lunes, 27 de junio de 2011
FIN DE CURSO CON NEIL ALTMAN
viernes, 24 de junio de 2011
Pequeño pensamiento del día
Cuando dos personas no se entienden creemos que el pensamiento de una (o de las dos) está en ese momento oculto a la captación de la otra, y que por eso discuten. Sin embargo, la falta de entendimiento es también una forma de estar, un modo de comunicar al otro el disgusto y la necesidad de seguir discutiendo. Discutir es otra forma de entenderse y no necesita de nada oculto.
Una vez una paciente me dijo que no la entendía (de hecho me ha ocurrido varias veces) y yo le respondí que mi trabajo consistía también en no entenderla siempre.
martes, 21 de junio de 2011
Joan Coderch (2011) Psiquiatría Dinámica. Barcelona: Herder
Comentario que acaba de aparecer en
La obra que comento hoy es la segunda edición con ligeras modificaciones de un texto aparecido hace 36 años y considerado con justicia como uno de los libros clásicos de la disciplina, obra de referencia durante todo este tiempo para la mayoría de los clínicos de orientación analítica, cuya quinta edición se publicó en 1991. Quede por tanto sentada mi actitud de admiración por un trabajo al que dedicaré observaciones en algún momento críticas pero siempre respetuosas. Al ocuparme de un tratado o manual, una obra de consulta, que incluye la exposición minuciosa de una información abundante y precisa, no voy a realizar una exposición pormenorizada de cada apartado y epígrafe, pues sería una labor engorrosa y poco constructiva.
La psiquiatría y el psicoanálisis se ocupan de los trastornos psíquicos y, aunque no deben confundirse, mantienen muchos puntos en común. Sin embargo, advierte
Coderch ha decidido conservar el núcleo central de la obra, de inspiración kleiniana, aunque las diversas orientaciones psicoanalíticas han cambiado mucho pero también el pensamiento del autor. De haber realizado las modificaciones correspondientes a estos cambios se trataría a todas luces de un libro completamente diferente en aspectos centrales, por lo que esta decisión no es reprensible más aún teniendo en cuenta otras relevantes aportaciones del autor. Esto no impide que algunos echemos en falta una psicopatología desde la perspectiva del psicoanálisis relacional.
La obra aparece remozada en algunos aspectos, no obstante, como son algunas actualizaciones terminológicas, la ampliación del capítulo sobre la neurosis histérica, información sobre los trastornos alimentarios y las adicciones y un nuevo capítulo sobre las influencias sociológicas de la posmodernidad en los trastornos individuales.
El primer capítulo trata una cuestión prioritaria, como es mostrar la aportación que el enfoque psicodinámico reporta a la comprensión del paciente en salud mental, para dotar de estructura la indagación y la práctica clínica, permitiendo distinguir lo fundamental de lo accesorio. Con ese fin se centra en una exposición de la psicopatología general, con todos sus conceptos y secciones, los trastornos del pensamiento, de la memoria, la conciencia y el estado de vigilancia, la percepción, los afectos y la psicomotricidad. A parte de señalar que se trata de una adecuada introducción a la materia, no veo nada que merezca un comentario a parte.
