Comentario al libro de F. Summers (2013). The Psychoanalytic Vision. The
Experiencing subject, transcendence, and the therapeutic process. Nueva York: Routledge. Aparecido en la revista on-line Clínica e Investigación relacional. VOL.9 Nº 1 (2015)
La obra de Summers de la que voy
a hablar a continuación, y no propiamente a resumir, se estructura en tres
partes: teoría, clínica, y cultura y terapia. Muestra una extrema familiaridad
con el pensamiento psicoanalítico contemporáneo y con la filosofía
anticartesiana, sobre todo de Husserl y Heidegger, cuyos textos domina y cita
en abundancia de manera pertinente. Por
ello es comprensible que proponga que el método de Freud era predominantemente
hermenéutico, aunque desde el punto de vista teórico intentará fundamentar el
psicoanálisis en la ciencia neurológica y la doctrina pulsional. Los prejuicios
psicoanalíticos derivados de la teoría son muy difíciles de erradicar porque
todo comportamiento del paciente que surja después de una interpretación,
interpretación elaborada a partir de algún concepto teórico (el complejo de
Edipo, la teoría de la represión, las explicaciones sobre la resistencia), será
siempre explicado de acuerdo con el elemento teórico esgrimido.
En el primer capítulo se nos
ponen ejemplos clínicos de este fenómeno que no pertenece en exclusiva al
psicoanálisis clásico, freudiano o kleiniano. El error de esa postura no radica
exclusivamente en un prejuicio teórico, dice Summers, sino en el propio
supuesto de que el psicoanálisis posee un corpus de conocimientos, el error deductivista
de que la evidencia se puede encontrar en el material clínico (pp. 10-11). Este
error consiste en pensar que el “conocimiento” adquirido debe ser aplicado en
todos los casos, lo que lleva a malentender la experiencia del paciente en el
aquí y ahora. Frente a estos riesgos propone el psicoanálisis hermenéutico.
Los analistas hermenéuticos
consideran que es la experiencia del paciente, y no la teoría del analista, la
que debe dirigir el proceso:
La atención se centra en la revelación
del significado individual mediante la aplicación de reglas interpretativas, en
lugar de buscar un contenido concreto. En esta forma de interpretar dentro de
la indagación analítica, la teoría es un heurístico que se utiliza para
facilitar la comprensión de las vivencias del paciente, más que un corpus
preestablecido de conocimientos. (p. 11)
Ferenczi, por ejemplo, aunque
siguió utilizando la teoría de la libido, le dio un sentido amplio que le
permitió atender a aspectos de sus pacientes que poco tenían que ver con los
conflictos edípicos. Tanto él como su discípulo Balint opinaban que la
disposición del analista a responder y acoger al paciente era un factor
terapéutico de primer orden.
Los grandes analistas de
diferentes orientaciones teóricas han sido capaces de superar en la situación
concreta de la clínica sus supuestos teóricos, como Kohut o como Rosenfeld. En
lugar de insistir en sus constructos teóricos, adaptaron la técnica a lo que
estaban escuchando de sus pacientes, por ello la técnica de ambos puede
coincidir en muchos aspectos, a pesar de sus grandes diferencias teóricas,
desplazándose de una actitud interpretativa a otra más centrada en la
contención y la acogida, al holding, tal como lo definió Winnicott. El
proceso analítico, por tanto, se centra en las vivencias de paciente y
analista, más que en la teoría del analista. Tal vez, se podría entender, la
teoría es útil al analista para estructurar sus intervenciones, siempre que se
halle dispuesto a modificarla de forma permanente o, incluso, renunciar a ella cuando la cosa no funciona. Este es el uso heurístico de la teoría
al Summmers se refiere en este capítulo
El punto de vista del analista
no tiene por qué ser necesariamente superior al del paciente. Por ejemplo, cuando
el paciente pone sobre mi persona una imagen idealizada de alguien con grandes conocimientos
acumulados me gusta responder que, indudablemente, llevo muchos años trabajando
en la clínica y he leído muchos textos que me han resultado de ayuda, pero que
la tarea terapéutica es de ambos y él o ella tiene que ser más experto que yo sobre
su propia persona, por lo menos, y, añado, que cada terapia es diferente y
exige de mí un nuevo aprendizaje. Pero nuestra “declaración de fe” relacional
no nos libra del riesgo de adoptar una posición de dominio. Así, volviendo a
Summers, leemos:
Aunque la teoría relacional
ofrece una apertura teórica ante la experiencia del paciente, el riesgo está en
que el acento en el uso de nuestra propia experiencia propicie la posibilidad
de que dicha revelación y participación activa, en general, interfiera más en
la propia autoexpresión vivencial del paciente de lo que ocurre en otras
orientaciones teóricas. El riesgo no es la imposición teórica, como en otros
enfoques, sino una intrusión de la propia vivencia del terapeuta. (p. 15)
El sujeto del análisis,
concluye, es el sujeto en sus vivencias que incluyen todos los niveles
conscientes e inconscientes. Este sujeto es la fuente de la verdad analítica y
su árbitro.
