Santiago de Olmedo, un buen amigo de mi época de estudiante, con el que he mantenido una relación discontinua durante todos estos años, viviendo en ciudades alejadas, y con intereses dispares, me ha enviado un comentario extenso y minucioso sobre mi último libro dedicado a la psicoterapia que me parece merecedor de una respuesta también extensa y matizada. Él no es un psicoterapeuta en un sentido estricto, dice no tener formación psicoanalítica pero sí completó su licenciatura y realizó cursos con posterioridad e hizo sus pinitos en otro tiempo, y en muchos momentos plantea cuestiones no muy diferentes de las que me han podido dirigir personas ajenas o no a la profesión, que me parece poseen un interés general. Son preguntas muy a menudo acertadas y diferentes, en bastantes sentidos, de las que nos podemos proponer los psicoanalistas relacionales, en nuestra jerga y sentido, a veces, estrecho. Algunas de sus preguntas, no obstante, requerirían una enciclopedia, como él mismo reconoce o una compilación de ejemplos tomados de la práctica, además de los ya incluidos, que convertirían ese “pequeño manual” en un voluminoso ladrillo.
Estimado Santiago,
En primer lugar, muchas gracias por tus comentarios. Perdona el tiempo transcurrido hasta elaborar esta respuesta, pero me he visto demorado por varias tareas urgentes y tampoco podía despachar esta sin la debida meditación.
Te informo de que los asuntos que tienen que ver con la psicopatología y el psicodiagnóstico, cuya adecuación en el psicoanálisis relacional ha sido intensamente debatida, ya fueron tratados de forma extensa en otras de mis obras, sobre todo en una que lleva por título Psicopatología Psicoanalítica Relacional y no los revisé en el libro comentado, ni lo haré en este momento. Básteme afirmar que si no hubiera generalizaciones nunca aprenderíamos nada. Tras intentar una comprensión de lo que la persona nos cuenta, lo menos impregnada por la teoría de lo que somos capaces, recurrimos a un repertorio de conocimientos e ideas que nos inspiran a la hora de intentar elaborar la solución más adecuada para la ocasión, a partir de lo que hemos sentido en el aquí y ahora nosotros y el paciente, y la plantearemos de forma tentativa y no dogmática (rechazo las interpretaciones oraculares). Si ningún elemento de ese repertorio, del que todo terapeuta dispone aunque lo niegue de forma remilgada, es, con las debidas modificaciones, claramente aplicable, debemos seguir plenamente nuestra inspiración y nos inventamos algo nuevo, siempre con respeto y en diálogo con el paciente.
Por empezar por algún sitio, la gran mayoría de los posibles usuarios se enfrentan a la difícil decisión de comenzar un proceso que supone una importante inversión económica y de tiempo. Fuera de la consabida acusación de “resistencia” que con frecuencia se ha dedicado desde nuestro campo a los que se quejan por esto, desde cierto desdén altivo, no deja de ser cierto que emprender una psicoterapia supone un gasto importante. Cuando yo la practiqué en los centros de salud del Ayuntamiento de Madrid, hace ya bastantes años, las circunstancias, ahora inconcebibles, me permitían atender a los pacientes cumpliendo unos requisitos mínimos y suficientes de una psicoterapia que merezca ese nombre. Es decir, una sesión semanal de tres cuartos de hora, que en los últimos años tuve que reducir a media hora por la abundante demanda. Si ahora alguien pretende ser atendido en la red pública, primero tiene que conseguir ser remitido a salud mental y, después, que el psiquiatra que le atienda considere conveniente su derivación a la atención psicológica por un profesional. La cosa llega al absurdo de considerar que una terapia consiste en una sesión de 15 minutos cada tres meses. No me voy a alargar ahora en este penoso asunto, pero, como he dicho algunas veces, la reforma psiquiátrica de los años ochenta se tradujo en “pastilla para todos”. Aún así, la supervisión de algunos colegas que trabajan con ese ritmo, y cientos de pacientes, nos ha permitido observar que, a pesar de todo, hay algunos se benefician de esa atención. Lo que no compensa lo paupérrimo del recurso. Las compañías privadas de seguros dan algo mejor, pero que no pasa de 15 o 30 sesiones anuales, cantidad a todas luces insuficiente y con una compensación económica ridícula para los profesionales.
