Presento a continuación el comentario que acabo de publicar en la revista on-line Clínica e Investigación Relacional, sobre el libro de Joan Coderch que lleva por título LA PRÁCTICA DE LA PSICOTERAPIA RELACIONAL. (www.psicoterapiarelacional.es/LinkClick.aspx?fileticket=eDZ9UtKkJfQ%3d&tabid=761)
Este estupendo libro de Joan Coderch es una completa psicología general para psicoterapeutas de orientación psicoanalítica y una magnífica introducción al psicoanálisis actual para el estudiante. Junto con su obras anterior, Pluralidad y Diálogo en Psicoanálisis (2006), que también comenté en estas páginas, proporciona una panorámica del psicoanálisis actual alternativa y, dadas también mis preferencias teóricas, más acertada que otras dos propuestas más “oficiales”, aunque con diferencias evidentes entre sí. Me refiero al trabajo de Kernberg de 2007 - Controversias contemporáneas de las teorías psicoanalíticas, sus técnicas y aplicaciones – y al de André Green de 2005 - Ideas directrices para un psicoanálisis contemporáneo: desconocimiento y reconocimiento del inconsciente. Ambos coincidentes, por otra parte, en su escaso aprecio por el enfoque relacional.
Leemos en el prólogo, de Alejandro Ávila, que ningún área de conocimiento puede quedar limitada al pensamiento del fundador. El psicoanálisis en los últimos decenios ha emprendido un diálogo enriquecedor con otros ámbitos del saber, lo que le ha llevado a ser relacional. La psicoterapia psicoanalítica es relacional cuando aprovecha todas sus potencialidades. Ávila propone un más allá del psicoanálisis entendido como psicología de “dos personas”, que se convierte en una “psicología social” como quería Pichón Rivière. Con frecuencia cito a August Comte y su declaración solemne de que la psicología como ciencia no existe, es fisiología o sociología. Yo interpreto que es una sociología particular, una sociología interna subjetiva y de los grupos pequeños, sobre todo familiares. Volviendo a Ávila, añade que el psicoanálisis es una ciencia humana y social de la subjetividad que se ocupa de los procesos psíquicos que ocurren en los límites de la conciencia o más allá. En consonancia con ello, de un tiempo a esta parte hemos pasado de analizar a tratar, subrayando la idea de “trato humano”.
En la introducción del libro se cita el lema de Ferenczi “Sin simpatía no hay curación”, pensamiento central que se repetirá varias veces, y coherente con ello, se ofrece la siguiente definición de la psicoterapia:
La psicoterapia es un tratamiento psicológico que se desarrolla entre un profesional especializado y una persona que precisa ayuda a causa de sus perturbaciones emocionales y, por tanto, el psicoanálisis es una forma de psicoterapia. Si el primer término que figura en el título de este libro es el de “psicoterapia”, es porque mi deseo es el de enfatizar el carácter primordialmente terapéutico del psicoanálisis…” (p. 21)
El lógico e indispensable interés por la investigación no debe ocupar el primer lugar frente al interés por ayudar a la persona. Con esto se pone de parte de Ferenczi frente a Freud y favorece el enfoque clínico frente al teórico o investigador. El psicoanálisis relacional no está libre de presupuestos epistemológicos – yo mismo me he interesado por ellos en otros lugares - pero se puede ofrecer como una derivación natural de la clínica que impone menos conceptos prefabricados a la explicación de los fenómenos. La mente humana, se dice en la página 23, se halla estructurada por configuraciones relacionales, a partir de la interacción con la matriz social con la que convive el ser humano desde su nacimiento. El psicoanálisis relacional se caracteriza por la asimilación de las aportaciones de las disciplinas vecinas, y destaca el gran impacto que la neurociencia ha tenido en su evolución reciente, idea que desarrollará en extenso en el primer capítulo, que lleva por título Psicoanálisis relacional y neurociencia Es el segundo capítulo más extenso del libro - superado por poco por el último, dedicado a la relación paciente-analista – lo que nos sugiere la importancia que concede el autor a este asunto, de forma plenamente justificada.
Lo mismo que existen físicos experimentalistas y físicos teóricos, Coderch propone que, con el necesario esfuerzo, manejemos las evidencias de la neurociencia para confirmar o desconfirmar nuestras hipótesis y teorías, extraídas de la clínica. Esta colaboración no tiene por qué privar al psicoanálisis de su especificidad, como una ciencia del significado psíquico, sin reduccionismos, de acuerdo con la sabiduría práctica (phronesi) que preconizara Aristóteles, es decir, que no se puede ajustar a reglas fijas e inamovibles. Un ejemplo brillante de colaboración desde la otra orilla lo materializa el famoso neurólogo e investigador Eric Kandel, premio Nobel en el año 2000, cuando afirma que el psicoanálisis todavía representa la perspectiva más coherente e intelectualmente satisfactoria de la mente. Aprovecho para recomendar la lectura de la obra de Kandel En busca de la memoria. Una nueva ciencia de la mente, de 2007 (Katz Barpal Editores), donde podemos ver cómo su inicial formación psicoanalítica ha inspirado sus investigaciones en la ciencia más estrictamente natural de la neurología. Coderch cita a Kandel con frecuencia a lo largo del capítulo, pero alude también a otro insigne antecedente de la relación psicoanálisis-neurología en la figura de Alexander Luria, quien, presionado por la ideología soviética, tuvo que renegar de su inspiración psicoanalítica. Tampoco olvida el intento malogrado de Freud en 1895, el Proyecto de Psicología para Neurólogos, por ofrecer una ciencia unificada para psicología y neurología. La conclusión es clara: “… sólo el desconocimiento puede llevar a creer que neurociencia y psicoanálisis son incompatibles” (p. 31). En consecuencia desgrana aquellas aportaciones que pueden ser de mayor utilidad o interés para el psicoanálisis relacional: desarrollo cerebral, plasticidad, memoria, el reciente descubrimiento de las neuronas espejo, modos de validar la psicoterapia y, finalmente la investigación de los mecanismos neurológicos subyacentes al self y al yo.
A partir de la evidencia neurocientífica más reciente se formula algo que ya afirmó Vygotsky – maestro y amigo de Luria -, creo que por primera vez, en el primer cuarto del siglo pasado. Y ello es que la programación genética no basta para desarrollar las funciones cerebrales, es necesaria la estimulación externa para dotar al cerebro de su estructura. El contexto social pasa al primer plano en la explicación del desarrollo, asimismo en el proceso de la mentalización, según lo trabajos de Peter Fonagy y seguidores. Nuestra forma de ser sociales consiste en interiorizar la mente de los otros y nuestra propia mente, para desenvolvernos en nuestro medio cultural necesitamos elaborar en la infancia una teoría de la mente. De las teorías que explican este proceso nuestro autor elige acertadamente la teoría de la simulación que dispone de cierto anclaje empírico con la investigación de actualidad sobre las neuronas espejo: “De acuerdo con esta teoría, el observador intenta entender los estados mentales de los otros creando una copia de ellos en su propia mente” (p. 34). En cuanto a la memoria, cuya investigación desde las neurociencias y la psicología cognitiva tanta importancia ha tenido en la construcción del nuevo paradigma relacional, se nos recuerda que Freud ya concibió la memoria como la influencia de los hechos pasados en los comportamientos y experiencias actuales. Encontramos descrita la memoria en sus diferentes formas: de corta duración (icónica, de trabajo), de larga duración (explícita o declarativa, dividida a su vez en semántica y episódica), y memoria no declarativa o implícita, dividida a su vez en tres sistemas (configuración, emocional y de procedimiento). En las formas de memoria de larga duración se ha inspirado la actual distinción entre dos formas de inconsciente (declarativo y procedimental). La memoria de procedimiento – leemos poco después - desempeña un relevante papel en el condicionamiento clásico y en el conocimiento relacional implícito. El propio Kandel reinterpreta algunas ideas de Freud desde esta novedosa perspectiva.
