En una famosa obra de Albert Camus, El Malentendido, un hombre con éxito, rico y enamorado, decide retomar la relación con su familia de origen, en el lejano y pobre villorrio que abandonó hace muchos, muchos años. Regresa así, acompañado por su esposa, a la pensión que regentan su madre y su hermana. Pero cuando llega no es reconocido y se ve incapaz de decidir la mejor manera de mostrar quién es por lo que se aloja esperando que llegue el momento adecuado. Sin embargo, su madre y su hermana tienen la terrible costumbre de asesinar a los viajeros para robarles y poder escapar de ese entorno oscuro y maldito, por lo que el protagonista sufrirá el mismo destino. Las dos mujeres se suicidan horrorizadas al descubrir después la identidad de su víctima. La estructura de esta obra parece una de las escasas y difíciles recuperaciones contemporáneas – se estrenó en el año 44 del pasado siglo – de la tragedia griega.
Según Pichon-Rivière, para que se dé una buena comunicación entre dos sujetos, ambos deben asumir el rol que el otro le adjudica, si uno de ellos no asume el rol se produce, propiamente, un malentendido. Un malentendido dificulta la comunicación, pero además es un proceso inconsciente. El terapeuta, individual o de grupo, debe tener “oído” para captar que dos personas se refieren supuestamente a una misma realidad pero que los indicios muestra que son dos concepciones radicalmente diferentes. El malentendido se desmiente (o se reniega), ya que su reconocimiento implicaría nombrar diferencias perturbadores, que generan ansiedades catastróficas. Ahora bien, siempre quedará un resto no del todo entendido imprescindible, por decirlo así, en toda forma de convivencia. Me refiero a acuerdos y pactos inconscientes a partir de la renegación de las diferencias. Ese malentendido aceptado y compartido está en el origen de todo funcionamiento psíquico, es decir, humano y por tanto de todo trauma, pues somos hijos del azar y del dolor, a veces compensados por el reconocimiento y el cariño.
Ferenczi habló de la “confusión de lenguas entre los adultos y el niño”, que no es más que otra forma de reseñar el malentendido originario. Esa confusión procede de que uno de los miembros del diálogo interpreta el juego como ternura (el niño), el otro como pasión erótica (el adulto). Cuando esto ocurre en la terapia, más a menudo de lo que se pueda creer, el paciente se identifica con el analista, igual que el niño se identifica con su seductor: introyectando los sentimientos de culpa de éste. Casi siempre el niño sabe muy bien cómo interpretar al adulto, no así a la inversa. Como consecuencia el niño queda dividido, piensa que es inocente y culpable al mismo tiempo; se destruye su confianza en sus sentidos y en las personas. Ahora se piensa que el trauma no consiste sólo en el abuso sexual sino en un fallo de las funciones parentales.
Ha sido Michael Balint, discípulo de Ferenczi, quien ha ofrecido una buena descripción del contexto relacional del trauma:
- Un niño depende de un adulto de confianza
- Ese adulto demuestra ser indigno de confianza, mediante la sobreestimulación, la negligencia o el rechazo del niño
- El niño trata de obtener alguna comprensión, reconocimiento y consuelo del mismo adulto.
- El adulto a menudo niega la perturbación, culpa al niño del trastorno y le niega la confianza
El niño descubre que no se le permite expresar su dolor porque molesta al adulto y es desautorizado como sujeto. Entrando en las implicaciones del trauma para el pensamiento metafísico, Stolorow y Atwood advierten que en ningún otro lugar la doctrina de la mente aislada, cartesiana, es más perjudicial que al tratar de definir lo que es el trauma, pues poner el acento en “fantasías” privadas o en la determinación biológica de una personalidad límite (borderline) supone culpar a la víctima, retraumatizar a alguien que ha sufrido abusos infantiles y se refugió en la disociación o el retraimiento esquizoide. Actuar así es repetir el trauma original. El paciente se ve obligado a desalojar los traumas que le produce el terapeuta de la misma forma que hizo con los traumas infantiles. Finalmente, el temor a la retraumatización es uno de los principales motivos de resistencia.
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