Presento a continuación el comentario recientemente publicado: Rodríguez Sutil, C. (2013). Reseña de la obra de Marjorie Garber: Shakespeare’s Ghost Writers. Literature as Uncanny Causality. Clínica e Investigación Relacional, 7 (3): 626‐630. [ISSN 1988‐2939]
El título de esta obra podría traducirse de forma literal por “Los Escritores Fantasmas de Shakespeare”, pero “ghost writer” tiene también un sentido que en argot castellano sería el de “negro”, esto es, escritor que arrenda sus servicios a otro escritor, más famoso o pudiente, que será quien firmará el producto final, en el mejor de los casos después de haberlo revisado. Sería Shakespeare, no obstante, el que más bien hace de “negro” involuntario para otros autores que utilizan sus temas como cantera libre. Marjorie Garber, reconocida experta en el mayor clásico de la lengua inglesa indaga sobre la tremenda influencia que ha tenido en nuestra cultura occidental.
Retomo una de las citas con las que comienza el libro y que puede ser inscrita en una forma de la terceridad, la de un personaje misterioso, un fantasma, la muerte, quizá. Está tomado del famosísimo poema de T.S. Eliot (1888–1965), The Waste Land (La Tierra Baldía, de 1922). Me permito adjuntar también mi intento de traducción:
When I count, there are only you and I together
But when I look ahead up the white road
There is always another one walking beside you
Gliding wrapt in a brown mantle, hooded
I do not know whether a man or a woman
—But who is that on the other side of you?
¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?
Cuando recuento, sólo estamos tú y yo
Pero cuando miro delante al camino blanco
Siempre hay otro que camina a tu lado
Se desliza en su pardo manto, encapuchado
No sé si hombre o mujer
¿Pero quién es ese que va a tu lado?
La primera pregunta que se plantea Marjorie Garber, profesora en Harvard es ¿por qué un nuevo libro sobre Shakespeare? Nos enfrentamos, pues, a un libro de crítica literaria sobre la obra de William Shakespeare, de los muchos que pueblan las bibliotecas británicas y de los que aquí sólo nos llega un pálido reflejo. También abarca un interesante ensayo sobre la relación del dramaturgo británico con Freud y el psicoanálisis, al extremo de decir en el prefacio que “Shakespeare” es el objeto del amor de transferencia de los estudios literarios. Como aclara la propia autora, Freud consideraba que el amor de transferencia entre paciente y analista, cuando era reconocido y traído a la luz no podía ser simplemente eliminado o negado, pues esto era como invocar a un espíritu del inframundo para expulsarlo inmediatamente sin haberle hecho ni una pregunta (Freud, 1915). Es a las partes en que se estudia esa relación entre el máximo representante de la literatura británica y el creador del psicoanálisis a las que dedicaré mi atención para mostrar nuestra diferencia de criterio – y a veces también concordancia – con el psicoanálisis freudiano y lacaniano que sigue la autora. Ante el muy improbable eco que pudiera recibir la autora, y un poco menos improbable de algún lector avisado de estas líneas, diré que no ofrezco tanto una recensión sino, más bien, una discusión.
Al analizar el Julio César shakesperiano Freud se centra en la siniestra presencia del fantasma, uno de los muchos que pululan por el escenario del dramaturgo inglés. Los fantasmas también pueblan el mundo de los sueños. En La Interpretación de los Sueños Freud narra la escena de estar sentado con dos amigos, uno de los cuales, ya fallecido en la época del sueño, no responde en la conversación y después se disuelve perdiéndose de vista, para descubrir que el primero también es una aparición. Como idea central, se puede rescatar de forma tremendamente esquemática que este amigo vaporoso se llamaba José, como el mismísimo “Káiser” José II de Habsburgo, largo tiempo fallecido, por lo que repite la misma operación que Bruto en el drama, haciendo desaparecer al “César”.
La comedia El Mercader de Venecia es utilizada abundantemente por Freud en su artículo sobre la elección de los tres cofres (1913). El nudo argumental comienza cuando el padre de Porcia promete la mano de su hija a aquel de los tres pretendientes que elija mejor entre tres cofres, construidos respectivamente en oro, plata y plomo. Bassanio, el favorito de la heredera, prefiere acertadamente el cofre en apariencia más pobre. Siendo el cofre – en buena lógica psicoanalítica - una metáfora de los genitales femeninos, la elección es análoga a la toma de decisión entre tres mujeres, como en el juicio de Paris, entre otros, pero también en el de El Rey Lear entre sus tres hijas. En éste último es tercera, Cordelia, la que se niega a defender su propia candidatura y será rechazada aunque luego se muestre como la única fiel, como el cofre de plomo es el que representa a Porcia.