En el mismo nivel explicativo del conocimiento relacional implícito, introducido por Stern y el Grupo de Boston, se halla el concepto de modelo mental implícito aportado, a su vez, por Fosshage para explicar las estrategias heurísticas, procedimientos inconscientes empleados para resolver problemas prácticos y dar sentido a la experiencia, a partir de las cuales se crean expectativas, la atención selectiva, la atribución de significados y la construcción interpersonal. La resistencia, por tanto, ya no se puede definir de manera simplista como la lucha del paciente contra el propósito del analista de descubrir la verdad, sino como una señal de alarma ente lo nuevo.
No existe diferencia en el proceso analítico entre relación transferencial y relación real, pues el ser humano (con su cerebro) es una unidad orgánica y funcional y responde a cada estímulo como una totalidad. Pero tampoco existe una relación totalmente “real” entre paciente y analista, dado que no existe la percepción “objetiva” libre de nuestros aprendizajes pasados, conscientes e inconscientes. Y así volvemos a uno de los Leitmotiv del psicoanálisis relacional: “Toda la relación que se desarrolla entre analizado y analista, llamémosla transferencia o contratransferencia, no es una creación del uno o del otro sino que es absolutamente una co-creación” (p. 46).
El cerebro, contra lo que se piensa habitualmente, no es flexible sino plástico, esto significa que se adapta a las circunstancias evolutivas, pero una vez pasadas estas no recupera su forma original. Los estímulos dejan una huella en el substrato orgánico que confluye e interactúa con el influjo genético. Dentro del cerebro, el sistema neuronal que es especialmente sensible a la estimulación social es el de las neuronas espejo. Estas neuronas se excitan no solo cuando el animal (simio o humano) realiza una acción dirigida a un fin sino cuando el animal ve a otro de su especie – o no solo de su especie – realizar la misma acción (el simio observa el simio hace)[1]. Y esa acción puede ser una expresión facial o manifestación emocional, con el interés esencial que esto conlleva. Además, añade Coderch en este interesantísimo apartado:
…las neuronas en espejo del observador no solo reproducen un acto motor, si es el caso, sino que codifican la intención del acto, de manera que la programación neuronal en el cerebro del observador se cumple hasta el final aun cuando los últimos movimientos del acto se produzcan fuera de su campo de visión (p. 51)
Debate la importancia de estos descubrimientos, y la teoría de la simulación incorporada que se ha derivado de ellos, para explicar los fenómenos de la empatía (junto con la identificación proyectiva) y la internalización y asimismo un trastorno enigmático: el autismo infantil.
La neurociencia se está utilizando cada vez más para intentar comprender los procesos de la psicopatología y para validar los efectos de la psicoterapia, como se revisa brevemente en el libro. Pero Coderch va un paso más allá, y busca en esa fuente el sustento para uno de los conceptos más proteicos del psicoanálisis actual: el self. Este apartado es una gran aportación, sobre todo desde la biología. Comienza señalando la no por más sabida, menos preocupante, terrible falta de unanimidad entre los autores a la hora de definir el concepto y toca el problema filosófico de la unidad ficticia del sí mismo. Destaca la perspicaz aportación de Stephen Mitchell al asunto, quien agrupó en dos las corrientes del pensamiento psicoanalítico, aquella que defiende una metáfora espacial y la que defiende una metáfora temporal. Según la primera el self es algo estable que reside en un espacio mental, para la segunda es algo cambiante, múltiple y discontinuo. Mitchell sintetiza ambas posiciones y define al self como la organización subjetiva de significados que el sujeto elabora a lo largo del tiempo a través de la acción, y los sentimientos y pensamientos sobre uno mismo. A veces nos comportamos con continuidad y otras cambiamos mucho de una situación a otra. Otras aportaciones que recoge Coderch son la de Salvador Adroer, quien se ha ocupado del self a partir de los procesos de identificación introyectiva, en la que se produce una identificación con el objeto introyectado; y la de Milord en el sentido de que la representación del self tiene que ver con el sentimiento de unidad y continuidad a partir de la interacción entre el sujeto y su medio ambiente circundante. El famoso neurocientífico y divulgador, Antonio Damasio, ha propuesto la existencia de un proto-self, como conjunto de pautas neuronales que representan – o “mapean” – el cuerpo y sus estados, muy semejante al “yo corporal” del que hablara Freud. La representación del self es una representación corporal. Me viene ahora al pensamiento la trascendencia del cuerpo en la vivencia del sí mismo propia del sentimiento de vergüenza. La formación del self depende del proceso de separación y delimitación entre el propio cuerpo y el objeto externo.
Quizá nuestro autor peca de cierto optimismo, cuando termina esta sugestiva sección sobre self y neurociencia afirmando que los psicoanalistas estamos de acuerdo en que en el origen no hay diferenciación entre el self y el objeto. Pienso que esa no es la opinión general ni está acorde con la posición clásica. Está en contra el concepto clásico de “narcisismo primario”, también a la idea de Fairbairn y Klein de que existe un ego originario. No entra Coderch en esos complejos vericuetos conceptuales, que sin duda habrían complicado en demasía su exposición con lo que habrían sido dos largos capítulos sobre filosofía de la identidad y psicología evolutiva psicoanalítica. Sin embargo, dedica a continuación una sección sobre el yo desde el psicoanálisis y la neurociencia, que puede hacer creer al lector que los conceptos de “yo” y “self” están claramente separados en psicoanálisis, nada más lejos de la realidad. En el texto se informa del evidente riesgo que consiste en tomar al yo como un homúnculo – riesgo de reificación que sufre no solo el psicoanálisis sino también gran parte de la psicología cognitiva y la neurociencia – pero que a mi no me parece que sea un riesgo del que se libren muchas de las concepciones usuales sobre el self.
Termina este capítulo tan sustancial y sustancioso con una síntesis sobre lo que sabemos de la relación mente-cerebro y un comentario sobre los riesgos del reduccionismo.
Todavía no se ha logrado una explicación satisfactoria de cómo una excitación electroquímica en un circuito neuronal se nos presenta como una experiencia subjetiva, una imagen, un pensamiento o un sentimiento poético o artístico. La explicación reduccionista – la mente es el cerebro - no parece hacernos avanzar mucho en este conocimiento. También se puede considerar – según la explicación monista - que mente y cerebro son la misma realidad vista desde diferente perspectiva pero esto, bien mirado, tampoco nos lleva mucho más allá. Coderch se decanta por la solución de Popper y Eccles, que es la de considerar la mente como un emergente. Según el emergentismo la mente “surge” del cerebro pero es algo distinto. La mente no es el cerebro de la misma forma que el ordenador no es la electricidad. Se busca el apoyo de numerosos neurocientíficos para llegar a la conclusión de que:
La mente pertenece a otra realidad que emerge de la interacción entre el cerebro y los estímulos internos y externos que inciden sobre él. (p. 75)
Me parece que la tesis emergentista no resuelve tampoco el enigma porque pone demasiado el acento en la mente individual, que supuestamente surge o emerge del cerebro de una persona. Dejo para otra ocasión explicar mi opinión en extenso, pero iría en el sentido de que esa concepción sigue siendo demasiado individualista. Pienso que la mente no emerge del cerebro sino de la interacción social.
Si mantenemos la tesis de que la mente es el cerebro – sugiere acertadamente Coderch - llegamos a absurdos como el de sugerir que la diferencia entre un voluntario que colabora en actividades humanitarias y un dictador sanguinario consiste en que sus cerebros efectúan operaciones distintas. La explicación humana de la conducta y la justificación ética de nuestras decisiones nunca podrá ser reducida a mecanismos neuronales, como tampoco se logrará explicar las oscilaciones de la bolsa a partir de las leyes de la física cuántica.
