cuerpo, desconocida por la Antigüedad, el cuerpo lleva la peor parte. San Buenaventura avisa de los peligros del cuerpo:
Así como los jugos corrompidos y melancólicos producen, al desbordarse, sarna, erupciones y lepra, los cuales perjudican la pureza del cuerpo, los pensamientos impuros, los impulsos desordenados y las fantasías vergonzosas de mujeres, al desbordarse en el corazón, provocan jugos corrompidos y el deseo desordenado de la carne (p. 256).
La Edad Media no conoce la neurosis: las ataduras culturales son tan fuertes que sólo se puede “elegir” entre unas facultades mentales intactas o la locura. El neurótico, en cambio, no está loco, pero tampoco está sano. Va y viene entre imperativos contrapuestos; de ahí que ni la desesperación ni la perspectiva irónica sean ajenas a su estado. El melancólico medieval podía “decidir” entre el mundo cerrado y la nada, lo cual explica su locura; el melancólico renacentista, por su parte, no puede “elegir”: el mundo es, de entrada, abierto y abismal.
El hombre es de entrada melancólico, dirá Robert Burton, a comienzos del siglo XVII. Las causas de la melancolía son innumerables y de ahí que la enfermedad resulte incurable. Ahora bien, si todo el mundo está enfermo, la salud es un concepto desconocido; la salud es un parámetro utópico que, como toda utopía, sólo conduce a más melancolía. La melancolía es interpretada como una enfermedad, cuando se la considera peligrosa desde el punto de vista del poder. Se la reviste de un matiz político, de lo cual existen numerosos ejemplos en la historia moderna. Földényi apunta a ello pero tal vez no ve necesario entrar en esa cantera. De ella podemos extraer el optimismo revolucionario como continuación del “soldado de Cristo” que nunca desfallecía en su santa labor, actitudes que vienen en cada momento histórico impuestas por el poder. La Edad Media redujo todas las almas a una sola sustancia y había que diferenciar, “diagnosticar”, al melancólico, porque confiaba única y exclusivamente en sí mismo, se coloca conscientemente fuera de la comunión y de la comunidad.
En la Edad Moderna, aunque se demostró que el yo no puede atribuirse a una sola sustancia, se Reseña de la obra de L. Földényi, Melancolía descubrió que a pesar de su independencia, no es omnipotente. Kant sugirió que la impotencia que acompaña a la soledad y al aislamiento como la condición normal del ser humano. El melancólico, según Kant:
…tiene, sobre todo, un sentido de lo sublime. Las exigencias de lo general ofenden al ser humano en su individualidad pero, por otra parte, el ser sensible y concreto no es capaz de alcanzar por sí solo un significado generalizado, lo cual, según Kant, sería el requisito indispensable para cualquier autonomía. El ser humano es humano precisamente por pertenecer a dos mundos sin ser ciudadano de pleno derecho de ninguno de ellos. No obstante, el precio, de la libertad es la “inexpresabilidad”, porque así como la infinitud no puede ser expresada ni imaginada sin volverse finita (quien habla con Dios, o bien acaba siendo Dios o muere), la libertad individual crece en proporción directa con el crecimiento invisible de las barreras externas (p. 211).
Como continuación del problema medieval de los universales, la cuestión se planteó de la siguiente manera: hasta qué punto es el hombre un ser independiente, singular y transitorio y hasta qué punto una parte, un “caso”, del infinito universo divino. Según san Agustín, definidor de la sustancialidad del alma individual, el “yo” no es la suma de nuestras acciones (es decir, no es un elemento que se pueda ensamblar en un momento dado a partir de los componentes eternos – y externos ‐ del universo), sino una realidad finita e independiente; también interna, me permito añadir. Con esta idea, sentó las bases del concepto europeo de libertad y de individualidad y planteó de una manera que sigue vigente el conflicto del alma entre su singularidad e independencia, por un lado, y su repetibilidad y dependencia, por otro.
Con Kant se inicia la distinción entre el mundo percibido, el fenómeno, y el mundo tal como es en sí. El mundo es como yo lo veo, pero ¿cómo será el mundo de verdad? Con el desarrollo de la perspectiva en la pintura, desaparecen los parámetros de la experiencia común, que era la verdad única y superior. Todo se torna dudoso, incluso la exclusividad del punto de vista perspectivo. El melancólico de la época topa con este hecho. Los cuadros de la época que más reflejan la melancolía son también los que tematizan las contradicciones inherentes al punto de vista perspectivo.
El melancólico de la era moderna ya no es culpable sino que se alza a la categoría de “enfermo”, y no hay otra enfermedad que la física. Con la psiquiatría se intenta recoger la realidad de la melancolía desde la perspectiva de la medicina positiva, por lo que el concepto de melancolía desborda los esquemas clasificatorios, es un estado existencial que no permite ser fijado en categorías, por lo que es sustituida por la depresión con sus síntomas. La ciencia desconoce al alma como objeto de estudio y se centra en el cuerpo. Kraepelin consideraba que el examen patológico‐anatómico de los cadáveres como un camino legítimo en la delimitación de las enfermedades mentales porque el ser humano, la persona viviente, queda excluida de esta investigación:
El médico trata la enfermedad tácitamente como un objeto que aguarda una explicación
y cuya “objetividad” es independiente tanto del médico como de la situación existencial
del enfermo. No obstante, la relación entre la comprensión y su objeto no es en absoluto
externa; el simple hecho de su interdependencia demuestra que existe la relación interna. De todos es sabido que el conocimiento requiere una profunda identificación
entre quien conoce y lo que se conoce (p. 309).
Földényi afirma en el último capítulo de esta bella obra que, para recuperar el concepto de melancolía, es necesario una revalorización radical de la relación entre cuerpo y alma, entre salud y enfermedad. Esta relación‐delimitación es algo que supera con creces los límites del conocimiento médico, implica a la sociedad. El internamiento en un pabellón psiquiátrico depende más de la tolerancia de la sociedad a determinados comportamientos que no al diagnóstico médico, a dónde se trace la frontera entre la cordura y la locura según el medio cultural y político. La explicación freudiana fue un intento serio por superar esas dicotomías, como muestra sin duda la adherencia pertinaz del creador del psicoanálisis a hablar del alma (die Seele) y de los múltiples y diversos fenómenos anímicos. Pero todo proceso anímico está motivado por las pulsiones que enfrentan al yo contra el mundo, la interioridad frente a la exterioridad. Según la brillante expresión de Erwin Straus, que recoge Földényi, el psicoanálisis es un “solipsismo antropológico”.
