Rodríguez Sutil, C. (2012). Reseña de la obra de László F. Földényi “Melancolía”. Clínica e Investigación Relacional, 6 (1): 129‐132. [Recuperado de www.ceir.org.es ]
Es de alabar la labor editorial que viene realizando Galaxia Gutenberg con una serie de ensayos de gran nivel intelectual, como éste que ahora nos ocupa o, por recordar solo alguno, la obra del mismo autor, titulada Goya o el abismo del alma, que no he leído, o el muy agradable y documentado Elogio del Individuo de Tzvetan Todorov, aparecido hace pocos años. El lector en castellano puede disfrutar de la lectura de este gran libro – en su estupenda traducción ‐ de una riqueza y minuciosidad tal que difícilmente se deja resumir, por lo que se refuerza mi tendencia a no ofrecer propiamente un resumen o recensión, sino una serie de comentarios mejor o peor hilvanados sobre las ideas que me han parecido más importantes y aquello que las mismas me han sugerido.
La melancolía posee una dilatada tradición en la teología cristiana, cuya distancia con la política siempre ha sido escasa. Según la concepción médica de la Edad Media, el enfermo mental –es decir, también el melancólico- se curaba mirando largo rato mirando una imagen de Jesucristo o de María. El melancólico es considerado un hereje, un compañero del diablo, aunque también puede ser melancólico quien piensa demasiado en Dios. El melancólico, caviloso, buscando sus causas llega a poner en duda el mismo universo. Se le acusa de un doble pecado: además del pecado original y colectivo, lo oprime un pecado individual, pues rechaza el Bien en un acto de libre albedrío. Es un pecado mortal. El monje melancólico se queda solo no únicamente en lo físico, sino también en su alma, se aparta de la casa de Dios y se convierte en presa del Diablo.
En la Antigüedad griega y romana, la melancolía no era considerada propiamente una enfermedad sino un modo de funcionamiento, con grandes dones y algún que otro inconveniente. Sin embargo, el melancólico prototípico medieval, contrariamente al griego, no emprende nada, sino que se queda inmóvil. El frío seco es una de las características de Saturno, es decir, del planeta de la melancolía. San Pablo distinguía dos tipos de tristeza: la tristeza según Dios, que lleva a la bienaventuranza, y la tristeza según el mundo, que lleva a la muerte (Corintios). La tristeza según el mundo hace que el ser humano se congele en su naturaleza de Reseña de la obra de L. Földényi, Melancolía criatura. El hastío y el aburrimiento, la acedía, son consecuencia de una curiosidad imposible de satisfacer. Según san Buenaventura (siglo XIII), la acedía tiene dos raíces: la curiosidad (curiositas) y el hastío (fastidium), el hastío sigue a la curiosidad imposible de satisfacer, y la pregunta inicial “¿Vale la pena vivir para Dios?”, se convierte sin solución de continuidad en “¿Vale la pena vivir?”. El concepto de aburrimiento pertenece, como demuestra Földényi, a la Edad Moderna y en mi experiencia no lo veo lejano de la “futilidad” característica del esquizoide, según Fairbairn. No habría aburrimiento, dice, si el ser humano fuera inmortal; pero en el aburrimiento, precisamente, se demuestra que el ser humano está condenado a morir. Quien se aburre siente que desaprovecha innumerables posibilidades, y al mismo tiempo ve al mundo de un modo negativo, que desaprovecha sus posibilidades ante el deterioro causado por el paso del tiempo. En el aburrimiento, precisamente, se demuestra que el ser humano está condenado a morir y que acabará como cualquier objeto inanimado, es decir, pierde la fe en la vida eterna.
