[Parte
de lo que a continuación se desarrolla apareció en un artículo publicado por la
revista de la AEN: Carlos Rodríguez Sutil, Alejandro Ávila, Augusto Abello, Manuel Aburto, Rosario Castaño, Susana Espinosa, Ariel Liberman, Reconsiderando la clasificación
psicopatológica desde el punto de vista psicoanalítico-relacional. Lo
histérico-histriónico como modelo. Rev. Asoc. Esp.
Neuropsiq., 2013; 33 (120), 693-711. ]
Martin Leichtman (1989)
dijo hace unos años:
A no ser que Dios le hable
a uno directamente acerca de la definición del TLP, es probablemente inútil el
aventurarse en esta área en estos momentos. Está claro que Dios le ha hablado a
algunos acerca de este asunto, pero, tal como es Su voluntad, lo ha hecho de
maneras diferentes y contradictorias […] No podemos buscar refugio bajo las
definiciones del DSM-III y el DSM-III-R. Si algo es seguro, es que esas
definiciones no son la obra de Dios, sino la obra de un comité (traducción de
Cabrera Abreu, 2002).
Los términos “histeria” y
sus derivados - como “neurosis histérica”, “histeria de conversión”, etc. - han
sido retirados progresivamente de los manuales de diagnóstico más
relevantes. La palabra “histeria”, como
es sabido, proviene del griego como un derivado de la palabra útero, puesto que
se suponía que este órgano era la causa
de la enfermedad histérica. Por otra parte, es de uso común utilizar el
término de forma descalificadora y es muy importante que las palabras que aluden
a los trastornos mentales no se presten a un mal uso en la medida de lo
posible. La historia de la histeria es ese complejo
entramado de descripciones, adjetivaciones, reacciones, juicios valorativos a
los que le viene muy bien esa idea de Nietzsche cuando sostiene que “lo que
tiene historia no tiene definición”, y que recuerda al orteguiano: “El hombre
no tiene naturaleza, tiene historia”. Esta historia pone de relieve lo que han
señalado muchos psicoanalistas, esto es, la estrecha relación de la histeria
con los contextos socio-culturales en los que ha sido pensada. A comienzos del siglo XX el interés por la
histeria declinó. Para Judith Herman (2004) había sido el impulso político
anticlerical de los ilustrados lo que fundamentó el interés científico por la histeria. Una vez
establecida una sociedad laica, y siendo la causa de las mujeres una cuestión
de los movimientos feministas, no había motivo para continuar las
investigaciones en este campo.
Lo cierto es que,
desaparecido Charcot, sus sustitutos se empeñaron en desposeer a la histeria de
una naturaleza psicopatológica propia al carecer de sustrato orgánico
verificable. Las histéricas pasaron a ser, según Babinski, meras simuladoras.
En otro orden de cosas, para Bleuler, las psicosis histéricas no eran sino
cuadros esquizofrénicos en personalidades premórbidas histéricas. Según Ross (2004),
la descripción que hacía Bleuler de la esquizofrenia es en muchos aspectos
similar a la moderna descripción del trastorno disociativo de la identidad. Freud
siguió su camino apartándose de la etiología traumática y construyendo su
edificio conceptual en torno a las pulsiones y a la represión. Janet,
por su parte, que siempre defendió una explicación traumática y un proceso de
disociación, quedó silenciado hasta muchos años después.
Siguiendo el modelo médico, el diagnóstico
se alcanza examinando los síntomas y signos que presenta el
paciente. Esta forma de elaborar la enfermedad como entidad independiente corre
el riesgo, ya señalado por Foucault (1961), de caer en un “prejuicio de
esencia”, según el cual la enfermedad es una entidad que se define por los
síntomas que la evidencian pero es, en cierta medida, independiente de ellos.
Así se habla a veces de la esquizofrenia oculta bajo síntomas obsesivos.
Nuestra forma de entender el trastorno mental, en cambio, consiste en hacerlo
equivalente a la configuración de síntomas y signos que lo definen, así como su
curso fenomenológico, sin aceptar que exista una separación entre la enfermedad
y sus expresiones, evitando entrar por el momento en debates etiológicos. Y
esto de la misma manera que también rechazamos la concepción esencialista del
inconsciente, estructura interior independiente de sus manifestaciones. De
haber una estructura por detrás del trastorno psicológico, esta es la
‘estructura’ de la personalidad, idéntica al conjunto de comportamientos de un
individuo en su contexto social, con los demás y consigo mismo. La personalidad
ofrece sus propias alteraciones relacionales y sirve de sustrato para la
aparición de los síntomas, o es dominada por ellos y alcanza su fragmentación
casi total en las psicosis, conglomerado de síntomas y signos en el que la
personalidad se diluye. Volviendo a Foucault, diremos que “la enfermedad atañe
a la situación global del individuo en el mundo: en lugar de ser una esencia
fisiológica o psicológica es una reacción general del individuo tomado en su
totalidad psicológica y fisiológica”.