Como he dicho recientemente en otro lugar, esa interioridad se apoya en la promesa de la inmortalidad y, al mismo tiempo, se siente amenazada por la realidad innegable de la muerte, o se ha creado como refugio endeble ante ella. Pienso, desde luego, que la angustia ante la muerte es la fuente principal de toda angustia aunque en el pánico psicótico adopte la forma del horror ante la fragmentación y el desmoronamiento. Si descubrimos que nuestra interioridad no es una sustancia sino que se trata de un reflejo engañoso de la exterioridad, una exterioridad en continuo cambio, podremos superar en parte el temor a la muerte. Digo en parte por la misma razón que la angustia es inherente a nuestra existencia. Pero, fuera del dolor y del sufrimiento, el temor a la muerte no es en el fondo más que la pena ante la soledad absoluta e irreversible. Acaso esa angustia ante la soledad es el descubrimiento de lo desconocido, del saber absoluto.
Una de las historias que se recogen en este último capítulo procede de un poema de Schiller, La Imagen Velada de Sais. Un joven deseoso de llegar al saber absoluto levanta el velo de la imagen de Isis y un ojo terrible captó su mirada aterrorizada: el caos, el abismo insondable, la anarquía de la existencia. Pienso que también, y quizá Földényi estaría de acuerdo, experimentó el estado de soledad absoluta.
Es de alabar la labor editorial que viene realizando Galaxia Gutenberg con una serie de ensayos de gran nivel intelectual, como éste que ahora nos ocupa o, por recordar solo alguno, la obra del mismo autor, titulada Goya o el abismo del alma, que no he leído, o el muy agradable y documentado Elogio del Individuo de Tzvetan Todorov, aparecido hace pocos años. El lector en castellano puede disfrutar de la lectura de este gran libro – en su estupenda traducción ‐ de una riqueza y minuciosidad tal que difícilmente se deja resumir, por lo que se refuerza mi tendencia a no ofrecer propiamente un resumen o recensión, sino una serie de comentarios mejor o peor hilvanados sobre las ideas que me han parecido más importantes y aquello que las mismas me han sugerido.
La melancolía posee una dilatada tradición en la teología cristiana, cuya distancia con la política siempre ha sido escasa. Según la concepción médica de la Edad Media, el enfermo mental –es decir, también el melancólico- se curaba mirando largo rato mirando una imagen de Jesucristo o de María. El melancólico es considerado un hereje, un compañero del diablo, aunque también puede ser melancólico quien piensa demasiado en Dios. El melancólico, caviloso, buscando sus causas llega a poner en duda el mismo universo. Se le acusa de un doble pecado: además del pecado original y colectivo, lo oprime un pecado individual, pues rechaza el Bien en un acto de libre albedrío. Es un pecado mortal. El monje melancólico se queda solo no únicamente en lo físico, sino también en su alma, se aparta de la casa de Dios y se convierte en presa del Diablo.
En la Antigüedad griega y romana, la melancolía no era considerada propiamente una enfermedad sino un modo de funcionamiento, con grandes dones y algún que otro inconveniente. Sin embargo, el melancólico prototípico medieval, contrariamente al griego, no emprende nada, sino que se queda inmóvil. El frío seco es una de las características de Saturno, es decir, del planeta de la melancolía. San Pablo distinguía dos tipos de tristeza: la tristeza según Dios, que lleva a la bienaventuranza, y la tristeza según el mundo, que lleva a la muerte (Corintios). La tristeza según el mundo hace que el ser humano se congele en su naturaleza de Reseña de la obra de L. Földényi, Melancolía criatura. El hastío y el aburrimiento, la acedía, son consecuencia de una curiosidad imposible de satisfacer. Según san Buenaventura (siglo XIII), la acedía tiene dos raíces: la curiosidad (curiositas) y el hastío (fastidium), el hastío sigue a la curiosidad imposible de satisfacer, y la pregunta inicial “¿Vale la pena vivir para Dios?”, se convierte sin solución de continuidad en “¿Vale la pena vivir?”. El concepto de aburrimiento pertenece, como demuestra Földényi, a la Edad Moderna y en mi experiencia no lo veo lejano de la “futilidad” característica del esquizoide, según Fairbairn. No habría aburrimiento, dice, si el ser humano fuera inmortal; pero en el aburrimiento, precisamente, se demuestra que el ser humano está condenado a morir. Quien se aburre siente que desaprovecha innumerables posibilidades, y al mismo tiempo ve al mundo de un modo negativo, que desaprovecha sus posibilidades ante el deterioro causado por el paso del tiempo. En el aburrimiento, precisamente, se demuestra que el ser humano está condenado a morir y que acabará como cualquier objeto inanimado, es decir, pierde la fe en la vida eterna.
Si el melancólico es culpable, por tanto, no es por accidente sino por propia decisión. El ser humano eligió el pecado por propia voluntad, dice santa HIldegarda en el siglo XII, anticipándose a Kierkegaard. Ambos relacionan los conceptos de temor y temblor con el pecado: Adán arranca el fruto del árbol para asegurarse la libertad, pero con la libertad elige también el pecado. Esto se acompaña de una nueva teoría, la teoría dual del “trastorno exclusivamente psíquico” o del “simple cambio físico”, que rompe con la unidad originaria e indiferenciable de cuerpo y alma que caracterizaba la concepción griega clásica de la melancolía. Así, según Santo Tomás (siglo XIII): “El cuerpo no forma parte de la esencia del alma, pero el alma se relaciona, según su esencia más profunda, con el cuerpo”. La garantía de la existencia de las cosas individuales es la existencia de Dios, pero Dios no es sólo la garantía, sino también el fundamento. En la separación entre alma y cuerpo, desconocida por la Antigüedad, el cuerpo lleva la peor parte. San Buenaventura avisa de los peligros del cuerpo:
Así como los jugos corrompidos y melancólicos producen, al desbordarse, sarna, erupciones y lepra, los cuales perjudican la pureza del cuerpo, los pensamientos impuros, los impulsos desordenados y las fantasías vergonzosas de mujeres, al desbordarse en el corazón, provocan jugos corrompidos y el deseo desordenado de la carne (p. 256).
La Edad Media no conoce la neurosis: las ataduras culturales son tan fuertes que sólo se puede “elegir” entre unas facultades mentales intactas o la locura. El neurótico, en cambio, no está loco, pero tampoco está sano. Va y viene entre imperativos contrapuestos; de ahí que ni la desesperación ni la perspectiva irónica sean ajenas a su estado. El melancólico medieval podía “decidir” entre el mundo cerrado y la nada, lo cual explica su locura; el melancólico renacentista, por su parte, no puede “elegir”: el mundo es, de entrada, abierto y abismal.