Si el melancólico es culpable, por tanto, no es por accidente sino por propia decisión. El ser humano eligió el pecado por propia voluntad, dice santa HIldegarda en el siglo XII, anticipándose a Kierkegaard. Ambos relacionan los conceptos de temor y temblor con el pecado: Adán arranca el fruto del árbol para asegurarse la libertad, pero con la libertad elige también el pecado. Esto se acompaña de una nueva teoría, la teoría dual del “trastorno exclusivamente psíquico” o del “simple cambio físico”, que rompe con la unidad originaria e indiferenciable de cuerpo y alma que caracterizaba la concepción griega clásica de la melancolía. Así, según Santo Tomás (siglo XIII): “El cuerpo no forma parte de la esencia del alma, pero el alma se relaciona, según su esencia más profunda, con el cuerpo”. La garantía de la existencia de las cosas individuales es la existencia de Dios, pero Dios no es sólo la garantía, sino también el fundamento. En la separación entre alma y cuerpo, desconocida por la Antigüedad, el cuerpo lleva la peor parte. San Buenaventura avisa de los peligros del cuerpo:
Así como los jugos corrompidos y melancólicos producen, al desbordarse, sarna, erupciones y lepra, los cuales perjudican la pureza del cuerpo, los pensamientos impuros, los impulsos desordenados y las fantasías vergonzosas de mujeres, al desbordarse en el corazón, provocan jugos corrompidos y el deseo desordenado de la carne (p. 256).
La Edad Media no conoce la neurosis: las ataduras culturales son tan fuertes que sólo se puede “elegir” entre unas facultades mentales intactas o la locura. El neurótico, en cambio, no está loco, pero tampoco está sano. Va y viene entre imperativos contrapuestos; de ahí que ni la desesperación ni la perspectiva irónica sean ajenas a su estado. El melancólico medieval podía “decidir” entre el mundo cerrado y la nada, lo cual explica su locura; el melancólico renacentista, por su parte, no puede “elegir”: el mundo es, de entrada, abierto y abismal.
El hombre es de entrada melancólico, dirá Robert Burton, a comienzos del siglo XVII. Las causas de la melancolía son innumerables y de ahí que la enfermedad resulte incurable. Ahora bien, si todo el mundo está enfermo, la salud es un concepto desconocido; la salud es un parámetro utópico que, como toda utopía, sólo conduce a más melancolía. La melancolía es interpretada como una enfermedad, cuando se la considera peligrosa desde el punto de vista del poder. Se la reviste de un matiz político, de lo cual existen numerosos ejemplos en la historia moderna. Földényi apunta a ello pero tal vez no ve necesario entrar en esa cantera. De ella podemos extraer el optimismo revolucionario como continuación del “soldado de Cristo” que nunca desfallecía en su santa labor, actitudes que vienen en cada momento histórico impuestas por el poder. La Edad Media redujo todas las almas a una sola sustancia y había que diferenciar, “diagnosticar”, al melancólico, porque confiaba única y exclusivamente en sí mismo, se coloca conscientemente fuera de la comunión y de la comunidad.
En la Edad Moderna, aunque se demostró que el yo no puede atribuirse a una sola sustancia, se Reseña de la obra de L. Földényi, Melancolía descubrió que a pesar de su independencia, no es omnipotente. Kant sugirió que la impotencia que acompaña a la soledad y al aislamiento como la condición normal del ser humano. El melancólico, según Kant:
…tiene, sobre todo, un sentido de lo sublime. Las exigencias de lo general ofenden al ser humano en su individualidad pero, por otra parte, el ser sensible y concreto no es capaz de alcanzar por sí solo un significado generalizado, lo cual, según Kant, sería el requisito indispensable para cualquier autonomía. El ser humano es humano precisamente por pertenecer a dos mundos sin ser ciudadano de pleno derecho de ninguno de ellos. No obstante, el precio, de la libertad es la “inexpresabilidad”, porque así como la infinitud no puede ser expresada ni imaginada sin volverse finita (quien habla con Dios, o bien acaba siendo Dios o muere), la libertad individual crece en proporción directa con el crecimiento invisible de las barreras externas (p. 211).
Como continuación del problema medieval de los universales, la cuestión se planteó de la siguiente manera: hasta qué punto es el hombre un ser independiente, singular y transitorio y hasta qué punto una parte, un “caso”, del infinito universo divino. Según san Agustín, definidor de la sustancialidad del alma individual, el “yo” no es la suma de nuestras acciones (es decir, no es un elemento que se pueda ensamblar en un momento dado a partir de los componentes eternos – y externos ‐ del universo), sino una realidad finita e independiente; también interna, me permito añadir. Con esta idea, sentó las bases del concepto europeo de libertad y de individualidad y planteó de una manera que sigue vigente el conflicto del alma entre su singularidad e independencia, por un lado, y su repetibilidad y dependencia, por otro.