Pasemos al capítulo 2, que lleva por título Diálogo, interacción y adaptación en el proceso psicoanalítico. Lo deseable, comienza avisando, es evitar el diálogo tipo “ping-pong” en el que el paciente produce asociaciones y el analista interpreta en un continuo vaivén, y optar por un diálogo semejante al de dos personas que reflexionan juntas investigando un asunto de interés. Toda comunicación humana se sustenta en multitud de sobreentendidos, acuerdos y supuestos comunes. El filósofo del lenguaje Paul Grice introdujo al respecto el término “implicatura” mientras que Habermas, destacado representante de la escuela de Frankfurt, habla de un “consenso de fondo” para referirse a este fenómeno, en el que el sentido profundo de una comunicación no procede de la semántica de las palabras sino de una inferencia sobre las intenciones del interlocutor. Este razonamiento es relevante porque el proceso de psicoanalítico ha dejado de imaginarse como un monólogo, del paciente, en el que el analista se limitaba a escuchar y a pronunciar, de tarde en tarde, su interpretación en estilo oracular, para convertirse cada vez más en un diálogo, a partir del modelo relacional. Ante la objeción de que el diálogo impide la formación adecuada de la transferencia, responde Coderch que toda comunicación es diálogo, incluso el silencio es comunicación. A veces el paciente puede sentir el silencio de su terapeuta como distancia o frialdad, pero desde luego nunca se crea una situación neutra en la que supuestamente la producción endógena del paciente surja sin mácula ni influencia. Lo mismo que el paciente, el analista aporta permanentemente su subjetividad. Esto último es lo que se ha dado en llamar la “psicología de dos personas”.
La filosofía analítica británica, desde sus orígenes con el segundo Wittgenstein y con Austin – Cómo hacer cosas con palabras -, ha venido afirmando que toda expresión verbal es acción, son “actos de habla”. En consecuencia, paciente y terapeuta están permanentemente actuando el uno sobre el otro:
Si las palabras son actos, y los actos no pueden dejar de ser comunicativos en una relación tan íntima como es la de la díada analítica, entonces el psicoanálisis involucra acción, comunicación e interacción. (p. 90)
La mente de una persona, como afirman Miller y Dopart, es el producto de su historia real e interpersonal – aunque yo no termino de ver la diferencia entre “real” e “interpersonal” – y las interacciones que forma con los otros y cómo las interpreta son reflejo de esta historia. Las nuevas interacciones van ensamblándose con las antiguas en una complejidad creciente. Pensemos en una interacción muy temprana, como es el juego del “que te pillo”, de un niño muy pequeño con el cuidador. Se trata de una experiencia intensa de excitación y regocijo, incluso miedo, pero también es una creación mutua, a partir de un “nosotros” en el que el adulto es un regulador del sí mismo. Estas interacciones se producen ya en etapas en las que el lenguaje está en sus inicios, y propician la construcción de estructuras interactivas del self con el otro, como unidades básicas nucleares en la representación del self. Las estructuras interactivas formadas en fases tan tempranas, y posteriores, permiten la predicción - una de las funciones principales del cerebro - pero se han adquirido y actúan sobre todo como mecanismos inconscientes. Coderch sugiere que este aprendizaje se efectúa a partir del condicionamiento – supongo que incluye las dos formas habituales de condicionamiento – y las técnicas para extinguirlo y adquirir nuevas conductas, si pretendemos utilizar solo la interpretación requieren la intervención de la conciencia. Esa intervención no es imprescindible desde el modelo relacional, en el que se reconoce el papel de los mecanismos no verbales, inconscientes, propios del condicionamiento operante, en el que intervienen la dopamina y las endorfinas. Cuando un bebé gatea para llegar hasta su madre, “situada a una prudente distancia”, libera una cantidad importante de dopamina, en el proceso de motivación para alcanzar su objetivo, y cuando lo alcanza se segrega una buena proporción de endorfinas, que produce un estado de bienestar.
Si los cuidadores no cumplen adecuadamente su función de reguladores de la excitación y de satisfacer las necesidades del infante, dificultan la creación de esquemas autorreguladores en el mismo o, dicho de otro modo, de un self coherente y estable que sustente el comportamiento del sujeto a lo largo de la vida. Esto no quiere decir “rígido” pues los esquemas mentales patológicos, fuertemente defensivos, tienden de forma incoercible a autoconfirmarse. Miller y Dopart distinguen dos tipos de esquemas mentales: organizadores y conceptuales. Los primeros constituyen el núcleo central del self subjetivo, hacen inteligible la experiencia interpersonal integrando sus factores sensoriales, cognitivos, afectivos y situacionales. Los esquemas conceptuales, por su parte, forman la infraestructura mental, cognitiva y emocional, con la que los seres humanos se interpretan a sí mismos, a los otros y al conjunto de sucesos y situaciones de la vida. Los esquemas organizacionales evolucionan y se complejizan convirtiéndose en esquemas conceptuales, aunque siempre se siguen usando unos y otros. La terapia analítica se puede entender como una propuesta para probar otras formas de organizar la experiencia.
El ser humano, como ocurre con todo organismo, necesita adaptarse al entorno para sobrevivir, organizando sus propios recursos y capacidades. Para Hartmann la adaptación no es una consecuencia del fracaso del principio del placer sino que se trata de una función autónoma del yo, el “área libre de conflictos”. Para Fairbairn, en cambio, el proceso de adaptación viene motivado por la necesidad de contacto con el otro, como impulso primordial. Pero, a partir de aquí, y desde los trabajos de Stern en los años ochenta, la observación de la conducta infantil desacredita toda teoría de las pulsiones y conceptos como el de “narcisismo primario”. El texto se detiene en el pensamiento de Justin Weiss: el ser humano desde su nacimiento intenta comprender la realidad y adaptarse a ella. Esto explicaría comportamientos en apariencia paradójicos, como la adherencia de los niños a sus padres maltratadores, fenómeno que ya reseñó Fairbairn en tanto contrario a la teoría pulsional. Los niños que reciben malos tratos sienten que se los considera malos y piensan que realmente lo son y que se les trata según se merecen. Al mismo tiempo defienden a sus padres y se responsabilizan de ellos.
El capítulo termina con una admirable ilustración clínica mediante un caso que aquí no voy a intentar resumir pero cuya lectura cuidadosa recomiendo encarecidamente. El caso de Gregorio permite comprender algunos aspectos de la aproximación terapéutica a los pacientes con una patología predominantemente deficitaria. El siguiente capítulo dedicará unas páginas precisamente a clarificar la distinción entre patología por déficit y patología por conflicto.
Según avanza la obra, va pasando de ser una exposición teórico-experimental, desde la neurociencia y el debate conceptual, a convertirse en un tratado sobre la práctica de la psicoterapia relacional. El capítulo 3, La necesidad el modelo relacional, quizá sirva de charnela en ese proceso. Se articula en una exposición del pensamiento de los dos autores más destacados en el origen del psicoanálisis relacional: Ferenczi y Fairbairn. Defensores de que el psicoanálisis es un intento por ayudar a una persona que sufre, y no simplemente un método neutro de investigación.
Parece ser que el término “relacional” fue introducido por Stephen Mitchell en un grupo de trabajo con analistas. Las razones de este adjetivo son la convicción, por una parte, en que la mente humana, normal y patológica, en su desarrollo y en su proceso de crecimiento terapéutico está configurada relacionalmente. Por otro lado, parece que este término supone un menor compromiso teórico o, como se lee en el texto, no comporta la adhesión a un determinado grupo de ideas. Por mi parte sospecho que su sentido actual sí supone un compromiso con cierta ontología, un grupo de ideas al que yo denomino, siguiendo a Donna Orange, “psicoanálisis anticartesiano”. El término “relacional” no es en absoluto equivalente al de “relación de objeto”. En su origen, el referente más cercano en Norteamérica fue el pensamiento de Harry Stack Sullivan que dio origen a la escuela interpersonal. A su vez, el psicoanálisis relacional ha surgido de forma paralela a la delimitación y progresiva presencia del concepto de “déficit”, en detrimento del conflicto intrapsíquico, freudiano. Sin usar propiamente dicha palabra, el déficit fue revelado por Ferenczi al describir, en uno de sus últimos trabajos, la confusión de lengua que se produce con gran frecuencia entre el lenguaje adulto de la pasión y el lenguaje infantil de la ternura. El niño pide ternura y los adultos erotizan sus caricias. Eso es lo que produce el conflicto y no es la pulsión del niño la que erotiza la relación. Parcialmente se recupera la teoría del trauma como causante de la patología y se revaloriza la relación terapeuta-paciente, y no la interpretación aséptica, como favorecedora del cambio.
