Rodríguez Sutil, C. (2012). Comentario a “El tercero. Reconocimiento” de J. Benjamin. Clínica e Investigación Relacional, 6 (2): 180-186. [ISSN 1988-2939]
Leído en la 3ª Reunión anual de IARPP España / II Jornadas de Psicoanálisis Relacional, Sevilla, 13 y 14 de Abril de 2012
We are such stuff
As dreams are made on, and our little life
Is rounded with a sleep.
Shakespeare, La Tempestad
The, uh, stuff that dreams are made of.
Sam Spade en el film El Halcón Maltés (1941)
Mi aproximación a los textos elaborados desde la perspectiva del psicoanálisis relacional, como este que hoy comentamos, está guiada como muchos saben por el pensamiento del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, principalmente, y su crítica del lenguaje privado. Dicha crítica implica una radical revisión de la división metafísica occidental entre un interior y un exterior, separados e irreductibles, de la separación sujeto-objeto y del predominio de la conciencia representacional y pasiva frente a la acción. A partir de ahí pretendo realizar una aportación al desarrollo de la perspectiva relacional en sus aspectos más abstractos pero, a mi entender, ineludibles, porque sobreviven una serie de errores cotidianos en los que continuamente incurrimos. La historia de la metafísica se refleja en un giro de nuestro lenguaje: Toda una nube de filosofía se condensa en una gota de gramática (Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, 1953, II, 315). Jessica Benjamin, sin embargo, es alguien cuya dedicación profesional al psicoanálisis no le ha impedido atender a la faceta filosófica de nuestra práctica, como ha mostrado la conferencia que hemos escuchado, realmente una contribución de primera línea en el mejor sentido.
El psicoanálisis relacional no es comprensible sin el fundamento de una perspectiva externalista, contraria a la mente aislada. La concepción de la mente aislada, llevada a su extremo, origina situaciones ridículas, evidentes de por sí pero que se vuelven más ostensibles desde nuestro enfoque relacional. A otros les corresponderá poner ejemplos contrarios a nuestra práctica y apuntar quizá a los elementos ridículos de nuestra práctica. Mientras tanto, quería traer a colación tres anécdotas de Ralph Greenson, psiquiatra norteamericano de origen suizo que se hizo famoso como psicoanalista de Marilyn Monroe y de otras estrellas de Hollywood de la época. La primera tiene que ver con la propia Marilyn, se la debo a mi amigo Augusto Abello y ambos estamos de acuerdo en que probablemente es apócrifa pues procede, precisamente, de una Autobiografía Apócrifa, escrita por el asturiano Rafael Reig. No obstante, siguiendo el refrán italiano: se non è vero, è ben trovato. Se supone que la estrella está en una sesión con su analista y dice lo siguiente
¿Le molesta que hable de mis pechos?¿Le pone nervioso? Se lo digo porque no me los mira. Eso no es natural, ¿no le parece? Mire, si yo le dijera: “Lo que me pasa es que estoy preocupada porque tengo las orejas de soplillo”, usted me miraría las orejas, ¿no es verdad? En cambio, ¿por qué no me mira usted los pechos? (p. 183)
Greenson también aportó importantes textos sobre técnica analítica – desde la posición clásica de la psicología del yo – que en mi opinión todavía pueden leerse con gran provecho. La siguiente anécdota, esta vez “real”, se puede localizar en su libro sobre Técnica y Práctica del Psicoanálisis (1967), en el capítulo que dedica a la técnica del análisis de la transferencia. Nos cuenta el caso de un paciente que entró en lo que denominaríamos una fase de impasse, se volvió más callado y huraño y sólo colaboraba formalmente con la labor analítica. Finalmente un día confesó su frustración por haber querido adoptar posturas políticas liberales, más cercanas a las preferencias demócratas de Greenson, cuando él era un republicano convencido. Sorprendido por esta observación, Greenson le preguntó cómo es que había llegado a la conclusión de que él era de preferencias demócratas, a lo que el paciente respondió, más o menos, que cuando decía algo positivo de un político republicano, él siempre le pedía asociaciones, y que cuando decía algo negativo, callaba como asintiendo. Igualmente, cuando atacaba a Roosvelt le pedía asociaciones, para ver a quién le recordaba, mientras que los comentarios positivos eran aceptados sin réplica. Esta historia ilustra la idea de que el paciente es un intérprete, muy a menudo acertado, de la experiencia del analista.
