Incluyo a continuación la crítica que acaba de aparecer a mi nombre en la revista on-line CeIR (2013, 7, 2, 428-439) sobre el libro de Philip M. Bromberg (2011), The Shadow of the Tsunami and the Growth of the Relational Mind. New York:
Routledge.
Bromberg es un psicólogo y psicoanalista residente en Nueva York, de
fama justamente ganada por su interés en la docencia, su profundo análisis de la
clínica y por sus importantes aportaciones a la teoría de la disociación y el
trauma, como mecanismos centrales en el desarrollo normal y patológico del ser
humano. Este es hasta la fecha el último libro de uno de los autores más
originales e influyentes del nutrido panorama de autores relevantes en el
enfoque relacional del psicoanálisis contemporáneo en los Estados Unidos. Como
sus textos anteriores (1998, 2006), con los que parece componer una trilogía,
consiste en la recopilación con escasas modificaciones de artículos previamente
publicados. El texto se abre con un prólogo de Allan Schore, un autor muy
cercano a Bromberg, interesado de forma especial por las concomitancias y mutuo
enriquecimiento entre el psicoanálisis y la neurociencia y cuya aportación ha
sido plenamente incorporada por el segundo. Shore destaca algunos aspectos del
pensamiento de Bromberg como es su idea de que la psicoterapia está
experimentando un desplazamiento esencial desde la primacía de la cognición a
la primacía del afecto, del contenido hacia los procesos y el contexto, con el
abandono simultáneo del concepto de “técnica”.
El desarrollo de un sentido coherente y fluido del sí-mismo, del self,
proporciona una regulación afectiva estable de las relaciones personales, es
decir, una regulación internalizada, inconsciente y no verbal que, según ambos
autores, se asienta en las funciones del hemisferio cerebral derecho. En
consecuencia hablan del contacto emocional entre las personas como una forma de
diálogo entre los hemisferios derechos - en su conexión con el sistema límbico
- de los interlocutores. Veamos algunos argumentos que utiliza Shore en su
prólogo, inspirándose en la neurociencia.
La emoción, sugiere, es regulada de forma externa inicialmente por el
cuidador y se va internalizando progresivamente durante las primeras etapas del
desarrollo neurofisiológico. Las investigaciones recientes parecen apoyar
igualmente la idea de que el adecuado funcionamiento de las estructuras del hemisferio
derecho es responsable de una buena regulación del estrés . Por otra parte, la
reacción del niño ante el trauma se divide en dos patrones de respuesta: la
hiperactivación y la disociación. En el estadio primero, de hiperexcitación, el
refugio materno se convierte repentinamente en una fuente de amenaza,
despertando la reacción de alarma en el hemisferio derecho, sede tanto del
sistema motivacional del apego como del miedo. Consecuentemente se activan las
respuestas correspondientes del sistema nervioso autónomo que se expresan en un
aumento de la tasa cardíaca, la presión sanguínea y la respiración. Pero en un
segundo momento se produce la disociación como forma de reacción y defensa ante
el trauma, que permite el niño “desconectarse” del entorno traumático. Este
segundo estado se acompaña de una serie de cambios metabólicos contrarios la
hiperexcitación anterior del sistema nervioso autónomo (parasimpático frente a
simpático).
Shore informa de que los principales sistemas motivacionales (incluyendo
el apego, el miedo, la sexualidad y la agresividad) se asientan en las zonas subcorticales más profundas del
hemisferio derecho, siendo responsables de la expresión somática autónoma y de
la intensidad de la activación en todos los estados emocionales. El córtex
orbito-frontal desempeña una función adaptativa, como es el cambio fluido de
los estados corporales en respuesta a cambios en el entorno que no son
conscientemente evaluados, necesarios para lo que Bromberg denominará en el
capítulo 7 “mecanismo mental-cerebral” intrínseco en el funcionamiento mental
cotidiano, que selecciona el estado corporal más adaptativo dentro de la
coherencia del sí mismo. El hemisferio derecho controla no sólo la regulación
afectiva sino que también mantiene la coherencia en la sensación del propio
cuerpo, el control de la atención y del dolor y, finalmente, la estrategia de
la disociación como defensa ante el conflicto emocional.
La disociación patológica es un rasgo distintivo en los trastornos
infantiles del apego, en el trastorno pediátrico por malos tratos, en el
trastorno disociativo de identidad, en el trastorno por estrés postraumático
así como en los trastornos psicóticos, alimentarios, por abuso de sustancias,
somatomorfos, así como en las personalidades límite y antisocial.