Fairbairn es un autor clave en la historia del psicoanálisis relacional y en el desarrollo del concepto de déficit. Sus primeras experiencias en el campo de batalla con soldados aquejados de “neurosis de guerra” y, después, en la vida civil con niños maltratados le llevó a criticar frontalmente la teoría pulsional. También le causó gran impacto la frase de una paciente: “Vd. está hablando siempre de que yo quiero tener satisfecho tal o cual deseo, pero lo que yo quiero realmente es un padre”. Para Ronald Fairbairn lo que se reprimen no son los impulsos edípicos sino los objetos malos internalizados y, secundariamente, los impulsos y las partes del yo que se relacionan con ellos. Estos objetos siguen ejerciendo su poder desde el interior, como espíritus malignos. La liberación de estos objetos malignos solo es posible si el analista se convierte en un objeto bueno, algo que, como se verá en capítulos posteriores, contradice la estricta neutralidad y abstinencia de las recomendaciones técnicas más ortodoxas.
La teoría del déficit tuvo su continuación en autores británicos del grupo independiente – como Balint, Bowlby y Winnicott – y posteriores como Heinz Kohut, el creador de la psicología del self, alcanzando su expresión más consumada con los trabajos del noruego Killingmo, en los ochenta y noventa. Bien entendido, el déficit no viene provocado solo por la ausencia de aquello que se necesita sino, también, por la presencia de lo perjudicial: odio, agresividad, incoherencia, maltrato, etc. El concepto de déficit siempre va ligado al de defecto operativo, que es su consecuencia, en cuanto a defecto en las funciones del yo según se manifiesta en síntomas y perturbaciones. No es tanto un hecho objetivo como una experiencia subjetiva de fragilidad, caos interno, vacío, en relación con el sentimiento de no ser escuchado ni amado, de no ser reconocido. Consecuentemente, observamos en la clínica de estos pacientes un self fragmentado, difuso, frágil e incoherente. El sentimiento de vacío se muestra como la falta de algo en el interior que no se puede precisar, falta de vigor y energía psíquica, pero también falta de ilusiones, con ansiedad inmotivada, incapacidad para enfrentar las situaciones y dificultad en las relaciones interpersonales. Los esquemas mentales o principios organizadores, se apoyan en un sustrato neurobiológico difícil de modificar.
Aunque en unos pacientes predomine más la patología por déficit o por conflicto, todos padecen alguna forma de déficit estructurales en su self . En nota al pie de la página 123 se aclara que al hablar de patología por conflicto intrapsíquico ya no se discurre sobre la lucha entre pulsiones y defensas sino sobre la oposición entre distintas motivaciones o configuraciones relacionales. Por lo demás, advierte, el déficit es un hecho de observación fenomenológica en la clínica, mientras que el conflicto intrapsíquico del modelo clásico es una inferencia basada en la supuesta universalidad del complejo de Edipo. Cita con aprobación un trabajo reciente de Alejandro Ávila en el que se lee:
Para que Edipo nos sirviera como modelo mental para la construcción de nuestras experiencias habría de haberse vivido con la participación de todos sus actores esenciales, La supuesta universalidad y centralidad del Edipo quedó atrás. (p. 124)
Esto me recuerda una reciente conferencia de Rubén Zuckerfeld en la que mostró la capacidad del mito de Aquiles en la comprensión del funcionamiento de pacientes narcisistas y límites.
El modelo clásico de conflicto está comprometido con el modelo pulsional y la teoría estructural, con su concepto de energía que la neurobiología ha mostrado inexistente: “… con lo cual todo el edificio teórico y metapsicológico edificado a partir de las pulsiones se derrumba como un castillo de arena…” (p. 125). El cerebro no funciona con la transmisión de energía sino de señales en forma de potenciales eléctricos, siempre iguales a sí mismos. Tampoco existen señales eléctricas libidinales o agresivas. Luego la teoría de las dos pulsiones no está anclada en la neurobiología sino en la filosofía dualista y vitalista. Por ejemplo, el concepto de voluntad de Schopenhauer se asemeja considerablemente al ello freudiano. En el psicoanálisis actual y en la neurociencia se ha producido un desplazamiento desde las pulsiones a los afectos, arraigados en la biología actual, al menos en parte. En cuanto a la teoría estructural, es cuestionada por el hecho de que habitualmente ello, yo y superyó se toman tradicionalmente no como abstracciones sino como entidades antropomórficas que se mueven dentro de la mente, con el ello como reservorio energético de cualidad epistemológica bastante confusa.
El modelo relacional, en sus aspectos prácticos, es heredero de la técnica que usaba Freud aunque no tanto de sus consejos escritos. Los testimonios históricos retratan un creador del psicoanálisis muy diferente del analista clásico, neutro, anónimo, distante, que sigue estrictamente la regla de abstinencia. Sabemos que se mostraba amable y dialogante y respondía con frecuencia a las preguntas. Anton Kris sugiere que Freud publicaba los consejos que consideraba más positivos para el prestigio científico del psicoanálisis, mientras que a sus pacientes les daba el trato más conveniente. Sin embargo, la técnica real, la que recupera el psicoanálisis relacional, ha sido totalmente olvidada cuando no prohibida en los institutos de formación.
Siguiendo con conceptos importantes en la práctica, Coderch está de acuerdo con los kleinianos en que toda relación del paciente con el terapeuta es transferencial, aunque dando al concepto un significado muy diferente. Todo es transferencia en nuestros actos, pues en el curso de la evolución se forman las pautas relacionales que regirán su conducta y emociones en las fases posteriores. En ese sentido, la transferencia más que una repetición del pasado es la manera de organizar el presente: “… cada momento presente de la vida psíquica es el resultado de la conjunción de todo el pasado con el contexto que envuelve al sujeto en aquel momento” (p. 134). La psicología cognitiva y la neurociencia ha demostrado que la memoria no funciona en absoluto como una biblioteca. Stern introduce el concepto de contexto rememorativo del presente, a partir del que se seleccionan y articulan los fragmentos del pasado: recordamos el presente.
A continuación se enumeran las características diferenciales del psicoanálisis relacional, algunas de las cuales voy a resumir, y que son definidas más en extenso en los capítulos siguientes. Se abandona la idea, conforme con el cartesianimo, de la mente aislada pues se juzga que, lejos de estar aislada, se compone del conjunto de configuraciones relacionales que se han ido internalizando a lo largo de la vida. Las manifestaciones del paciente en la sesión no se producen, por tanto, de forma aislada, por lo que el analista debe investigar cómo ha contribuido a ellas. El objetivo del tratamiento es modificar el conocimiento relacional implícito, a través de la interacción, sin menospreciar la interpretación y el insight. Una consecuencia del abandono del concepto de mente aislada es la reducción de la asimetría en la relación paciente-terapeuta, que se convierte en una relación de mutualidad, con el conocimiento recíproco de la experiencia que comparten y de la mutua influencia que ejercen el uno sobre el otro, reconociendo cada uno la subjetividad del otro. Esto es, en el psicoanálisis relacional se acepta al paciente como interlocutor válido, lo mismo que hacía Freud, con una profunda implicación emocional por parte del analista, que utilizará las técnicas que considere útiles para ayudarle aunque no sean estrictamente analíticas. En la práctica el terapeuta relacional no suele guardar largos silencios, percibidos a menudo como una expresión de hostilidad o superioridad y que favorecen el aislamiento narcisista del paciente:
Contrariamente a la norma generalizada dentro de la corriente principal del psicoanálisis de que el terapeuta no debe conducirse con el paciente como un objeto bueno, el modelo relacional parte de la idea de que solo si el paciente siente que es atendido por un objeto bueno se logra una modificación favorable, y no tan solo una sumisión o adoctrinamiento. (pp. 138-9)
Finalmente propone que el modelo relacional sigue esencialmente un estilo de investigación empático-introspectivo, pero se halla muy vinculado con la neurociencia cognitiva y la aportación de otras ciencias, la filosofía y la teoría del conocimiento.