De la tercera anécdota de Greenson a la que quiero aludir no me es posible citar la referencia pues fue comentada por el gran maestro Joan Coderch en una conferencia. La historia, tal como nos la contó, trata de una paciente permanentemente molesta y quejosa de la vida y de las personas de su entorno, que siempre se sentía dolida y perjudicada y se expresaba de forma monótona en su letanía ante el analista. Un día interroga a Greenson si no le parece que es muy pesada en su continuas quejas y ataques, a lo que éste respondió que sí, que realmente era pesada. La paciente, muy asombrada, le preguntó si le parecía correcto y educado responderle de esa manera. Greenson argumentó entonces que ella le había preguntado y él no había hecho más que responder con la mayor sinceridad. Este profesional no estaba en absoluto cercano a las corrientes relacionales, pero considero que su comportamiento era el requerido desde un punto de vista ético, un auténtico enactment.
Estos ejemplos, y otros recogidos a lo largo de mi experiencia como terapeuta, me llevan a proponer el principio de veracidad, para categorizar la conducta de Greenson en el tercer caso. Este principio recomienda adoptar una actitud que considero siempre justificada, se trabaje desde el enfoque terapéutico que se quiera. Viene a decir que siempre hay que responder al paciente, de manera prudente pero lo más veraz posible, dentro de la razonable firmeza que podamos tener en nuestros conocimientos, cuando inquiera sobre aspectos de su propia personalidad. Y esta intervención deberá ser antes descriptiva que interpretativa. Y yendo a la temática de la conferencia de Benjamin, pienso que se trata de un servicio obligado desde la “terceridad”
Benjamin ha dedicado su conferencia a aclararnos lo que quiere decir con el “tercero”, un concepto que introdujo hace años y que en nuestro grupo venimos trabajando con más intensidad desde la aparición de una de sus anteriores publicaciones (Benjamin, 2004). En aquel momento definió la terceridad como una cualidad o experiencia de la relación intersubjetiva que tiene como correlato cierto tipo de espacio mental interno, relacionado con el espacio potencial de Winnicott. El tercero, dice ahora, permite que mantengamos una representación del mundo válida a pesar de los fracasos y decepciones que la pongan en cuestión, como cuando los otros confiables actúan fuera de toda lógica aparente y cuidado hacia nosotros. En esos casos necesitamos ceder o rendirnos ante el otro, en el amor, en la bondad o en la legitimidad.
La adaptación en la díada en el primer momento depende de la constitución de ritmos que sintoniza a ambos componentes, desde el nivel más físico, creando patrones relacionales de nivel procedimental. Es de tipo físico, como el yo corporal al que se refería el psicoanálisis clásico, pero desde el principio ese yo es relacional. Sobre esa base procedimental se construye y diferencia el tercero moral o simbólico, equivalente a nuestra habilidad:
“…para expresar nuestras propias intenciones y a reconocer al otro como un sujeto que merece respeto, de quien debemos depender sin recurrir a la coerción - con quien soportamos la vulnerabilidad de tal dependencia por darse cuenta de nuestras intenciones”.
Este tercero simbólico aparece ya con una constitución completa de la tríada y del lenguaje, consiste en la capacidad para reconocer la realidad separada del otro y su subjetividad. No habla aquí de los procesos de “mentalización”, pero parece coherente con lo que se ha afirmado desde dicha teoría. Si cita, en cambio, los estudios recientes de Tronick (Cf. Tronick y Beeghly, 2011) sobre el desarrollo infantil y del proceso de ruptura y reparación, que consiste en el reconocimiento de la violación de los patrones, procedimentales o simbólicos, reconociendo al tercero y la terceridad precisamente cuando se ven interrumpidos. En nuestro fracaso o frustración recurrimos al tercero. Este tercero de alguna forma es una abstracción, como vemos en el párrafo recogido de Hoffman
“El tercero, a quien los pensadores llamarían la idea, es lo verdadero, lo bueno, o más exactamente la relación Dios,” y el amante, “se hace humilde no ante su amante sino ante el bien.” (Hoffman 2010, p. 204)
El tercero es una abstracción, como “el amor en sí”, algo que protege al amante de perder su capacidad para amar. Es una – o muchas – ideas abstractas, pero propongo que no se confunda con ninguna forma de platonismo o mundo de las ideas trascendente y aislado, pues al mismo tiempo es concreta, se produce en el aquí y ahora y deriva de la relación continuada y de la terceridad que surge inevitablemente de toda relación. A veces, no obstante, la persona se queda atorada en uno de los dos polos “del que hace y al que se lo hacen”, del lado de la victimización o del victimario activo, incluso cambiando rápidamente de roles, en una dinámica de ping-pong. Esto se consigue evitar cuando se alcanza –no siempre- la habilidad para reconocer los sentimientos del otro y los propios así como la propia capacidad activa, o agencia. Y a menudo esto ocurre a nivel pre-simbólico: “…al abrazar a o reír con el otro al tiempo que recordamos, a nivel simbólico, la bondad de esta otra persona y su significado en su propia vida”. Esta idea de Benjamin me parece especialmente relevante a la hora de fomentar en nuestros pacientes la búsqueda no tanto del razonamiento abstracto y del mundo de las ideas, sino del sentimiento, la sensación corporal y la ritmicidad.
