jueves, 26 de enero de 2012

DE LA ANGUSTIA COTIDIANA


Decía Epicuro que no debíamos temer a la muerte porque cuando nosotros estamos, ella no está, y cuando ella está nosotros ya no estamos. Pero el mero hecho de que le dedicara un pensamiento tan agudo es la demostración palpable de que no miraba a la muerte con indiferencia. De los treinta años que llevo dedicado a la psicoterapia, una de las cosas que me ha mostrado la práctica es que nadie está libre de experimentar angustia y que lo que diferencia a unas personas de otras, más que la naturaleza o intensidad de la misma, es la manera en que se gestiona. Quiero decir, para la persona angustiada su sentimiento de malestar ocupa todo el espacio, todo su cuerpo y su mente, no es capaz de relativizarla ni de ponerla en el contexto humano; lo que supone tener la suficiente distancia como para percibir, entre otras cosas, la angustia de los otros, pues el sentimiento no se puede ocultar sino, como mucho, disimular parcialmente. Este aislamiento lleva a la persona angustiada a sumirse en su propia espiral de angustia y vivirla con una intensidad creciente. Ser capaz de colocar la angustia entre paréntesis, no la elimina – es algo inherente a nuestra existencia humana – pero sí la mitiga, la relativiza y permite, por muy efímero que sea todo, colmar nuestra vida de objetivos beneficiosos y creativos si nos dedicamos a ellos con pasión. Cultivar hijos y obras. La angustia es, por lo menos en parte, consecuencia de nuestra cultura centrada en una interioridad imaginaria y negadora del mundo “externo”. Esa interioridad se apoya en la promesa de la inmortalidad y, al mismo tiempo, se siente amenazada por la realidad innegable de la muerte, o se ha creado como refugio endeble ante ella. Pienso, desde luego, que la angustia ante la muerte es la fuente principal de toda angustia aunque en el pánico psicótico adopte la forma del horror ante la fragmentación y el desmoronamiento. Si descubrimos que nuestra interioridad no es una sustancia sino que se trata de un reflejo engañoso de la exterioridad, una exterioridad en continuo cambio, podremos superar en parte el temor a la muerte. Digo en parte por la misma razón que antes afirmaba que la angustia es inherente a nuestra existencia. Pero, fuera del dolor y del sufrimiento, el temor a la muerte no es en el fondo más que la pena ante la soledad absoluta e irreversible. Otra forma de superar parcialmente el justificado temor a la muerte es mediante cierta estrategia de psicopatización, de volverse animal que busca la satisfacción – inmediata y demorada, material y espiritual, moderada y a veces también dionisíaca – como si no hubiera un mañana, acompañada del humor y la alegría de vivir y disfrutar hasta el momento del “colorín, colorado”. Esta satisfacción, incluso animal pero admisible, se ve mermada, no obstante, por el sufrimiento que vemos a nuestro alrededor en el mundo, el dolor, la enfermedad y el hambre, más que el temor ante la muerte. Desde la perspectiva de la pobreza, el miedo neurótico ante la muerte es un lujo burgués.

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