Carlos
Rodríguez Sutil
Shedler revisa muchos supuestos de la teoría y la práctica
psicoanalítica que parecen ser aceptados de forma tácita desde escuelas de
pensamiento alejadas del psicoanálisis o están recibiendo en cierto modo una
confirmación indirecta a través de los resultados de la investigación en
ciencias cognitivas. Podría pensarse que los esquemas surgidos del pensamiento
psicoanalítico han impregnado la mente de muchos teóricos e investigadores
ajenos a él. Esto no impide en muchos casos menospreciar al psicoanálisis,
incidiendo en los aspectos más llamativos o chocantes y no en aquellos otros que
se han podido demostrar claramente como erróneos. Es evidente que la
investigación en ciencia cognitiva ha demostrado que gran parte de pensamiento,
emoción y motivación se produce fuera de la conciencia, aunque no se habla de
“inconsciente” sino de “procesos mentales implícitos” y de “memoria
procedimental”. Hay cosas que no queremos saber, que son disonantes o
amenazantes, y miramos para otro lado. Shedler ilustra los conceptos con
ejemplos clínicos bien escogidos.
Una paciente dice espontáneamente que su
hermana es “neurótica”. Este tipo de manifestaciones llaman nuestra atención
como terapeutas de orientación analítica, podemos decir que “rechinan” en
nuestro oído analítico y, supongo, también en el de clínicos de otras
orientaciones, aunque no tengo noticia de que este tipo de fenómeno se haya
elaborado con amplitud fuera de nuestro ámbito. Los procedimientos defensivos
que subyacen en este caso suponen implican la renegación – la paciente no
reconoce que su hermana de siete años estaba siendo sometida a un trato abusivo
y cruel por parte del padre – junto con la racionalización – como es el uso de
un término, “neurótica”, tomado de la psicopatología. Aún así, señala Shedler
con todo acierto: El objetivo del tratamiento psicoanalítico no es descubrir
recuerdos reprimidos, ni lo ha sido desde principios de 1900. Es expandir la
libertad y la elección ayudando a las personas a ser más conscientes de su
experiencia en el aquí y ahora. Yo solo matizaría que este es el objetivo
principal, pero que tampoco descuidamos la búsqueda de recuerdos reprimidos,
cuya aparición también puede contribuir a dicho objetivo. Ahora bien, como
subraya el autor, el problema de la paciente no es que no recordara los hechos
sino que los interpretaba de una manera errónea, aunque adaptativa en momentos
pasados. La terapia analítica busca ayudar a la persona a mantener en su mente
ideas en conflicto, algo que en mis recuerdos, más o menos nebulosos, de lo que
es una terapia cognitiva se considera inaceptable y algo que hay que resolver.
Pero, ciertamente, nuestros sentimientos hacia una persona pueden ser
ambivalentes por topar tanto con aspectos aceptables junto a otros rechazables
de todo punto. A veces intentamos negar una parte, no siempre la mala, pero la
parte negada indefectiblemente vuelve; los sentimientos rechazados se “filtran”
de manera a menudo inconsciente.
Pone Shedler el ejemplo, habitual en la
clínica, de aquellas personas que desean mantener una relación íntima y cercana
con alguien de su agrado, pero habitualmente se sienten atraídas por personas no
disponibles. Me viene en mente también el caso más extremo la persona que de
forma continuada se empareja con otras abiertamente maltratadoras. A veces se
produce el fenómeno, que describe Shedler, de que la relación alterna entre un
acercarse de uno de los miembros y alejarse del otro, y viceversa, que encaja en
el refrán tan nuestro de: Cuando yo quise, tú no quisiste, y ahora que quieres,
yo ya no quiero. Tengo noticia de que el examen y tratamiento de este tipo de
“juegos” es habitual desde la terapia familiar sistémica. También podemos querer
rechazar nuestra ira, por temor a hacer daño a alguien querido o para no recibir
represalias o simplemente ser rechazado. Reconocer nuestra ira nos puede causar
culpa o vergüenza. Un paciente sentía enojo hacia sus padres pero estos, que
habían padecido persecución cuando el Holocausto, se sacrificaban por él al
máximo. Su salida era tratar mal a sus amigos y a sí mismo hasta que pudo
aceptar, gracias a la terapia, que se puede uno enfadar con alguien a quien
también ama. El comportamiento pasivo-agresivo es otra forma de lidiar con la
ambivalencia. Por ejemplo, alguien que cocina siempre para la familia pero que
casi siempre quema la comida, sin querer, es decir, sin tener ninguna conciencia
del significado de su comportamiento. Otro es el paciente bulímico que se pega
atracones pero que al rato usa purgantes.