Cuando se produce un trauma evolutivo, o un “tsunami” como decide
llamarlo Bromberg en este libro, si el niño no recibe el adecuado alivio
producirá un a sombra que acompañará a la persona durante su vida adulta. La
capacidad en el adulto para vivir una vida creativa, espontánea y estable, y
relacionalmente auténtica, requiere de una dotación natural extraordinaria y,
probablemente, de una relación sana (healing)
con una persona adulta que le permita el uso de dicha dotación. La disociación
es una defensa ante el trauma pero que proporciona protección a un alto precio
tras el esfuerzo del cerebro para repudiar (foreclose) el posible regreso de la alteración
afectiva asociada con el trauma relacional no resuelto. Ese precio es una
estructura mental disociada. El niño a partir de ese momento realiza un doble
recorrido hasta la etapa adulta, uno de ellos accesible a la conciencia y con
posibilidad de elección, y el segundo como una presencia en la sombra,
condicionando toda elección hacia una repetición de lo mismo a lo que parece
predestinada. Esta presencia se agrupa en los estados ‘no-yo’, que el sujeto ve
como extraños, con los que no se identifica pero que suponen una amenaza continua,
que nunca se desvanece.
El terapeuta intenta ayudar al paciente a recuperar su derecho a
existir como una persona completa, y para lograr esto debe ganar su puesto en
la relación analítica y, paradójicamente, gracias a los recelos del paciente,
no a pesar de ellos. Entiendo que con eso Bromberg significa que los recelos
del paciente - recelos ante el riesgo de volver a ser traumatizado - constituyen
la parte más positiva de su energía puesta a favor del cambio y en contra de la
resignación. Poco después recurre a la concepción de Tronick de un “estado de
conciencia diádica”. Este estado se produce - entre paciente y terapeuta, entre
niño y cuidador, entre dos personas cualesquiera - cuando la regulación mutua
es particularmente exitosa. No se trata simplemente de una experiencia
intersubjetiva más sino que tiene efectos dinámicos, como son el incremento de
la coherencia en el estado de conciencia del niño y su expansión, de crucial
importancia para el desarrollo. Se da la paradoja, siguiendo a Tronick, de que
lo que pasó se puede narrar, pero no lo que está pasando, lo que tiene gran
importancia al comprender la relación terapéutica. Y añado una idea que no es
explicitada en este momento del texto. El enactment
es algo que ocurre de forma inevitable y, esperamos, que afortunada, pero no se
puede narrativizar hasta después de pasado, que es como decir que el terapeuta
no puede controlar totalmente su aparición.
El primer capítulo se titula “Encogiendo el Tsunami” (Shrinkig the Tsunami) y sospecho que el
autor juega con el doble sentido de la palabra “shrink”, popularmente “loquero”,
con lo que podría implicar algo así como “analizando el trauma”. Cuenta una
experiencia infantil. Teniendo cuatro años le preguntó a su madre cómo sabía, en
el momento de su nacimiento, que se llamaba Philip. En esa época no existía el “no ser” ni la sombra de ese
abismo que los adultos llamaban “muerte”. Su madre siempre estaría con él y no
habría ninguna interrupción en la experiencia de sí mismo. Pero esto no es así
para todo el mundo. Algunos tienen con frecuencia la experiencia del no ser, es
decir, viven la amenaza real de que un terrible tsunami de afecto caótico y
desintegrador se esconde por ahí. El poeta escocés Robert Burns – finales del
siglo XVIII- rogó al Poder le concediera el regalo de verse a sí mismo a través
de los ojos del otro. ¡Cuidado con ese regalo!, porque esa imagen puede venir
de una parte disociada del “no-yo”. Si bien es cierto que no existe mayor
regalo que pueda recibir una persona que el de la intersubjetividad, la imagen
que nos viene de ese otro puede hallarse en extrema discordancia con la que
tenemos en ese momento de nosotros mismos. Esta amenaza es enfrentada mediante
la defensa de la disociación que puede abarcar desde la disociación más normal
a la más patológica, convirtiéndose en una estructura permanente que reduce de
forma drástica el rango de vivencias que se pueden experimentar. El sistema límbico parece ser que actúa
como un “detector de humo” - expresión que toma de Kolk - para poner en marcha
la disociación cuando se aproxima una vivencia que potencialmente desencadene
una alteración afectiva. Esta vivencia se puede desencadenar cuando la persona
intenta reflexionar sobre cuestiones del estilo de “¿Por qué estoy viviendo mi
vida de esta manera?”, cuestión típica de todo proceso terapéutico y que lleva
a los individuos a emprender un complicado cálculo sobre las posibles ganancias
y pérdidas de cualquier cambio. Esta pregunta tal vez se completa con la que
encontramos poco después:¿En qué medida vale la pena el precio pagado por la
protección contra el posible trauma?