Con Kant se inicia la distinción entre el mundo percibido, el fenómeno, y el mundo tal como es en sí. El mundo es como yo lo veo, pero ¿cómo será el mundo de verdad? Con el desarrollo de la perspectiva en la pintura, desaparecen los parámetros de la experiencia común, que era la verdad única y superior. Todo se torna dudoso, incluso la exclusividad del punto de vista perspectivo. El melancólico de la época topa con este hecho. Los cuadros de la época que más reflejan la melancolía son también los que tematizan las contradicciones inherentes al punto de vista perspectivo.
El melancólico de la era moderna ya no es culpable sino que se alza a la categoría de “enfermo”, y no hay otra enfermedad que la física. Con la psiquiatría se intenta recoger la realidad de la melancolía desde la perspectiva de la medicina positiva, por lo que el concepto de melancolía desborda los esquemas clasificatorios, es un estado existencial que no permite ser fijado en categorías, por lo que es sustituida por la depresión con sus síntomas. La ciencia desconoce al alma como objeto de estudio y se centra en el cuerpo. Kraepelin consideraba que el examen patológico‐anatómico de los cadáveres como un camino legítimo en la delimitación de las enfermedades mentales porque el ser humano, la persona viviente, queda excluida de esta investigación:
El médico trata la enfermedad tácitamente como un objeto que aguarda una explicación
y cuya “objetividad” es independiente tanto del médico como de la situación existencial
del enfermo. No obstante, la relación entre la comprensión y su objeto no es en absoluto
externa; el simple hecho de su interdependencia demuestra que existe la relación interna. De todos es sabido que el conocimiento requiere una profunda identificación
entre quien conoce y lo que se conoce (p. 309).
Földényi afirma en el último capítulo de esta bella obra que, para recuperar el concepto de melancolía, es necesario una revalorización radical de la relación entre cuerpo y alma, entre salud y enfermedad. Esta relación‐delimitación es algo que supera con creces los límites del conocimiento médico, implica a la sociedad. El internamiento en un pabellón psiquiátrico depende más de la tolerancia de la sociedad a determinados comportamientos que no al diagnóstico médico, a dónde se trace la frontera entre la cordura y la locura según el medio cultural y político. La explicación freudiana fue un intento serio por superar esas dicotomías, como muestra sin duda la adherencia pertinaz del creador del psicoanálisis a hablar del alma (die Seele) y de los múltiples y diversos fenómenos anímicos. Pero todo proceso anímico está motivado por las pulsiones que enfrentan al yo contra el mundo, la interioridad frente a la exterioridad. Según la brillante expresión de Erwin Straus, que recoge Földényi, el psicoanálisis es un “solipsismo antropológico”.
Como he dicho recientemente en otro lugar, esa interioridad se apoya en la promesa de la inmortalidad y, al mismo tiempo, se siente amenazada por la realidad innegable de la muerte, o se ha creado como refugio endeble ante ella. Pienso, desde luego, que la angustia ante la muerte es la fuente principal de toda angustia aunque en el pánico psicótico adopte la forma del horror ante la fragmentación y el desmoronamiento. Si descubrimos que nuestra interioridad no es una sustancia sino que se trata de un reflejo engañoso de la exterioridad, una exterioridad en continuo cambio, podremos superar en parte el temor a la muerte. Digo en parte por la misma razón que la angustia es inherente a nuestra existencia. Pero, fuera del dolor y del sufrimiento, el temor a la muerte no es en el fondo más que la pena ante la soledad absoluta e irreversible. Acaso esa angustia ante la soledad es el descubrimiento de lo desconocido, del saber absoluto.
Una de las historias que se recogen en este último capítulo procede de un poema de Schiller, La Imagen Velada de Sais. Un joven deseoso de llegar al saber absoluto levanta el velo de la imagen de Isis y un ojo terrible captó su mirada aterrorizada: el caos, el abismo insondable, la anarquía de la existencia. Pienso que también, y quizá Földényi estaría de acuerdo, experimentó el estado de soledad absoluta.