Daniel Kahneman, Premio Nobel de
economía, leemos, diferenció dos sistemas en la toma de decisiones, sistema 1 y
sistema 2. El primero es intuitivo, automático e insensible a las situaciones
cambiantes o novedosas. El segundo, en cambio, toma decisiones de forma más
lenta y esforzada, deliberadas y revisadas conscientemente. Estos sistemas
funcionan de manera simultánea y llevan a contradicciones. Estos procesos
recuerdan la división, ya antigua, que propuso Freud entre procesos conscientes
e inconscientes y muchas investigaciones en ciencia cognitiva parecen darle
apoyo. Una idea que parece haber calado en la cultura psicológica general es la
de que el pasado vive en el presente, influye en el modo actual en que las
personas se comportan. Así, nuestras primeras experiencias nos llevan a
incorporar ciertas plantillas o guiones sobre cómo funciona el mundo. Un
terapeuta cognitivo los llamaría esquemas, dice Shedler y, según recuerdo, así
es como llamaba Aaron T. Beck (Beck y Freeman, 1995) a estos constructos. Se
aprenden en la infancia pero se siguen aplicando en situaciones posteriores
aunque el resultado que proporcionan sea negativo. Y se cita el aforismo de
Wordsworth: el niño es el padre del hombre.
Recreamos el pasado y nos resulta
imposible interpretar los acontecimientos actuales fuera de esa perspectiva. Una
mujer en terapia tuvo un padre emocionalmente distante. Cuando su terapeuta,
hombre, parece distraído o aburrido a ella le parece poderoso e importante. En
cambio cuando se muestra cariñoso lo ve soso, aburrido y poco útil. Esto es algo
que puso en evidencia la terapia psicoanalítica pero que en la actualidad
recogen prácticamente todas las escueles: Cada escuela de terapia aborda el
impacto del pasado en el presente. Los terapeutas cognitivos pueden discutir la
asimilación de nuevas experiencias en los esquemas existentes, los terapeutas de
sistemas familiares pueden notar la repetición de la dinámica familiar a través
de las generaciones, y los conductistas pueden hablar de la historia del
aprendizaje y la generalización del estímulo.
El objetivo de la psicoterapia
psicoanalítica es aflojar los lazos de la experiencia pasada para crear nuevas
posibilidades de vida. (pp. 13-14) Considero, no obstante, que habría que
clarificar en qué se diferencia la consideración actual de esa influencia del
pasado en la psicoterapia psicoanalítica, cuáles serían sus rasgos distintivos
en la teoría y en la práctica. Tal vez por eso un apartado del artículo se ocupa
de la transferencia, concepto que no ha pasado a las otras escuelas, al menos
con ese nombre. Shedler advierte que no es algo incidental las percepciones
(¿reacciones, sentimientos?) que nuestros pacientes experimentan hacia nosotros.
No se trata de interferencias o distracciones, sin más, sino que están en el
núcleo de nuestra forma de entender la terapia.
Cito otro párrafo que puede
sintetizar esa idea en términos muy cercanos a nuestra práctica diaria: Yo
decía: “Cuando acudiste a tu padre en busca de ayuda, él te humilló. Dada tu
experiencia es comprensible que esperes el mismo trato de mí”. O: “Me estás
haciendo saber que nuestro trabajo no significa nada para ti y no te importaría
menos si nunca nos volviéramos a ver. Tal vez estás convencido de que te
decepcionaré y lastimaré y estás tratando de protegerte rechazándome primero”.
(p. 16) Me viene la idea de que en un enfoque más relacional le podríamos
comunicar al paciente la sensación o emoción que esta actitud suya nos provoca,
desde la tranquilidad, sobre todo si nuestra experiencia se acerca al enfado,
pues le puede servir de clave para entender otras situaciones que haya vivido o
pueda vivir en el futuro. Shedler no parece dar este paso, y no le recrimino por
ello. Sería la nota diferencial entre nuestra orientación y el psicoanálisis más
clásico, si bien comprensivo y, diría, empático como es el que este autor
propone. La diferencia entre este psicoanálisis, y también del relacional, con
respecto a las otras formas de terapia es el uso que se hace de la
transferencia. También de la contratransferencia, como bien dice, esto es, como
nuestras reacciones emocionales ante el paciente, que nos sirven para
comprenderlo y ayudar en el cambio pero, y aquí va nuestra crítica, o nuestra
pretensión de ir un poco más allá, la personalidad del terapeuta también está
implicada en cómo reacciona ante el paciente, y requiere autoexamen, no es solo
algo que el paciente pone en nosotros.