El segundo capítulo enfrenta la difícil tarea conceptual de intentar definir los criterios de normalidad-anormalidad psíquica, objeto de la psicopatología pero, como bien se nos recuerda, aspecto en el que cada profesional actúa normalmente guiado por su propia intuición personal, más emocional que lógica, siguiendo un criterio más bien popular y precientífico. Pero hasta ahora no se ha encontrado un modo incontrovertible de definir la normalidad psíquica. De hecho las sociedades civilizadas han relegado tradicionalmente la psiquiatría al último lugar en el campo de las atenciones sanitarias, mostrando desdén y, a menudo, repugnancia y miedo ante el enfermo mental. El llamado “movimiento antipsiquiátrico” de los años sesenta del pasado siglo, leemos poco después, contribuyeron en parte al descrédito cuando presentaron al enfermo mental exclusivamente como víctima de las actitudes patológicas de los que conviven con él, y al psiquiatra como un cómplice de estos, que institucionaliza al supuesto enfermo y lo encierra “en un círculo diabólico” (p. 65). En estos momentos me parece difícil no estar de acuerdo con Coderch en que este movimiento, que partía de algunas observaciones correctas y juicios acertados sobre las carencias de la atención psiquiátrica, idealizó la enfermedad y generalizó en exceso unas conclusiones extraídas de unos pocos casos concretos. Añadiré, por mi parte, que el preconizado viaje a la locura no dio como resultado un regreso a la realidad superior y más clarividente, sino que no se consiguió que la inmensa mayoría de esos pacientes regresaran.
Se examinan a continuación los principales criterios que se han utilizado en la historia reciente para definir la enfermedad mental, con sus ventajas e inconvenientes, como es la definición de normalidad como ausencia de patología o, dicho de otra manera, como un estado de adecuado funcionamiento del cuerpo y del psiquismo. Esta definición, aunque correcta es insuficiente. Los dos siguientes criterios son la normalidad estadística y el criterio social de normalidad. Si bien pueden tener cierta utilidad, los riesgos que implican son tan graves y evidentes que no me extenderé en su revisión. Pensemos simplemente que la norma estadística deja fuera no sólo al que no alcanza cierto valor dentro de una escala sino también al que obtiene puntuaciones superiores y, respecto al criterio social, que lleva a considerar anormal un comportamiento o rasgo que en otro momento histórico o en otro lugar geográfico puede ser aceptado con total naturalidad. A continuación se recoge la normalidad normativa – también conocida como “norma ideal” – que debería ser la preferente pues: “…concibe la normalidad como el armonioso y óptimo funcionamiento de los diversos elementos del aparato psíquico, que da lugar al máximo desarrollo y esplendor de las capacidades de que goza el ser humano” (p. 71). Sin detenerme en la, a mi entender, poco afortunada expresión “aparato psíquico” del psicoanálisis clásico – consideración con la que tal vez el autor esté de acuerdo - es prácticamente imposible alcanzar en la práctica una definición de norma ideal con la que todos estuviéramos de acuerdo. Coderch recomienda utilizar con prudencia todos los criterios y termina incluyendo el criterio psicodinámico que consiste en la capacidad del individuo para acceder en la mejor medida a sus fantasías inconscientes, lo que permita una relación armónica del yo con el resto de las instancias y con la realidad.
Antes de pasar a la descripción de los cuadros clínicos, un capítulo de indudable atractivo es el tercero, consagrado a indagar en la etiología de los trastornos psíquicos. Aporta la distinción entre varios términos que a menudo se confunden en la literatura especializada y en la práctica clínica: condición, factor y causa como elementos que producen un fenómeno, en este caso de la psicopatología. Para afirmar:
En psiquiatría no podemos hablar casi nunca de causa, y, en los raros casos en que ello es posible (se trata, en realidad de afecciones neurológicas o generales con repercusión psíquica), siempre hemos de tener en cuenta los rasgos personales que influyen en el matiz, forma y dirección de la perturbación. Generalmente, hemos de limitarnos a hablar de factores hereditarios, constitucionales, relacionales, ambientales, etc., que se unen y potencian entre sí, formando una constelación etiológica. (p. 76)
Se diferencian factores esenciales en la producción de perturbaciones psíquicas, de los factores generales que son predisponentes o coadyuvantes. En esta época Coderch concedía valor a conceptos como “pulsión” y “pulsión de muerte” a la hora de explicar la génesis de los trastornos mentales. No obstante incluye una serie de estudios donde se muestra la relación entre las características de los progenitores, su presencia o ausencia, la forma de relacionarse con los hijos, como factores de primer grado predisponentes en la aparición de determinados trastornos. Habla también de factores como las reacciones de duelo, los problemas laborales, el aislamiento, etc. Recomiendo por su originalidad el apartado sobre la problemática de la maternidad y su repercusión psicosomática (p. 93 y ss.), algo de lo que tal vez aún no se ha hablado lo suficientes.
