A continuación se presenta el texto de la conferencia que impartí en la Asociación Psicoanalítica de Madrid (IPA), el pasado 22 de mayo.
Quiero dar
las gracias a mis dos buenos amigos Alejandro Ávila y Ariel Liberman por su
apoyo y compañía en este momento, así como al público asistente. Pero en
especial deseo expresar mi gratitud a la Asociación Psicoanalítica
de Madrid por brindarme la oportunidad de presentar en esta sede mi libro, Psicopatología
Psicoanalítica Relacional. Esta acogida considero que es una muestra del
interés que tiene la APM,
la Asociación
del Psicoanálisis por antonomasia, por acoger en su seno toda producción
clínica o no clínica que se haga en nombre del psicoanálisis, siempre que, con
seguridad, se realice con la seriedad y el respeto convenientes. Decía Freud en
su Historia del Movimiento Psicoanalítico (1914 d), y así lo cito por mi
parte:
Puede, por tanto, decirse que la teoría psicoanalítica es una
tentativa de hacer comprensibles dos hechos – la transferencia y la resistencia
-, que surgen de un modo singular e inesperado al intentar referir los síntomas
patológicos de un neurótico a sus fuentes en la vida del mismo. Toda
investigación que reconozca estos dos hechos y los tome como punto de partida
de su labor podrá ser denominada psicoanálisis, aun cuando llegue a resultados
distintos a los míos (1914 d, p. 1900).
Demos por
supuesto que transferencia y resistencia implican en sí el concurso de otros
dos términos teóricos: inconsciente y sexualidad. Con ciertos cambios o aggiornamento,
estos cuatro principios siguen siendo válidos para toda práctica clínica
contemporánea que se inspire en el psicoanálisis de Freud y de sus seguidores.
En la labor docente que realizamos en nuestro grupo, no dejamos de citar con
admiración los trabajos de los pioneros y de recomendar su lectura a los
profesionales jóvenes y no tan jóvenes que acuden a nosotros. A diferencia de
algunos colegas, pienso que la obra de Freud es inevitable para una práctica
clínica bien dirigida, en especial si se pretende llamar “psicoanalítica”. Ya
sea a favor de Freud o, a menudo, con todo cariño, en contra de Freud. Y algo
que nunca debemos olvidar es que él fue el primero, en una época adversa, en
abandonar el pesimismo terapéutico y que decidió con valentía sentarse a
escuchar lo que la histérica tenía que decir, sin desestimarlo de manera
dogmática.
En libro se
compone de tres partes: 1) Replanteamiento de la Metapsicología; 2)
Elementos de Psicopatología Psicoanalítica Relacional; y 3) Teoría de la Personalidad. No
voy a repasar el índice en detalle pues llevaría demasiado tiempo y haría la
exposición un tanto pesada. El secreto del aburrimiento está en querer decirlo
todo. De las tres partes, no obstante, la más extensa y relevante para asomarse
al paradigma relacional que se propone es la primera, así como para entender
con profundidad las otras dos. En ella he pretendido delimitar las influencias
culturales y científicas que subyacen en el pensamiento de Freud, así como si
su obra es compatible y en qué medida no con el enfoque relacional. Quizá haya
que empezar aclarando el motivo de portada, y así se me ha hecho saber en más
de una ocasión. ¿Oye, Carlos, por qué las Meninas de Velázquez? Como podrán
sospechar, la razón no es simplemente que sea uno de mis cuadros favoritos en
la historia del arte, que también, sino que desempeña un papel esencial en un
capítulo de la primera parte, que titulo Psicoanálisis y Hermenéutica,
dentro del apartado El Sujeto de la Pintura. He seleccionado algunas obras pictóricas destacadas
para ilustrar la evolución del pensamiento occidental hacia el modelo
metafísico de la mente aislada cartesiana – deudora las leyes de la perspectiva
y los sistemas de coordenadas - y mostrar que se trata de un modo de
pensamiento – un sistema de pensamiento que diría Foucault – inserto
en un modo de vida particular y frente al que se pueden esgrimir otros modos de
representar la realidad, más adecuados en muchos aspectos y que reportan
importantes beneficios. Me refiero al modelo relacional, que abandona la
concepción de la mente como una realidad aislada o cosificada, y se ocupa de la
persona, más bien de las personas, en su constelación de relaciones. En este
camino que llevo recorriendo ya varias décadas me han acompañado – además de
los amigos que se sientan a mi lado y muchos otros citados o no en el apartado
de agradecimientos - numerosas lecturas
y pensadores, de los que me gustaría destacar sobre todo a Wittgenstein y a
Heidegger.
La costumbre
de representar a la persona –no solo a reyes y grandes personajes sino también
al hombre y la mujer de la calle - como entidad que merece la atención del
pintor y de los contempladores de la obra de arte, surge en la pintura flamenca
de finales del siglo XIV y comienzos del XV, coincidiendo con la introducción
de la técnica del óleo, avances que rápidamente se extendieron por Italia.