Como en sus obras anteriores, Bromberg se complace y nos complace con
numerosas ilustraciones clínicas y viñetas que permiten captar su visión de la
clínica y su perspectiva respecto de la “técnica”. La primera viñeta que nos
ofrece es la de Alicia, una mujer que había alcanzado la fama, el éxito
financiero y la aclamación de la crítica como novelista pero vivía igual que
una reclusa. Estaba dotada para describir las interacciones sociales con
penetrante agudeza, sofisticación y talento por lo que él esperaba impaciente encontrarse
con una apasionante personalidad, y experimentó una decepción “parcialmente
disociada”. Se muestra cómo las expectativas del terapeuta pueden ser un
impedimento a la marcha de la terapia y cómo se pueden solventar mediante la
buena resolución de un enactment.
Durante la terapia, el horror disociado ante el pasado carga al
presente de un significado afectivo tan poderoso que cuanto más segura se
siente la paciente en la relación, más esperanzada comienza a sentirse Pero,
como consecuencia, menor confianza tendrá en sus mecanismos disociativos y en
su hipervigilancia como “seguro contra fallos”, contra la mala regulación de
los afectos. Por lo que ciertas partes del self se opondrán a cualquier signo
de que está confiando en sentirse segura, pero no demasiado segura. La
disociación busca evitar la representación cognitiva de algo demasiado fuerte para
soportarlo conscientemente, pero también disocia aspectos de la comunicación e
interacción con los otros y con su mundo. El enactment da expresión a la experiencia afectiva disociada
encerrada en una cápsula compartida de lo “no-yo”, y ayuda a simbolizarla
cognitiva y lingüísticamente. Dentro de esta cápsula, cuando cambia el estado
del self del paciente también cambia el estado del self del terapeuta, con
idéntica disociación.
Recoge una observación famosa de Laub y Auerbahn que ayuda a comprender
el funcionamiento del trauma: “La naturaleza del trauma consiste en eludir que
lo conozcamos tanto como defensa como por déficit. … El trauma también
arrincona y vence sobre nuestra capacidad para organizarlos“. La experiencia
traumática puede tomar la forma de la memoria episódica, a menudo inaccesible a
la persona excepto en lo afectivo, pero también puede consistir sólo en sensaciones
somáticas o en imágenes visuales que pueden volver como síntomas físicos o como
flashbacks sin significado narrativo. Las impresiones sensoriales de la
experiencia se conservan en la memoria afectiva y permanecen como imágenes
aisladas y sensaciones corporales que se sienten como cortadas del resto del
self. El proceso disociativo tiene una vida relacional propia, tanto
interpersonal como intrapsíquica, que se desarrolla entre el paciente y el
analista en el fenómeno disociativo diádico que denominamos enactment.
La vergüenza, sentimiento producido como efecto secundario del trauma,
no es el afecto asociado con algo malo que uno ha hecho, sino que uno se avergüenza de lo que es. Para superar la vergüenza debe cambiar la persona en su
conjunto. Pero la vergüenza normalmente está disociada de manera que es
improbable que el terapeuta la perciba, sobre todo si se centra en las
palabras. Por eso debe buscarla de activamente cuando se estén elaborando
aspectos propios del trauma. El objetivo al trabajar con los enactments es lograr que el paciente
perciba la diferencia entre tener miedo y tener cicatrices (feeling “scared” and feeling “scarred”)
(p. 24). Aunque a veces la elaboración de la experiencia traumática puede
llevar al paciente muy traumatizado a la experiencia amenazadora de “estar en
el borde”.
Cada estado del self se dedica a mantener su propia versión de la
verdad y busca secuestrar la parte del self que conoce el tsunami y a borrar
las huellas de la disociación. Como decía brillantemente Laing, recuerda
Bromberg, no tenemos conciencia de que existe algo que necesitamos mantener
fuera de la conciencia, por lo que no tenemos conciencia de que necesitamos no
tener conciencia de que necesitamos no tener conciencia. Esta guerra interior y
desconocida entre estados del self nos paraliza, de hecho, ante determinadas
realidades, como a Hamlet en su busca de venganza.