En los cuentos y en los sueños el valor se representa por su contrario. Pero la mudez de Cordelia también es un signo de la muerte. La tercera mujer está muerta o es la Muerte misma. Las tres hermanas son la Parcas o las Moiras. ¿Cómo puede ser que la mejor de las hermanas ocupe el lugar de la muerte? ¿Se trata de una contradicción? El hombre, dirá Freud, en realidad sustituye ese tercero execrable por la diosa del Amor, la más deseable de las elecciones. Con esa decisión el hombre supera la muerte. Y es el hombre, no la mujer, el que tiene el poder de elegir. Porcia sólo puede elegir entre Antonio, el carnero negro del rebaño, y Shylock, el judío circunciso. Más allá de la elección no existe mayor triunfo o cumplimiento de deseos. En toda mitología el amor y la muerte están íntimamente unidos. Por lo demás, toda vida que se precie es, en realidad, un paseo por el amor y la muerte, recordando el título de John Huston. Por su relación con la muerte, Macbeth ha sido considera una obra de mal agüero, al menos en el medio cultural británico, como la petenera entre los cantes flamencos. Muchos actores rechazan llevar una prenda o una espada que haya sido utilizada previamente en una producción de esta obra y las anécdotas sobre incidentes desgraciados durante los ensayos o representaciones, en diferentes lugares del mundo, se cuentan por centenares. Es de mal fario, ominosa o siniestra con el sentido que Freud (1919) dio a este término (das Unheimliche) en el artículo homónimo. Lo siniestro es aquello reprimido que reaparece, algo antes familiar escondido de antiguo en la memoria del sujeto, pero Freud rechazó de forma explícita incluir en este apartado la puesta en acto de los fantasmas. El aspecto ominoso esencial en Macbeth, según Freud, no es la magia o la brujería, la omnipotencia de los pensamientos o la actitud del hombre ante la muerte, sino el temor repetido a la castración, la angustia de género por no ser un hombre. En este orden hay que considerar el fenómeno del doble, la reedición constante de situaciones similares, golpes de fortuna, incluso la repetición del mismo nombre a través de generaciones sucesivas. La cabeza de Medusa, según su artículo de 1922, con su cabellera compuesta de serpientes – símbolos fálicos por antonomasia, desplazamiento de los genitales de abajo hacia arriba - es una representación perfectamente siniestra de la castración, complejo reprimido que retorna en la imagen. Pero la angustia que provoca es la misma que yace en el mecanismo de la satisfacción fetichista, es decir, su indefinición. Aprovecho la ocasión para señalar que mientras Macbeth puede ejemplificar el deseo edípico al matar al rey al comienzo de la obra, Banquo se siente satisfecho de salvar a su hijo que será rey y padre de reyes, lo que si ejemplifica algo sería un “contraedipo”, tendencia quizá más habitual y por eso menos literaria. Para Garber, en cambio, lo siniestro de la obra no reside en el género del poder, por el riesgo a que sea femenino, sino por su misma sospecha de definición o indefinición. Sin embargo ¿por qué no imaginar que lo que puede ser ominoso para nuestra parte neurótica, como es la indefinición sexual y el temor a la castración, y que es explotado perversamente por el fetichista, se convierte en un juego sin sentido para las capas más básicas de nuestro psiquismo? En esas capas no reina la represión sino los mecanismos más antiguos relacionados con la disociación, algo previo a la definición de género. La Medusa y Lady Macbeth son madres rechazantes, frías, destructivas, voraces en su oralidad. Decir que no son “suficientemente buenas” parece una broma de mal gusto. Garber, sin embargo, apenas nombra el mecanismo de la escisión e intercambio de roles entre Macbeth y su esposa que Freud describe y acercan más su discurso al “primitivismo” que aquí nos interesa. Vuelvo al artículo sobre lo siniestro u ominoso (1919), donde Freud miró al abismo al elaborar una dualidad más básica y primitiva que la que permite la confusión entre masculino y femenino y el complejo de castración, y que es la que contrapone lo vivo con lo muerto o lo vivo con lo mecánico, como la muñeca autómata en el cuento de Hoffman, donde se mezclan de forma abigarrada motivos edípicos y preedípicos. Ambas dualidades se ordenan en niveles diferentes, contrariamente a la afirmación de Garber, fiel a la letra del artículo freudiano. La vuelta de lo reprimido produce la angustia neurótica pero no causa la misma ominosa sensación de la madre muerta. Lo ominoso no es la vuelta de lo reprimido sino el descubrimiento de lo disociado que siempre ha estado presente, bajo la capa externa