Vemos dos ejemplos de Robert Campin (1374-1444) pintor afincado en Tournai, en
lo que ahora es Bélgica. Pero este interés por retratar personas perfectamente
individualizadas se hace igualmente patente en el arte sacro de la época, como
vemos en las magníficas pinturas de Rogier van der Weyden, y del cual les
recomiendo la gran exposición que acoge en estos momentos el museo del Prado.
Hasta ese momento, las pinturas medievales habían representado figuras
genéricas, repetitivas, casi podríamos decir “arquetipos”, sin atender a las
leyes de la perspectiva. La evolución desde estos modos iniciales de
representar al individuo y el entronamiento del sujeto moderno, todavía
dominante en grandes áreas del teorizar contemporáneo de las ciencias sociales,
e incluso de la neurociencia, es explicada en ese capítulo a partir del famoso
cuadro de Velázquez, pintado en 1656, y el Matrimonio Arnolfini, realizado por
Jan van Eyck exactamente 222 años antes. Entre ambos se produce una
modificación trascendental en el uso de la perspectiva – que puede sintetizarse
en el lugar que ocupa el espejo - y en el “juego” de individualizar al observador e introducirlo en la escena
contemplada. Para no repetir punto por punto el argumento del capítulo, a veces
un tanto complejo, me limitaré a reseñar un detalle, el perro de van Eyck
frente al perro que es molestado por el enano en el cuadro de Velázquez. El
artista en el primer caso se centra en el objeto intentando reproducirlo pelo a
pelo. Recordemos también el famoso dibujo de la liebre de ALberto Durero,
realizado en 1502, también con afán de representación fidelísima de la
realidad. Frente a eso, el perro de Velázquez no busca tanto al objeto sino el
efecto en la retina del observador. Son cuadros a “medio hacer”, como señaló
Ortega, que mirados de cerca solo nos permiten ver el pigmento amontonado. El
observador entra en escena y participa. En Adán y Eva, también de Durero, los
padres míticos de la
Humanidad aparecen aislados en su mundo, en tanto que la Eva moderna nos lleva a su
terreno y nos tienta con los frutos prohibidos. El sujeto posmoderno,
finalmente, se fragmenta trescientos años después en la recreación de Picasso,
donde las tres dimensiones de la perspectiva son multiplicadas por un número
indefinido de dimensiones y donde el yo se disuelve.
Este yo
creado por la imaginería moderna, parece una pequeña figura, reproducción de la
persona total, que vemos como caricatura en la cabeza del rabino en el Día
de Fiesta, de Marc Chagall, o una reproducción completa de la persona, algo
desvaída, como el espíritu que parece abandonar el cuerpo del durmiente. Este
sujeto todavía no disuelto en la posmodernidad, se representa en el interior de
nuestras cabezas observando y procesando los estímulos del mundo circundante.
Pero, debemos cuestionarnos, ese pequeño yo interno ¿qué tiene a su vez en la
cabeza? A la inversa, ese guía interior ha hecho fortuna en las fantasías de
ficción, como una persona total que dirige una gran máquina. Como Wittgenstein
(1945-49/1988) (1945, p. 417) proponía: El cuerpo humano es la mejor figura del
alma humana. El yo puro de la identidad occidental es en realidad un shifter un mero índice formal,
vacío de sustancia.
Pretendo elaborar una psicopatología
psicoanalítica que aspire al mismo tiempo a ser relacional, pero lo que
presento no es un producto acabado sino algo a medio camino entre lo
psicoanalítico freudiano (y kleiniano) y lo relacional. Por una parte porque el
esquema clásico nunca dejará de hacerse acreedor a un nivel explicativo
destacado de algunos aspectos importantes del proceso de enfermar, sobre todo
en las neurosis, y, por otra, a pesar de sus muy destacadas aportaciones,
porque el enfoque relacional sin duda todavía no ha completado su ciclo
constructivo. Después de Freud, el punto histórico de referencia hay que
situarlo en los años cuarenta, con la teoría de las relaciones objetales
como primer paso hacia una epistemología intersubjetiva y externalista; de una
concepción de la mente constituida por impulsos y defensas a una mente de
configuraciones relacionales, que perfilaron autores como Sullivan, Fairbairn y
Winnicott, entre otros. En los años 70 y 80 surge el enfoque relacional o
intersubjetivo en Estados Unidos, tal como ahora lo conocemos, con las
aportaciones de Robert Stolorow y su grupo, de Stephen Mitchell y de los
investigadores del Grupo de Boston, con la figura destacada de Daniel Stern,
interesados en la observación directa del desarrollo infantil temprano. La mayoría de las escuelas del psicoanálisis
relacional, no obstante, se muestran alejadas o críticas ante todo intento de
clasificación, así como de recomendaciones técnicas, por lo que una
psicopatología psicoanalítica relacional puede parecer una contradicción en
término. La paradoja se resuelve si partimos del supuesto de que el sufrimiento
no se expresa al modo de cuadros fijos, sino a través de los estilos
relacionales que constituyen la personalidad, en conexión dialéctica con los
otros miembros de la constelación relacional, cada uno con sus estilos propios,
y también en la relación con el terapeuta.