Por otra parte, los conceptos de
transferencia y contratransferencia pueden hacer pensar en un proceso de ida y
vuelta, acción y reacción, cuando lo más adecuado es concebir que lo que se
produce es un campo de relación continua, mutuamente construido, y así lo
reconoce el autor (p. 19). Hechas estas precisiones, no es difícil aceptar lo
que se lee poco después: según la investigación empírica, los terapeutas más
efectivos son los que tienen en cuenta la transferencia y la utilizan, incluso
cuando practican formas de terapia que no reconocen la transferencia, como son
los cognitivo-conductuales o, incluso, algunos conductistas radicales. Según
cuenta, estos últimos hablan de “comportamiento clínicamente relevante” (CRB, en
sus siglas en inglés) que son casos de comportamiento sintomático expresado en
la sesión hacia el terapeuta, es decir, cómo no, transferencia, que el terapeuta
debe ayudar al paciente a identificar y lograr otras formas de relacionarse.
Sigue más adelante hablando de las defensas, de las que ya se ocupó al
principio, y cita la crítica de Bruno Bettelheim (1982) de que “represión” es
una mala forma de traducir “reprimir”, y en su lugar proponía “rechazar”.
Shedler prefiere verbo “desautorizar”, con el sentido de “negar el conocimiento,
la responsabilidad o la asociación con; rechazar; repudiar”. En otros lugares me
he dedicado a esta problemática terminológica (Rodríguez Sutil, 2014) y nos
llevaría mucho tiempo ahora desarrollarla en toda su extensión – me refiero a la
traducción de los términos freudianos: Verdrängung, Verleugnung, Verwerfung, y
otros asociados. Sólo diré que, una vez que se entiende el sentido de la palabra
utilizada por Freud (Verdrängung, en este caso) como desalojo de la conciencia
de una idea claramente enunciada, o simbolizada, traducirlo a otro idioma como
“represión” puede ser tan válido como otras opciones y, además, está acuñado por
la costumbre. El artículo nos proporciona una revisión minuciosa de mecanismos
de defensa en diferentes situaciones y contextos que estudiantes y profesionales
leerán con provecho. Pero, advierte, hablar de “mecanismos de defensa” da una
imagen mecanicista de la mente, cosifica la idea de defensa, mientras que
defenderse es algo que la persona hace. Ciertamente: “… las formas de defensa
están entretejidas en el tejido de nuestras vidas y se reflejan en nuestras
formas características de pensar, sentir, actuar, sobrellevar y relacionarnos”
(p. 24). Sin embargo, vuelvo a pensar que el término “mecanismo de defensa” está
totalmente acuñado y no va a ser fácil sustituirlo por forma de defensa.
Más
peligroso me parece el término “introyección” y la familia a la que pertenece
(proyección, identificación proyectiva, proyección identificativa, etc.) por la
imagen de interioridad, de mente aislada que proponen. Lo que desarrollamos a lo
largo de nuestra vida son pautas de relación interpersonal. Y las pautas se
“aprenden”, no se introyectan, es decir, no se meten en una bolsa. Si se quiere,
estamos hablando de los esquemas originarios. Pero entendidos no en el sentido
cognitivo de interioridad en la mente individual – o en el cerebro -. Los
esquemas de acción se aprenden en sociedad y en sociedad se ejercen. Es
importante que evitemos los argumentos propios de la “mente aislada”, pero no
parece posible prescindir de las metáforas. Me conformo que no nos dejemos
dominar por ellas y seamos capaces de cuestionarlas de vez en cuando. Shedler
pone el dedo en la auténtica paradoja de la psicoterapia: La gente viene a la
terapia a cambiar, pero el cambio es una amenaza para el equilibrio y la
homeostasis. Por lo tanto, cada paciente es ambivalente sobre el tratamiento,
oscilando entre el deseo de cambiar y el deseo de preservar el status quo. (p.
25) Está hablando de la resistencia – otra forma de defensa – cuestión central y
frecuentemente debatida en psicoanálisis desde el propio Freud (1912). Pero me
sorprende que diga, poco después: “No es particularmente útil pensar en la
resistencia como oposición entre terapeuta y paciente. Más bien, la resistencia
surge del conflicto o la discordia dentro del paciente” (p. 26). Este es uno de
los razonamientos recurrentes más engañosos en el psicoanálisis estándar. Otra
vez nos enfrentamos con el mito de la mente aislada. Desde el momento en que
entramos en relación con el paciente la resistencia no es exclusivamente suya
sino que aportamos nuestra propia resistencia, que conviene intentar descubrir y
elaborar si la terapia ha de llegar a algún puerto prometedor. Si no existe esa
comunicación, intercambio, relación, poco es lo que podremos lograr. La
resistencia es la resistencia del paciente pero tal como la vivimos a través de
nuestra propia resistencia y tal como ambas interactúan. Esto no impide que la
terapia sen ocasiones se estanque y entre en un impase que buscaremos resolver.