El hombre es de entrada melancólico, dirá Robert Burton, a comienzos del siglo XVII. Las causas de la melancolía son innumerables y de ahí que la enfermedad resulte incurable. Ahora bien, si todo el mundo está enfermo, la salud es un concepto desconocido; la salud es un parámetro utópico que, como toda utopía, sólo conduce a más melancolía. La melancolía es interpretada como una enfermedad, cuando se la considera peligrosa desde el punto de vista del poder. Se la reviste de un matiz político, de lo cual existen numerosos ejemplos en la historia moderna. Földényi apunta a ello pero tal vez no ve necesario entrar en esa cantera. De ella podemos extraer el optimismo revolucionario como continuación del “soldado de Cristo” que nunca desfallecía en su santa labor, actitudes que vienen en cada momento histórico impuestas por el poder. La Edad Media redujo todas las almas a una sola sustancia y había que diferenciar, “diagnosticar”, al melancólico, porque confiaba única y exclusivamente en sí mismo, se coloca conscientemente fuera de la comunión y de la comunidad.
En la Edad Moderna, aunque se demostró que el yo no puede atribuirse a una sola sustancia, se Reseña de la obra de L. Földényi, Melancolía descubrió que a pesar de su independencia, no es omnipotente. Kant sugirió que la impotencia que acompaña a la soledad y al aislamiento como la condición normal del ser humano. El melancólico, según Kant:
…tiene, sobre todo, un sentido de lo sublime. Las exigencias de lo general ofenden al ser humano en su individualidad pero, por otra parte, el ser sensible y concreto no es capaz de alcanzar por sí solo un significado generalizado, lo cual, según Kant, sería el requisito indispensable para cualquier autonomía. El ser humano es humano precisamente por pertenecer a dos mundos sin ser ciudadano de pleno derecho de ninguno de ellos. No obstante, el precio, de la libertad es la “inexpresabilidad”, porque así como la infinitud no puede ser expresada ni imaginada sin volverse finita (quien habla con Dios, o bien acaba siendo Dios o muere), la libertad individual crece en proporción directa con el crecimiento invisible de las barreras externas (p. 211).
Como continuación del problema medieval de los universales, la cuestión se planteó de la siguiente manera: hasta qué punto es el hombre un ser independiente, singular y transitorio y hasta qué punto una parte, un “caso”, del infinito universo divino. Según san Agustín, definidor de la sustancialidad del alma individual, el “yo” no es la suma de nuestras acciones (es decir, no es un elemento que se pueda ensamblar en un momento dado a partir de los componentes eternos – y externos ‐ del universo), sino una realidad finita e independiente; también interna, me permito añadir. Con esta idea, sentó las bases del concepto europeo de libertad y de individualidad y planteó de una manera que sigue vigente el conflicto del alma entre su singularidad e independencia, por un lado, y su repetibilidad y dependencia, por otro.
Con Kant se inicia la distinción entre el mundo percibido, el fenómeno, y el mundo tal como es en sí. El mundo es como yo lo veo, pero ¿cómo será el mundo de verdad? Con el desarrollo de la perspectiva en la pintura, desaparecen los parámetros de la experiencia común, que era la verdad única y superior. Todo se torna dudoso, incluso la exclusividad del punto de vista perspectivo. El melancólico de la época topa con este hecho. Los cuadros de la época que más reflejan la melancolía son también los que tematizan las contradicciones inherentes al punto de vista perspectivo.
El melancólico de la era moderna ya no es culpable sino que se alza a la categoría de “enfermo”, y no hay otra enfermedad que la física. Con la psiquiatría se intenta recoger la realidad de la melancolía desde la perspectiva de la medicina positiva, por lo que el concepto de melancolía desborda los esquemas clasificatorios, es un estado existencial que no permite ser fijado en categorías, por lo que es sustituida por la depresión con sus síntomas. La ciencia desconoce al alma como objeto de estudio y se centra en el cuerpo. Kraepelin consideraba que el examen patológico‐anatómico de los cadáveres como un camino legítimo en la delimitación de las enfermedades mentales porque el ser humano, la persona viviente, queda excluida de esta investigación:
El médico trata la enfermedad tácitamente como un objeto que aguarda una explicación
y cuya “objetividad” es independiente tanto del médico como de la situación existencial
del enfermo. No obstante, la relación entre la comprensión y su objeto no es en absoluto
externa; el simple hecho de su interdependencia demuestra que existe la relación interna. De todos es sabido que el conocimiento requiere una profunda identificación
entre quien conoce y lo que se conoce (p. 309).
Földényi afirma en el último capítulo de esta bella obra que, para recuperar el concepto de melancolía, es necesario una revalorización radical de la relación entre cuerpo y alma, entre salud y enfermedad. Esta relación‐delimitación es algo que supera con creces los límites del conocimiento médico, implica a la sociedad. El internamiento en un pabellón psiquiátrico depende más de la tolerancia de la sociedad a determinados comportamientos que no al diagnóstico médico, a dónde se trace la frontera entre la cordura y la locura según el medio cultural y político. La explicación freudiana fue un intento serio por superar esas dicotomías, como muestra sin duda la adherencia pertinaz del creador del psicoanálisis a hablar del alma (die Seele) y de los múltiples y diversos fenómenos anímicos. Pero todo proceso anímico está motivado por las pulsiones que enfrentan al yo contra el mundo, la interioridad frente a la exterioridad. Según la brillante expresión de Erwin Straus, que recoge Földényi, el psicoanálisis es un “solipsismo antropológico”.
Como he dicho recientemente en otro lugar, esa interioridad se apoya en la promesa de la inmortalidad y, al mismo tiempo, se siente amenazada por la realidad innegable de la muerte, o se ha creado como refugio endeble ante ella. Pienso, desde luego, que la angustia ante la muerte es la fuente principal de toda angustia aunque en el pánico psicótico adopte la forma del horror ante la fragmentación y el desmoronamiento. Si descubrimos que nuestra interioridad no es una sustancia sino que se trata de un reflejo engañoso de la exterioridad, una exterioridad en continuo cambio, podremos superar en parte el temor a la muerte. Digo en parte por la misma razón que la angustia es inherente a nuestra existencia. Pero, fuera del dolor y del sufrimiento, el temor a la muerte no es en el fondo más que la pena ante la soledad absoluta e irreversible. Acaso esa angustia ante la soledad es el descubrimiento de lo desconocido, del saber absoluto.
Una de las historias que se recogen en este último capítulo procede de un poema de Schiller, La Imagen Velada de Sais. Un joven deseoso de llegar al saber absoluto levanta el velo de la imagen de Isis y un ojo terrible captó su mirada aterrorizada: el caos, el abismo insondable, la anarquía de la existencia. Pienso que también, y quizá Földényi estaría de acuerdo, experimentó el estado de soledad absoluta.
miércoles, 29 de febrero de 2012
EL ORÁCULO PSICOANALÍTICO
El lenguaje psicoanalítico a menudo provoca rechazo en los estudiantes y en profesionales de otras orientaciones, a veces inquietud, como si de un oráculo se tratara. A mí ahora es habitual que me provoque fastidio, pues descubro que ese lenguaje incomprensible, plagado de términos ambiguos, sólo ha servido para crear enemigos innecesarios. Sin llegar a las definiciones operativas de las teorías cientifistas, lecho de Procustro en el que la persona real muere, pienso que una de nuestras tareas más importantes es definir los términos, y, cuando persiste cierta ambigüedad, al menos delimitar el alcance de la misma. Eso no nos libra del desafío de "nadar en el vacío", esto es, de la obligación de estar abiertos a la experiencia de lo que pasa en el “aquí y ahora”, fuera de todo protocolo. Otros enfoques pretenden definir con rapidez cuál es el problema y removerlo lo antes posible. Nosotros, en cambio, rechazamos la comida rápida, preferimos el "slow food" antes que el "fast food", porque pensamos que la angustia está ahí de fondo y no se elimina de manera mágica. Hay que permitir a la persona que se exprese también en su dimensión de ambigüedad.