La postura ontológica
más coherente con el psicoanálisis relacional supone postular que no existe una
esencia previa a la existencia, ni un yo aislado de los otros, un sujeto sin
mundo. El individualismo metafísico, la mente aislada, impuesta en el
pensamiento de Occidente desde la obra de Descartes, lleva al surgimiento de
problemas en principio sin respuesta, como es la demostración de la realidad
externa o de la existencia de otras mentes.
Véase, por ejemplo, el recurso de Freud al argumento por analogía,
de Stuart Mill, para demostrar la existencia de otras conciencias (Lo
Inconsciente, 1915). Problemas que
no encuentran solución sino que, siguiendo a Wittgenstein, en el mejor de los
casos “se disuelven”. Esta mente aislada de alguna forma pervive en la doctrina
del psicoanálisis clásico, al plantear de origen la existencia de un narcisismo
primario, a modo de un yo solipsista que adviene al mundo ya formado, aun
de manera rudimentaria, para luego entrar en relación con el objeto, y que
cuando enferma es básicamente por una dinámica interna de deseos inaceptables.
El psicoanálisis relacional favorece la recuperación de la teoría traumática,
motivo de discusiones tardías entre Freud y Ferenczi, poco antes de que éste
presentara su artículo “Confusión de lenguas” en el XII Congreso Internacional
Psicoanalítico en Wiesbaden, Alemania, el 4 de septiembre de 1932.
Para Freud
las pulsiones no tienen noticia de los objetos externos hasta que, al ser
gratificadas, se produce la asociación entre unos y otros. Esta idea presupone
la génesis de un bebé aislado, como en un huevo autárquico que no dejará pasar
ningún estímulo a través de su fina cáscara hasta que, rota la envoltura se
produjera el troquelado. Nosotros entendemos, en cambio. que desde el inicio el
bebé está en contacto con su medio sociobiológico y sentimos gran afinidad con
la teoría del apego, si bien en mi caso, contemplada desde la innovación de
Fairbairn: la libido no busca la descarga sino al objeto. Las emociones han
pasado a ocupar un lugar privilegiado, en el análisis de la situación
interpersonal, no como fenómenos de la mente aislada sino como estados
emocionales y modos de actuación compartidos por el bebé y su cuidador. En esa
parte del libro me permito aportar un esquema clasificatorio de lo que serían las
emociones básicas. Se observará que comprensión del funcionamiento afectivo
sigue manteniendo la dualidad motivacional (amor-odio) heredera de la teoría
pulsional clásica, algo que también hacía Fairbairn, aunque ya no aceptemos
compromiso con los fundamentos biologicistas de dicha teoría.
Para
aproximarme a la comprensión del funcionamiento psicótico he recurrido a las
contribuciones de autores post-kleinianos, como es la doctrina de la ecuación
simbólica, como aportación sobresaliente de Hanna Segal, y los objetos
extraños, según Wilfred Bion, recuperando también la idea de la “máquina de
influencia” que elaboró Victor Tausk, discípulo poco querido por el fundador
del psicoanálisis. El mismo Freud, no obstante, también aportó a lo largo de su
carrera una serie de observaciones sobre los mecanismos de defensa que hace
años resumí en el esquema que pueden contemplar, en el que están presentes
algunas influencias lacanianas, y que me ha sido de gran utilidad para
introducir a varias generaciones de estudiantes en los fundamentos de la
psicopatología psicoanalítica. Este cuadro recorre la obra de Freud desde Las
Neuropsicosis de Defensa, de 1894, hasta Escisión del “yo” en el Proceso
de Defensa, una de sus últimas obras, pero pasando por numerosos textos,
como los Tres Ensayos para una Teoría Sexual, de 1905 pero, como se
sabe, con abundantísimas adiciones, sin olvidar sus maravillosos artículos
sobre La Negación,
de 1925, y sobre El Fetichismo, de 1927. Siempre pido disculpas a mis
alumnos por utilizar los términos en alemán pero ocurre que las traducciones de
los mismos han sido tan numerosas y a veces peculiares que constituyen un buen
ejemplo de la “Babel Psicoanalítica”. Dicho brevemente, la negación supone el
levantamiento provisional de la represión, bajo la capa de lo negado, de lo que
no es, mecanismo típico del funcionamiento neurótico. La negación presupone la
existencia de una afirmación previa, y esa afirmación convive en rápida
sucesión con la re-negación de la escisión horizontal, mecanismo propio de las
organizaciones límite. La renegación solo es posible si previamente se han
escindido o disociado dos realidades contrapuestas, y la operación de la
escisión, junto con el repudio que consiste en poner fuera representación y
afecto, procede del funcionamiento psicótico.