El paciente habitualmente enfrenta la situación terapéutica con la
intención paradójica de cambiar pero seguir siendo el mismo, algo que es, claro
está, lógicamente imposible. Todo cambio, en esa medida, supone la negociación
con partes internas contrarias, voces que claman por permanecer igual y
preservar la continuidad del self. Cuando finalmente llegas ahí, ese “ahí” ya
no está “ahí”, anota parafraseando a Gretrud Stein (there’s no there there). O, en el poema de Robert Frost: “We dance round in a ring and suppose,/
But the Secret sits in the middle and knows”. Precioso
fragmento que muestra su exquisito gusto literario y que me arriesgo a traducir
como: “Danzamos en círculos y suposiciones,/ Pero el Secreto se para en medio y
sabe”. Ese secreto que se queda
parado en medio es una forma subjetiva de la realidad incomunicable mediante el
discurso ordinario, subsimbólica. Y
el enactment es el proceso
disociativo diádico –la cápsula- en el que la comunicación subsimbólica
permanece inaccesible hasta que el terapeuta percibe cierta “excoriación” o chafting, según Donnel Stern, es decir,
algo que le hace sentirse incómodo. Lo disociado sólo se capta, cuando se
logra, a través de metáforas, como es la de sentir “una china en el zapato” que
decía una paciente con problemas de bulimia, en lugar de recordar el pasado de
abusos que se mantenía secreto. Cuando el secreto es revelado en el enactment, el paciente comenta algo
verbalmente y tú respondes de alguna manera, pero simultáneamente se produce
otra conversación que es como una conversación entre los sistemas límbicos de
ambos participantes, que diría Schore.
La necesidad del niño de comunicar su experiencia al cuidador, el otro
necesario, es teñida de vergüenza cuando éste no reconoce esa experiencia como
algo legítimo en lo que pensar, amenazando así el vínculo que sustenta la
estabilidad del self. El niño no siente que haya hecho algo mal, sino que el error está en su self, en toda su persona.
Como defensa parcial tiene a su alcance la posibilidad de disociar esa parte de
sí mismo, convertirlo en “no-yo”, pero el sentimiento de inseguridad permanece
pues ese “no-yo” le persigue como un fantasma. Comunicar este secreto al
terapeuta también produce una intensa vergüenza y temor a que éste tampoco
reconozca la experiencia como legítima y así perder ese vínculo. La única
salida de este conflicto es que el terapeuta descubra sus propias aportaciones
de material disociado al enactment y las use en la relación.
Cuando todo va bien, la persona sólo es levemente consciente de los
estados del self separados ya que cada uno de ellos funciona como parte de una
saludable ilusión de coherencia en la identidad personal. Ningún estado del
self llega a percibirse nunca como totalmente extraño a la propia identidad,
por mucha beligerancia que mantenga con las otras partes del self. Por tanto,
la función normal de la disociación fortalece la integración del yo, eliminando
estímulos irrelevantes o excesivos, algo necesario para la estabilidad y
crecimiento de la personalidad. Aunque la disociación permita separar de la
conciencia determinados contenidos y partes del self, o estados del self, no
debe ser confundida con el mecanismo freudiano de la represión (p. 49). La
disociación es una defensa contra lo insoportable, la inundación de afectos tan
intensos y caóticos que alteran el normal ejercicio del intelecto, no
simplemente contra lo desagradable, como es la represión. En analogía
neurológica se dice que aquello que el cerebro no puede regular intenta
controlarlo. También es responsable de que el individuo no sea capaz de
observarse a sí mismo de forma reflexiva a través del otro, por la separación
de los estados del self, separación que califica de “hipnoide”, es decir,
dependiente de un fenómeno de hipnosis, en la línea de Pierre Janet. Lo que el
psiquiatra francés afirmaba de la histeria, es decir, que no era una enfermedad
mental como las otras, sino un trastorno de la capacidad personal de síntesis,
sería aplicable a todos los pacientes. Cuando un paciente no es capaz de
elaborar el conflicto intrapsíquico, el objetivo de la relación terapéutica
debe ser el superar las “verdades” aisladas en cada estado del self independiente,
ayudándole a “mantenerse en los espacios” o entre los intersticios (título de
su primer libro: Staying in the Spaces)
entre esos estados, soportando el conflicto interno.
Lo que Janet denominaba “síntesis personal”, es descrito mejor, en
opinión del psicoanalista neoyorkino, como un estado fluido de comunicación en
el self, manteniéndose en el espacio comprendido entre diferentes realidades
sin perder ninguna de ellas. Este proceso puede ser descrito también
adecuadamente con el término de mentalización
introducido por Fonagy en el psicoanálisis contemporáneo. La buena
mentalización reduce la necesidad de disociación. Se ha prestado especial
atención en la forma de facilitar la simbolización cognitiva de la experiencia
afectiva que no ha logrado ser procesada. Esta experiencia ha recibido
diferentes nombres: subsimbólica
(Wilma Bucci), no formulada (Donnel
Stern), para Bromberg se trata de la experiencia disociada y según la
psicología de la memoria, se refiere con términos como no declarativa o procedural
(que también en castellano se llama procedimental).
Según él esta experiencia se hace inicialmente evidente al analista como un
fenómeno perceptivo.