Recuerdo ahora un precioso pasaje de un maravilloso cuento, “El Bosque Animado” de Wenceslao Fernández Flórez, en el que una bruja (la Moucha) utiliza para sus conjuros un libro en latín, que no es otro que los “Comentarios a la Guerra de las Galias”, de Julio César. La utilización de un lenguaje incomprensible también facilita en el creyente la formación de una confianza ciega. En nuestra opinión, es preferible una confianza moderada; confianza en la seriedad y buena intención de nuestro trabajo, pero manteniendo el suficiente espíritu crítico para percibir cuándo nos equivocamos, pues - a diferencia de otros - nosotros no somos terapeutas infalibles. No es que yo desprecie sin más la utilidad de la sugestión en la producción de cambios, pero en la mayoría de los casos esos cambios son efímeros.
Recuerdo ahora un precioso pasaje de un maravilloso cuento, “El Bosque Animado” de Wenceslao Fernández Flórez, en el que una bruja (la Moucha) utiliza para sus conjuros un libro en latín, que no es otro que los “Comentarios a la Guerra de las Galias”, de Julio César. La utilización de un lenguaje incomprensible también facilita en el creyente la formación de una confianza ciega. En nuestra opinión, es preferible una confianza moderada; confianza en la seriedad y buena intención de nuestro trabajo, pero manteniendo el suficiente espíritu crítico para percibir cuándo nos equivocamos, pues - a diferencia de otros - nosotros no somos terapeutas infalibles. No es que yo desprecie sin más la utilidad de la sugestión en la producción de cambios, pero en la mayoría de los casos esos cambios son efímeros.
lunes, 20 de febrero de 2012
LA DEPENDENCIA EN PSICOTERAPIA

Abro la puerta y entra de nuevo la paciente imaginaria. Después de los típicos saludos, nos sentamos en cómodos sillones, cara a cara pero un poco en ángulo – aunque algunos pacientes mueven el sillón a su antojo y a veces lo adelantan – y le hago mi pregunta habitual:
T: ¿Qué tal?.
C: Bien, gracias. El último día quedamos pendientes de que me contara cuáles son los motivos que traen a las personas a su consulta. Yo tengo claros mis motivos… sí, usted dirá que esos son los motivos conscientes, pero de momento me sirven… lo que le…
T: ¿Volvemos al “usted”? Si se siente más a gusto yo no tengo inconveniente.
C: No, prefiero el tuteo. Quería decir que una de las cosas que más me desagradan de la psicoterapia es la dependencia que el paciente normalmente siente, de ella o de su terapeuta. Tengo amigos que llevan muchos años en terapia, a los que no he visto mejorías apreciables y que se sorprenden cuando les pregunto por qué siguen todavía pero que, a mi entender, no me pueden dar una respuesta convincente. Esto me recuerda incluso a las sectas.
T: No tengo noticia de que los líderes de sectas hayan captado a sus seguidores a través de la psicoterapia; y utilizar este método no me parece imposible, pero sí improbable. La dependencia es un riesgo que yo también tengo presente y que de hecho me repele, pues creo que en ocasiones ocurre y, aunque a mi entender son pocas, eso no impide que sea causa de ofrecer una mala imagen de la psicoterapia, aumentando la resistencia por parte de algunas personas que se podrían beneficiar de un tratamiento. Pero conviene que empecemos desde el principio y hagamos precisiones muy relevantes. El que algunas terapias se alarguen en exceso no quiere decir que la psicoterapia, por principio, sea dañina en esos casos. Ciertamente hay personas que por sus trastornos, inmadurez o dificultades requieren una atención psicoterapéutica muy prolongada, incluso de por vida, lo mismo que, salvando las distancias, hay enfermedades crónicas que requieren un tratamiento permanente. Por otra parte, aunque no sea deseable alargarlo en exceso, tampoco hay que dramatizar el hecho de que alguien hable con una especialista en comportamiento humano una o dos sesiones a la semana. Como ya dije en la anterior entrevista, esto sólo es la excepción. Una terapia, siguiendo mis parámetros, no se prolonga más allá de cinco o seis años, normalmente menos, pero que cada profesional establezca sus límites. Ahora bien ¿se produce dependencia de la terapia o de la terapeuta durante ese tiempo? Entiendo que sí, pero que ese fenómeno es inevitable y tiene aspectos positivos.
C: Pero entonces la terapeuta tiene un poder tremendo que puede utilizar en perjuicio de su cliente. ¿Qué aspectos positivos le puedes ver?
T: Por una parte, creo que se exagera el poder de la terapeuta. Sería, pienso yo, semejante al poder que se atribuye a la sugestión o a la hipnosis. Habrás visto quizá una película muy divertida de Woody Allen, La Maldición del Escorpión de Jade, en la que un hipnotizador de feria sin escrúpulos se aprovecha de las personas que están en su poder para cometer todo tipo de atracos y fechorías. Esto puede ser una magnífica fuente de inspiración, como los fantasmas, por ejemplo, en la elaboración de argumentos literarios. Sin embargo, está demostrado que no se puede obligar a una persona en sueño hipnótico a que realice actos contrarios a sus principios morales. Ahora bien, la terapeuta se convierte con el paso del tiempo en una persona de gran importancia para la paciente, alguien que puede influir en sus decisiones en uno u otro sentido. Se trata de una cuestión paradójica pues, fíjate, que precisamente de lo que se nos acusa a los terapeutas es de no expresar nunca nuestra opinión o, incluso, de limitarnos a escuchar a la persona sin decir nada. Yo sí expreso algunas veces mi opinión, pero siempre subrayando que esto no puede sustituir las decisiones autónomas de la persona.
C: ¿Y tus pacientes llegan a depender de ti?