Vamos, pues, a referirnos a la psicoterapia privada, de una sesión semanal – como mucho, dos - y larga duración, financiada completamente por el paciente. Evidentemente, es algo caro. Si bien no he conocido colegas que se hayan enriquecido con este trabajo, y yo tampoco, que supone una significativa inversión en medios materiales, así como largos años de formación y supervisión, y que se ejerce con la gran dependencia de la llegada más o menos irregular de pacientes. En aquellos casos y momentos en que la afluencia de pacientes fuera grande, a cada terapeuta le toca decidir cuántas sesiones puede y debe realizar al día, respetando su propio equilibrio mental y la calidad de la atención prestada. Es fácil para el lector hacer sus cálculos mentales sobre lo que puede ganar un psicoterapeuta, en la plenitud de su carrera profesional, descontando inversiones y vacaciones. Supongo que la mayoría estarán de acuerdo en que si lo que nos guiara fuera el mero lucro, hay profesiones mucho más convenientes que la nuestra. Por otra parte, aceptando que para el paciente es una importante inversión económica, yo calculo, para buscar un equivalente que todo el mundo puede entender, que la terapia no es más costosa que la adquisición de un coche utilitario. Todo aquel que se puede comprar un coche, puede hacer una terapia, por lo menos después de haber pagado el vehículo. Todavía resuena en mi cabeza la respuesta de un no profesional cuando le expuse este mismo argumento: “es que un coche es un coche”. Razonamiento incontrovertible, en ambos sentidos. Es un gasto que mucha gente puede asumir, tanto el coche como la terapia, y, por otra parte, en el caso de la terapia, muchos colegas que conozco siempre intentan adecuarse al nivel de ingresos del posible paciente y atienden a varios pacientes a bajo costo o incluso de forma gratuita. Aprovecho para atestiguar que no todo el mundo necesita terapia y que, al menos en ocasiones, la persona crece sin cumplir ese requisito, en el trato con otras personas, amigos o familiares, y gracias a la propia meditación. Mi opinión sobre los libros llamados de “autoayuda” no es muy positiva y así recomiendo más la lectura de Dostoievski o de Galdós, por ejemplo.
Planteas la duda, que otros han expresado como crítica, de que el análisis dura tanto que podría ser que los cambios y mejorías, cuando se producen, se podrían haber dado por sí mismos, fuera de la terapia. Las investigaciones que se han publicado sugieren que no es así. Por mi parte, he sido testigo de los cambios que se iban produciendo a lo largo de muchos procesos terapéuticos, a través de indicadores no siempre cuantificables, por ejemplo: bienestar subjetivo (que no debemos minusvalorar), aumento de la capacidad para realizar determinadas tareas antes complicadas – gestiones, defensa de los propios intereses, salir a la calle y visitar locales públicos -, llegar a mantener relaciones estables de pareja o mejorar las relaciones con la pareja que ya se tenía, sobrellevar mejor los conflictos con la familia actual o la de origen, etc. Esto ocurre cuando el proceso dura lo suficiente, según mi experiencia, entre tres y cinco años. Dicho a la inversa, los procesos también se mantienen ese tiempo si ambos participantes juzgan que se van cumpliendo los objetivos.