El capítulo 4, El espacio terapéutico y la autoridad del psicoanalista, se dedica a indagar el lugar que ocupan paciente y terapeuta desde el psicoanálisis relacional actual, frente al modelo clásico de un paciente que ofrece sus asociaciones y un terapeuta que interpreta, aislados de toda conexión con la realidad. La relación paciente-analista produce un campo intersubjetivo, creado por el reconocimiento del otro como un self equivalente al mío, que a su vez me reconoce a mí. El analista no es simplemente un intérprete del inconsciente que sigue unas reglas inamovibles, sino alguien que, con su personalidad, crea un espacio terapéutico para el crecimiento del paciente, dentro de un espíritu permanente de negociación. La negociación surge, por ejemplo, en la forma de tratamiento entre terapeuta y paciente – el tú y el usted – en la respuesta a las preguntas que el segundo dirige al primero. Coderch sugiere que la actitud más provechosa es la que intenta estimular la investigación conjunta para examinar las fantasías que se esconden detrás de la pregunta, pero esto no supone dejar de responderla, ya que la falta persistente de respuesta puede impedir dicha indagación. Se negocia también el número de sesiones semanales. Este asunto ha dado origen a una enojosa discusión, como señala el autor, sobre la distinción entre psicoanálisis y psicoterapia. Concluye que es la implicación del paciente y el estilo relacional del analista – lo que él llama “espíritu analítico” - lo que contribuye a un buen desarrollo del proceso terapéutico, y no tanto el número de sesiones. Una alta frecuencia a menudo invita al paciente a pensar que ya ha cumplido suficientemente, con su esfuerzo económico y de tiempo. Pero, y aquí utiliza un argumento que se me antoja definitivo, no existe ninguna prueba de que el análisis de cuatro o cinco sesiones semanales logre mejores resultados que el de dos.
El descubrimiento de las neuronas espejo, del que se trató extensamente en el capítulo 1, parecería desaconsejar el uso del diván dado que se pierde riqueza comunicativa. En la posición cara a cara, no obstante, es posible que las expresiones faciales del terapeuta produzcan una excesiva reverberación en algunos pacientes. Pero son las características de cada paciente y de cada terapeuta las que deben contar a la hora de decir la posición en la terapia. La literatura ofrece argumentos a favor y en contra. En un trabajo de Arrufo se razona que el uso del diván conduce la indagación al modo interno, mientras que la posición de sentados la dirige más al modo interactivo. Consecuentemente, esta última posición parece más recomendable con pacientes que presentan una importante regresión del yo.
El filósofo de la ciencia Adolf Grünbaum, uno de los críticos más destacados del psicoanálisis como ciencia, señalaba que la validez de una interpretación no se puede confirmar por los resultados del tratamiento, ya que nunca se pueden descartar los efectos de la sugestión, como efecto de la autoridad del analista. Las reglas técnicas del modelo clásico – anonimato, neutralidad, abstinencia – refuerzan la autoridad de manera extrema. El analista aparece como un observador externo que interpreta con objetividad y sin interferencias, internas ni externas, lo que dice y hace el paciente. Con ello supuestamente se le dota de unos poderes excepcionales. En un trabajo clásico, Glover decía que una fuente de autoridad del analista consiste en su capacidad para ofrecer interpretaciones exactas y completas, “autoridad objetiva” frente a la “autoridad relacional”, que se deriva solo de la influencia sugestiva. Pero es muy difícil de creer en una interpretación exacta y completa cuando existen tantos sistemas de interpretación como se dan en la actualidad. En definitiva, la autoridad del analista es la que le concede la comunidad, como al juez, al médico o al árbitro en una competición deportiva
Coderch piensa que no es posible borrar por completo la autoridad del analista, pero un rasgo destacado del modelo relacional es que el analista intenta siempre ser consciente de la influencia que ejerce sobre el paciente, mediante esta imagen de autoridad. Este modelo no considera por principio que las impresiones y observaciones del paciente sobre el analista sean obligatoriamente fruto de distorsiones transferenciales que el segundo deba interpretar, sino que deben ser tenidas en cuenta igual que las del analista. La aureola de autoridad tiende a desaparecer. En mi opinión, el terapeuta relacional es vivido por el paciente más como un colaborador amistoso que como una autoridad distante, cuya opinión es considerada con respeto pero no tenida como sacrosanta. Se ha producido un progresivo abandono de la fe en la teoría por parte de los psicoanalistas. Ante la “crisis de la metateoría”, como la denominó Stephen Mitchell, se han utilizado tres estrategias: el empirismo, la fenomenología y el enfoque hermenéutico-constructivista. Mitchell piensa que el empirismo puede aclarar y sustentar algunas hipótesis pero no puede devolver a los analistas la verdad única y absoluta de la que gozaron en los orígenes. La escucha atenta, que recomienda la fenomenología, se supone va a permitir por sí misma al analista descubrir la realidad del paciente, pues la verdad la posee éste aunque la desconozca, pero esto tampoco proporciona un fundamento firme. Desde la perspectiva hermenéutico-constructivista comprender algo significa organizarlo. Son posibles diferentes organizaciones y, por tanto, diferentes interpretaciones, pero no todas valen lo mismo. Siguiendo la metáfora de Mitchell, hay muchas maneras de pintar un jarrón con flores, pero no todas captan de igual forma la experiencia.
El capítulo 5 posiblemente es el más “técnico” por cuanto se dedica a revisar desde la óptica relacional las reglas clásicas del análisis, básicamente son el anonimato, la abstinencia y la neutralidad. En su origen eran principios moderados y flexibles pero se han convertido con el tiempo en reglas rígidas e inamovibles, al querer convertir la sesión analítica en una situación experimental según los criterios empírico-naturales. Añado, por mi parte, que este supuesto rigor no ha servido en absoluto para que el psicoanálisis se ganara el respeto en los círculos académicos y, en cambio, ha podido perjudicar en algunos casos su práctica beneficiosa. Como ya se ha señalado, el primero en oponerse de manera decidida a este conjunto de reglas fue Ferenczi, sobre todo en su Diario Clínico, de 1932. Coderch argumenta que cuando tratamos a personas deberíamos hablar de “práctica” y no de “técnica” como ya había dicho en el capítulo 1 al hablar del concepto aristotélico de frónesis (phronesi). Se inspira en Ortega para resaltar que en la sociedad de los psicoanalistas muchas prácticas se autojustifican de forma acrítica, simplemente por el “se”, en frases del estilo “se dice”, “se hace” – un impersonal análogo al man, del idioma alemán que estudió Heidegger con resultados parecidos -. Cuenta la historia de una paciente que acudía con el tiempo tan justo que no le daba tiempo a almorzar. Un día apareció en consulta unos minutos antes de la hora fijada y Joan Coderch, su analista, se encontraba libre en esos momentos. Entonces tomó la decisión, contraria a todas las recomendaciones de los institutos de formación, de ofrecerle a la paciente comenzar la sesión sin demora, algo que yo personalmente hago con cierta frecuencia. Posteriormente comentó esta decisión ante varios grupos de colegas en formación y lo que más le impactó no es que algunos, quizá la mayoría, estuvieran en desacuerdo, sino el gesto de absoluta sorpresa e incredulidad que mostraron casi todos. Por mi parte, tampoco me parece correcto interrumpir la sesión bruscamente cuando se cumple el tiempo pactado, cortando al paciente en medio de una comunicación importante, o presa de una gran emocionalidad. Esto puede dar lugar a lo que tradicionalmente se han considerado fenómenos transferenciales, pero desde luego no la mayoría de las veces y en los casos restantes la experiencia dicta cómo se pueden manejar dichas reacciones.