Quizá la tesis más definitoria
de este libro y de la postura teórico-práctica de Frank Summers se deriva de su
definición de que el objeto del psicoanálisis no es la conducta ni ningún
indicador observable de la misma, como afirma en el capítulo segundo, sino la
experiencia del sujeto. Acusa a la psicología académica de “objetivismo”, por
centrarse sólo en lo que puede ser medido, y establece en consecuencia una
oposición objetivo/subjetivo a la que hace equivalente a
mensurable/hermenéutico o mensurable/sentido. Los argumentos críticos hacia la
cultura objetivista y sus peligros son ilustrados con ejemplos inspirados en la
actualidad política y social. Conductas socialmente poco honradas por parte de
grupos e instituciones, como aquellas que han dado origen a la gran crisis
económica que aún padecemos.
En primer lugar, dice Summers,
el principio de que la realidad es cantidad no se mantiene porque él mismo no
es cuantificable. El argumento recuerda los que se han apoyado en el Tractatus
(3.328) de Wittgenstein para criticar determinados usos de la “navaja de
Occam”, según la cual los elementos de una teoría -o de un sistema de la
lógica- no deben incrementarse sin necesidad. Si un signo no tiene uso tampoco
tiene significado, pero la navaja de Occam se cancela a sí misma pues carece de
significado, no se refiere a ninguna realidad externa al sistema de signos.
Posiblemente el recurso a
Wittgenstein habría ayudado a plantear algunos de los problemas del
psicoanálisis actual con mayor precisión y claridad, si bien la delimitación de
campos que nos ofrece es correcta en lo esencial, apoyándose en filósofos como
loa antes citados así como en numerosos autores analíticos. Por tomar el
ejemplo reciente, la oposición mensurable/sentido es en gran medida engañosa.
Frente a los defensores de la medida objetiva, que Summers critica con justicia,
nada nos obliga a mantener que nuestro objeto de estudio sea subjetivo u
oculto, sino que el sentido es público o no es. El sentido es tan objetivo como
cualquier otra realidad, múltiple o probabilística, aunque no sea mensurable.
Si seguimos el hilo de los ejemplos que sustentan su razonamiento, en cuanto a
conductas deshonestas, se puede pensar que en cierta medida confunde
“objetivista” con “materialista”, así en la página treinta utiliza la expresión
“American materialist/objectivist/culture”. Pero de ese riesgo
probablemente no esté libre por completo el psicoanálisis. Afirmar que el
psicoanálisis se opone al objetivismo dominante en la época y la cultura
actuales puede ser acertado. Pero sospecho que exagera un tanto cuando llega a
decir (p. 28) que el analista se ha convertido en un guerrillero que intenta
reafirmarse contra un enemigo que quiere destruir su esencia. Esto sólo lo
podrán afirmar unos pocos profesionales, sobre todo, aunque no exclusivamente, aquellos
que, psicoanalista o no, trabajan en centros comunitarios por un sueldo medio o
bajo y no cobran directamente a los pacientes por sus servicios.
La responsividad que
preconizaban tanto Fairbairn como Balint, que desde luego es un factor
terapéutico de primer orden, no encaja de forma tan directa como parece sugerir
Summers con la posición hermenéutica. Más bien se trata de una deducción
teórica, frente a las que parece estar en contra, que se deriva de las teorías
del apego y de concepciones como la “falta básica” de Balint o las necesidades
evolutivas de Winnicott, a quien también cita. Es decir, si pensamos que el
paciente requiere en la mayoría de los caso una acogida cálida que suponga una
aceptación y satisfacción de necesidades evolutivas es porque la experiencia
(también la investigación con bebés y niños pequeños) nos ha enseñado que estás
necesidades se encuentran en la problemática relacional de muchos niños y
adultos, en especial aquellos que acuden a nuestra consultas. (Sin embargo, qué
pasa cuando la acogida que espera y necesita el paciente es de rivalidad y
lucha).