T: Prefiero pensar que no dependen tanto de mi como de la psicoterapia, que es una tarea común. En ese sentido, cierto nivel de dependencia me parece algo positivo para la evolución del tratamiento. Cuando alguien manifiesta su reticencia le comento que mi profesionalidad me obliga a no obtener ningún beneficio adicional de esa dependencia y que intentaré que dure sólo lo imprescindible. Estoy convencido de que la mayoría de colegas actúan según el mismo criterio. Y la inmensa mayoría de los pacientes, con el coste económico y de tiempo que supone, si continúan una psicoterapia es porque están obteniendo resultados positivos, como supongo que les ocurrirá a esos amigos tuyos. Me permito enunciar ahora una interpretación, rogando encarecidamente que no se pretenda generalizar la misma a todos los casos y momentos, pues debemos ser cautos en la utilización de interpretaciones fuera del contexto clínico. Quiero decir que a veces el rechazo de la posible dependencia en realidad lo que oculta es un temor a sacar a la luz aspectos, deseos o comportamientos que la persona rechaza y quiere, consciente o inconscientemente, mantener ocultos.
C: ¿Piensas que ese puede ser mi caso?
T: Si no fuera porque me estás entrevistando para aclarar algunas ideas respecto a la psicoterapia, en especial la psicoterapia de tipo relacional, esa sería una hipótesis de trabajo que estaría manejando, y subrayo la palabra hipótesis. Con esto quiero decir que a una paciente real, ya en la segunda entrevista, le habría rogado que me contara cosas de sí misma, empezando por el motivo que la trae a consulta. Y si insiste en su temor a la dependencia, entenderé que ese es uno de los problemas centrales de su dinámica personal y me ofrecería íntegramente como persona para ayudarla en su búsqueda. Me ofrezco íntegro con el compromiso de no dominar más allá de lo imprescindible, pero también para no ser dominado más allá del mismo margen. Quiero decir, por ejemplo, que hay muchas cosas que se pueden negociar pero también hay límites insuperables. No sólo económicos o temporales, sino también de rol. Explicar esto me llevaría mucho tiempo y tal vez ahora no es el momento. Si te parece nos veremos próximamente para hablar de los motivos de consulta.
C: La verdad es que preferiría que me hablaras de cuándo se considera que una terapia está acabada o completa.
T: Tengo la sensación de que te estás “resistiendo” a hablar de los motivos, pero dado el encuadre tan especial que preside nuestra relación estás perfectamente autorizada, al menos de momento.
T: ¿Qué tal?.
C: Bien, gracias. El último día quedamos pendientes de que me contara cuáles son los motivos que traen a las personas a su consulta. Yo tengo claros mis motivos… sí, usted dirá que esos son los motivos conscientes, pero de momento me sirven… lo que le…
T: ¿Volvemos al “usted”? Si se siente más a gusto yo no tengo inconveniente.
C: No, prefiero el tuteo. Quería decir que una de las cosas que más me desagradan de la psicoterapia es la dependencia que el paciente normalmente siente, de ella o de su terapeuta. Tengo amigos que llevan muchos años en terapia, a los que no he visto mejorías apreciables y que se sorprenden cuando les pregunto por qué siguen todavía pero que, a mi entender, no me pueden dar una respuesta convincente. Esto me recuerda incluso a las sectas.
T: No tengo noticia de que los líderes de sectas hayan captado a sus seguidores a través de la psicoterapia; y utilizar este método no me parece imposible, pero sí improbable. La dependencia es un riesgo que yo también tengo presente y que de hecho me repele, pues creo que en ocasiones ocurre y, aunque a mi entender son pocas, eso no impide que sea causa de ofrecer una mala imagen de la psicoterapia, aumentando la resistencia por parte de algunas personas que se podrían beneficiar de un tratamiento. Pero conviene que empecemos desde el principio y hagamos precisiones muy relevantes. El que algunas terapias se alarguen en exceso no quiere decir que la psicoterapia, por principio, sea dañina en esos casos. Ciertamente hay personas que por sus trastornos, inmadurez o dificultades requieren una atención psicoterapéutica muy prolongada, incluso de por vida, lo mismo que, salvando las distancias, hay enfermedades crónicas que requieren un tratamiento permanente. Por otra parte, aunque no sea deseable alargarlo en exceso, tampoco hay que dramatizar el hecho de que alguien hable con una especialista en comportamiento humano una o dos sesiones a la semana. Como ya dije en la anterior entrevista, esto sólo es la excepción. Una terapia, siguiendo mis parámetros, no se prolonga más allá de cinco o seis años, normalmente menos, pero que cada profesional establezca sus límites. Ahora bien ¿se produce dependencia de la terapia o de la terapeuta durante ese tiempo? Entiendo que sí, pero que ese fenómeno es inevitable y tiene aspectos positivos.
C: Pero entonces la terapeuta tiene un poder tremendo que puede utilizar en perjuicio de su cliente. ¿Qué aspectos positivos le puedes ver?
T: Por una parte, creo que se exagera el poder de la terapeuta. Sería, pienso yo, semejante al poder que se atribuye a la sugestión o a la hipnosis. Habrás visto quizá una película muy divertida de Woody Allen, La Maldición del Escorpión de Jade, en la que un hipnotizador de feria sin escrúpulos se aprovecha de las personas que están en su poder para cometer todo tipo de atracos y fechorías. Esto puede ser una magnífica fuente de inspiración, como los fantasmas, por ejemplo, en la elaboración de argumentos literarios. Sin embargo, está demostrado que no se puede obligar a una persona en sueño hipnótico a que realice actos contrarios a sus principios morales. Ahora bien, la terapeuta se convierte con el paso del tiempo en una persona de gran importancia para la paciente, alguien que puede influir en sus decisiones en uno u otro sentido. Se trata de una cuestión paradójica pues, fíjate, que precisamente de lo que se nos acusa a los terapeutas es de no expresar nunca nuestra opinión o, incluso, de limitarnos a escuchar a la persona sin decir nada. Yo sí expreso algunas veces mi opinión, pero siempre subrayando que esto no puede sustituir las decisiones autónomas de la persona.
C: ¿Y tus pacientes llegan a depender de ti?
T: Prefiero pensar que no dependen tanto de mi como de la psicoterapia, que es una tarea común. En ese sentido, cierto nivel de dependencia me parece algo positivo para la evolución del tratamiento. Cuando alguien manifiesta su reticencia le comento que mi profesionalidad me obliga a no obtener ningún beneficio adicional de esa dependencia y que intentaré que dure sólo lo imprescindible. Estoy convencido de que la mayoría de colegas actúan según el mismo criterio. Y la inmensa mayoría de los pacientes, con el coste económico y de tiempo que supone, si continúan una psicoterapia es porque están obteniendo resultados positivos, como supongo que les ocurrirá a esos amigos tuyos. Me permito enunciar ahora una interpretación, rogando encarecidamente que no se pretenda generalizar la misma a todos los casos y momentos, pues debemos ser cautos en la utilización de interpretaciones fuera del contexto clínico. Quiero decir que a veces el rechazo de la posible dependencia en realidad lo que oculta es un temor a sacar a la luz aspectos, deseos o comportamientos que la persona rechaza y quiere, consciente o inconscientemente, mantener ocultos.
C: ¿Piensas que ese puede ser mi caso?