Mashud Khan (1991) dio un paso sumamente
relevante cuando tomó el concepto de Winnicott de “tendencia antisocial” (que
él conecta con el acting out). Esta tendencia se caracteriza, entre
otras cosas, porque exige un respuesta del medio ambiente para vehiculizar la
esperanza de una nueva oportunidad, de una experiencia con el otro que en
cierto modo cure la disociación, al entrar en contacto con las necesidades del
yo, descifrándolas. Para el histérico es en la experiencia sexual – o en la
seducción sin más - donde se expresa
esta tendencia. El lenguaje del
cuerpo se necesita porque el trauma que ha provocado el problema ocurrió antes
de que las palabras adquirieran significado, o bien ha desorganizado la
capacidad para el pensamiento verbal.
Siguiendo una línea
argumentativa semejante, pero innovadora, aparece la teoría de Ute
Rupprecht-Schampera (1995). La histeria se produce tras un fallo en la
construcción de la relación triádica, por el fracaso de la función parental
auxiliar: el padre no supone apoyo suficiente para superar una relación
hijo/a-madre excesivamente absorbente, dominada por el miedo, la depresión o el
odio. Tizón (2004), por su parte, habla de una función materna abrumada por la
angustia que trasmite de forma catastrófica pero aparentando, desde su
narcisismo, tener la panacea contra la angustia, trasmitiendo el doble mensaje
de la angustia y de que todo está controlado, algo completamente falso. El
conato de rebeldía que esta paradoja puede provocar en la persona explica la
dinámica por la “falta de reconocimiento”, que apuntara Benjamin (1995). A
menudo una salida ante la humillación es el disfraz que se asume la histérica
(y el histérico), incorporando el rol que se asume de ella. Parafraseando
a Bromberg (1998), diremos que el
histérico es alguien que recorre la vida pretendiendo ser quien realmente es.
Al mismo tiempo, dentro del histérico grave hay un bebé que se siente no
querido y busca un “pecho firme” al que agarrarse (Tizón, 2004).
La "regresión"
al modo diádico es un fenómeno típico en los sujetos con estructura límite,
según Ruprecht-Schampera (1995). Ahora bien, si la relación triádica se da
desde el origen, no se puede decir propiamente que haya una regresión sino un
deterioro. El histérico, en la conversión, utiliza el cuerpo de forma temporal
como objeto sustitutorio (del padre auxiliar). El enfermo psicosomático, en cambio,
lo utiliza de forma permanente, sustituye al objeto primario.
En el DSM-IV se define al trastorno
límite como un trastorno caracterizado por un control de impulsos,
autoimagen, estados de ánimo y relaciones interpersonales inestables. Los sujetos que padecen este trastorno intentan
desesperadamente evitar el abandono, tienen problemas en la definición de su
autoimagen, impulsos autodestructivos, sentimientos crónicos de vacío y
aburrimiento así como reacciones de enfado inapropiadas e incontroladas. También
experimentan brevemente ideación paranoide o estados disociativos como
respuesta al estrés y relaciones que oscilan de forma extrema entre la
idealización y la
devaluación. Pero también, añadimos nosotros, entre la
autoidealización y la autodevaluación.
En la literatura clínica actual se
considera que la patología límite es un síndrome clínico bien diferenciado – el
trastorno límite de la personalidad (TLP) – la realidad, sin embargo, no
es tan simple, pues el concepto de “límite” o “borderline” conlleva importantes
problemas de definición. Estos problemas proceden, en parte, de la naturaleza
proteica del trastorno – sólo comparable quizá en su variabilidad con la
personalidad histérica – como ejemplifica de manera paradigmática su “estable
inestabilidad” (aportación de Melitta Schmideberg, la hija de Melanie Klein). Lo límite, como era de esperar, transpira una naturaleza de
indefinición, confusión, transición a caballo entre modos de funcionamiento y
estados dispares. Una muestra de esta indefinición es sin duda la separación de
dos formas de TLP en el sistema ICD de la OMS: el límite-límite y el impulsivo.
Un individuo que padece un brote
esquizofrénico en respuesta a una separación puede ser mal diagnosticado como
padeciendo un trastorno límite en el que se ha provocado una extrema “depresión
por abandono”, y viceversa: individuos con una organización límite de la
personalidad a menudo son tomados por esquizofrénicos cuando buscan ayuda con
ocasión de un importante malestar y una desorganización causados por una
separación.
Frente al debate de si lo borderline
es una estructura o un modo de funcionamiento, parece acertada la posición de
Luigi Cancrini (2007) – desde la perspectiva sistémica-familiar- quien se
decanta de forma decidida por la segunda opción. Ahora bien, también es posible
entender las estructuras como modos de funcionamiento, en la medida que
aceptemos la idea de que su frontera es difusa y porosa; se puede pasar con
mayor o menor facilidad de una a otra. Dicho de otro modo, los individuos (y
los grupos) tienen a su disposición una serie de patrones de comportamiento que
pueden variar dependiendo de las circunstancias. Lo “límite” se nos muestra así
como una dimensión de gravedad en cualquier trastorno de la personalidad,
aunque suponga una estructura neurótica.
El término “límite”, cuando es utilizado
por clínicos psicoanalíticos para denotar el nivel de severidad, tiene un
sentido diferente de cómo se lo usa en el DSM, en el que sólo un tipo de
organización límite (la manifestación más histriónica y dramática de este nivel
de severidad) recibe el diagnóstico de TLP. Algunas investigaciones han
identificado un tipo anaclítico, de paciente límite, afectivamente lábil
y fuertemente dependiente, que se aproxima al TLP del DSM-IV así como a ciertas
formas graves de trastorno histriónico de la personalidad. Frente
a este sitúa un tipo introyectivo, tendente al estado sobre-ideacional,
caracterizado por el aislamiento y el retraimiento social, que muy
probablemente recibiría los diagnósticos DSM-IV de trastorno de la personalidad
paranoide, esquizoide, u obsesivo.
Ahora bien, la sensación de ‘futilidad’ de los
trastornos límite es una actitud de indolencia que el histérico puede adoptar
en su múltiple representación de papeles. Cabrera Abreu (2002) dibuja una situación de gran
proximidad entre ambos cuadros. Desde
posturas en apariencia tan contrapuestas como la psiquiatría biológica y la
crítica feminista, se ha proclamado que los casos de trastorno límite de la
personalidad “puros” son inexistentes y que la mayoría de las pacientes
examinadas podrían ser diagnosticadas de síndrome de Briquet (uno de los
trastornos clásicos en el espectro de la histeria). Es decir, se podría decir
que el equivalente moderno de la histeria es el TLP. En conclusión, tal vez la
histeria nunca ha desaparecido o se redescubre en forma de TLP.
Comparación entre el trastorno límite de
la personalidad (TLP) y la personalidad histriónica (PH):
TLP
|
PH
|
1.
impulsividad
2.
relaciones intensas
pero inestables
3.
enfado intenso e inadecuado
4.
trastorno de la identidad
5.
inestabilidad
afectiva
6.
esfuerzos frenéticos
para evitar el abandono
7.
amenazas de suicidio
8.
sentimientos crónicos de
vacío y aburrimiento
|
1.
busca ser el centro
de atención
2.
sexualmente
seductor o provocador
3.
expresión emocional
superficial y rápidamente cambiante
4.
utiliza
permanentemente el aspecto físico para llamar la atención sobre sí mismo
5.
autodramatización,
teatralidad y exagerada expresión emocional
6.
Sugestionable
|
Resumimos en el cuadro los rasgos que
habitualmente se atribuyen en los sistemas oficiales al TLP y a la PH. Con letra negrita
intentamos subrayar aquellos rasgos que se podrían atribuir a uno y otro
cuadro: TLP: [1, 2, 3, 5 y 6]; PH: [1, 3, 5 y 6]. Ahora bien, los trastornos de
la identidad y los sentimientos crónicos de vacío y aburrimiento del límite no
son imposibles de hallar en sujetos histéricos alterados o “deprimidos”,
mientras que las amenazas de suicidio o automutilaciones son más exclusivas del
TLP en la segunda parte de la frase, porque amenazas de suicidio como forma de
manejo ambiental son frecuentes en histéricos graves. Frente a eso, hemos
puesto en cursiva los dos rasgos que nos parecen más exclusivos de la PH [2 y 4], con lo que queremos decir que si se
nos presenta un paciente con comportamiento límite pero, al mismo tiempo,
aparece seductor y provocador y utiliza su aspecto físico para llamar la
atención, probablemente se trate de un histérico grave. Finalmente, a nuestro
entender el rasgo 8 del TLP – sentimientos crónicos de vacío y aburrimiento –es
bastante difícil de valorar y no es infrecuente en el histriónico que se queja
del escaso interés de su vida. Finalmente, los trastornos de la identidad del TLP
son frecuentes en PH graves.
No me gustaría terminar
este debate diagnóstico y terminológico sin afirmar que todo esto sólo se
justifica si sirve para intentar comprender mejor a nuestros pacientes y
comprendernos a nosotros mismos y, al mismo tiempo, pone en cuestionamiento la
utilización de un esquema clasificatorio rígido. Sigo pensando que la
diferenciación de patrones de personalidad es útil, siempre y cuando admitamos
la extremada complejidad del asunto.