Una de las elaboraciones “técnicas” que sobresalen en el tratamiento
que ofrece Bromberg de los enactments,
está en relación con el “sistema del miedo”, y caracteriza estos momentos de
encuentro como algo que se produce cuando la situación es segura pero no demasiado segura. En estas situaciones
se repiten en la relación analítica los mismos fracasos del pasado del paciente,
pero afortunadamente ocurre algo más que una mera repetición. Se trata de
“sorpresas seguras” porque una nueva realidad sólo se hace presente a través de
la sorpresa, entre la espontaneidad y la seguridad, construida por terapeuta y
paciente. Esta situación que se revive es una analogía del trauma evolutivo, algo que parece más atractivo y pleno de
significado que el trauma masivo, que describe de forma semejante
a lo que conocemos por las clasificaciones oficiales como trastorno por estrés postraumático. Es fácil entender su
razonamiento de que aquellos pacientes que sufrieron el primer tipo de trauma
son más frágiles para que el segundo tipo deje huellas más marcadas.
Este capítulo dedicado al abismo disociativo – el 4 º - comienza con un
pensamiento sobresaliente:
Los buenos clínicos son buenos clínicos, no
importa cuál sea su familia de origen. Pero los vínculos de apego influyen
sobre en qué medida el clínico es capaz de apartarse libremente de los
conceptos y del lenguaje de aquella teoría – las “palabras adultas” – que
moldeó originalmente esos vínculos. (p. 67)
Ningún autor, viene a decirse, por importante o influyente que nos
resulte, debe ser arrogado de una autoridad incuestionable. El concepto del psicoanálisis relacional – término que
parece ser fue acuñado por Stephen Mitchell en las reuniones de un pequeño
grupo de analistas – representa un punto de vista común sobre cómo se
desarrolla la mente humana, en sus aspectos normales y patológicos, y sobre
cómo debe desarrollarse la terapia analítica, pero al mismo tiempo es un
término no tan específico que obligue a adherirse a un conjunto de ideas dado.
Bromberg lo reformula como interpersonal/relacional para honrar la contribución
de Harry Stack Sullivan y de la teoría de las relaciones objetales. Otra idea
importante relacionada, que reformula la concepción clásica de que una
interpretación correcta y perfectamente refinada será lo que permitirá al
paciente “captar” lo que se le dice como algo que procede de un insight emocional,
no simplemente intelectual, coincidiendo así la interpretación del analista y
la comprensión del paciente. Sin embargo, lo que guía la atención del analista
interpersonal/relacional, al menos en el caso de Bromberg, no son tanto los
contenidos que el paciente produce, por sí mismos, sino los cambiantes estados
mentales que organizan dichos contenidos. La mejor interpretación será, en
consecuencia, la que se dirija a la diferenciación de estados “yo” y “no-yo”
mediante la familiarización mutua que se logra negociando las situaciones de enactment.
Cuando un paciente se presenta con actitud oposicionista después de una
sesión que en apariencia había sido satisfactoria para ambos, la razón puede
provenir de que el estado del self presente estaba disociado como estado del
self “no-yo” en la “buena” sesión previa. En la segunda sesión son atacados el
analista y la parte del paciente más agradable para el analista, por haber
participado en una sesión terrible. Esta parte del paciente se sintió
desatendida por el terapeuta y desea boicotear el tratamiento. La integridad de
su estructura mental se vio comprometida. Por este camino ataca Brombergh la
estrategia que preconiza Kernberg ante los pacientes límites, disociativos, que
consiste en señalarles que con su inconsistencia de una sesión a otra están
orillando el conflicto. Pero para el paciente, dicha “inconsistencia” carece de
marco de referencia en la medida en que la disociación está en funcionamiento y
sólo es capaz de percibir una parte de sí mismo en cada momento. El uso del
lenguaje del conflicto por parte del analista clásico amplía el abismo
interpersonal así como los intersticios dentro de la organización interna del
paciente. La interpretación de la transferencia y de la escisión – frente a la
consideración de la disociación - ante procesos que son fuertemente
disociativos no sirve para cuidar de la avergonzada necesidad de seguridad que
tiene dicho paciente dentro de la experiencia relacional inmediata.
Una señal de que los procesos de pensamiento de un paciente están
desconectados disociativamente es el incremento repentino de su pensamiento
concreto, por ejemplo, cuando se centra de forma rígida en el contenido de las
interpretaciones que el analista le ofrece, como si esos contenidos surgieran
aislados de la persona que los produce. Si, en caso de disociación apreciable
del paciente de una sesión a otra, Bromberg no se encuentra igual de disociado
e implicado, es decir, en un enactment, puede decirle al paciente algo del
estilo de: “Mira a ver si puedes recordar tu última sesión y volver como si
estuvieras ahora en ella” (p. 78). Esto es, busca que la reviva, no que hable
de ella desde el pensamiento. Estrategia que recuerda, a mi entender, la misma
que utiliza para interpretar un sueño, es decir, intentar que el paciente
reviva la escena del sueño como si estuviera sucediendo en el aquí y ahora. También pregunta “¿Cómo sería?” (“What is it like?”) cuestión
que le parece lo suficientemente amplia y simple como para permitir que el
paciente reviva la situación de una experiencia no procesada.
