En conjunto, sinceramente siento tus comentarios como enriquecimientos a mi texto e invitaciones a la reflexión que me impulsan a seguir adelante, mientras pueda, de ninguna manera como críticas negativas.
Con respecto a los posibles riesgos que entraña el diálogo del psicoanálisis con la neurociencia, riesgos que podemos concretar en el llamado “reduccionismo”, he de decir dos cosas: a) veo más riesgos en no tenerla en cuenta que en dialogar con ella, ya que lo primero es, en grandísima parte, lo que ha llevado al psicoanálisis a sostener ideas y construir conceptos y teorías que los descubrimientos de las ciencias empíricas –no únicamente de la neurociencia- han refutado plenamente, lo cual ha llevado al psicoanálisis al grado de desprestigio en el que ahora se encuentra, tanto en el mundo de la ciencia como en la sociedad en general. Para no caer en el reduccionismo me remito a lo expresado en mi respuesta a la conferencia pronunciada por R. Stolorow el 30 del pasado junio en el IRP, de la que repito ahora un fragmento: “Se trata de huir de la falacia cientificista, según la cual resulta factible tratar cualquier dimensión humana con la metodología científica, concebida como instrumento que reduce todo, en clave positivista a lo mensurable y evidente, en flagrante olvido de que el anthropos no es únicamente ente de razón, sino animal polifacético y polifónico, en el que se mezclan razón y emoción, lógica e imaginación, concepto y sensibilidad, fantasía y teoría, en suma, logos y mito, un ser esencialmente logomítico”; b) no pretendo, en modo alguno, que el psicoanálisis se guie por la neurociencia, sino por la experiencia clínica y las investigaciones basadas en la observación de bebés, pero sí que conozca y respete estas investigaciones para evitar marchar por senderos conceptuales y teóricos que los hechos empíricamente demostrados desmienten y, a la vez, insisto en las ventajas de tener en cuenta aquellas aportaciones de la ciencia que testifican favorablemente acerca de algunos aspectos del pensamiento psicoanalítico.
Me siento completamente de acuerdo, y pienso que ya queda claro en mi libro, con tu afirmación de que el organismo no posee un cerebro sino que éste forma parte de la totalidad del organismo, y a esto añado que el cuerpo y el cerebro no interaccionan separadamente con el medio ambiente, sino que siempre lo hace el organismo como una totalidad. A ello hay que agregar que el ambiente con el que interacciona el organismo está, a su vez, influido por la actividad del mismo organismo. Este hecho es uno de los que dan lugar a que el estudio de la mente humana entre de lleno en el campo de las ciencias de la complejidad, y esto no sólo dicho en abstracto, sino concretado en la situación terapéutica, en la cual el analista estudia unas respuestas de la mente del paciente que el mismo ha provocado con su actitud y sus palabras.
Por lo que se refiere a la “humanización” del psicoanálisis, quiero señalar que lo que apunto en mi libro entiendo que es sólo una pequeña declaración de principios con relación a lo que juzgo que es la gran asignatura pendiente del psicoanálisis y que, en el futuro, alguien, o mejor algunos, han de seguir desarrollando con toda la amplitud y extensión requeridas. Me refiero, con ello, al estudio de aquellas actividades mentales que parecen innecesarias para la supervivencia, actividades como “de lujo”, como “de más a más”, como el bordado que se añade a una tela basta apta para cubrir el cuerpo pero que, en realidad, una reflexión más a fondo muestra que son una necesidad para el funcionamiento saludable de un conjunto de procesos tan complejos como son los que forman la mente humana. Y, para dar una palabra a estos bordados , pensemos en la atracción por lo bello, la sensibilidad y creatividad artísticas, la estética, la ética, el reconocimiento de los derechos del otro, la compasión, la valoración de la honestidad, la solidaridad, el sentimiento de justicia social, etc. Todo esto es una “necesidad” que parece innecesaria para la supervivencia, pero no lo es, porque su carencia conduce a la degradación personal y a la destrucción de la humanidad.
En lo que concierne a la existencia de un lenguaje interno primitivo al que me refiero en el ejemplo del bebé que deja de llorar y se tranquiliza al escuchar los ruidos que se producen cuando le preparan el baño, creo que tal vez , contrariamente a lo que opinas, sí puede sostenerse esta tesis si pensamos que tiene lugar algún tipo de intercambio entre la madre y el bebé, en el que la madre le dice a éste último, mediante estos ruidos “¡te estoy preparando esto que tanto te agrada!”, y el bebé, al dejar de llorar y gemir le hace saber a la madre que la ha comprendido y se ha tranquilizado y ella también se tranquiliza, de forma que creo que tiene lugar un rudimento de diálogo.
En cuanto a la cuestión de si en la historia de la humanidad han aparecido grandes hombres que empujan y hacen avanzar la cultura, o si es la cultura la que produce la aparición estos grandes hombres, he de subrayar que este debate es muy antiguo y yo no puedo resolverlo, sino limitarme a señalar esta relación dialéctica entre toda cultura y los hombres y mujeres que viven en ella. De todas manera, insisto en mi idea de que la cultura, una vez creada, crea a los hombres que habitan en ella, y que es una entidad constituida por elementos vivientes – hombres y mujeres- que se mueve por sus leyes y dinámica propias, muy difíciles de conocer, de prever y de modificar, como la experiencia de los grandes movimientos sociales nos muestra de continuo.