Winnicott ocupa un lugar
destacado en el pensamiento de Summers, como en la mayoría de los autores
relacionales, al conceder un lugar significativo al desarrollo temprano del
self para la comprensión del ser humano. Se nos recuerda la cita ya clásica:
Cuando el bebé mira a la madre, lo que ve se relaciona con lo que la madre está
viendo. Es la mirada de la
madre la que permite el desarrollo equilibrado del bebé, como ha analizado
Jessica Benjamin – a la que Summers cita - tan detenidamente y con tan buenos
frutos. Pero añade:
Para que el bebé se encuentre en la mirada
de la madre tiene que verla como un sujeto de experiencia (p. 34).
Conviene recoger aquí la frase
de Summers en inglés:
For
the baby to find herself in the mother’s gaze, she must see the mother as a
subject of experience. [1]
En el juego hegeliano en el que
Benjamin se encuentra – Winnicot quizá también de forma implícita - la identidad del otro como sujeto es
concedida por el que podríamos llamar “sujeto originario”: desde Descartes, “el
yo”, aunque se trate de un “yo trascendental”. No llego a aceptar que el
desarrollo de la identidad del bebé se elabore así, pues, bien mirado, siempre se
trata de una concesión “de dentro afuera”. Somos llamados por nuestros hábitos
de pensamiento a colocarnos en una posición, en el fondo muy artificial o
patológica, para poder dudar de que quien te está cuidando sea un sujeto de
experiencia. Lo es, por definición, desde el primer contacto, como una vivencia
profunda y como transmisor del mismo concepto “sujeto de experiencia”. El
rechazo que recibo de ese sujeto de experiencia es el que me hace dudar de mi
propia identidad. Siempre es necesaria la presencia de ese sujeto “externo”
para evitar la disolución de mi propio self, y ese sujeto, o sujetos, se
encuentra reducido en número y calidad en las personalidades más deficitarias o
primitivas y en las psicosis.
Siguiendo a Margaret
Mahler, se observa que a la edad de
entre seis y nueve meses se produce la “diferenciación”, de la subfase de
separación-individuación. El niño toma conciencia de que no puede controlar las
idas y venidas de la madre y se ve forzado a admitir que la madre “tiene una
mente propia” (“has a mind of her own”). Pienso que con esto se quiere
decir que en ese momento el bebé descubre que su madre no está bajo su pleno
control, pero las rabietas por no conseguir lo que quiere ya se han producido
mucho antes (esa “frustración óptima” que tan brillantemente introdujo Kohut,
gran experto en narcisismo). No es que el bebé dote a su madre de mente, como
si le regalara una bola roja. El propio concepto de “mente individual” es una
creación culturalmente dependiente y no un proceso natural como algunas
descripciones evolutivas nos pueden hacer creer. Lo que ha cambiado, en
realidad, ha sido la locomoción, el gateo. En ese momento se puede hacer
evidente una construcción progresiva, y culturalmente condicionada, que se
fundamenta en la fragilidad y la carencia. Yo necesito un yo – un otro dentro
de mí – cuando me quedo solo. En cambio sí parece que estamos biológicamente
condicionados a ver los ojos del otro que me miran como algo cautivador, que
nos domina y nos da vida.
… este proceso no tiene que ver
sólo con el desarrollo del self, es, al mismo tiempo, la fundamentación de una
ética psicoanalítica basada en el reconocimiento y la apreciación de la
subjetividad del otro, es decir, una ética que se funda en la empatía. (p. 35)
Uno de los máximos esfuerzos del
psicoanálisis relacional se concentra en superar el círculo vicioso de la mente
aislada, promulgando la empatía con la que se dota al “tú” de identidad. Pero,
con ello seguimos sin librarnos del todo del egocentrismo cartesiano. Pues
seguiría siendo el “yo” todopoderoso el que te dota a “ti”. Bien al contrario,
con permiso de Lacan, el acto fundacional es la mirada del otro dotándome a mí
de empatía. Pues la empatía es el estado
natural y lo patológico es su pérdida. Si ese flujo se interrumpe en una fase
temprana, se producirá el estancamiento narcisista. En ese estancamiento deberé
reconocerme precariamente a mí mismo y la cantidad y calidad de los “tú” será
escasa.