Llama la atención que un autor como el que nos ocupa, no especialmente
interesado por la filosofía, pero que rara vez incurre en ingenuidades, muestre
su interés sobre la cuestión de la verdad, atrevimiento que a mi entender le
honra. Trae a colación a una autora habituada a indagar sobre los fundamentos
teóricos del psicoanálisis, como es Marcia Cavell – en Paidós (2000) puede
encontrarse en castellano su apreciable libro publicado originalmente en el 96
– quien en un debate entre ambos afirmaba que aunque los puntos de vista sean
múltiples, la realidad solo es una. Con buen criterio Bromberg responde que quizá
esto es satisfactorio para un filósofo pero no para un clínico, pues la verdad
se divide entre los diferentes estados del self y el crecimiento del paciente
surge de la construcción negociada en la que la distinción entre lo “verdadero”
y lo “falso” pierde sentido. En el
espacio transicional, decía Winnicott, la realidad es un estado mental
compartido. Esta realidad construida socialmente, me permito añadir, que supone
una forma de vida y cierta manera de adaptación al mundo, en la que no todo es
convencional. (Sí, se me abre la puerta de un jardín: “la realidad construida
sirve para adaptarnos a la realidad”, pero éste no es momento de entrar en él).
Bromberg habla de la “técnica” – sobre todo en el capítulo 6º - entre
comillas pues desea separarse todo lo posible de este concepto del
psicoanálisis clásico, acción que comprende que puede ser considerada una “traición”,
también entre comillas. Su experiencia del proceso terapéutico se asemeja a lo
que le ocurre cuando quiere escribir un trabajo, pues hasta casi el final no
descubre exactamente el tema general del texto, con el que simultáneamente ha
mantenido un diálogo. Pero cuando un analista habla de que utiliza su mente
como un “instrumento analítico” la está tomando como una herramienta que se usa
para entender al paciente, y esta “comprensión” va íntimamente unida a su
concepción de la “técnica” como un
conjunto de reglas, más o menos rígidas o flexibles, para inferir lo que se
halla oculto en el inconsciente del mismo, de forma neutra, sin contaminar el
material. Para ilustrar su crítica frente a esta posición recurre a un
fragmento de una novela escrita por el noruego Per Peterson (Out Stealing Horses):
La gente así, cuando le cuentas una buena
cantidad de cosas, en un tono modesto e íntimo, va y piensa que te conoce, pero
no te conoce, sabe cosas sobre ti,
porque lo único que vislumbran son hechos, no sentimientos… de ninguna manera
lo que te ha pasado ni cómo te han convertido en lo que ahora eres las
decisiones que tomaste. Lo que hacen es
rellenar con sus propios sentimientos y opiniones y prejuicios, y construyen
una vida nueva que no tiene un comino que ver con la tuya, y eso te permite
escapar del anzuelo. (pp. 67-68, subrayado de Bromberg)
El psicoanálisis relacional supone un cambio de paradigma, desde una
psicología unipersonal, centrada en el individuo, a una psicología bipersonal,
centrada en la relación. Se ha pasado de la primacía del contenido a la
primacía del contexto, de la cognición al afecto y, afirma, también se ha
producido un alejamiento del concepto de “técnica”, aunque todavía no haya sido
descartado (p. 126). Reconoce que la mayoría de los analistas clásicos se
esfuerzan por aplicar las reglas técnicas de una manera razonable y humana, con
flexibilidad y teniendo en cuenta los aspectos relacionales y la experiencia
mutua. Sin embargo, el problema estaría en la raíz de la actitud analítica pues
la “atención libremente flotante” que preconizó Freud configura un uso de la
relación y de la experiencia emocional experiencialmente
no relacional. La “atención libremente flotante” y la “técnica” dividen
radicalmente la actividad del analista entre “cómo escuchar” y “qué hacer”,
situándose inevitablemente fuera de la díada.