Planteas, Carlos, en tus comentarios, el problema de qué entendemos por representación. No he encontrado ninguna definición o concepto de ella que me satisfaga por completo, y es que hay experiencias tan complejas y sutiles que no caben en una palabra ni en una definición. Lo que me parece más útil es entender la representación como la experiencia subjetiva de tener en la mente la realidad que nos envuelve. Por esto podemos decir que el niño se libera de la esclavitud de la realidad cuando adquiere la capacidad de representación.
Te refieres a que las “psicoterapias breves logran una mayor humanización” del analizado Aquí he de hacer una distinción. Efectivamente en el texto hablo de que la experiencia clínica que me llevó decididamente a atribuir a la relación el principal papel como agente terapéutico fue el hecho de que los pacientes a los que trataba con un estilo francamente “psicoterapéutico”, basado en el diálogo natural, sin las artificiosidades técnicas propias del encuadre analítico clásico, obtenían mayores y más positivas modificaciones que los tratados con la técnica clásica. Pero no se trataba de psicoterapias “breves”, sino de psicoterapias de “larga” duración con una frecuencia de una o dos sesiones semanales. Ahora me percato de que, sin ser entonces muy consciente de ello, con mi estilo de relación me ponía al lado de lo que en la medicina clásica se denominó la vis medicatrix naturae, las fuerzas curativas de la naturaleza, y me fundamentaba en el intercambio dialógico, democrático e igualitario, siguiendo la máxima de Gadamer, “del diálogo sale la verdad”, no empleando más interpretaciones que las que surgían espontáneamente de tal diálogo. En el CeIR correspondiente a octubre de 2012, aparecerá un trabajo mío, fruto en gran parte de estas experiencias clínicas, en las que trato de las posibilidades del psicoanálisis relacional con una sesión semanal, y de la importancia de no interferir, con complejidades técnicas, esta fuerza curativa que existe en todo organismo vivo.
En cuanto a la pregunta, que bien calificas de retórica, acerca de si el cambio estructural es el que produce las modificaciones deseables en el paciente o si es a la inversa, ha de entenderse como una pregunta más bien tendente a mostrar lo obsoleto esta idea, convertida en bandera de combate por parte del psicoanálisis clásico, de que sin cambio estructural no hay verdadera mejoría, y de que sólo el psicoanálisis clásico es capaz de obtener este cambio estructural. Ni los psicoanalistas están muy de acuerdo en lo que significan por estructura, concepto que se ha “reificado” hasta el límite, ni tampoco lo están en cuanto en qué consiste el cambio estructural.
No, efectivamente, no puede hablarse propiamente de la psicología individual como algo que pertenece intrínsecamente a un sujeto como sería el color de los ojos. La psicología de todo sujeto está determinada por un triple determinismo: genético, psicológico (las relaciones con los primeros objetos familiares) y cultural. Nadie puede salir totalmente de la cultura en la que ha nacido y se ha desarrollado.
Afirmas qué si podemos hablar de un cambio en el carácter de un analizado, puesto que si cambia su forma de estar con los otros, o sea su conocimiento relacional implícito, esto es un elemento importante del carácter, y, por tanto, podemos decir que su carácter ha cambiado. Es una muy buena objeción. Pero siempre queda la duda, en la que me apoyo, de si este cambio en la manera de estar con los otros implica un cambio profundo de los elementos psicosomáticos nucleares de su personalidad, o si, más bien, ha aprendido, de manera positiva, a emplearlos de otra manera más favorable para él y para los otros.
El “sueño de la razón produce monstruos”, cierto, y monstruos de gran tamaño: la destrucción del planeta, las armas de destrucción masiva, el riego de la aniquilación nuclear, etc. Pero tengamos en cuenta que es la “instrumentalización” de la razón la que produce estos monstruos, no la razón en sí misma, sino una razón mal guiada por poderosas emociones: deseo de poder, de dominio, afán de estar por encima la naturaleza (un antiguo dicho afirma que Dios perdona siempre, los hombres y las mujeres a veces, pero la naturaleza nunca), desprecio hacia los otros, falta de solidaridad y de compasión, etc. Las emociones dotan de sentido todas y cada una de las situaciones de nuestra vida, y hemos de ayudar al analizado a encontrar otros afectos que las sustituyan, como bien dices, cuando son contrarias al otro, y a ponerse al servicio de ellas cuando tienen un carácter éticamente positivo. En realidad, no existe la razón pura, sin emociones, sino que la razón crea monstruos cuando se ha puesto al servicio de emociones opuestas a la ética, porque la máxima expresión de la ética es el respeto al otro, el otro que ha de ser sagrado para mí. Si el tiempo me alcanza puede ser que alguna vez me extienda más sobre este punto.
Tenemos a Kant como el prototipo del pensador puro, guiado siempre por la razón, investigando sus logros y sus límites, pero en Kant también hay emoción, no la deja de lado. En el célebre pasaje de la conclusión de la Crítica de la Razón Práctica, personalmente siento palpitar una emoción que me embarga y me estremece, aunque sea una emoción, la de Kant, muy contenida y filtrada por la reflexión: Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión; el cielo estrellado sobre mí y la ley moral que hay en mí. Aunque no puedo asegurarlo, creo que estas frases están grabadas en su tumba, en Koenisberg, como máximo exponente de su pensamiento. Y si no lo están merecerían estar.
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