T: Si no fuera porque me estás entrevistando para aclarar algunas ideas respecto a la psicoterapia, en especial la psicoterapia de tipo relacional, esa sería una hipótesis de trabajo que estaría manejando, y subrayo la palabra hipótesis. Con esto quiero decir que a una paciente real, ya en la segunda entrevista, le habría rogado que me contara cosas de sí misma, empezando por el motivo que la trae a consulta. Y si insiste en su temor a la dependencia, entenderé que ese es uno de los problemas centrales de su dinámica personal y me ofrecería íntegramente como persona para ayudarla en su búsqueda. Me ofrezco íntegro con el compromiso de no dominar más allá de lo imprescindible, pero también para no ser dominado más allá del mismo margen. Quiero decir, por ejemplo, que hay muchas cosas que se pueden negociar pero también hay límites insuperables. No sólo económicos o temporales, sino también de rol. Explicar esto me llevaría mucho tiempo y tal vez ahora no es el momento. Si te parece nos veremos próximamente para hablar de los motivos de consulta.
C: La verdad es que preferiría que me hablaras de cuándo se considera que una terapia está acabada o completa.
T: Tengo la sensación de que te estás “resistiendo” a hablar de los motivos, pero dado el encuadre tan especial que preside nuestra relación estás perfectamente autorizada, al menos de momento.
viernes, 3 de febrero de 2012
CUESTIONARIO IMAGINARIO (SOBRE LA DURACIÓN DE LA PSICOTERPIA)

Abrí la puerta y entró el (la) cliente-paciente imaginario(a) [NOTA: una vez demostrada mi buena voluntad para evitar un lenguaje discriminador de género me tomo licencia de seguir escribiendo con el género femenino.] Tras los saludos de rigor le pido (a ella) que se siente en el cómodo sillón dispuesto para las visitas. Y hago mi pregunta habitual:
T: Dígame qué es lo que la trae por aquí.
C: Sí, quería hacerle algunas preguntas sobre la duración de la psicoterapia.
T: A su disposición.
C: Tengo entendido que la psicoterapia psicoanalítica es muy larga y, claro, me quería informar sobre ello antes de tomar una decisión.
T: Es cierto que las diferentes variedades de la psicoterapia dinámica se presentan en principio como más prolongadas que otros tipos de terapia, en especial la terapia de orientación cognitivo-conductual, incluso existen compañías aseguradoras y servicios sanitarios que sólo proporcionan este tipo de tratamiento, cuando ofrecen algo.
C: En cambio usted…
T: Si no te molesta, podemos cambiar al tuteo.
C: Me suena que eso es poco ortodoxo.
T: Sí, los terapeutas relacionales no somos muy ortodoxos.
C: Pues repito, tú en cambio no te has decantado por la terapia cognitivo-conductual, aunque consigue sus resultados en menos tiempo.¿Por qué?
T: Si bien conozco esa orientación de primera mano, no me decidí por ella, no tanto pensando en mi beneficio personal, pues en ciertos ámbitos de poder eso me habría reportado, estoy convencido, importantes ventajas, sino porque no creo que esas formas de terapia breve sean realmente la solución del motivo que trae al paciente a consulta. De entrada ese es un asunto que necesita atención profunda, me refiero al motivo de consulta, normalmente desconocido del todo o en parte por la propia persona. Con esto no insinúo que los resultados de las terapias cognitivo-conductuales (TCC) sean pobres. Precisamente estoy seguro de que lo que pretenden, que es resolver problemas bien delimitados en poco tiempo, salvo las excepciones de rigor no achacables al método, lo consiguen con regularidad, incluso a menudo con mejores resultados que nosotros. Por eso, cuando alguna persona me consulta por un problema concreto, solicita resultados comprobables y rápidos, y no está dispuesta a indagar en aspectos amplios de su situación vital, le recomiendo que acuda a alguna colega que siga ese enfoque, pues existen profesionales muy buenas.
C: ¿
T: Sí, a pesar de todo yo me “resisto”. Porque opino que los síntomas psicológicos cumplen una función y si se les hace desaparecer – si se consigue, lo que tampoco es tan fácil – no es que se vuelvan a reproducir – esa no es mi crítica frente a la TCC- sino que algo importante queda enterrado. Desde un punto de vista estrictamente funcionalista, hay sólidas razones para suponer que de esa forma se evita hacer frente a los problemas principales que limitan a la persona, aunque sea con la connivencia de ella misma. En lenguaje analítico, “alimentamos las resistencias”. No obstante, el derecho a resistirse puede reclamar la misma dignidad que el resto de los derechos humanos. Por eso yo siempre busco la aceptación de la persona, desde el conocimiento del método y su duración, dicho de otra forma, la “aceptación informada”. Si me meto en su vida es porque me da permiso.
C: Pero nada impide que una terapeuta de orientación cognitivo-conductual, una vez resueltos los síntomas, total o parcialmente, continúe indagando con la persona para intentar descubrir la función que cumplían dichos síntomas en su contexto vital del aquí y ahora.
T: Desde luego, y eso es lo que hacen las colegas a las que más respeto. Pero, a parte de que ya supone alargar la duración de la terapia, al final el enfoque que se sigue será muy semejante al de una terapia de tipo psicodinámico. Y para esto creo que la mejor base – me sale decir “background”- es la que se deriva de la tradición psicoanalítica, con un estilo peculiar en el análisis de los problemas, en el trato con la persona, y con la ayuda de lo que se ha dado en llamar “oído analítico”. Llegados a este nivel, ya ha habido unos cuantos autores que han señalado la existencia de numerosos factores comunes a las diferentes psicoterapias. Pero opino que esos “factores comunes” han sido mejor atendidos por la terapia analítica, siempre que esté guiada por la empatía y se aleje de una supuesta frialdad y neutralidad ortodoxa, y posiblemente también por la terapia sistémicas y los enfoques humanistas y existenciales, pero mis conocimientos de ellos son muy superficiales.
C: Bueno, supongamos que me has convencido de que la terapia psicoanalítica relacional es el tratamiento de elección en mi caso. Sigo sin saber cuánto dura y si la inversión de tiempo y dinero que supone será compensada por los resultados.