En la mayoría de las actividades humanas la técnica no es suficiente,
ya sea cuando se interpreta música en una banda o cuando se participa en una
psicoterapia. En la relación analítica no es posible separar lo personal de lo
profesional:
…el “camino real hacia lo inconsciente” es
transformado en un inconsciente relacional –un camino común y corriente en el
que la única recomendación técnica que se puede plantear es la de reconocer que
parte del viaje es la apariencia impredecible de los baches. (pp. 131-132)
El concepto de técnica no es
sólo innecesario, es un estorbo. Y lo mismo se hace extensivo a la técnica que
se apoya en la psicología experimental, al menos según se deduce de un
comentario que hizo hace cincuenta años alguien tan alejado de la clínica
psicoanalítica como Paul Meehl, ya que, insiste Bromberg, el ingrediente
fundamental de una relación terapéutica es la espontaneidad. Para ser efectivo
un terapeuta debe acercarse al funcionamiento de un actor, olvidando lo que se
ha estudiado en la academia si su formación ha sido la adecuada, como sugería
Theodor Reik.
Una de las aportaciones que me han resultado más originales es su
perspectiva crítica del concepto de fantasía
inconsciente (cap. 7). Cada ser humano estaría poseído por un escenario
inconsciente que actúa de forma repetitiva y lleva a la toma de decisiones que casi
tienen una vida propia, emergiendo a veces como un drama que moldea el curso de
la vida, que anula el juicio y la memoria de la experiencia pasada. Ahora bien,
este término de “fantasía inconsciente” nos hace creer que sabemos más de lo
que en realidad sabemos. Una engañosa ilusión de claridad. El fenómeno ha
podido ser sugerido por los poetas como una forma de escondernos detrás de
nosotros mismos (Emily Dickinson), o con la imagen de innumerables espíritus
que vuelan alrededor de ti (Alexander Pope). La fantasía inconsciente es en
Freud un procedimiento para la satisfacción de deseos, mientras que para M.
Klein, entiendo, es más un proceso de construcción del psiquismo. En cualquier
caso, lo que Bromberg plantea sin vacilación es que con lo único que un
analista puede trabajar con su paciente es con la fantasía consciente. Porque una experiencia afectiva no simbolizada sólo
puede volverse consciente mediante la simbolización, en un contexto de
experiencia relacional que permita organizar el sentido de la interpretación.
La fantasía inconsciente implica la existencia de un pensamiento enterrado, más
que un modo de relacionarse con el mundo. Proponer la existencia de una
fantasía inconsciente modifica la naturaleza esencial del término “fantasía”.
¿Si es inconsciente, cómo podemos determinar que es irreal, imaginaria o
semejante a un sueño diurno? El hecho de afirmar que la mayoría de nuestras
actividades son inconscientes no puede hacerse extensivo sin más a la fantasía,
pues no hay ninguna prueba de ella.
Bromberg está esgrimiendo un argumento que guarda bastante semejanza
con el que utilizó Wittgenstein en varias ocasiones. Un psicoanalista – dice el
filósofo vienés – es aquel que mantiene la teoría de que el comportamiento de
la persona viene, en gran parte, determinado por 'motivos inconscientes', es
decir, tiene un motivo pero no lo conoce. Si alguien expresa escepticismo ante
el principio de que un motivo o deseo puede ser inconsciente el psicoanalista
afirmará que se trata de un hecho comprobado: "lo dirá como alguien que
está destruyendo un prejuicio corriente". Pero este cambio de perspectiva
implica también confusiones conceptuales radicales. Los psicoanalistas se
equivocan al interpretar los deseos inconscientes como un tipo de deseos, etc.,
y transfieren parte de la gramática de 'deseo' a 'deseo inconsciente'.
Confundidos por su propia, y nueva, convención representativa piensan que en
cierto sentido han descubierto "pensamientos conscientes que eran
inconscientes". Piensan que el sujeto se encuentra separado de sus propios
estados inconscientes, que la conciencia es una pantalla ante el inconsciente. Entre
otras cosas, tanto Bromberg como Wittgenstein están aludiendo a que se dota a
lo inconsciente de la misma cualidad de interioridad y ocultamiento que suele
poseer generalmente el concepto de ‘mente’ en nuestra cultura. En MacIntyre
(1958, p. 103) se apunta a las implicaciones de dicha idea plasmadas de forma
nítida: “… sería como reduplicar la mente sustancial consciente de Descartes
con una mente sustancial inconsciente”. Y añade “Lo inconsciente es el fantasma
de la conciencia cartesiana”.
