El lenguaje psicoanalítico a menudo provoca rechazo en los estudiantes y en profesionales de otras orientaciones, a veces inquietud, como si de un oráculo se tratara. A mí ahora es habitual que me provoque fastidio, pues descubro que ese lenguaje incomprensible, plagado de términos ambiguos, sólo ha servido para crear enemigos innecesarios. Sin llegar a las definiciones operativas de las teorías cientifistas, lecho de Procustro en el que la persona real muere, pienso que una de nuestras tareas más importantes es definir los términos, y, cuando persiste cierta ambigüedad, al menos delimitar el alcance de la misma. Eso no nos libra del desafío de "nadar en el vacío", esto es, de la obligación de estar abiertos a la experiencia de lo que pasa en el “aquí y ahora”, fuera de todo protocolo. Otros enfoques pretenden definir con rapidez cuál es el problema y removerlo lo antes posible. Nosotros, en cambio, rechazamos la comida rápida, preferimos el "slow food" antes que el "fast food", porque pensamos que la angustia está ahí de fondo y no se elimina de manera mágica. Hay que permitir a la persona que se exprese también en su dimensión de ambigüedad.
Recuerdo ahora un precioso pasaje de un maravilloso cuento, “El Bosque Animado” de Wenceslao Fernández Flórez, en el que una bruja (la Moucha) utiliza para sus conjuros un libro en latín, que no es otro que los “Comentarios a la Guerra de las Galias”, de Julio César. La utilización de un lenguaje incomprensible también facilita en el creyente la formación de una confianza ciega. En nuestra opinión, es preferible una confianza moderada; confianza en la seriedad y buena intención de nuestro trabajo, pero manteniendo el suficiente espíritu crítico para percibir cuándo nos equivocamos, pues - a diferencia de otros - nosotros no somos terapeutas infalibles. No es que yo desprecie sin más la utilidad de la sugestión en la producción de cambios, pero en la mayoría de los casos esos cambios son efímeros.
miércoles, 29 de febrero de 2012
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