Es de alabar la labor editorial que viene realizando Galaxia Gutenberg con una serie de ensayos de gran nivel intelectual, como éste que ahora nos ocupa o, por recordar solo alguno, la obra del mismo autor, titulada Goya o el abismo del alma, que no he leído, o el muy agradable y documentado Elogio del Individuo de Tzvetan Todorov, aparecido hace pocos años. El lector en castellano puede disfrutar de la lectura de este gran libro – en su estupenda traducción ‐ de una riqueza y minuciosidad tal que difícilmente se deja resumir, por lo que se refuerza mi tendencia a no ofrecer propiamente un resumen o recensión, sino una serie de comentarios mejor o peor hilvanados sobre las ideas que me han parecido más importantes y aquello que las mismas me han sugerido.
La melancolía posee una dilatada tradición en la teología cristiana, cuya distancia con la política siempre ha sido escasa. Según la concepción médica de la Edad Media, el enfermo mental –es decir, también el melancólico- se curaba mirando largo rato mirando una imagen de Jesucristo o de María. El melancólico es considerado un hereje, un compañero del diablo, aunque también puede ser melancólico quien piensa demasiado en Dios. El melancólico, caviloso, buscando sus causas llega a poner en duda el mismo universo. Se le acusa de un doble pecado: además del pecado original y colectivo, lo oprime un pecado individual, pues rechaza el Bien en un acto de libre albedrío. Es un pecado mortal. El monje melancólico se queda solo no únicamente en lo físico, sino también en su alma, se aparta de la casa de Dios y se convierte en presa del Diablo.
En la Antigüedad griega y romana, la melancolía no era considerada propiamente una enfermedad sino un modo de funcionamiento, con grandes dones y algún que otro inconveniente. Sin embargo, el melancólico prototípico medieval, contrariamente al griego, no emprende nada, sino que se queda inmóvil. El frío seco es una de las características de Saturno, es decir, del planeta de la melancolía. San Pablo distinguía dos tipos de tristeza: la tristeza según Dios, que lleva a la bienaventuranza, y la tristeza según el mundo, que lleva a la muerte (Corintios). La tristeza según el mundo hace que el ser humano se congele en su naturaleza de Reseña de la obra de L. Földényi, Melancolía criatura. El hastío y el aburrimiento, la acedía, son consecuencia de una curiosidad imposible de satisfacer. Según san Buenaventura (siglo XIII), la acedía tiene dos raíces: la curiosidad (curiositas) y el hastío (fastidium), el hastío sigue a la curiosidad imposible de satisfacer, y la pregunta inicial “¿Vale la pena vivir para Dios?”, se convierte sin solución de continuidad en “¿Vale la pena vivir?”. El concepto de aburrimiento pertenece, como demuestra Földényi, a la Edad Moderna y en mi experiencia no lo veo lejano de la “futilidad” característica del esquizoide, según Fairbairn. No habría aburrimiento, dice, si el ser humano fuera inmortal; pero en el aburrimiento, precisamente, se demuestra que el ser humano está condenado a morir. Quien se aburre siente que desaprovecha innumerables posibilidades, y al mismo tiempo ve al mundo de un modo negativo, que desaprovecha sus posibilidades ante el deterioro causado por el paso del tiempo. En el aburrimiento, precisamente, se demuestra que el ser humano está condenado a morir y que acabará como cualquier objeto inanimado, es decir, pierde la fe en la vida eterna.