Sin embargo, aunque la tarea del terapeuta es contrarrestar las rupturas, siguiendo a Ferenczi, Benjamin sugiere que a menudo somos tanto la solución como la causa de las mismas heridas que el paciente ha venido a curar. Dentro de la tarea de contribuir por nuestra parte a la creación de un tercero de la díada terapéutica también es el paciente quien tiene que sobrevivir a nuestras faltas y errores, a la inversa de lo que proponía Winnicott (1969), co-creando la dialéctica de reconocimiento y ruptura. Esta capacidad de supervivencia del paciente me recuerda algunas recomendaciones de Kohut (1984) sobre la superioridad de la atención empática frente a la exactitud de la interpretación.
Benjamin mantiene una postura crítica ante la separación ontológica “interior-exterior”. Una de las aportaciones más relevantes de este trabajo reside, sin duda, en la dimensión interpersonal que se descubre en el propio concepto de “insight”, como proceso para cambiar la relación intersubjetiva, no es un “mirar hacia dentro” sino un “mirar hacia nosotros”; algo que luego permite que el paciente se cambie a sí mismo, pero también el terapeuta lo debe lograr. La relación con el tercero tampoco está meramente dentro de la mente del terapeuta. Si, en respuesta a la sobreexcitación del paciente, el terapeuta se retrae del ritmo de la regulación mutua, y elabora desde una observación distanciada y aseguradora, el paciente puede sentirlo: Entonces el tercero observante del terapeuta, sus formulaciones o reflexiones, se convierten en “falsas” y se experimentan como persecutorias.
Para cambiar al otro por dentro no hay mejor camino que cambiar al otro por fuera, es decir, en la relación. La reparación siempre es relacional y siempre pasa de forma inevitable por el enactment. El ideal de la neutralidad, en cambio, lleva al fenómeno de la escisión, como los tres ejemplos que veíamos al principio, y –añado por mi parte- a la paranoia. Afirma Benjamin que el ideal del terapeuta como “contenedor completo,” tratando de evitar el enactment a toda costa, se convierte realmente en un vehículo de tal disociación o escisión:
…es precisamente a través del vehículo que trata de evitar la re-traumatización del paciente que se pueden intensificar las rupturas interactivas. Que lo que buscamos evitar (como ilustra el mito de Edipo, tal y como yo lo entiendo) nos encuentra como una venganza de camino a Tebas.
Parece que nuestro destino es el enactment, es nuestro destino, tanto para el crecimiento como para la retraumatización. A propósito del Edipo ante la Esfinge, figura mítica de la madre destructiva, quiero recordar otra figura mítica de madre destructiva, como es la propia Muerte, en el cuento de la Huida a Samarcanda:
Un siervo muy angustiado le pide a su amo un caballo veloz para huir hacia Samarcanda. Le dice que se ha topado con la Muerte en el mercado y ésta le ha hecho un horrible gesto de amenaza. El señor complace al criado, a quien tenía en gran estima, y se ve obligado a bajar él mismo al mercado, donde también se topa con la Muerte. “¿Por qué has asustado a mi siervo?”, le pregunta. “No pretendía, mi expresión era de sorpresa de encontrarlo aquí porque tenemos una cita esta noche en Samarcanda.”
Ferenczi (1932) señaló en su momento que el propio terapeuta se convierte en parte de quien abusa del paciente, y el paciente observa y reacciona ante ello. Repetición, enactment, que es inevitable y que parece que el propio paciente está esperando. Pero, como puso en evidencia el analista húngaro, el riesgo de retraumatización definitiva se supera con nuestra voluntad por reconocer los propios errores y evitarlos en el futuro, lo que permite que el paciente sienta confianza ante el terapeuta y -añadiré la brillante idea de Fairbairn (1958)- se permita descubrir sus objetos malos ocultos, como en un proceso de exorcismo. Lo moral no es hacerlo todo bien, o evitar todo tipo de sufrimiento, sino tener la valentía de reconocerlo. Convocamos a los fantasmas y, una vez aquí, descubrimos sus aspectos de ridícula repetición y el paciente logra superarlos o, en cierta medida, minimizar su efecto, volviéndolo algo cotidiano y molesto que se tiene en cuenta para evitar sus efectos. El reconocimiento del terapeuta al paciente –y a la inversa- es la base para esa superación:
…el terapeuta que no sea capaz de reconocer desconcierta al paciente precisamente de la misma forma en que fue desconcertado de niño, y por lo tanto engendra impotencia en la relación misma que debería promover agencia y responsabilidad.