de la renegación (o desmentida, si se quiere). Esa es la misma razón por la que puede fracasar el intento de parentesco entre el cuento de Hoffman y el Hamlet. En la prehistoria del psicoanálisis, tras descartar la teoría de la seducción Freud anunció su descubrimiento del Edipo. En la correspondencia que mantenía con Flieβ a finales de 1897 comunica la novedad y recurre a Hamlet en apoyo secundario de la hipótesis edípica. La tragedia de Hamlet se mueve en el ámbito edípico cuando narra la parálisis del protagonista a la hora de vengar la muerte de su padre porque concuerda con sus propios deseos de apropiación de la madre y destrucción del oponente. También aparecen figuras entre la vida y la muerte, visitantes del más allá: 1) El fantasma de Hamlet senior se aparece ante Hamlet junior y le reclama que ejecute la venganza, 2) Hamlet junior, alterado y pálido hasta parecer un fantasma, se aparece ante Ofelia, 3) Ofelia, loca y también como si fuera un fantasma, se aparece ante su hermano Laertes y le incita a que se vengue por la muerte de Polonio, padre de ambos. Tenemos ahí la venganza como expresión cultural dramatizada de la compulsión a la repetición. Ese fantasma, no obstante, es para el Lacan de Los Cuatro Conceptos Fundamentales, una representación del falo, incluso del falo real. Garber propone que pensemos en el “superyó” y en “el nombre del padre” como otros nombres para el Fantasma de Hamlet. Si un niño – o niña – desmiente o reniega de la idea de la castración, rechaza el-nombre-del-padre en favor de el-deseo-de-la-madre y quiere ser el falo de la madre, rechazando los límites legales del orden simbólico. Garber interpreta, pues, la posición lacaniana como la dicotomía “neurosis o psicosis”, olvidando quizá la vía intermedia reconocida por el psiquiatra francés que supone la perversión. Pero ambos ignoran el continente de lo que podríamos llamar “carencia del deseo de la madre”, el continente de los trastornos deficitarios o de la carencia básica, de Balint, Winnicott, Fairbairn, entre otros. Cuando se llega al momento de la castración ya castrado, con unas carencias básicas de narcisización que sólo autorizan al sujeto a resonar con una nueva limitación legal. Quizá encarnaron en algún momento el deseo materno, pero luego se les privó del mismo. Las cuestiones de la primogenitura, la herencia y sucesión sólo pueden tener relevancia para el que no nace como desheredado; serían prejuicios burgueses si no fueran patriarcales. Como corolario se puede extraer que la atención a la patología por déficit, el ámbito de la carencia básica, inaugura una época más “democrática” del psicoanálisis, buscando el establecimiento de una identidad del afecto previa a la del nombre de familia, el “hijo de la Lucía”, como filiación materna. Ese afecto que, desde luego, no puede más que disolverse en la nada, como un fantasma, desde una perspectiva falocéntrica. Si la indecibilidad del padre es problemática, y toda paternidad lo es, la no filiación materna es destructiva. Frente a la necesidad del conocimiento, que inaugura la atribución de “el-nombre-del-padre” y la transferencia hacia el sujeto del supuesto saber, está la necesidad del ser querido incondicionalmente. Ciertamente Hamlet (y "Hamlet") delimita un conflicto edípico, más edípico que el propio Edipo, por cuanto el deseo está más profundamente reprimido. Advierte el propio Freud que lo que Edipo lleva a la práctica es aquello que Hamlet sólo fantasea, repitiendo así la diferencia perversión/neurosis. Es, dice Garber, una versión reprimida de la historia edípica, más cercana a nuestro tiempo y que se adapta mejor a la necesidad de Freud de reprimir el odio hacia el propio padre. Se plantea la duda de por qué mantuvo la denominación Complejo de Edipo en lugar de la quizá más exacta de Complejo de Hamlet. Fairbairn (1954) se sorprendía, no obstante, de que el interés psicoanalítico sobre la historia clásica de Edipo se haya centrado tanto en las fases finales del drama, ignorando en gran medida las primeras, cuando un drama siempre debe ser interpretado en su totalidad. Un bello final honra toda una vida, pero para saberlo es menester conocerla en su conjunto. A la inversa, Edipo comenzó su vida abandonado, sin ninguna atención ni cuidado, en una montaña para que muriera, daño que en parte justificaría un posterior rencor, pero no sólo hacia el padre, la madre también muere: se suicida horrorizada. Ahora entendemos que el psicoanálisis clásico sólo podía concebir la cura como una labor detectivesca en búsqueda del conocimiento, desde el lugar del supuesto saber que se lo ofrece al – o a “la” – paciente ignorante.
Pero lo esencial del contacto terapéutico, afirmamos, no se produce ni sola ni exclusivamente en el campo de la razón sino en el del sentimiento, como una experiencia nueva. El descubrimiento es algo nuevo que surge en el contexto afectivo co-creado por paciente y terapeuta, esencialmente materno y preedípico, procedimental o implícito, aunque nos podamos beneficiar de ponerlo en palabras, palabras de inspiración más poética que positiva, y también se aumenten nuestros conocimientos. Los argumentos que utilizamos los partidarios del enfoque relacional pueden ir en defensa de los procesos irracionales, pero no quieren en absoluto estar carentes de razón.
Al analizar el Julio César shakesperiano Freud se centra en la siniestra presencia del fantasma, uno de los muchos que pululan por el escenario del dramaturgo inglés. Los fantasmas también pueblan el mundo de los sueños. En La Interpretación de los Sueños Freud narra la escena de estar sentado con dos amigos, uno de los cuales, ya fallecido en la época del sueño, no responde en la conversación y después se disuelve perdiéndose de vista, para descubrir que el primero también es una aparición. Como idea central, se puede rescatar de forma tremendamente esquemática que este amigo vaporoso se llamaba José, como el mismísimo “Káiser” José II de Habsburgo, largo tiempo fallecido, por lo que repite la misma operación que Bruto en el drama, haciendo desaparecer al “César”.
La comedia El Mercader de Venecia es utilizada abundantemente por Freud en su artículo sobre la elección de los tres cofres (1913). El nudo argumental comienza cuando el padre de Porcia promete la mano de su hija a aquel de los tres pretendientes que elija mejor entre tres cofres, construidos respectivamente en oro, plata y plomo. Bassanio, el favorito de la heredera, prefiere acertadamente el cofre en apariencia más pobre. Siendo el cofre – en buena lógica psicoanalítica - una metáfora de los genitales femeninos, la elección es análoga a la toma de decisión entre tres mujeres, como en el juicio de Paris, entre otros, pero también en el de El Rey Lear entre sus tres hijas. En éste último es tercera, Cordelia, la que se niega a defender su propia candidatura y será rechazada aunque luego se muestre como la única fiel, como el cofre de plomo es el que representa a Porcia.
En los cuentos y en los sueños el valor se representa por su contrario. Pero la mudez de Cordelia también es un signo de la muerte. La tercera mujer está muerta o es la Muerte misma. Las tres hermanas son la Parcas o las Moiras. ¿Cómo puede ser que la mejor de las hermanas ocupe el lugar de la muerte? ¿Se trata de una contradicción? El hombre, dirá Freud, en realidad sustituye ese tercero execrable por la diosa del Amor, la más deseable de las elecciones. Con esa decisión el hombre supera la muerte. Y es el hombre, no la mujer, el que tiene el poder de elegir. Porcia sólo puede elegir entre Antonio, el carnero negro del rebaño, y Shylock, el judío circunciso. Más allá de la elección no existe mayor triunfo o cumplimiento de deseos. En toda mitología el amor y la muerte están íntimamente unidos. Por lo demás, toda vida que se precie es, en realidad, un paseo por el amor y la muerte, recordando el título de John Huston. Por su relación con la muerte, Macbeth ha sido considera una obra de mal agüero, al menos en el medio cultural británico, como la petenera entre los cantes flamencos. Muchos actores rechazan llevar una prenda o una espada que haya sido utilizada previamente en una producción de esta obra y las anécdotas sobre incidentes desgraciados durante los ensayos o representaciones, en diferentes lugares del mundo, se cuentan por centenares. Es de mal fario, ominosa o siniestra con el sentido que Freud (1919) dio a este término (das Unheimliche) en el artículo homónimo. Lo siniestro es aquello reprimido que reaparece, algo antes familiar escondido de antiguo en la memoria del sujeto, pero Freud rechazó de forma explícita incluir en este apartado la puesta en acto de los fantasmas. El aspecto ominoso esencial en Macbeth, según Freud, no es la magia o la brujería, la omnipotencia de los pensamientos o la actitud del hombre ante la muerte, sino el temor repetido a la castración, la angustia de género por no ser un hombre. En este orden hay que considerar el fenómeno del doble, la reedición constante de situaciones similares, golpes de fortuna, incluso la repetición del mismo nombre a través de generaciones sucesivas. La cabeza de Medusa, según su artículo de 1922, con su cabellera compuesta de serpientes – símbolos fálicos por antonomasia, desplazamiento de los genitales de abajo hacia arriba - es una representación perfectamente siniestra de la castración, complejo reprimido que retorna en la imagen. Pero la angustia que provoca es la misma que yace en el mecanismo de la satisfacción fetichista, es decir, su indefinición. Aprovecho la ocasión para señalar que mientras Macbeth puede ejemplificar el deseo edípico al matar al rey al comienzo de la obra, Banquo se siente satisfecho de salvar a su hijo que será rey y padre de reyes, lo que si ejemplifica algo sería un “contraedipo”, tendencia quizá más habitual y por eso menos literaria. Para Garber, en cambio, lo siniestro de la obra no reside en el género del poder, por el riesgo a que sea femenino, sino por su misma sospecha de definición o indefinición. Sin embargo ¿por qué no imaginar que lo que puede ser ominoso para nuestra parte neurótica, como es la indefinición sexual y el temor a la castración, y que es explotado perversamente por el fetichista, se convierte en un juego sin sentido para las capas más básicas de nuestro psiquismo? En esas capas no reina la represión sino los mecanismos más antiguos relacionados con la disociación, algo previo a la definición de género. La Medusa y Lady Macbeth son madres rechazantes, frías, destructivas, voraces en su oralidad. Decir que no son “suficientemente buenas” parece una broma de mal gusto. Garber, sin embargo, apenas nombra el mecanismo de la escisión e intercambio de roles entre Macbeth y su esposa que Freud describe y acercan más su discurso al “primitivismo” que aquí nos interesa. Vuelvo al artículo sobre lo siniestro u ominoso (1919), donde Freud miró al abismo al elaborar una dualidad más básica y primitiva que la que permite la confusión entre masculino y femenino y el complejo de castración, y que es la que contrapone lo vivo con lo muerto o lo vivo con lo mecánico, como la muñeca autómata en el cuento de Hoffman, donde se mezclan de forma abigarrada motivos edípicos y preedípicos. Ambas dualidades se ordenan en niveles diferentes, contrariamente a la afirmación de Garber, fiel a la letra del artículo freudiano. La vuelta de lo reprimido produce la angustia neurótica pero no causa la misma ominosa sensación de la madre muerta. Lo ominoso no es la vuelta de lo reprimido sino el descubrimiento de lo disociado que siempre ha estado presente, bajo la capa externa de la renegación (o desmentida, si se quiere). Esa es la misma razón por la que puede fracasar el intento de parentesco entre el cuento de Hoffman y el Hamlet. En la prehistoria del psicoanálisis, tras descartar la teoría de la seducción Freud anunció su descubrimiento del Edipo. En la correspondencia que mantenía con Flieβ a finales de 1897 comunica la