Vuelvo al coste de la propia formación del profesional. Fui alumno de la universidad española y profesor también, durante más de una década, y afirmo que lo que se aprende en dicha institución no cubre en absoluto las necesidades formativas de un profesional de la psicoterapia. No, desde luego, en el tipo de terapia que yo ejerzo, como psicoterapeuta de orientación psicoanalítica, dicho en un sentido amplio, pero tampoco en otras orientaciones. Puede darse por seguro que el enfoque predominante en la universidad es el cognitivo-conductual. A lo mejor alguno no me cree, pero tengo amigos (ciertamente) que siguen ese enfoque y por los que he podido saber que también debieron formarse de manera específica al terminar la licenciatura (ahora el grado y el máster). Luego la práctica nos lleva de manera irremediable a construir nuestro propio modo de hacer, y olvidar casi todo lo que se aprendió en la universidad y muchos de lo que se aprendió después, pues las habilidades que necesitamos se desarrollan, sobre todo, en la práctica supervisada, en nuestra terapia personal y en la formación continua. Los libros, cursos, congresos y demás, son de más ayuda si ya estamos practicando.
Me hablas de la dificultad que tiene el terapeuta para controlar las variables que se dan en la consulta. Eso es cierto, pero la consulta – para ser más exactos, el encuadre espacial, temporal y económico – permite reducir mucho la cantidad de variables a controlar. Hace tiempo que hemos descubierto que la consulta no es un ambiente extraño a la “vida real”, ni se debe convertir en ello. Ahora bien, la esencia de la terapia no es propiamente un control de variables – eso solo tiene sentido en una investigación, investigación que, dicho sea de paso, es muy necesaria en nuestro ámbito – sino que lo que nos debe guiar es una buena comunicación, empática y afectiva, con el paciente o pacientes (él, ella, ellos, ellas). Algunas dudas que planteas en relación con lo que pasa en la terapia no se pueden responder, porque cada una es distinta. Quizá sea aconsejable que vuelvas a intentarlo aunque tus experiencias no hayan sido muy positivas, lo cual comprendo por los relatos que me has hecho llegar. Esos terapeutas no actuaron adecuadamente o no eran los terapeutas que tú necesitabas. Yo tampoco soy el terapeuta que todos los pacientes necesitan, pues no existe el terapeuta “universal”. Algunos analistas decían que sí, porque lo que debemos intentar, en su opinión, es plantarnos como un espejo ante el paciente y devolverle la interpretación “correcta”. Pero hemos descubierto que no hay espejo perfecto y que la comunicación puede mejorar mucho cuando se reconoce este hecho, quiero decir que nuestra actuación como terapeutas nunca es aséptica.
Me acusas de ser demasiado teórico, aunque incluyo viñetas y descripciones de casos en el libro. Pero estoy convencido de que no se puede intentar una terapia sin poseer una base teórica, aunque con posterioridad sea un ejercicio fecundo arrojar las teorías por la ventana. Como se ha señalado, no existe la “inmaculada percepción”. Tu queja me recuerda la de muchos alumnos de nuestros cursos de formación que solicitan el uso de más casos clínicos. Esta necesidad surge, al menos en parte, de la angustia ante la tarea, el encontrarse solo ante el paciente. Por muchos casos que se revise, como por mucha supervisión que se haga, como ya he apuntado, nadie nos libra de tener que inventarnos la terapia en cada momento ante el paciente. Esa angustia debe ser reducida al mínimo pues, de lo contrario, no seremos capaces de escuchar lo que el paciente nos dice, directa e indirectamente, que es la base de todo trabajo terapéutico. Por eso, cuando algún supervisando me ha preguntado qué debía hacer, de forma genérica, habitualmente respondo que nada, salvo escuchar con atención e interés y responder con sinceridad a las preguntas que nos dirijan los pacientes. E igualmente debemos atender a los silencios, asunto que todos los manuales de técnica en psicoterapia han atendido. Si después de pedirle a la persona que diga abiertamente lo que está pensando, esta sigue en silencio y percibo que no es una meditación productiva, expreso en voz alta mi deducción sobre lo que puede estar pasando. Si me equivoco el paciente tiene la oportunidad de corregirme y esto no tiene porqué ser un problema grave. En el psicoanálisis relacional parece que hay menos silencios que en el clásico. Hace poco he oído que un gran psicoanalista sugirió que el analista no tiene porqué ser especialmente inteligente, pero que si debe tener la capacidad del buen general que es capaz de pensar cuando están cayendo bombas.