Al describir el trabajo relacional, lo que destaca Benjamin es la falta de coerción y omnisciencia de parte del terapeuta. Gracias a ello el paciente tiene espacio para desarrollar su propia subjetividad. La actitud contraria de separación y omnisciencia es la que, sin embargo, puede haber reinado en los institutos de formación, fomentando una actitud paranoide a la hora de presentar trabajos y casos clínicos. Un ejemplo de ello es el del terapeuta del que habla nuestra autora, que en una sesión clínica evitaba por todos los medios narrar la parte en que había llegado a un enactment, lo que le producía una intensa vergüenza, supongo porque en ese punto se sentía débil, humano y poco neutral. Para Benjamin, en cambio, como para todos nosotros, esa es la parte más importante del trabajo, cuando pasa lo que tenía que pasar, es decir, cuando pasa algo entre terapeuta y paciente diferente del examen minucioso y desapasionado, la disección de situaciones personales pasadas y presentes, por muy tranquilizador que esto sea. Esa actitud de neutralidad está alimentada, a mi entender, también por la concepción de la mente aislada, que concibe la terapia como algo que realiza una persona que sabe (el terapeuta), frente a otra que no sabe (el paciente). Cuando el terapeuta piensa así se ve en la obligación de negar de forma permanente una realidad que le abruma y le amenaza en su fortaleza vacía. Por eso digo que la paranoia es un sentimiento que la mente aislada facilita. Al menos a mí me parece que están muy cerca de ella los fenómenos que se describen en el texto:
Es ese sentimiento conocido de fracaso y vergüenza el que puede paralizar nuestro proceso de pensamiento cuando no damos la talla de tal ideal. En el pasado, ante el sufrimiento por el peso y vergüenza de ese ideal, el esfuerzo por evitar el confuso proceso intersubjetivo de interrupción y reconocimiento, de ruptura y reparación, a menudo llevaban a instancias repetidas de mistificación y de puntos muertos analíticos. Al analista se le ha prohibido alistar al paciente en el esfuerzo de reparación de tal ruptura.
Irónicamente, la consecuencia de este ideal personal es precisamente el fomento de la disociación del analista: se devalúa el conocimiento y el insight y se divorcian de nuestra acción, nos sentimos más impotentes conforme los insights sobre nosotros mismos y el proceso quedan suspendidos en nuestra mente, como la cometa lejana separada de su cuerda.
REFERENCIAS
Benjamin, L. (2004). Beyond doer and done to: an intersubjective view of thirdness, The Psychoanalytic Quarterly, 73 (1), 5-46. Traducción castellana en Intersubjetivo, 2004, 6 (1), 7-38.
Greenson, R.R. (1967). Técnica y Práctica del Psicoanálisis. México: Siglo XXI.
Fairbairn, W.R.D. (1958). On the Nature and Aims of Psychoanalytical Treatment. En Selected Papers of W.R.D. Fairbairn. David E. Scharff & Ellinor Fairbairn Birtles (1994) (eds.) N.J.: Jason Aronson (vol. I, Cap. 4). (On the nature and aims of psychoanalytical treatment, International Journal of Psychoanalysis, 39: 374-385).
Ferenczi, S. (1932). Diario Clínico. Buenos Aires: Amorrortu.
Hoffman, I.Z. (2010)
Kohut, H. (1984), How Does Analysis Cure? Ed. A. Goldberg & P. E. Stepansky. Chicago: University of Chicago Press.
Reig, R. (1992). Marilyn. Autobiografía Apócrifa. Madrid: Júcar.
Tronick, E. y Beeghly, M. (2011). Infants’ meaning-making and the development of mental health problems. American Psuchologist, 66, 2, 107-119.
Winnicott, D.W. (1969). El uso de un objeto y la relación por medio de identificaciones. Capítulo 6 de Realidad y Juego. Buenos Aires: Gedisa, 1972.
Wittgenstein, L. (1954). Philosophische Untersuchungen. Philosophical Investigations. Cuarta edición revisada. Oxford: Wiley-Blackwell.
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