El capítulo IV inaugura el estudio sobre las neurosis que termina con el capítulo IX, trastornos que se supone no dependen de ninguna alteración física. Habla principalmente de la neurosis de ansiedad, de la histérica, de la fóbica y de la obsesiva. Aporta una definición, una extensa descripción clínica y recoge las causas conocidas o intuidas resaltando las aportaciones desde el psicoanálisis, freudiano y kleiniano sobre todo. Me parece destacable su observación en el capítulo VI de que la sintomatología que presenta la histeria es proteiforme, más aparentes que esenciales. Considero que esto debería llevarnos a insistir que el diagnóstico dinámico – como recoge el sistema de diagnóstico del PDM, entre otros – debe otorgar una especial relevancia a la organización de la personalidad, sobre la que se asentarán los síntomas con cierta variabilidad o flexibilidad. Coderch no llega a adoptar plenamente esta postura, pero sí ofrece una exposición correcta de las personalidades acompañantes a la neurosis histérica y a la neurosis obsesiva. A pesar de que con aguda percepción detecta dos rasgos centrales de la personalidad fóbica (el estado de alerta y la actitud de huida) no le atribuye carta de naturaleza, cubriéndola con la denominación global de histeria de angustia, como se ha venido haciendo desde Freud y un ejemplo reciente es Kernberg. En otros lugares he argumentado a favor de la consistencia de este prototipo de la personalidad – la fóbica - y no me extenderé aquí. Fue incluida por José Rafael Paz en su manual del año 71 y se ha mantenido en los trabajos de la psicopatología vincular. Una de las razones está en que consideramos la existencia de una posición intermedia, la confusional, entre las dos típicas de Klein, esquizo-paranoide y depresiva, caracterizada por la oscilación fobia-contrafobia, el mecanismo de desplazamiento, la idealización del objeto y el predominio de la vergüenza frente a la culpa. En algún lugar leí que Klein consideró durante un tiempo la posibilidad de una posición maníaca. Baste con esto.
Los trastornos de carácter tienen un tratamiento extenso, entre los capítulos IX y XII. Considera que el concepto de “carácter” se identifica en gran medida con el de “yo”, y lo define como la manera habitual y repetida en que el yo se enfrenta a los impulsos instintivos, los objetos internos y la realidad externa. En cuanto a los rasgos de carácter los agrupa en tres niveles: de tipo sublimatorio, defensivo y aquellos en los que el yo ha fracasado y los impulsos se manifiestan de manera directa o casi directa. Recoge varios tipos de carácter, entre ellos la personalidad histérica y obsesiva, ya tratadas, otros habituales en otros sistemas de clasificación, como las personalidades esquizotípica, dependiente, la agresiva y la paranoide, y otros un tanto en desuso, como la personalidad ciclotímica. No obstante, en el capítulo X expone las personalidades psicopáticas, sin precisar si tienen relación – como yo opino – o se diferencian de la personalidad agresiva que ya enunció. Más peculiar y discutible será la inclusión de las patologías de la sexualidad (XI) y de las toxicomanías (XII) dentro de los trastornos del carácter, si bien la información que se incluye bajo dichos epígrafes serán estudiadas con provecho por el profesional y el estudiante. Los trastornos de la sexualidad y las toxicomanías no son trastornos de carácter sino trastornos que aparecen o se desarrollan en individuos con un carácter concreto, más o menos definido. Las toxicomanías, no obstante, pueden diluir o enmascarar con frecuencia la forma de ser previa de la persona. Un tratado correcto de psiquiatría dinámica está en la obligación de incluir estos trastornos, pero como ocurre con toda clasificación, a veces lleva a decisiones arbitrarias o forzadas.