A veces nuestra actuación más terapéutica consiste en negociar con el paciente
el final de una terapia improductiva, esto es, que no se traduce en un mayor
conocimiento, en un mayor bienestar pero, sobre todo, en una mayor libertad en
la toma de las propias decisiones. Estamos de acuerdo con el determinismo mental
al que alude el autor. Si entendemos la mente no como un fenómeno encerrado
dentro del individuo sino como el producto de las relaciones en cada entorno, y
damos la importancia debida al entorno familiar temprano.
Partiendo de la idea
del determinismo mental, el artículo revisa otros ejemplos felices de
interpretación que permiten a los pacientes la solución de sus conflictos, por
ejemplo, la razón de por qué un enfermo cardíaco olvidaba tomar sus pastillas, o
el significado de por qué una paciente se daba atracones de comida. Por otra
parte, se observa que las interpretaciones son ofrecidas de forma tentativa y no
con el tono oracular e impositivo que descubrimos en los textos antiguos. Aunque
en nuestra práctica relacional buscamos más la clarificación y, a veces, la
confrontación, la interpretación no deja de tener un lugar, siempre que se
coloque en un proceso de colaboración y búsqueda conjunta con el paciente, y no
como producto de nuestra clarividencia y superioridad.
Casi todos los miembros
de las diferentes escuelas que se agrupan bajo el paraguas de “psicoterapia
dinámica” estaremos de acuerdo en el aserto de Shedler: Un síntoma o
comportamiento puede tener múltiples causas (sobre-determinación) y puede servir
para múltiples propósitos (función múltiple). Todos los terapeutas
psicoanalíticos competentes comparten una profunda apreciación de la complejidad
de la vida mental. Por esta razón, la psicoterapia psicoanalítica no es una
terapia de línea de montaje [yo suelo decir que no está “protocolizada”]. No es
una colección de técnicas estandarizadas aplicadas a todos, ni puede reducirse a
un manual de instrucciones paso a paso. Se trata de una investigación
empáticamente sintonizada sobre los aspectos más privados, personales y
profundamente subjetivos de la experiencia interior. En este sentido, no hay dos
tratamientos iguales. (p. 31)
Casi al final del artículo enfrenta Shedler un
asunto delicado desde nuestra perspectiva, relacionado con dos principios
“técnicos” muy debatidos: la neutralidad y la abstinencia. Nuestro autor lo
sintetiza con la frase, formulada por alguno de sus estudiantes y que él
considera desafortunada: “el psicoanálisis como la relación entre un clínico
autoritario, emocionalmente alejado, y un paciente sin poder” (p. 36). No puede
negar que esto haya pasado con cierta frecuencia, sobre todo en una época del
pasado pero, confía, no a los mejores psicoanalistas. Estamos totalmente de
acuerdo con él cuando aclara que la terapia psicoanalítica no es algo hecho “a
otra persona” sino “con otra persona”, si bien, añade, la relación nunca llega a
ser totalmente igual o simétrica. La terapia es, desde luego, un esfuerzo
compartido entre las dos partes.
Termino este comentario retomando una idea que
9incluyo en el título, la de los “factores comunes” entre la terapia
psicoanalítica y otras formas de terapia. Me resulta reconfortante que algunos
principios esenciales estén siendo utilizados por otros colegas de forma más o
menos explícita: inconsciente, ambivalencia, causalidad psíquica,
conflicto-defensa/resistencia, influencia del pasado, influencia personal del
paciente en el terapeuta y viceversa (transferencia-contratransferencia), así
como la importancia de evitar una asimetría excesiva entre terapeuta y paciente.
No obstante, a menudo recuerdo el argumento de Kohut (1984) cuando reconocía que
él no había inventado la empatía y que muchos otros analistas habían atendido
empáticamente a sus pacientes, pero que su intento se diferenciaba al querer
prestarle una mayor atención y desarrollo.
REFERENCIAS Beck, A.T. y Freeman, A.
(1995) Terapia cognitive de los trastornos de la personalidad. Barcelona:
Paidós.
Bettelheim, B. (1982) Freud and Man’s Soul. Londres: Pimlico, 2001.
Freud, S. (1912). Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico. En
Obras Completas (vol.II). Madrid: Biblioteca Nueva, 1973.
Kohut, H. (1984) ¿Cómo
cura el Análisis? Paidós: Buenos Aires, 1986.
Rodríguez Sutil, C. (2014 a).
Psicopatología psicoanalítica relacional. La persona en relación y sus
problemas. Madrid: Ágora Relacional.
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