T: Para contestar a tu pregunta voy a empezar por el final. Los únicos que aseguran el resultado de su tratamiento son los curanderos y los charlatanes, y supongo que no todos. Pero además yo tampoco puedo asegurar el resultado porque no depende sólo de mi, sino de la actitud de la persona de cara a la tarea, a su tarea, y de la buena adaptación que tengamos los dos de cara a la misma, es decir, que logremos formar un buen equipo de trabajo. Mi tarea supone también, aunque esto no lo suelo aclarar y menos al principio, indagar en mis propias vivencias y reacciones ante lo que la persona me ofrece, y yo le ofrezco, en la relación y en los asuntos tratados. El concepto del tiempo es uno de los más inasibles y de ambigua definición, no tanto desde el punto de vista de la física moderna como de la vivencia individual. Como observación general, mantengo que lo más importante no es el tiempo transcurrido entre una y otra fecha sino lo que se hace en ese intervalo, cómo se llena el tiempo. Hagamos lo que hagamos el tiempo siempre pasará y nos podemos ver más viejos y sin haber resuelto en absoluto cuestiones vitales. Por otra parte, la terapia no sólo se realiza en el cara a cara de las sesiones programadas, sino que cuando el proceso es fecundo la persona sigue elaborando con mente analítica en muchos momentos de su vida cotidiana y seguirá con esa actitud incluso después de terminado el tratamiento. Yo todavía recuerdo cuestiones relevantes que surgieron en mi propia terapia y me sirven para entender situaciones actuales.
C: ¿Entonces, me estás hablando de años?
T: En principio sí. Dependiendo de la frecuencia de sesiones semanales – yo trabajo con una, dos y, más raramente, tres sesiones a la semana – y del buen funcionamiento del equipo terapéutico (terapeuta-paciente), según mi experiencia el proceso no suele durar menos de tres años, o incluso cuatro, a veces más, a veces menos. Los problemas que se tratan en consulta no surgieron de la nada sino que habitualmente proceden de las primeras etapas y es preciso remitirse a ellas para entenderlos y cambiarlos. Nos interesa el pasado, desde luego, pero sólo en la medida en que sigue actuando en el presente e impide el disfrute y el trabajo productivo y la planificación adecuada del futuro. Conviene advertir que las terapias que van bien – porque la persona va resolviendo conflictos y se va encontrando mejor o bien está peor pero porque se está logrando enfrentar a situaciones que antes eludía – son las que con mayor facilidad se prolongan en el tiempo, aunque la inversa no siempre se cumple. No es habitual, pero puede darse una terapia prolongada con escasos o nulos resultados.
C: Pero eso no está bien.
T: Bueno, salvo que se produzca un retroceso inesperado, a mi entender poco frecuente, yo soy el primero que no está dispuesto a continuar un tratamiento que no lleva a ningún sitio pues no me parece profesionalmente admisible. En ocasiones se lo he planteado a la persona y he señalado un plazo temporal – por ejemplo, hasta finales de año, o hasta el verano – para que cambiara la dinámica y en algunos casos ha sido efectivo y en otros no.
C: En cualquier caso, el coste es muy elevado.
T: Como ocurría con la cuestión del tiempo, el asunto del coste es también relativo, especialmente si lo comparamos, por ejemplo con otras inversiones que nos parecen ineludibles: coche, casa, vacaciones, etc. Es innegable que no se cobra más por una sesión de psicoterapia de lo que cuesta una consulta con otros profesionales, como abogados, dentistas… Cuestión diferente es si estos tratamientos deberían estar recogidos por el sistema público; yo creo que sí, pero no depende de nosotros. Igualmente, puedo proclamar que existen actividades mucho más lucrativas que la nuestra y que todas las colegas que conozco intentan, como yo, ajustarse a los recursos económicos de la persona, cosa que no es habitual en otros profesionales. Tenemos pacientes con coste reducido e, incluso alguna totalmente gratuita, aunque esto obviamente es la excepción y no la regla. Además, en mi instituto también hay, como en otros, un servicio subvencionado de atención psicoterapéutica. Pero no niego la premisa mayor, la psicoterapia supone un esfuerzo de tiempo y dinero, además del que reside en bucear dentro de cuestiones de la propia personalidad y entorno, no siempre agradables.
C: ¿Y qué opinas de las terapias dinámicas breves?
T: Creo que lo que ofrecemos ya es una forma de psicoterapia breve, focalizada en aspectos concretos, y que es difícil de comprimir. No obstante, cuando me he visto limitado en número de sesiones o por la duración prevista del tratamiento, me he ajustado con optimismo a la realidad, pensando que siempre se pueden hacer cosas útiles para paciente y terapeuta.
C: No se me ocurre nada más, supongo que de momento hemos terminado.
T: Si se te ocurre cualquier otra pregunta o quieres hacer alguna observación, estamos aquí para lo que necesites.
C: ¡Ah, sí! ¿Y con qué problemas viene la gente?
T: Esa pregunta es muy pertinente pero se aleja mucho del asunto que tratábamos hoy. Si te parece bien, lo dejaremos para otro momento…
T: Dígame qué es lo que la trae por aquí.
C: Sí, quería hacerle algunas preguntas sobre la duración de la psicoterapia.
T: A su disposición.
C: Tengo entendido que la psicoterapia psicoanalítica es muy larga y, claro, me quería informar sobre ello antes de tomar una decisión.
T: Es cierto que las diferentes variedades de la psicoterapia dinámica se presentan en principio como más prolongadas que otros tipos de terapia, en especial la terapia de orientación cognitivo-conductual, incluso existen compañías aseguradoras y servicios sanitarios que sólo proporcionan este tipo de tratamiento, cuando ofrecen algo.
C: En cambio usted…
T: Si no te molesta, podemos cambiar al tuteo.
C: Me suena que eso es poco ortodoxo.
T: Sí, los terapeutas relacionales no somos muy ortodoxos.
C: Pues repito, tú en cambio no te has decantado por la terapia cognitivo-conductual, aunque consigue sus resultados en menos tiempo.¿Por qué?
T: Si bien conozco esa orientación de primera mano, no me decidí por ella, no tanto pensando en mi beneficio personal, pues en ciertos ámbitos de poder eso me habría reportado, estoy convencido, importantes ventajas, sino porque no creo que esas formas de terapia breve sean realmente la solución del motivo que trae al paciente a consulta. De entrada ese es un asunto que necesita atención profunda, me refiero al motivo de consulta, normalmente desconocido del todo o en parte por la propia persona. Con esto no insinúo que los resultados de las terapias cognitivo-conductuales (TCC) sean pobres. Precisamente estoy seguro de que lo que pretenden, que es resolver problemas bien delimitados en poco tiempo, salvo las excepciones de rigor no achacables al método, lo consiguen con regularidad, incluso a menudo con mejores resultados que nosotros. Por eso, cuando alguna persona me consulta por un problema concreto, solicita resultados comprobables y rápidos, y no está dispuesta a indagar en aspectos amplios de su situación vital, le recomiendo que acuda a alguna colega que siga ese enfoque, pues existen profesionales muy buenas.
C: ¿
T: Sí, a pesar de todo yo me “resisto”. Porque opino que los síntomas psicológicos cumplen una función y si se les hace desaparecer – si se consigue, lo que tampoco es tan fácil – no es que se vuelvan a reproducir – esa no es mi crítica frente a la TCC- sino que algo importante queda enterrado. Desde un punto de vista estrictamente funcionalista, hay sólidas razones para suponer que de esa forma se evita hacer frente a los problemas principales que limitan a la persona, aunque sea con la connivencia de ella misma. En lenguaje analítico, “alimentamos las resistencias”. No obstante, el derecho a resistirse puede reclamar la misma dignidad que el resto de los derechos humanos. Por eso yo siempre busco la aceptación de la persona, desde el conocimiento del método y su duración, dicho de otra forma, la “aceptación informada”. Si me meto en su vida es porque me da permiso.
C: Pero nada impide que una terapeuta de orientación cognitivo-conductual, una vez resueltos los síntomas, total o parcialmente, continúe indagando con la persona para intentar descubrir la función que cumplían dichos síntomas en su contexto vital del aquí y ahora.
T: Desde luego, y eso es lo que hacen las colegas a las que más respeto. Pero, a parte de que ya supone alargar la duración de la terapia, al final el enfoque que se sigue será muy semejante al de una terapia de tipo psicodinámico. Y para esto creo que la mejor base – me sale decir “background”- es la que se deriva de la tradición psicoanalítica, con un estilo peculiar en el análisis de los problemas, en el trato con la persona, y con la ayuda de lo que se ha dado en llamar “oído analítico”. Llegados a este nivel, ya ha habido unos cuantos autores que han señalado la existencia de numerosos factores comunes a las diferentes psicoterapias. Pero opino que esos “factores comunes” han sido mejor atendidos por la terapia analítica, siempre que esté guiada por la empatía y se aleje de una supuesta frialdad y neutralidad ortodoxa, y posiblemente también por la terapia sistémicas y los enfoques humanistas y existenciales, pero mis conocimientos de ellos son muy superficiales.
C: Bueno, supongamos que me has convencido de que la terapia psicoanalítica relacional es el tratamiento de elección en mi caso. Sigo sin saber cuánto dura y si la inversión de tiempo y dinero que supone será compensada por los resultados.
T: Para contestar a tu pregunta voy a empezar por el final. Los únicos que aseguran el resultado de su tratamiento son los curanderos y los charlatanes, y supongo que no todos. Pero además yo tampoco puedo asegurar el resultado porque no depende sólo de mi, sino de la actitud de la persona de cara a la tarea, a su tarea, y de la buena adaptación que tengamos los dos de cara a la misma, es decir, que logremos formar un buen equipo de trabajo. Mi tarea supone también, aunque esto no lo suelo aclarar y menos al principio, indagar en mis propias vivencias y reacciones ante lo que la persona me ofrece, y yo le ofrezco, en la relación y en los asuntos tratados. El concepto del tiempo es uno de los más inasibles y de ambigua definición, no tanto desde el punto de vista de la física moderna como de la vivencia individual. Como observación general, mantengo que lo más importante no es el tiempo transcurrido entre una y otra fecha sino lo que se hace en ese intervalo, cómo se llena el tiempo. Hagamos lo que hagamos el tiempo siempre pasará y nos podemos ver más viejos y sin haber resuelto en absoluto cuestiones vitales. Por otra parte, la terapia no sólo se realiza en el cara a cara de las sesiones programadas, sino que cuando el proceso es fecundo la persona sigue elaborando con mente analítica en muchos momentos de su vida cotidiana y seguirá con esa actitud incluso después de terminado el tratamiento. Yo todavía recuerdo cuestiones relevantes que surgieron en mi propia terapia y me sirven para entender situaciones actuales.
C: ¿Entonces, me estás hablando de años?
T: En principio sí. Dependiendo de la frecuencia de sesiones semanales – yo trabajo con una, dos y, más raramente, tres sesiones a la semana – y del buen funcionamiento del equipo terapéutico (terapeuta-paciente), según mi experiencia el proceso no suele durar menos de tres años, o incluso cuatro, a veces más, a veces menos. Los problemas que se tratan en consulta no surgieron de la nada sino que habitualmente proceden de las primeras etapas y es preciso remitirse a ellas para entenderlos y cambiarlos. Nos interesa el pasado, desde luego, pero sólo en la medida en que sigue actuando en el presente e impide el disfrute y el trabajo productivo y la planificación adecuada del futuro. Conviene advertir que las terapias que van bien – porque la persona va resolviendo conflictos y se va encontrando mejor o bien está peor pero porque se está logrando enfrentar a situaciones que antes eludía – son las que con mayor facilidad se prolongan en el tiempo, aunque la inversa no siempre se cumple. No es habitual, pero puede darse una terapia prolongada con escasos o nulos resultados.
C: Pero eso no está bien.
T: Bueno, salvo que se produzca un retroceso inesperado, a mi entender poco frecuente, yo soy el primero que no está dispuesto a continuar un tratamiento que no lleva a ningún sitio pues no me parece profesionalmente admisible. En ocasiones se lo he planteado a la persona y he señalado un plazo temporal – por ejemplo, hasta finales de año, o hasta el verano – para que cambiara la dinámica y en algunos casos ha sido efectivo y en otros no.
C: En cualquier caso, el coste es muy elevado.
T: Como ocurría con la cuestión del tiempo, el asunto del coste es también relativo, especialmente si lo comparamos, por ejemplo con otras inversiones que nos parecen ineludibles: coche, casa, vacaciones, etc. Es innegable que no se cobra más por una sesión de psicoterapia de lo que cuesta una consulta con otros profesionales, como abogados, dentistas… Cuestión diferente es si estos tratamientos deberían estar recogidos por el sistema público; yo creo que sí, pero no depende de nosotros. Igualmente, puedo proclamar que existen actividades mucho más lucrativas que la nuestra y que todas las colegas que conozco intentan, como yo, ajustarse a los recursos económicos de la persona, cosa que no es habitual en otros profesionales. Tenemos pacientes con coste reducido e, incluso alguna totalmente gratuita, aunque esto obviamente es la excepción y no la regla. Además, en mi instituto también hay, como en otros, un servicio subvencionado de atención psicoterapéutica. Pero no niego la premisa mayor, la psicoterapia supone un esfuerzo de tiempo y dinero, además del que reside en bucear dentro de cuestiones de la propia personalidad y entorno, no siempre agradables.
C: ¿Y qué opinas de las terapias dinámicas breves?
T: Creo que lo que ofrecemos ya es una forma de psicoterapia breve, focalizada en aspectos concretos, y que es difícil de comprimir. No obstante, cuando me he visto limitado en número de sesiones o por la duración prevista del tratamiento, me he ajustado con optimismo a la realidad, pensando que siempre se pueden hacer cosas útiles para paciente y terapeuta.
C: No se me ocurre nada más, supongo que de momento hemos terminado.
T: Si se te ocurre cualquier otra pregunta o quieres hacer alguna observación, estamos aquí para lo que necesites.
C: ¡Ah, sí! ¿Y con qué problemas viene la gente?
T: Esa pregunta es muy pertinente pero se aleja mucho del asunto que tratábamos hoy. Si te parece bien, lo dejaremos para otro momento…
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