Los dos siguientes capítulos (XIII y XIV) proponen una aproximación bastante acertada a las psicosis según Melanie Klein y su escuela. Se examinan las psicosis funcionales puesto que las orgánicas corresponden más a los manuales de psiquiatría general. Agrupa Coderch las psicosis en dos secciones, incluyendo las esquizofrenias y la paranoia en la primera y la psicosis maníaco-depresiva, con sus variantes, en la segunda. Me resulta agradable volver a leer las denominaciones tradicionales de estos trastornos – por ejemplo la palabra “hebefrenia” – frente al vocabulario estandarizado y menos expresivo del DSM. Una muestra de previsión es el apartado sobre los trastornos fronterizos (p. 314 y ss.) que tanta literatura han provocado con posterioridad.
El capítulo XV se ocupa de los trastornos de la alimentación y recoge la explicación psicoanalítica de la anorexia como la expresión de un rechazo de la sexualidad: “La falta de alimentación detiene la aparición de los caracteres sexuales secundarios, o los hace desaparecer si ya se han presentado” (p. 348). No es simplemente que la paciente haya sexualizado la ingesta de alimentos sino que, como explicación alternativa o complementaria, se rechaza a sí misma como sujeto de satisfacción y como objeto de atracción sexual.
Este manual termina volando a gran altura en el último capítulo en el que analiza de manera ensayística el efecto que los cambios de la cultura postmoderna están produciendo en las costumbres de la población y en los modos de manifestarse la psicopatología. Coderch cita a Jane Flax, a Horkheimer y Adorno, a Lyotard, a Zigmut Bauman, para mostrar que el mundo actual que nos rodea es cambiante, sin valores estables, el amor es líquido y los objetivos que se persiguen son los que refuerzan el propio narcisismo. El self del individuo del siglo XXI sufre amenazas de fragmentación ante una realidad social que ha perdido sus referentes estables, en la que la verdad no es firme y trascendente.
miércoles, 8 de junio de 2011
PULSIÓN DE MUERTE, DESEO DE MUERTE, DESEO DE NADA
Freud a partir de 1920 recurre al mecanismo de la compulsión a la repetición para explicar la adherencia neurótica a una experiencia dolorosa. La compulsión a la repetición es una tendencia básica del inconsciente que lleva al individuo a repetir acciones, a veces las más destructivas o dolorosas. Considera que inicialmente es un intento por integrar experiencias indeseables. Es por tanto una defensa, un mecanismo no incompatible con el principio del placer pero que va más allá: un atributo universal de la vida orgánica que se modifica de manera transitoria por efecto de los factores externos, para adaptarse a las condiciones vitales. Pero el objetivo último de toda forma de vida, proclama, es la muerte. Divide las pulsiones en dos tipos. Las pulsiones eróticas buscan combinar la sustancia viva para formar unidades mayores; las pulsiones de muerte van en contra de estas tendencias y buscan el retorno a un estado inorgánico primitivo. La compulsión a la repetición se convierte así en una expresión de las pulsiones destructivas, asociada con el masoquismo primario, en el que el sujeto dirige la destrucción hacia su interior y repite patrones dañinos.
Una teoría del sentido común es que el deseo es un suceso mental, concomitante a una incomodidad, que desencadena un ciclo de conductas dirigidas a un propósito: el cese de la incomodidad y el reposo. El primer modelo entrópico o económico de Freud, junto con el principio de constancia, no es ajeno a este planteamiento. Pero el deseo, o la expectativa, argumenta Wittgenstein, no se relacionan con su satisfacción de la misma manera que el hambre se relaciona con la suya. Si queremos comer una pera y nos dan una manzana habrán satisfecho nuestra hambre pero no nuestro deseo. La necesidad, el hambre, sabemos que se satisface con determinadas cosas, los alimentos, pero este saber es hipotético, es decir, empírico. Podemos considerar, por ejemplo, que una sustancia es nutritiva hasta que descubrimos, mediante análisis químico, que su poder alimenticio es nulo: no quita el hambre, aunque la entretenga. Intentemos, sin embargo, cuando alguien dice "quiero una manzana", contestarle ¿estás seguro de que es una manzana realmente lo que quieres? La expresión de una expectativa, deseo o intención parecen contener ya una descripción del evento futuro que les dará satisfacción y, para una proposición, lo que la hará verdadera.