Volviendo al texto de Bromberg, se puede afirmar que un enactment es un fenómeno intrapsíquico pero
que se desarrolla interpersonalmente, y es a través de este proceso como lo “no-yo”
es convertido simbólicamente en “yo”, un aspecto relacional de la identidad. En
ese sentido, dice citando a Fingarette, el insight no es como el descubrimiento
de un animal que está oculto entre los arbustos. En otro de sus libros se lee
la descripción de lo incosnciente como el hecho de levantar una piedra para
observar los insectos que pululan por debajo. No es la revelación de una
realidad pasada y oculta, sino la reorganización del significado de la
experiencia presente, en relación con el futuro y con el pasado. Podemos ver a
una persona presa de los espíritus, pero no a los espíritus en cuanto tales. La
fantasía inconsciente es el resultado exclusivamente de una inferencia. Ante
esto pienso que se podría objetar que la mayoría de las ciencias funcionan con
conceptos inferidos, y no puede ser de otra manera, pero, y en esto vuelvo a
estar de acuerdo con la crítica a la fantasía inconsciente, estas entidades
internas e inconscientes sólo son defendibles desde el psicoanálisis clásico,
leal al dominio de la interpretación, que se mueve dentro del paradigma
cartesiano y que el psicoanálisis relacional deberá abandonar en breve. Sin
embargo, en un giro final que llama mi atención, Bromberg no abandona por
completo la interpretación, ni el concepto de “fantasía inconsciente”, sino que
les concede cierto poder heurístico siempre que se tomen como una experiencia
disociada co-construida y no como un pensamiento reprimido en la mente. Recurre
a Peter Fonagy para establecer la distinción entre patología por conflicto y patología
evolutiva – la que nosotros habitualmente conocemos como patología por déficit – para separar la
experiencia interpretable de la no interpretable, pertenecientes
respectivamente a un self reflexivo o a un self pre-reflexivo.
El deslizamiento estructural de la disociación al conflicto se muestra
en la clínica por un incremento en la capacidad para alcanzar la autorreflexión
y que una parte del self observe a otra, antes estaban disociadas, posiblemente
con desagrado. El analista tiene que estar presente en ese proceso mediante la
palabra, tiene que hablar para que el paciente “lo vea” y acceda, en el aquí y
ahora de la relación, a sus estados disociados. De las funciones mentales
comprometidas por el trauma y la disociación, la percepción es una de las que
están en mayor riesgo porque el trauma amenaza la capacidad cognitiva para
manejar imágenes y, por tanto, para construir sentido a través de la
percepción. La percepción es un proceso relacional del individuo con el mundo
circundante. Los fragmentos no procesados se mantienen en la memoria como
fragmentos no utilizables que aparecen como fotos sueltas sin significado. Su
mayor ambición como psicoanalista ha sido la de explorar las implicaciones de
una mente humana configurada relacionalmente, como un sistema autoorganizado.
En esa mente la disociación normal tiene su utilidad cotidiana asegurando el
funcionamiento creativo de las funciones mentales y seleccionando el estado del
self más adaptativo en cada momento.
Termina Bromberg el libro recuperando un razonamiento que ya utilizó en
1974 con el que expresa la sospecha de que el psicoanálisis como institución
cumplió el importantísimo papel de conservar grandes descubrimientos, pero a
veces la misma institución que protege al niño es la que lo atrofia. En cambio,
la capacidad de la mente para deslizarse entre diferentes estados del self, sin
perder su sensación de continuidad, es la que hace posible utilizar aquellas
partes disociadas que pueden resultar tremendamente productivas. Esto también
puede pasar con la lectura de diferentes autores y obras. Recurre al conocido
libro de Carlos Ruiz Zafón, La sombra del
viento – que quizá ha inspirado al propio Bromberg en el título de éste que
comento -: “Cada libro, cada volumen que ves aquí, tiene un alma. El alma de la
persona que lo escribió y de aquellas que lo leyeron y vivieron y soñaron con
él”. Yendo un poco más allá, propone que nuestras mentes no están encerradas en
nuestras cabezas sino que las personas obtienen información de fuentes muy
remotas con las que en apariencia no tienen contacto.
Deseo señalar cómo Bromberg reconoce al final de la obra su deuda
intelectual con Sándor Ferenczi, por una parte, y, entre las múltiples
influencias literarias que utiliza con soltura y pertinencia, destaca la obra
de la poetisa Emily Dickinson. Y termina con un poema o aforismo de la italiana
Alda Meini que traduzco así:
El psicoanálisis
Siempre busca un huevo
En una cesta
Que se ha perdido.
Durante más de cien años los psicoanalistas se han formado para hablar
a sus pacientes, mediante la asociación y la interpretación, sobre una cesta inferida que contenía
un “huevo”, la fantasía inconsciente. Pero el huevo no es un contenido
enterrado que se desentierra, sino la simbolización conjunta
terapeuta-paciente, mediante el enactment, de un proceso relacional disociado.
Bromberg, P.M. (1998). Standing in the Spaces. Essays on Clinical
Process, Trauma, and Dissociation. New Jersey: Analytic Press.
Bromberg, P.M. (2006). Awakening the
dreamer: Clinical journeys. New Jersey: Analytic Press.
MacIntyre,
A. (1958). El Concepto de Inconsciente.
Buenos Aires: Amorrortu, 2001.