novedad y recurre a Hamlet en apoyo secundario de la hipótesis edípica. La tragedia de Hamlet se mueve en el ámbito edípico cuando narra la parálisis del protagonista a la hora de vengar la muerte de su padre porque concuerda con sus propios deseos de apropiación de la madre y destrucción del oponente. También aparecen figuras entre la vida y la muerte, visitantes del más allá: 1) El fantasma de Hamlet senior se aparece ante Hamlet junior y le reclama que ejecute la venganza, 2) Hamlet junior, alterado y pálido hasta parecer un fantasma, se aparece ante Ofelia, 3) Ofelia, loca y también como si fuera un fantasma, se aparece ante su hermano Laertes y le incita a que se vengue por la muerte de Polonio, padre de ambos. Tenemos ahí la venganza como expresión cultural dramatizada de la compulsión a la repetición. Ese fantasma, no obstante, es para el Lacan de Los Cuatro Conceptos Fundamentales, una representación del falo, incluso del falo real. Garber propone que pensemos en el “superyó” y en “el nombre del padre” como otros nombres para el Fantasma de Hamlet. Si un niño – o niña – desmiente o reniega de la idea de la castración, rechaza el-nombre-del-padre en favor de el-deseo-de-la-madre y quiere ser el falo de la madre, rechazando los límites legales del orden simbólico. Garber interpreta, pues, la posición lacaniana como la dicotomía “neurosis o psicosis”, olvidando quizá la vía intermedia reconocida por el psiquiatra francés que supone la perversión. Pero ambos ignoran el continente de lo que podríamos llamar “carencia del deseo de la madre”, el continente de los trastornos deficitarios o de la carencia básica, de Balint, Winnicott, Fairbairn, entre otros. Cuando se llega al momento de la castración ya castrado, con unas carencias básicas de narcisización que sólo autorizan al sujeto a resonar con una nueva limitación legal. Quizá encarnaron en algún momento el deseo materno, pero luego se les privó del mismo. Las cuestiones de la primogenitura, la herencia y sucesión sólo pueden tener relevancia para el que no nace como desheredado; serían prejuicios burgueses si no fueran patriarcales. Como corolario se puede extraer que la atención a la patología por déficit, el ámbito de la carencia básica, inaugura una época más “democrática” del psicoanálisis, buscando el establecimiento de una identidad del afecto previa a la del nombre de familia, el “hijo de la Lucía”, como filiación materna. Ese afecto que, desde luego, no puede más que disolverse en la nada, como un fantasma, desde una perspectiva falocéntrica. Si la indecibilidad del padre es problemática, y toda paternidad lo es, la no filiación materna es destructiva. Frente a la necesidad del conocimiento, que inaugura la atribución de “el-nombre-del-padre” y la transferencia hacia el sujeto del supuesto saber, está la necesidad del ser querido incondicionalmente. Ciertamente Hamlet (y "Hamlet") delimita un conflicto edípico, más edípico que el propio Edipo, por cuanto el deseo está más profundamente reprimido. Advierte el propio Freud que lo que Edipo lleva a la práctica es aquello que Hamlet sólo fantasea, repitiendo así la diferencia perversión/neurosis. Es, dice Garber, una versión reprimida de la historia edípica, más cercana a nuestro tiempo y que se adapta mejor a la necesidad de Freud de reprimir el odio hacia el propio padre. Se plantea la duda de por qué mantuvo la denominación Complejo de Edipo en lugar de la quizá más exacta de Complejo de Hamlet. Fairbairn (1954) se sorprendía, no obstante, de que el interés psicoanalítico sobre la historia clásica de Edipo se haya centrado tanto en las fases finales del drama, ignorando en gran medida las primeras, cuando un drama siempre debe ser interpretado en su totalidad. Un bello final honra toda una vida, pero para saberlo es menester conocerla en su conjunto. A la inversa, Edipo comenzó su vida abandonado, sin ninguna atención ni cuidado, en una montaña para que muriera, daño que en parte justificaría un posterior rencor, pero no sólo hacia el padre, la madre también muere: se suicida horrorizada. Ahora entendemos que el psicoanálisis clásico sólo podía concebir la cura como una labor detectivesca en búsqueda del conocimiento, desde el lugar del supuesto saber que se lo ofrece al – o a “la” – paciente ignorante.
Pero lo esencial del contacto terapéutico, afirmamos, no se produce ni sola ni exclusivamente en el campo de la razón sino en el del sentimiento, como una experiencia nueva. El descubrimiento es algo nuevo que surge en el contexto afectivo co-creado por paciente y terapeuta, esencialmente materno y preedípico, procedimental o implícito, aunque nos podamos beneficiar de ponerlo en palabras, palabras de inspiración más poética que positiva, y también se aumenten nuestros conocimientos. Los argumentos que utilizamos los partidarios del enfoque relacional pueden ir en defensa de los procesos irracionales, pero no quieren en absoluto estar carentes de razón.
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