Este esquema, sin embargo, me produce cierta incomodidad pues parece
narrar una evolución de los mecanismos excesivamente internalista, aislada del
medio entorno, por lo que parte de mis esfuerzos, pasados y futuros, se centran
en conservarlo completándolo con la parte relacional que subyace al mismo. Cada
uno de los mecanismos posee una versión familiar y otra social. Me encanta
aquella frase, denuncia de la renegación política, cuya procedencia desconozco,
de que “Cuando una guerra comienza, la primera víctima es la verdad”.
Una vez
escuché a Ariel que las escuelas psicoanalíticas se pueden dividir de acuerdo
con la manera en que describen el origen del psiquismo, ya sea con una
proyección o con una introyección. Yo soy partidario de que no hay nada dentro
que primero no estuviera fuera, por lo que me adhiero a la idea general del
gran psicólogo evolutivo ruso, Lev Vygostky, cuando afirmaba que más que un
proceso de socialización, lo que el niño pequeño experimenta es un proceso de individuación.
Antes de proyectar (o rechazar) hay que haber introyectado algo, siendo el
Edipo un conflicto externo, familiar, antes de convertirse en individual, bien
que siempre inconsciente. El sujeto que decía a su madre – paciente mía –
aquello de “el incesto es un delito y yo jamás cometeré ese delito contigo” no
sólo estaba proyectando al exterior su supuesto deseo edípico sino que también
estaba rechazando una representación, un complejo familiar, típico de nuestra
cultura. Una precisión, en el futuro acaso dejaremos de utilizar el término
“introyección” en favor de “esquema de acción aprendido o adquirido”.
El libro
también contiene una clasificación de los prototipos de la personalidad en la
que vengo trabajando también desde hace un par de décadas. Desde muy pronto
estructuré las aportaciones de la psicopatología vincular en este cuadro de
tres por tres, a partir de la fuerte motivacional, por un lado, y de las tres
posiciones: las dos kleinianas conocidas más una intermedia, confusional, que
se caracteriza por la oscilación entre la grandiosidad y el hundimiento, con la
presencia evidente de mecanismos de fobia-contrafobia. Como toda tipología,
parte de sus fundamentos se remontan a la teoría de los humores
hipocrático-galénica. En este terreno, nuevamente, una tarea por hacer es
vislumbrar cómo se desarrollan y engranan estas personalidades dentro de
constelaciones relacionales particulares. Señalaré como ejemplo las
investigaciones sobre la relación entre los trastornos ocurridos en la fase de separación-individuación
(en especial en la subfase de reaproximación, entre los 15 meses y los dos
años), en el sistema de Margaret Mahler, y la génesis de trastornos de tipo
límite, relación a la que aluden Kernberg, Fonagy, y muchos otros autores.
El psicoanálisis relacional, bien mirado, también propone
algunos consejos para el terapeuta, siempre que evitemos el riego de rigidez de
las reglas establecidas de forma inamovible y el riesgo de cosificar al
paciente en un rol de obediencia y sumisión. Desde el paradigma relacional se
ha criticado la concepción simplista de la neutralidad del analista. La
anécdota de Ralph Greenson – analista de la psicología del yo que escribió
textos sobre técnica, de gran poder ejemplificador. Nos cuenta el caso de un
paciente que entró en lo que denominaríamos una fase de impasse, se
volvió más callado y huraño y sólo colaboraba de modo formal con la labor
analítica. Finalmente un día confesó su frustración por haber querido adoptar
posturas políticas liberales, más cercanas a las preferencias demócratas de
Greenson, porque él era un republicano convencido. Sorprendido por esta
observación, Greenson le preguntó cómo es que había llegado a la conclusión de
que él era de preferencias demócratas, a lo que el paciente respondió, más o
menos, que cuando decía algo positivo de un político republicano, él siempre le
pedía asociaciones, y que cuando decía algo negativo, callaba como asintiendo.
Igualmente, cuando atacaba a Roosvelt le pedía asociaciones, para ver a quién
le recordaba, mientras que los comentarios positivos eran aceptados sin
réplica. Sostengo, no obstante, que conceptos como “enactment”,
“autodesvelamiento” o “mutualidad”, por poner unos pocos ejemplos, introducidos
por el psicoanálisis relacional contemporáneo, sugieren ciertas actitudes por
parte del terapeuta que se sitúan en el ámbito de la técnica. Muchas gracias
por su atención.