Como ya señalé al comentar su libro anterior, solo he trabajado desde el marco de la psicoterapia psicoanalítica y en mi larga dedicación no tienen por qué producirse situaciones catastróficas por hechos como los que aquí se comentan, ni por retrasar unos minutos el comienzo de la sesión debido a que la anterior se haya alargado, si se explica al paciente la circunstancia con seriedad y las alteraciones del encuadre no son arbitrarias o continuas.
Durante años se ha mantenido la creencia de que el analista “suficientemente analizado” conoce y controla sus emociones y su contratransferencia hasta el punto de que su auténtica personalidad puede quedar oculta y así la transferencia puede surgir en toda su pureza. En este sentido, me permito informar de una experiencia que seguramente otros colegas compartirán aunque pocos hablemos de ellos, y es la desagradable sensación que me han producido algunos compañeros que nunca se veían tentados de cuestionar ningún aspecto de su práctica porque se sentían “suficientemente analizados” después de diez, quince o más años de análisis personal. Esta posición se acompaña normalmente del rechazo y el temor a que el paciente le perciba como un objeto bueno. Los que defienden esta creencia reprueban actitudes de aproximación al paciente como las que practica el psicoanálisis relacional, que se inclinan por la “psicología de dos personas” y destacan el valor positivo de los enactments, y para quienes los contactos extraanalíticos no son fenómenos solo a evitar o interpretar. Desde la perspectiva “anti-interactiva” se ignora o desatiende que terapeuta y paciente están interactuando de manera continua, como defiende el enfoque relacional y muestran también las técnicas de neuroimagen. Todo lo que hace o dice el analista, o incluso deja de decir o hacer, es una realidad que afecta, para bien o para mal, al paciente. Ganzarain – un español que vive en los Estados Unidos comenta Coderch – juzga que los ideales de pureza son reacciones compensatorias ante los abusos en las relaciones que caracterizaron a los institutos psicoanalíticos en sus orígenes.
Algunos autores aceptan la idea de que el anonimato total del analista es imposible, pero consideran que la transferencia en cuanto tal tiene poco que ver con la realidad del mismo. Sin embargo, esta visión incurre en lo que Hoffman ha denominado falacia del paciente ingenuo, según la cual el paciente no capta nada más allá de lo que el terapeuta pretende mostrarle en la relación terapéutica. Sin embargo, la realidad ha mostrado que lo habitual es que el paciente sea un observador sagaz de los estados de ánimo, opiniones y pensamientos de su analista. El analista anónimo queda en el centro de la escena analítica como una esfinge cuyas opiniones no pueden ser discutidas porque no se expresan, aunque se adivine su significado. En opinión de nuestro autor, la transferencia “negativa” es provocada en gran medida por esta actitud por parte del terapeuta. El concepto kleiniano de identificación proyectiva a menudo ha servido para reforzar la posición ortodoxa, al describir al analista como un recipiente en el que el paciente deposita su transferencia.
La abstinencia es la no satisfacción de las pulsiones del paciente por parte del analista. Para el psicoanálisis clásico lo que se elabora en la cura analítica es la neurosis de transferencia, esto es, los conflictos intrapsíquicos del paciente tal como se manifiestan en la sesión en la relación con el terapeuta. Consideran que la abstinencia es necesaria para que la neurosis de transferencia se produzca en toda su amplitud. Sin embargo, contra esto se afirma Coderch que todo el psicoanálisis en sí mismo es una gratificación, ya que comporta contar con alguien, se supone que de prestigio, dispuesto a escucharle con atención en un horario convenido y a ayudarle con sus interpretaciones, aun cuando resulten a menudo incomprensibles. En algunos trabajos sobre la abstinencia se diferencia entre gratificación (de los deseos) y provisión (de las necesidades). El analista, se dice, debe proveer, pero no gratificar. Ahora bien, la diferencia entre uno y otro aspecto es muy relativa y depende más de la intensidad que de la cualidad. Además, la necesidad de recibir amor es tan importante como la de recibir alimento o agua. Para proveer las necesidades del paciente el analista propiamente no tiene que hacer nada:
No hacer nada para esconder la propia realidad, cosa que ya hemos visto que es imposible: No hacer nada para presentar una imagen anónima y opaca: No hacer nada para evitar el trato natural y sencillo que surge espontáneamente, y no hacer nada para sustituirlo por la actitud fría y reservada de la “distancia analítica”. No hacer nada para ocultar los deseos de ayudar que el analista siente hacia el paciente. No hacer nada para enfatizar, por todos los medios, que el analista es absolutamente “neutral” (…) Y no hacer nada para disimular lo profundamente implicado que, tanto a nivel afectivo como cognitivo, se encuentra todo analista en el curso de un proceso analítico que merezca tal nombre. (pp. 178-9)
Coderch concede un espacio aparte al concepto de neutralidad, aunque numerosos autores lo utilizan de forma intercambiable con el de abstinencia, para él es más amplio. Diferencia así entre: neutralidad como abstinencia, neutralidad como reserva y distancia analítica, neutralidad benevolente y neutralidad como implicación del analista. Algunos estudiosos han postulado que Freud introdujo el principio de abstinencia para defenderse de la contratransferencia que le provocaban las declaraciones de amor de sus apasionadas pacientes histéricas. Pero el gran pensador vienés nunca se refirió a la neutralidad, sino que utilizaba la palabra Indifferenz (indiferencia), y fue Stachey quien la tradujo al inglés como neutralidad. También había recomendado que el médico adoptara en la práctica del psicoanálisis la misma actitud del cirujano, que al realizar su práctica deja de lado sus afectos personales. La neutralidad, por tanto, no es más que un derivado de la imprescindible abstinencia ante la contratransferencia erótica, que en ningún caso se presentaba en los primeros tiempos como una actitud adecuada en todo momento. Una vez que se impuso la neutralidad como actitud de reserva, se planteó que el analista no debe formular ninguna opinión sobre asuntos relativos a la vida del paciente, a sus decisiones, situaciones y personajes que le rodean, así como tampoco transmitir expresiones de afecto o simpatía:
Se trata de un concepto de la neutralidad ingenuo, de bajos vuelos, que consiste, simplemente, en inhibirse de todo, en no pronunciarse sobre nada, intentando, vanamente a mi entender, que el paciente no pueda leer entre líneas algo de lo que piensa u opina el analista. (p. 183)
Ahora bien. si el paciente está dudando sobre si poner fin a su vida o no, ¿deberá el analista mantenerse neutral y abstenerse de toda respuesta? El texto deja al lector que alcance la conclusión, de todo punto evidente. T. Shapiro, entre otros, aclara que las recomendaciones técnicas de Freud hay que tomarlas como consejos o advertencias, no como reglas que hay que seguir con rigidez. La metáfora de la pantalla en blanco se deriva de una concepción instintivista y asocial del ser humano, que Freud defendió en sus escritos aunque no mantuvo, afortunadamente, en su práctica. La obligación ética del terapeuta es ayudar al paciente, lo que debe primar sobre cualquier intento de salvaguardar una imaginaria “credibilidad científica”, del psicoanálisis o, se me ocurre, de cualquier otra técnica que estemos utilizando. Como ejemplo de neutralidad benevolente – quizá una pequeña contradicción en término, un oxímoron – se recomiendan las seis características de la neutralidad, según Roy Schaffer, que el lector puede encontrar en la página 187 del libro y aquí no voy a repetir.