Dices: depresión, psicosis, angustia, neurosis, histeria, obsesión… ¿Dónde se aplica el psicoanálisis relacional? A todos estos trastornos y a ninguno. Se aplica a la persona que sufre debido a la forma de relacionarse con su entorno, derivada, a su vez, de la forma en que tu entorno temprano se relacionó con ella y a sus características temperamentales. Aunque, a diferencia de otros colegas relacionales, yo no rechazo la utilidad del diagnóstico, en especial de la diferenciación de personalidades como patrones relacionales, repito que cada terapia es diferente, por el paciente y por mi forma de estar con él o ella. Esto quiere decir que no hay un método único, sino que se va reinventando. Tampoco se requiere la fe del paciente, sino que intente colaborar en la indagación sobre sí mismo. Si una persona no tiene confianza en la psicoterapia seguro que tiene sus razones que deberán ser revisadas y, en la medida de lo posible, reelaboradas.
Llevas años trabajando sobre tus propios sueños y seguro que has aprendido mucho de su estudio atento. Lo cierto es que en mi práctica de la psicoterapia psicoanalítica el trabajo con los sueños no ha desaparecido, y me parece un buen indicador de la marcha de la terapia cuando el paciente se permite relatar alguno, cuyo sentido intentamos averiguar a través de la libre asociación de ambos. Sin embargo, es muy probable que los sueños ya no ocupen el lugar central que tenían en el psicoanálisis de los pioneros. Como se ha dicho en relación con Winnicott, hemos pasado del interés por los sueños al interés por el juego, y se toma la sesión como una situación de juego en la que terapeuta y paciente deben aprender a jugar, en el análisis infantil con dibujos, garabatos y juguetes, en el análisis de adultos con la imaginación, además de la relación entre ambos, que es común con la terapia infantil. Estoy de acuerdo con tu experiencia de que los sueños son muestra de una creatividad que desconocemos, y que tú, en tu calidad de artista debes ser más sensible.
La transferencia, como apuntas, es un fenómeno importante, aunque no solo entre diferentes sexos, y posiblemente todavía no ha sido suficientemente estudiada, aunque se le hayan dedicado ríos de tinta. Es cierto que, sobre todo desde el psicoanálisis relacional, se ha tenido en cuenta que el terapeuta aporta a ese fenómeno de manera trascendental, con su propia contratransferencia hacia el paciente, no sólo como respuesta a lo que el paciente propone sino también como manifestación de las propias características e historia del terapeuta. Ahora decimos que es una situación en la que intervienen ambas subjetividades y que es creada por ambos, y sus respectivas constelaciones relacionales. Aprovecho, a partir de estas ideas, para responderte que nos ocupamos del pasado y del presente, del pasado en la medida en que también es presente y se está desplegando en el aquí y ahora de la relación en terapia y de nuestra vida cotidiana. Tengo noticia que a veces se ha producido un tipo de resistencia que consiste en hablar todo el rato del pasado pero evitando ver que implicaciones tenía eso para el presente. Por lo demás, mi experiencia es que la terapia no es productiva, o solo de manera limitada, si no se recuperan las experiencias del pasado familiar. Yo me analicé hace años, con uno de mis maestros, pero me sigo analizando cada día, dentro y fuera de las sesiones. Algunas veces también me muestro ante el paciente – lo que se ha llamado “autodesvelamiento” - en la medida que siento que puede serle de ayuda para entenderse a sí mismo y para entender lo que yo le quiero decir.
¿Qué pasa cuando el terapeuta se da cuenta de que no puede seguir? Si se trata de un caso concreto, le digo a la persona que la relación no me parece productiva y que deberíamos terminar, y escucho su respuesta. En ocasiones es de utilidad fijar un plazo para el final de las sesiones, que puede ser revisado, dependiendo de lo que pase. También en ocasiones se llega a un final natura (¡ALELUYA!) Es cierto, y tú te haces eco de ello, que a veces me siento aliviado con la marcha de algún paciente. Siempre debemos analizar nuestros errores, en qué medida hemos contribuido al fracaso, pero también debemos tener la suficiente humildad para reconocer que no somos “el” terapeuta de cualquier paciente. No renuncio a la terapia sino a “una” terapia.
Si hablamos en general, te diré que después de cuarenta años de práctica profesional todavía me siento interesado y no me canso de estar en la terapia. A cada uno le toca decidir cuándo ha llegado su momento de no aceptar pacientes nuevos, y con esto hilo otra de tus preguntas, sobre la duración de la terapia, que en parte ya he respondido párrafos atrás. Hace poco me sorprendí explicando a una paciente que el proceso dura varios años y que yo me ofrezco para esa permanencia si bien, como es evidente, ya voy teniendo una edad que debe ser tenida en cuenta. Pienso que todavía me quedan unos lustros, salvo imponderables, hasta que tome la decisión, como he visto en otros colegas de edad avanzada, que se limitan ahora a la docencia y a la supervisión. Puede parecer que una duración entre tres y cinco años es demasiado tiempo, pero esa no es mi opinión. En primer lugar, lo que surge en la terapia tiene que ver con experiencias tempranas y pautas de relación que se han consolidado a lo largo de mucho tiempo, por lo que parece ingenuo que se vayan a cambiar en un plazo breve. Estamos en la era de la comida rápida. Mi respuesta a la queja de la duración es que, en cualquier caso, ese tiempo pasará. En segundo lugar, terapias que se anuncian como breves y que incluso “prometen” resultados en poco tiempo, falsean la realidad. Prometer resultados entra en el dominio de la charlatanería. En definitiva, la terapia no es algo que el terapeuta haga “sobre” el paciente, sino “junto con” el paciente - y a la inversa - en un plano de mutualidad. Yo siento que la terapia con mis pacientes me ha ido mejorando como persona. También sospecho que esas otras terapias son breves pero los usuarios no terminan pronto con sus tratamientos, sino que a menudo se sucede uno tras otro. Algunos de estos pacientes vienen luego a nosotros, aunque también algunos nuestros van a ellos, sobre todo si no han permanecido el tiempo suficiente y/o la cosa no ha funcionado. No desaconsejo el uso de otros tipos de terapia y respeto a los otros colegas, aunque a veces el respeto no sea recíproco. Sí me he salido a veces del modelo psicoanalítico, continuamente, porque pienso que antes que psicoanalista debo ser psicólogo, y antes que psicólogo, persona. O, al menos intentarlo. Desaconsejo con todas mis fuerzas pretender ser psicólogo fuera del ámbito profesional. Nuestro objetivo en casa debe ser el de ser padres, esposos, hermanos, hijos, etc., sin pretender “ayudar” gracias a nuestros conocimientos supuestos, y lo mismo en otros contextos.
Es cierto que no me ocupo en el libro de asuntos importantes como la manera de enfrentarse al riesgo de suicido, el uso de fármacos o la atención en toxicomanías. La razón es que estas y otras cuestiones desbordan con creces los objetivos del libro y requieren acudir a textos especializados o enciclopédicos, lo que no era mi objetivo. Tampoco lo era el tratar en extenso la psicoterapia de las psicosis, pues mi experiencia en ese campo es limitada. Las cuestiones “metafísicas” no corresponden a este pequeño manual, pero saldrán en breve en otro libro que pude pergeñar gracias al confinamiento, y que se titula Epistemología Relacional y Psicoanálisis. Luego tengo otros proyectos, pero todavía no me he decidido: el papel de los mitos en psicoanálisis, el lugar de la neurociencia en la comprensión del ser humano, una novela de política-ficción, la biografía psicológica de Wittgenstein, un Nietzsche para psicólogos…
Gracias por tus preguntas.
Carlos