Los símbolos parecen estar por naturaleza insatisfechos, pero su insatisfacción no se colma con algo real, equivalente a cómo los alimentos satisfacen el hambre. El empirista puede decir "un deseo está insatisfecho porque es un deseo de algo". Pero, en verdad, el deseo no es el deseo de algo real, el deseo es deseo de nada. Cuando alguien tiene una idea de lo que no es, dice Platón, entonces tiene una idea de nada. Si expresamos el deseo de que x sea el caso es porque x no es el caso y, por tanto, estamos hablando de algo en ese momento inexistente, e incluso el que busquemos o esperemos algo no quiere decir que exista. ¡Pero la inmensa mayoría de nuestras acciones están guiadas por nuestros deseos! Dicho en lenguaje lacaniano, el gozo se presenta no como la satisfacción de una necesidad sino como la satisfacción de una pulsión (nuestro gozo en un pozo). Estoy de acuerdo con Lacan en que la pulsión tiene una cualidad histórica, exige la memorización, pero una vez que entendemos la pulsión como la búsqueda del objeto, el apego, ya no necesitamos seguir hablando de pulsiones.
Ciertamente no es el objeto x lo que satisface la expectativa sino su llegada, su aparición. El error se encuentra profundamente arraigado en nuestro lenguaje, pues decimos indistintamente "lo espero" y "espero su llegada". Pues, ¿qué quiere decir haber realizado su deseo? Más que haberlo realizado al final. Al final. Aquí la muerte entra en escena de forma subrepticia. Lo enunciaré al modo de los cuentos de hadas: “Y se casaron, y vivieron felices muchos años... “¿y?, evidentemente se murieron.
Advertía Freud que nuestra propia muerte no nos es representable, no existe en el inconsciente o, dicho de otra forma, no posee representación (representación-cosa) inconsciente, no puede ser deseada en el período de la sexualidad infantil y tampoco puede ser reprimida; el temor a la muerte debe ser entendido según él como una elaboración del temor a la castración, a la pérdida de una parte apreciada de nosotros mismos. Considera en cambio que la pulsión de muerte sí existe, es la expresión de la tendencia de toda materia viva a volver a lo inorgánico. La pulsión de muerte es conservadora, como toda pulsión, tiende al retorno a un estado anterior, por tanto, la pulsión de muerte designaría, en principio, lo que hay en toda pulsión. La necesidad teórica de la pulsión de muerte se le impone por diferentes fenómenos presentes en la clínica y en la vida real: los fenómenos de transferencia, la compulsión a la repetición del neurótico, los sueños de repetición en las neurosis traumáticas, los juegos repetitivos del infante (el fort-da) y la tendencia a seguir un “destino” prefijado, de algunos sujetos. La compulsión a la repetición del neurótico se produce como una tendencia demoníaca, por encima del principio del placer.
Fairbairn proclama a pesar de todo que uno de los mayores logros de Freud fue el descubrimiento de que la conducta humana está gobernada esencialmente por dos factores dinámicos internos: 1) un factor libidinal, y 2) un factor antilibidinal. El valor de la obra de Freud no se pierde – añade - por abandonar la teoría instintivista. Fairbairn sugiere que consideremos los diferentes modos de la conducta instintiva, meramente como manifestaciones características de una estructura del Yo dinámica en relación con los objetos exteriores. "No obstante, añade, el concepto de "instintos de muerte" no carece de cierta justificación, pues está en completa conformidad con la observación de que hasta el paciente más cooperativo ofrece una resistencia pertinaz ante el proceso psicoterapéutico."
Opino que la pulsión de muerte es una de las intuiciones más geniales de Freud y conviene ser recuperada de alguna manera. Tal vez el error reside en pretender darle un fundamento biológico, necesidad teórica que le afectó con gran intensidad en toda su labor intelectual. Yo no rechazo la pulsión de muerte, como hacen muchos, por ir en contra de la evidencia biológica y neuropsicológica sino, bien al contrario, a pesar de (o gracias a) esta incompatibilidad. El creador del psicoanálisis se veía obligado a reivindicar la pulsión de muerte aunque se contradijera con alguna evidencia biológica, por ejemplo, como él mismo cita, la de que los protozoarios son potencialmente inmortales. Yo me siento impulsado a su aceptación precisamente por ello mismo, y porque las evidencias nos parecen abrumadoras. ¿Qué evidencias? Pienso, por ejemplo, en la capacidad del ser humano, desconocida entre los animales, de practicar una violencia intraespecífica sin ningún objetivo o beneficio, individual o de grupo, salvo el mero divertimento. La cualidad cultural de esta violencia es equiparada por Georges Bataille con el erotismo, como creación exclusivamente humana. La tendencia hacia la muerte también se asoma en las conductas autodestructivas como son los hábitos insalubres, la drogadicción, los deportes de riesgo, etc. Parecería que la persona para sentirse viva necesita poner su vida en juego.
La misma consideración de que la propia muerte no es representable en el inconsciente, nos lleva a concluir que su consideración consciente se logra con la adquisición plena de la simbolización. Parece contradictorio asegurar que la muerte no es representable cuando es la fuente principal de donde mana la angustia. La pulsión de muerte pertenece al proceso secundario. Por otra parte, la naturaleza repetitiva de las pautas comportamentales nos traen a la memoria la compulsión a la repetición y el parentesco evidente de las neurosis de carácter con las llamadas “neurosis de destino”. En éstas la repetición afecta a un ciclo aislable de acontecimientos en el ambiente cercano a la persona. Se trata de un deseo inconsciente que vuelve al sujeto desde el exterior, mientras que, en la neurosis de carácter, lo que subyace es la repetición compulsiva de los mismos mecanismos de defensa y pautas de actuación. Estas pautas básicas no están en principio verbalizadas ni son verbalizables, sino que pertenecen a la memoria procedimental, tomando el ejemplo de la psicología cognitiva actual. Asimismo, la neurosis de destino supone una elaboración verbal del deseo, mientras que en la de carácter intervienen estructuras más primitivas. Fuera de eso no descubro una diferencia esencial entre una y otra: los cambios en el ambiente son provocados, inconscientemente, por el propio sujeto, sutilmente causados por sus mecanismos defensivos y pautas de actuación.
Lo que nos diferencia de los animales, aparte del lenguaje – y sin duda relacionado con él – es nuestro conocimiento de la muerte y el sentido de temporalidad; el animal vive al día y es, en cierto sentido, inmortal. Para Heidegger todo nuevo ser humano se convierte, en un ser-para-la-muerte, lo que le dota su sentido temporal y también moral, dos cuestiones sin duda acogidas en el proceso secundario. El “ante que” de la angustia, dice, es el ser en el mundo en cuanto tal, no ningún ente intramundano, como ocurre con el miedo. Visto lo anterior, la posición que sugiero, y que a alguno tal vez le suene paradójica, es, usando el vocabulario freudiano, que: la pulsión de muerte es una pulsión del yo.
jueves, 2 de junio de 2011
NUEVA TEMPORADA DE CURSOS ON-LINE
BREVE DEFINICIÓN DE "DISOCIACIÓN"
Escisión y disociación hacen referencia a un mismo proceso, visto como intrapsíquico, el primero, según el psicoanálisis más clásico, frente...
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