La última forma de neutralidad que revisa el texto es la neutralidad del psicoanalista como implicación, y lo hace a partir de cuatro autores: Gill, Hoffer, Gerson y Franklin. La neutralidad basada en la abstinencia, la reserva y el silencio es una caricatura, pues estos son artificios técnicos que producen frustración en el paciente y alteran la transferencia. El término “indiferencia” es adecuado para calificar la objetividad del científico, pero no debería serlo para el analista que intenta comprender los conflictos y sufrimientos, y ayudar a resolverlos. Se recoge el ejemplo tomado de Greenson, quien ante una paciente permanentemente quejosa y crítica con el analista, cuando esta le preguntó si no era muy penoso trabajar con ella, respondió con la pura verdad. Esta respuesta produjo sorpresa inicial en la paciente pero a la larga sirvió para que reflexionara sobre cómo el otro podía vivir sus actitudes. Es muy curiosa la comparación que establece Gerson entre el principio de abstinencia y la treta que utilizó Ulises, atado al palo de la embarcación mientras el resto de los tripulantes tenían los oídos taponados con cera, para escuchar el canto de las sirenas sin correr el riesgo de ser hecho cautivo. La abstinencia es una protección de los terapeutas hombres contra pacientes mujeres vividas como peligrosas, donde transpira un importante fondo de misoginia.
La neutralidad es algo que debe residir en el interior del analista, un sentimiento de implicación con el paciente y el proceso analítico, que no es posible desde el exterior.. La neutralidad, para Coderch:
…se da cuando cada uno de los componentes es capaz de ver, sentir y comprender al otro como el otro se ve, se siente y se comprende a sí mismo, sin que ello presuponga una pérdida de su propia historia y experiencias. (p. 196)
El capítulo 6 estudia tres cuestiones centrales de la nueva práctica relacional: el enactment, las autorevelaciones y cuáles son las metas del psicoanálisis. En 1986 la publicación del trabajo On Countertransference Enactments por parte de Jacobs dio la señal de salida al uso del término enactment tan abundante en la literatura psicoanalítica actual. Aunque se ha intentado traducir de varias maneras – “puesta en escena”, “actualización”, entre otras - Coderch prefiere mantener el término original. Desde el primer contacto se activan las reacciones transferenciales y contratransferenciales. No toda la contratransferencia es consciente, dice Jacobs, y a veces puede impulsar al analista a la acción en colusión con las fantasías del paciente. El fenómeno se concreta en que el analista puede estar actuando el papel que el paciente proyecta en él, entrando en una escena de mutuo acting out. Este tipo de escenas, posiblemente alteradoras del proceso y no elaboradas conscientemente, son las que los analistas tradicionales tienen en cuenta para aceptar la utilidad del término enactment y la existencia de interacción entre analista y paciente, es decir, como un error del primero que no ha sido capaz de controlar la transferencia, produciéndose una situación antianalítica. La interacción se da en el análisis pero no es análisis. No obstante, un freudiano como Boesky considera que para que el análisis progrese adecuadamente, el analista debe estar comprometido emocionalmente, es decir, comenta, el analista debe “fallar” en su actitud analítica, aunque no se trate de un error técnico ni de una actitud contratransferencial. La tendencia conservadora en psicoanálisis obliga a considerar como un error cualquier innovación terapéutica, no obstante aceptar su utilidad. Owen Renik, en cambio, afirma que es imposible separar la subjetividad del analista de cualquier cosa que diga o haga. En consecuencia, las interpretaciones estarán influidas por los rasgos de personalidad del analista, sus ansiedades y conflictos.
Un paso más allá están los analistas que valoran el enactment como un suceso útil. Para Houghton el enactment consiste en poner en acción lo que se está experimentando interiormente, sin el sentido peyorativo del acting out. La disparidad de posturas respecto al significado y valoración del enactment que muestra la revisión de la literatura indica que su uso no ha servido para aproximar posturas respecto a transferencia y contratransferencia. La posición más coherente con el psicoanálisis relacional es la que juzga que el proceso psicoanalítico es un enactment continuado, que es como decir la transferencia en un sentido amplio. Por ejemplo, las condiciones del análisis favorecen la idealización de la figura del terapeuta y desde siempre se ha recomendado que no nos apresuremos a disolver esta idealización, es decir, que se sostenga el enactment. Ante lo que Coderch exclama “¡A qué vienen pues, tantos aspavientos ahora!” (p. 214) Diferencia después dos tipos, el normal e inevitable y el patológico. Lo mismo que decimos que la transferencia es co-creada, cualquier enactment depende de las características y estilos personales de los participantes. Los rasgos del terapeuta pueden haber favorecido las reacciones del paciente. Mientras no sean intensas o disruptivas no deberán ser interpretadas. En el enactment patológico la psicología de los dos participantes se ve trastornada, ya sea por proyecciones alteradas del paciente que el terapeuta no logra elaborar o contener, o por la propia patología de éste, reactivada por el encuentro con la patología del primero. En este orden de cosas hay que situar el mecanismo de la contraidentificación proyectiva, de León Grinberg.
Una práctica interesante, en conexión con el enactment, y que ha provocado un tremendo debate y acusaciones hacia el psicoanálisis relacional es la del autodesvelamiento o autorrevelación (self disclosure). La autorrevelación es un “problema” – siguiendo el título de un libro de Meissner del año 2002 sobre este asunto – porque choca frontalmente con la metapsicología tradicional, que contempla con horror (“como un caballo desbocado en una cacharrería”) todo mostrarse real del terapeuta. Ahora bien, como sigue advirtiendo Joan Coderch, constantemente estamos revelando, de forma involuntaria pero inevitable, innumerables rasgos y detalles personales. A mi me gusta utilizar la metáfora de que es como si estuviéramos haciendo señales con banderas todo el tiempo, terapeutas, pacientes y todos los demás. Mas en un sentido estricto, a lo que nos referimos aquí es a la autorrevelación de pensamientos y sentimientos de forma premeditada y con fines terapéuticos. Es cierto que, aunque nos limitáramos estrictamente a la interpretación, cada vez que el analista interpreta, al interpretar unas cosas u otras y de qué manera, está autorrevelando sus intereses y pensamientos. Esto me recuerda el confesor que, al decirle el niño que había pecado contra la pureza siempre le preguntaba “¿sólo o en compañía?”, con lo que informaba al pecador de pantalón corto, supongo que sin querer, que existía la posibilidad de pecar en compañía. Coderch nos pone el ejemplo del paciente de Ralph Greenson que adivinó las preferencias de su analista por el Partido Demócrata, dado que siempre que emitía una opinión desfavorable hacia un político de ese partido, Greenson le pedía asociaciones y buscaba significados inconscientes, lo que no pasaba si el político criticado era republicano. Esta discusión sobre la pureza técnica lleva a nuestro autor a expresar una queja totalmente justificada:
… el psicoanálisis es el único procedimiento terapéutico en el que la evaluación de un tratamiento no se realiza sobre la base de los resultados, sino de acuerdo con la manera en la que ha sido conducido, de forma que, aun en los casos en que los logros son evidentes, el tratamiento suele ser descalificado si nos parece que la técnica no se ha ajustado a los principios psicoanalíticos, con el estereotipado comentario de que esto “no es verdadero análisis”. (p. 221)
Piensa que de mantenerse esta actitud supone un grave riesgo para el futuro del psicoanálisis. De entrada indica una brecha importante entre el psicoanálisis y el resto de las ciencias. Al principio del libro había puesto el ejemplo de que a un físico cuántico nunca se le ocurriría decir que lo que hace un físico relativista “no es física”. Pero también es un menosprecio ante el hecho de que los pacientes acuden al análisis sacrificando intimidad, tiempo y dinero para encontrar alivio a sus sufrimientos. Coderch conoce el trabajo de Fairbairn del año 1958, Sobre la Naturaleza y los Objetivos del Tratamiento Psicoanalítico, donde comentaba que el paciente promedio no está interesado desde el principio en emprender una exploración científica sobre su propia personalidad. Cuando tal deseo se expresa, como ocurre a veces con personalidades obsesivas o esquizoides, se trata de un modo de defensa contra la implicación emocional. Defensa que opera como una resistencia formidable.