Si el melancólico es culpable, por tanto, no es por accidente sino por propia decisión. El ser humano eligió el pecado por propia voluntad, dice santa HIldegarda en el siglo XII, anticipándose a Kierkegaard. Ambos relacionan los conceptos de temor y temblor con el pecado: Adán arranca el fruto del árbol para asegurarse la libertad, pero con la libertad elige también el pecado. Esto se acompaña de una nueva teoría, la teoría dual del “trastorno exclusivamente psíquico” o del “simple cambio físico”, que rompe con la unidad originaria e indiferenciable de cuerpo y alma que caracterizaba la concepción griega clásica de la melancolía. Así, según Santo Tomás (siglo XIII): “El cuerpo no forma parte de la esencia del alma, pero el alma se relaciona, según su esencia más profunda, con el cuerpo”. La garantía de la existencia de las cosas individuales es la existencia de Dios, pero Dios no es sólo la garantía, sino también el fundamento. En la separación entre alma y cuerpo, desconocida por la Antigüedad, el cuerpo lleva la peor parte. San Buenaventura avisa de los peligros del cuerpo:
Así como los jugos corrompidos y melancólicos producen, al desbordarse, sarna, erupciones y lepra, los cuales perjudican la pureza del cuerpo, los pensamientos impuros, los impulsos desordenados y las fantasías vergonzosas de mujeres, al desbordarse en el corazón, provocan jugos corrompidos y el deseo desordenado de la carne (p. 256).
La Edad Media no conoce la neurosis: las ataduras culturales son tan fuertes que sólo se puede “elegir” entre unas facultades mentales intactas o la locura. El neurótico, en cambio, no está loco, pero tampoco está sano. Va y viene entre imperativos contrapuestos; de ahí que ni la desesperación ni la perspectiva irónica sean ajenas a su estado. El melancólico medieval podía “decidir” entre el mundo cerrado y la nada, lo cual explica su locura; el melancólico renacentista, por su parte, no puede “elegir”: el mundo es, de entrada, abierto y abismal.
El hombre es de entrada melancólico, dirá Robert Burton, a comienzos del siglo XVII. Las causas de la melancolía son innumerables y de ahí que la enfermedad resulte incurable. Ahora bien, si todo el mundo está enfermo, la salud es un concepto desconocido; la salud es un parámetro utópico que, como toda utopía, sólo conduce a más melancolía. La melancolía es interpretada como una enfermedad, cuando se la considera peligrosa desde el punto de vista del poder. Se la reviste de un matiz político, de lo cual existen numerosos ejemplos en la historia moderna. Földényi apunta a ello pero tal vez no ve necesario entrar en esa cantera. De ella podemos extraer el optimismo revolucionario como continuación del “soldado de Cristo” que nunca desfallecía en su santa labor, actitudes que vienen en cada momento histórico impuestas por el poder. La Edad Media redujo todas las almas a una sola sustancia y había que diferenciar, “diagnosticar”, al melancólico, porque confiaba única y exclusivamente en sí mismo, se coloca conscientemente fuera de la comunión y de la comunidad.
En la Edad Moderna, aunque se demostró que el yo no puede atribuirse a una sola sustancia, se Reseña de la obra de L. Földényi, Melancolía descubrió que a pesar de su independencia, no es omnipotente. Kant sugirió que la impotencia que acompaña a la soledad y al aislamiento como la condición normal del ser humano. El melancólico, según Kant:
…tiene, sobre todo, un sentido de lo sublime. Las exigencias de lo general ofenden al ser humano en su individualidad pero, por otra parte, el ser sensible y concreto no es capaz de alcanzar por sí solo un significado generalizado, lo cual, según Kant, sería el requisito indispensable para cualquier autonomía. El ser humano es humano precisamente por pertenecer a dos mundos sin ser ciudadano de pleno derecho de ninguno de ellos. No obstante, el precio, de la libertad es la “inexpresabilidad”, porque así como la infinitud no puede ser expresada ni imaginada sin volverse finita (quien habla con Dios, o bien acaba siendo Dios o muere), la libertad individual crece en proporción directa con el crecimiento invisible de las barreras externas (p. 211).
Como continuación del problema medieval de los universales, la cuestión se planteó de la siguiente manera: hasta qué punto es el hombre un ser independiente, singular y transitorio y hasta qué punto una parte, un “caso”, del infinito universo divino. Según san Agustín, definidor de la sustancialidad del alma individual, el “yo” no es la suma de nuestras acciones (es decir, no es un elemento que se pueda ensamblar en un momento dado a partir de los componentes eternos – y externos ‐ del universo), sino una realidad finita e independiente; también interna, me permito añadir. Con esta idea, sentó las bases del concepto europeo de libertad y de individualidad y planteó de una manera que sigue vigente el conflicto del alma entre su singularidad e independencia, por un lado, y su repetibilidad y dependencia, por otro.
Con Kant se inicia la distinción entre el mundo percibido, el fenómeno, y el mundo tal como es en sí. El mundo es como yo lo veo, pero ¿cómo será el mundo de verdad? Con el desarrollo de la perspectiva en la pintura, desaparecen los parámetros de la experiencia común, que era la verdad única y superior. Todo se torna dudoso, incluso la exclusividad del punto de vista perspectivo. El melancólico de la época topa con este hecho. Los cuadros de la época que más reflejan la melancolía son también los que tematizan las contradicciones inherentes al punto de vista perspectivo.
El melancólico de la era moderna ya no es culpable sino que se alza a la categoría de “enfermo”, y no hay otra enfermedad que la física. Con la psiquiatría se intenta recoger la realidad de la melancolía desde la perspectiva de la medicina positiva, por lo que el concepto de melancolía desborda los esquemas clasificatorios, es un estado existencial que no permite ser fijado en categorías, por lo que es sustituida por la depresión con sus síntomas. La ciencia desconoce al alma como objeto de estudio y se centra en el cuerpo. Kraepelin consideraba que el examen patológico‐anatómico de los cadáveres como un camino legítimo en la delimitación de las enfermedades mentales porque el ser humano, la persona viviente, queda excluida de esta investigación:
El médico trata la enfermedad tácitamente como un objeto que aguarda una explicación
y cuya “objetividad” es independiente tanto del médico como de la situación existencial
del enfermo. No obstante, la relación entre la comprensión y su objeto no es en absoluto
externa; el simple hecho de su interdependencia demuestra que existe la relación interna. De todos es sabido que el conocimiento requiere una profunda identificación
entre quien conoce y lo que se conoce (p. 309).
Földényi afirma en el último capítulo de esta bella obra que, para recuperar el concepto de melancolía, es necesario una revalorización radical de la relación entre cuerpo y alma, entre salud y enfermedad. Esta relación‐delimitación es algo que supera con creces los límites del conocimiento médico, implica a la sociedad. El internamiento en un pabellón psiquiátrico depende más de la tolerancia de la sociedad a determinados comportamientos que no al diagnóstico médico, a dónde se trace la frontera entre la cordura y la locura según el medio cultural y político. La explicación freudiana fue un intento serio por superar esas dicotomías, como muestra sin duda la adherencia pertinaz del creador del psicoanálisis a hablar del alma (die Seele) y de los múltiples y diversos fenómenos anímicos. Pero todo proceso anímico está motivado por las pulsiones que enfrentan al yo contra el mundo, la interioridad frente a la exterioridad. Según la brillante expresión de Erwin Straus, que recoge Földényi, el psicoanálisis es un “solipsismo antropológico”.
Como he dicho recientemente en otro lugar, esa interioridad se apoya en la promesa de la inmortalidad y, al mismo tiempo, se siente amenazada por la realidad innegable de la muerte, o se ha creado como refugio endeble ante ella. Pienso, desde luego, que la angustia ante la muerte es la fuente principal de toda angustia aunque en el pánico psicótico adopte la forma del horror ante la fragmentación y el desmoronamiento. Si descubrimos que nuestra interioridad no es una sustancia sino que se trata de un reflejo engañoso de la exterioridad, una exterioridad en continuo cambio, podremos superar en parte el temor a la muerte. Digo en parte por la misma razón que la angustia es inherente a nuestra existencia. Pero, fuera del dolor y del sufrimiento, el temor a la muerte no es en el fondo más que la pena ante la soledad absoluta e irreversible. Acaso esa angustia ante la soledad es el descubrimiento de lo desconocido, del saber absoluto.
Una de las historias que se recogen en este último capítulo procede de un poema de Schiller, La Imagen Velada de Sais. Un joven deseoso de llegar al saber absoluto levanta el velo de la imagen de Isis y un ojo terrible captó su mirada aterrorizada: el caos, el abismo insondable, la anarquía de la existencia. Pienso que también, y quizá Földényi estaría de acuerdo, experimentó el estado de soledad absoluta.