La consideración de los
fundamentos del psicoanálisis lleva a Summers, y a nosotros con él, al examen
de las implicaciones éticas de nuestra postura. Su paciente John (pp. 39-40) se
quejaba de un sentimiento de vacío, sin dirección ni propósito. Su intranquilidad
le llevaba a violar los códigos morales para incrementar su sentimiento de
excitación, pero con ello lo que conseguía era, bien al contrario, aumentar su
vacío interior. Lo que intentó Summers fue hacerle aceptar progresivamente que
sus comportamientos poco éticos eran la causa de su vacío y no la consecuencia.
Es fácil para el inmoral, plantea,
racionalizar su conducta y negar que la transgresión tenga ningún coste. Pero
el coste es un self deteriorado difícil de reparar. Ahora bien, no queda muy claro
si está proponiendo una nueva moral o bien su esfuerzo va dirigido a reforzar
la moral tradicional. ¿Qué pasa cuando la persona está enferma a causa de sus
principios éticos? La escisión del self no solo se produce por la doble moral
negadora de la inadecuación de la propia conducta, en un sentido “positivo”:
aquello que me permito está bien. Sino también, incluso más a menudo, en un
sentido “negativo”: no me permito aquello que está mal; cuando esa inhibición
es negadora del propio desarrollo y plenitud (de estas cosas habló Nietzsche).
En resumen, a veces la respuesta sana es la transgresiva. Esto que acabo de
enunciar podría apoyarse en una idea del propio Summers expuesta con
perspicacia más adelante (p. 98 y ss.) en cuanto a que debemos guiar nuestras
indagaciones no sólo sobre lo que la persona es sino también, y muy
importante, sobre lo que la persona no es, pero desearía ser o podría
llegar a ser. El análisis no es una mera indagación del pasado sino una
prospección del futuro.
Sin embargo, lo que nos ofrece ahora
puede ser una solución moral un tanto ingenua (egocéntrica) cuando sugiere que:
El self que realiza sus
capacidades es una fuente de empatía para los demás y de integridad. (…) no es
preciso ningún recurso a la religión o a la monarquía para alcanzar lo
correcto. La ética emerge del crecimiento del self. (p. 42)
Se inspira en Charles Taylor
para proponer una ética individualista. Pero entiendo que la ética nunca es
sólo del individuo, la decisión sí, y el último reducto de la decisión será
individual, pero la decisión se toma siempre a partir de códigos establecidos. La
religión no se espanta con un mero gesto pues hasta su rechazo implica una toma
de posición religiosa. Por poner un ejemplo, el resto de esta obra es una
defensa, a menudo brillante, de la nueva ética del psicoanálisis que consiste
en tomar al paciente como persona y no como objeto de estudio inerte, desde un
enfoque hermenéutico, en un plano de igualdad. Esta es una postura ética y ¿por
qué no? religiosa. Summers lo llama con
gran acierto “movimiento romántico” en el psicoanálisis contemporáneo, a lo
largo de la segunda parte, en la que cita A Eigen, Casement, Bion y muchos
otros que han ayudado a concebir “lo inconsciente” como un adjetivo para
calificar los procesos psíquicos, en tanto vivencias o experiencias. Se
recomienda una actitud de “no conocimiento” (p. 53). La tentación de
omnisciencia por parte del analista puede sofocar a la persona en la apertura
de su indagación. Por ahí va la nueva “técnica” que se inició con la psicología
del self.
No obstante, adoptar esta
posición romántica es una decisión ética que no “inventa” propiamente nada, no
surge espontáneamente del individuo analista sino que es una trasposición a la
situación analítica de lo que realmente son nuestras relaciones interpersonales
más satisfactorias, aquellas en las que el otro no es tomado como objeto sino
como sujeto. Sospechamos que esta posición era la adoptada por los padres del
psicoanálisis, aunque no siempre encontró adecuado reflejo en sus textos.
De principio a fin, Summers
mantiene que el psicoanálisis ha pasado de ser un intento por explicar el
psiquismo de forma positivista a convertirse en una ciencia de la subjetividad,
tanto a nivel social como individual.
[1] Summers se refiere en este
pasaje a “la” y utiliza predominantemente el femenino en sus exposiciones. El inglés
se presta, no obstante, con mayor facilidad a este lenguaje no sexista. Pues,
de entrada, no es habitual en castellano la expresión “la bebé”. Como hago en
estas ocasiones, ruego disculpas por utilizar un modo de comunicación que en
estos tiempos pueda ser tachado de discriminatorio, pero lo seguiré utilizando
por cuanto creo firmemente que, por una parte, esa no es mi intención de fondo
y que, por la otra, el reiterado uso del “ciudadanos y ciudadanas” puede estar
ocultando imposturas acaso peores.
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