La autorrevelación ayuda al paciente a entender la naturaleza del impacto que tienen sus palabras y acciones en el terapeuta y a las otras personas en general, también permite superar situaciones de fuerte estancamiento y resistencias difíciles. No obstante, Lewis Aron aconseja que el terapeuta sea sumamente cauto en su uso, se utilice solo cuando tengamos razones fundamentadas de que va a ser útil para el paciente y nunca de forma compulsiva, como posiblemente le ocurrió a Ferenczi. Renik es tajante en su afirmación de que trata de poner sus cartas sobre la mesa de la mejor forma posible, es decir, que quede clara su experiencia sobre los hechos clínicos. Este autor añade que estos cambios en el pensamiento psicoanalítico han corrido paralelos con un movimiento hacia una mayor democratización en nuestra cultura. Coderch completa la exposición con unas reflexiones personales sumamente interesantes. La autorrevelación tiene que ser un recurso a disposición del terapeuta pero que no debe ser utilizado de manera obligatoria o forzada ni tampoco con frecuencia. Él, por su parte, nunca expone detalles personales, ni espontáneamente ni respondiendo a preguntas, fuera de las sensaciones, emociones o ideas que le puedan ir surgiendo en el curso del tratamiento.
Y frente a la crítica de la ortodoxia de que las fantasías transferenciales solo pueden formarse ante un analista anónimo, se responde que los pacientes no suelen fantasear sobre aquellos aspectos que les son totalmente opacos: “Un analista totalmente oscuro, misterioso y alejado estimula menos fantasías acerca de él que un analista que permite cierta proximidad” (p. 232) Además, un analista impenetrable puede ofrecer interpretaciones perfectas, pero no facilita el proceso de una nueva mentalización. ¿Es que acaso las interpretaciones son inocuas y siempre se producen en el momento oportuno?
Finalmente, el capítulo analiza brevemente la cuestión, sobre la que ya se ha pronunciado, de cuáles son las metas del psicoanálisis. Coderch, se une a la línea de pensamiento de Ferenczi, Fairbairn y tantos otros: el analista es básicamente un terapeuta. Como bien escribe, Freud nunca fue ambiguo en este terreno, siempre mantuvo que el objetivo del psicoanálisis era mostrarle al paciente sus deseos inconscientes y que la curación es, en todo caso, un efecto secundario, incluso manifestó no tener mucho interés por el psicoanálisis en cuanto tratamiento, lo que le interesaba era la investigación de la mente humana. Personalmente me parece preocupante, pero según informa el texto, y he oído en otros lugares, en los institutos de formación se recomienda a los candidatos que no deben esforzarse en mejorar la situación del paciente, sino analizar su inconsciente – interrogar al inconsciente me espetó con dogmatismo un colega lacaniano hace muchos años. Los analistas tienen derecho a creer que lo único que ayuda al paciente es la interpretación, pero no existe ninguna prueba de que este método obtenga mejores resultados que otros procedimientos. En los primeros tiempos se consideraba que la meta del análisis era de tipo metapsicológico, como es aumentar la fuerza y extensión del yo, reducir la dureza del superyó, aumentar la capacidad de sublimación, disminuir la represión, estabilizar el self, aumentar la extensión del autoconocimiento consciente, etc. En los últimos años, en cambio, se subraya la importancia de que el paciente haya internalizado una actitud autoanalítica, de modo que prosiga el proceso personal una vez acabado el análisis formal. Entre los resultados, que no hay que confundir con las metas, estarían cuestiones como la reducción de la ansiedad, una mayor tolerancia hacia sí mismo, mayor armonía interna, mejores relaciones interpersonales. Los procesos son los medios que se emplean en el curso del análisis para alcanzar metas y resultados, muy frecuentemente la interpretación, transferencial o no, favorecer la transferencia y la regresión, formación de una sólida alianza terapéutica. Pero, para el intersubjetivismo de Stolorow y su grupo, el proceso es el análisis continuado del campo intersubjetivo formado por el encuentro de las dos subjetividades. De forma parecida, los relacionales el proceso es la relación. Pero ni unos ni otros descartan la interpretación y el insight.
El último capítulo, el 7, La Relación paciente-analista como agente terapéutico, como ya dije es el más extenso y en bastante medida recapitula y ordena la información ya enunciada con anterioridad, por ello mi resumen va a ser razonablemente breve. Es de gran utilidad para los psicoterapeutas, sobre todo noveles pero no exclusivamente, porque incluye gran cantidad de viñetas e ilustraciones clínicas. Trata ampliamente la idea de que la relación que se establece entre paciente y terapeuta posee la fuerza suficiente para producir las deseables modificaciones psíquicas. Para ello el terapeuta debe ser percibido como un objeto bueno por el paciente. Este enfoque ha ido cristalizando a través del tiempo con las aportaciones esenciales la psicología del self (Kohut), el intersubjetivismo (Stolorow y colaboradores), la teoría de la interacción (Miller y Dorpat), el Grupo de Boston (Stern, Lyons-Ruth y otros) y el psicoanálisis relacional (Mitchell), propiamente dicho, término que utilizamos de preferencia. El cambio se ha producido de forma lenta y progresiva, a veces en el enfoque teórico y la práctica de cada terapeuta individual, como refleja el destacado trabajo de Kohut, Los dos análisis del Sr. Z, y Coderch reconoce en su propia evolución profesional.
Cuando se dice que el terapeuta debe presentarse como un objeto bueno no quiere ello decir que sea magnífico o impresionante, conocedor de todas las soluciones, ni tampoco idealizado, aunque esto sea inevitable en algunos periodos del análisis. El objeto bueno es un analista sencillo, que se comporta según los patrones habituales de nuestro contexto socio-cultural y se sitúa cercano al paciente. El objeto bueno es aquel que ofrece buenas relaciones de objeto, y seguramente muchos analistas clásicos lo han sido y siguen siendo. Algunos testimonios apuntan a que Freud lo era, aunque sus publicaciones puedan sugerir lo contrario (véase el comentario sobre Blanton en la página 262). Admite su falibilidad y está dispuesto a dialogar sobre sus posibles errores y limitaciones. Aunque se inspira en determinadas teorías y orientaciones prácticas, no se aferra a ellas con fanatismo. No es un observador externo y distante sino un copartícipe en la aventura emocional e intelectual que es la aventura analítica.
El terapeuta que se ofrece como objeto bueno posee seis características: actitud confirmativa (Killingmo), 2) hace innecesarias las represiones, 3) identificación dinámica, 4) aceptación del amor del paciente, 5) provisión de empatía, y 6) supervivencia. Las cuatro últimas han sido descritas por Skolnick en una publicación de 2006. No las voy a explicar aquí pero si me gustaría recoger la aclaración de que para el psicoanálisis relacional el amor no es la sublimación de la relación sexual, sino que dar y recibir amor forma parte de la esencia misma de la naturaleza humana. La sexualidad es una de las formas de expresar amor, aunque no siempre. Es sorprendente pero parece resultarnos más fácil que el paciente nos exprese sus reacciones de cólera o enfado que no aceptar sus sentimientos amorosos, a menudo criticados e interpretados como intentos de seducción.
Y ya para terminar, me gustaría reseñar un comentario que leemos en este valioso libro sobre las críticas a los padres. Se sorprende Coderch de que la mayoría de los trabajos clínicos que lee o escucha se toman los comentarios críticos hacia los padres como una resistencia por parte del paciente, una proyección de los propios conflictos, una forma de escapar a la propia responsabilidad o como un ataque al analista. Pero esto supone imponer al paciente el principio de que los padres deben ser amados y respetados o se incurre en patología. Esto es una tremenda injerencia en la libertad de la persona que tiene perfecto derecho en juzgar a sus padres y, cómo no, también al analista. Finalmente, y cita a Fairbairn, muchos pacientes han desarrollado sus trastornos en un esfuerzo por salvar a sus padres y han recibido daños reales de los mismos. Esta patología centrada en el paciente, sin ninguna alusión a causas externas, encaja con el modelo explicativo clásico que atribuye el origen de todo problema a la intensidad o inadecuación de las pulsiones internas e innatas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario